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Joanna se apoyó en el brazo del apuesto y joven oficial, agradecida por su fortaleza y apoyo, pero sin prestar mayor atención a la solícita atención que él le dedicaba. Tampoco prestó atención a los soldados británicos, que permanecían firmes con sus pulcros uniformes, ni a las elegantes damas con sus anchos vestidos y sus sombreros, mientras los oficiales, montados a caballo, levantaban los sables saludando a los dos ataúdes que estaban haciendo descender en las dos tumbas. Joanna sólo era consciente de una cosa: que había perdido a las dos únicas personas a las que quería y que ahora, a los dieciocho años, acababa de quedarse absolutamente sola en el mundo.
Cuando los soldados levantaron los rifles y dispararon al aire, Joanna levantó la mirada, asombrada, y, de algún modo, esperó que el claro cielo azul se desgarrara. Vio el sol a través de su velo negro. Parecía demasiado grande y cálido, y demasiado cercano a la tierra.
Cuando el comandante del regimiento inició la lectura del panegírico sobre las tumbas de sir Petronius y lady Emily Drury, Joanna lo miró con una expresión de extrañeza. No hablaba con claridad. Ella no comprendía lo que estaba diciendo. Miró a su alrededor, hacia la multitud reunida para ofrecer sus últimos respetos a sus padres. Entre los allí presentes se encontraban desde los más altos oficiales del ejército y la élite real de la India, hasta los sirvientes más humildes, y a ninguno de ellos le parecía extraño el confuso discurso del comandante.
Joanna tuvo la impresión de que algo terrible andaba mal y, de pronto, sintió miedo.
Volvió a registrar la multitud con la mirada; debía haber por lo menos cien personas en el funeral. Todas permanecían de pie, envueltas en un silencio inverosímil, observando fijamente los dos ataúdes iguales, que quedaron tan rápidamente cubiertos de flores que aquella fragancia pareció llenar la cabeza de Joanna. Entonces, entre la multitud, observó algo que la dejó petrificada: un perro amarillo, con el cuerpo robusto cubierto de viejas cicatrices, moviendo lentamente la cola de un lado a otro.
Era el perro rabioso que había matado a su madre.
¡Pero si lo habían matado! ¡Ella misma había visto hacerlo a un soldado! Y, sin embargo, allí estaba, donde sólo ella podía verlo, con sus fríos ojos negros fijos en ella, emitiendo por la garganta un gruñido bajo.
Cuando el perro hizo un movimiento para acercarse a ella, Joanna intentó gritar, pero no pudo. Apretó con fuerza el brazo del joven oficial, petrificada por el terror, incapaz de moverse, incapaz de gritar siquiera.
El perro empezó a trotar hacia ella. Luego, se lanzó a la carrera. Ella lo observó, impotente, mientras el animal se acercaba más y más. De repente, se lanzó.
Pero en lugar de echarse sobre ella, el perro voló directamente hacia el cielo y estalló allí en mil estrellas blancas y calientes.
Joanna contuvo la respiración mientras contemplaba las estrellas, que giraban sobre su cabeza como un carrusel de destellos, envolviéndola en su brillantez. Se sintió abrumada por su belleza, olvidada ya de su temor anterior.
Entonces, las estrellas empezaron a juntarse y a formar una figura que manchaba el cielo. Era como una carretera larga y tortuosa, pavimentada con diamantes. Pero no era un camino fijo, sino que se movía, y Joanna se dio cuenta con horror de que las estrellas se habían juntado para formar un solo cuerpo que ella reconoció: una enorme culebra que serpenteaba por entre los cielos.
Al principio se quedó pasmada, pero al momento siguiente se sintió presa del terror. La serpiente de diamantes incrustados empezó a desenroscarse del cielo azul y a deslizarse hacia ella. Percibió el calor frío del fuego estelar que se derramaba sobre ella. Observó cómo el cuerpo macizo se iba haciendo más y más grande, hasta que lo vio en el centro de su propia cabeza, como un solo ojo ferozmente brillante.
Las mandíbulas se abrieron. Distinguió la negrura dentro de la serpiente. El túnel de la muerte que estaba a punto de envolverla.
Y entonces gritó.
Los ojos de Joanna se abrieron de pronto y, por un momento, no supo dónde se encontraba. Luego, al percibir el suave balanceo del barco y observar a su alrededor las paredes del camarote en penumbras, lo recordó: estaba a bordo del SS Stella, con rumbo a Australia.
Se incorporó y extendió la mano en busca de las cerillas que había sobre la pequeña mesita de noche, junto a su cama. Pero las manos le temblaban tanto que no pudo encender la lámpara. Se echó un chal sobre los hombros y se dirigió hacia la portilla donde, tras un frenético intento por abrirla, pronto sintió el aire fresco del océano que le daba en la cara. Cerró los ojos y trató de superar su temor.
El sueño había sido muy real.
Respirando profundamente y reconfortada con los sonidos familiares del barco –el crujido de los estantes, el gemido del maderamen–, Joanna fue regresando poco a poco a la realidad. Se dijo a sí misma que aquello sólo había sido un sueño. Sólo otro sueño más...
«¿Son los sueños nuestro lazo de unión con el mundo espiritual? –había escrito en su diario lady Emily, la madre de Joanna–. ¿Traen consigo mensajes o advertencias, o respuestas a los misterios?»
«Desearía poder saberlo, madre», le dijo Joanna en silencio al vasto océano que se extendía, alejándose, hasta las estrellas.
Había creído que las estrellas que se veían en la India eran muy luminosas y abrumadoras. Pero decidió que no eran nada comparadas con el formidable despliegue que se observaba en este cielo nocturno. Las estrellas aparecían agrupadas en formas que no había observado antes. Los faros tranquilizadores de su niñez habían desaparecido y ahora había otros nuevos que le parpadeaban desde las alturas. Porque esto era el hemisferio sur.
Joanna pensó en el sueño que acababa de tener y en su significado. Que soñara en el funeral, era comprensible, e incluso quizá lo fuera haber soñado con el perro rabioso. Pero ¿qué significaba la estrella-serpiente? ¿De dónde había procedido su propio terror? ¿Cómo sabía ella que la serpiente iba a destruirla?
Pocas semanas antes de su muerte, lady Emily había escrito en su diario: «Ahora suelo tener dos clases de sueños. Hay una pesadilla recurrente que no puedo explicar y que me aterroriza de forma insoportable. Y están los otros sueños, como extrañas visiones de acontecimientos que no producen miedo, y que me parecen muy reales. ¿Podría tratarse, de hecho, de recuerdos perdidos? ¿Acaso estoy recordando de algún modo mi infancia, por fin? Si lo supiera... porque sé que en estos sueños crípticos hay una respuesta. Una respuesta que debo encontrar con rapidez, puesto que en caso contrario pereceré».
Los pensamientos de Joanna se vieron interrumpidos por sonidos procedentes del agua, y la voz de un hombre, gritando en la oscuridad: «Remad, remad, remad», acompañada por el sonido de los remos hundiéndose en el agua. Y sólo entonces recordó que el Stella se encontraba en una zona de vientos encalmados.
–Nunca había visto una cosa igual –había dicho el capitán apenas el día antes–. En todos mis años en el mar, nunca me había encontrado con los vientos en calma en estas latitudes. Por mi vida que no puedo explicármelo. Me da la impresión de que me veré obligado a hacer bajar a los hombres a los botes para ver si nos pueden sacar de aquí.
Y Joanna sintió que sus temores surgían de nuevo.
Había sabido que esto iba a suceder. En Allahabad, en la casa de reposo donde había pasado varias semanas recuperándose de las muertes inesperadas y prematuras de sus padres, a Joanna se le había dicho que esto sucedería.
«¿Soy yo la causa de esto? –se preguntó, estremeciéndose dentro del chal–. ¿Acaso la cosa venenosa que acosó a mi madre y que finalmente la destruyó me ha seguido hasta el océano y me acosa a mí también?»
–Tienes que ir a Australia, Joanna –le había dicho lady Emily pocas horas antes de morir–. Tienes que hacer el viaje que tú y yo teníamos previsto hacer. Hay un veneno que nos aflige. Tienes que descubrir la fuente de la que procede y darlo por terminado, porque, en caso contrario, tu vida acabará como ha acabado la mía, prematuramente, y sin saber por qué.
Joanna se apartó del portillo y contempló el diminuto camarote. Al disponer de riqueza, había podido permitirse un buen alojamiento para el largo viaje desde la India a Australia. No había querido compartir su camarote con nadie. Necesitaba estar a solas, con su dolor, y tratar de descifrar el enigma que la estaba llevando hacia la otra parte del mundo, hacia un país del que sabía muy poco.
Observó los documentos que estaban limpiamente colocados sobre la pequeña mesa de escritorio. Eran un legado de hacía mucho tiempo, procedente de unos abuelos que ella nunca conoció. Joanna había estado intentando descifrar el mensaje oculto en aquellos documentos, del mismo modo que su madre intentó traducir su extraño significado. Entre las cosas que había sobre la mesa también había un diario. El «libro de la vida» de lady Emily, lleno con sus sueños y temores y sus propios e inútiles intentos por comprender el misterio de su vida: los años perdidos de los que no guardaba recuerdo alguno y las crecientes pesadillas que parecían predecir el futuro aterrorizante. Y había una escritura de propiedad, que también formaba parte del legado de Joanna, dejado hacía mucho tiempo por aquellos abuelos. Nadie sabía dónde se hallaba aquel territorio que se mencionaba en la escritura, ni por qué lo habían comprado los padres de lady Emily o por qué nunca habían vivido allí.
–Pero tengo la extraña sensación, Joanna –le había dicho Emily hacia el final–, de que la respuesta a todo se encuentra en el lugar indicado en esa escritura. Está situado en alguna parte de Australia. Posiblemente, sea mi lugar de nacimiento. No lo sé. Y quizá la mujer que se me aparece en sueños esté allí. O quizá mi propia madre esté allí, todavía viva. Lo único que sé es que se trata de un lugar llamado Karra Karra y que en otra época vivió allí una raza de gente muy antigua y misteriosa. Tienes que encontrarla, Joanna, para salvarte a ti misma y salvar a tus futuros hijos.
«Para salvarme a mí misma y salvar a mis futuros hijos, ¿de qué?», pensó ahora Joanna. ¿Qué significaba todo aquello? Sobre la mesa también había una carta... una carta de enojo, en la que se decía: «El hecho de que hables de una maldición es una afrenta a Dios». La carta no estaba firmada pero Joanna sabía que había sido escrita por tía Millicent, la mujer que había criado a Emily y que se había negado a hablar del pasado porque eso la aterrorizaba. Y finalmente, sobre la mesa había un retrato en miniatura de lady Emily, una mujer hermosa de mirada acosada. ¿Eran todas aquéllas las piezas del rompecabezas de la vida de una mujer?, se preguntó Joanna. ¿O quizá su destino?
–No tengo ni la más remota idea de por qué se está muriendo tu madre –le había dicho el médico a Joanna–. Eso queda más allá del alcance de mis conocimientos y capacidades. No está enferma. Parece estar muriéndose de una aflicción del espíritu más que de la carne. No puedo ni imaginarme cuál pueda ser la causa.
Pero Joanna sí que tenía alguna idea. Varios días antes, un perro rabioso había logrado entrar en el recinto militar donde estaba acuartelado el padre de Joanna. Había arrinconado a ésta, que se quedó petrificada por el temor, a la espera de que atacara. En ese momento, lady Emily se interpuso entre su hija y el perro y, justo en el momento en que el animal saltaba, un soldado que actuó con rapidez disparó su rifle y el perro cayó muerto a los pies de Joanna y de su madre.
–Lady Emily parece tener los síntomas de la rabia, señorita Drury –había dicho el doctor–. Pero no fue mordida por el perro, por eso me deja perplejo el hecho de que tenga los síntomas.
Joanna volvió a mirar por la portilla, hacia el océano oscurecido, y escuchó a los hombres de los botes tratando de arrastrar el barco a través de la noche, como si se tratara de algo gigantesco e invisible. Y pensó en cómo había visto a su madre, acostada, moribunda, impotente para luchar contra el poder que la estaba matando. Y en cómo, pocas horas después de la muerte de su querida esposa, el coronel Petronius se había llevado a la cabeza su revólver de reglamento y había apretado el gatillo.
–Hay fuerzas que están actuando, mi querida Joanna –había dicho lady Emily, ya agonizante–. A mí me han reclamado, después de todos estos años. Y también te reclamarán a ti. Por favor... por favor, ve a Australia, encuentra Karra Karra, descubre lo que sucedió allí e impide que este veneno... esta maldición te haga a ti algún daño.
Pero ¿cuál era el veneno que había temido su madre? ¿De dónde había surgido? Por lo que se refería a lady Emily, su vida se había iniciado cuando ella contaba con seis años de edad, porque hasta esa época alcanzaban sus recuerdos; no recordaba nada más antiguo, y ni siquiera sabía dónde había nacido.
Joanna pensó en lo que su madre le había dicho hacía mucho tiempo.
–Un capitán de navío me trajo a la casa de campo de tía Millicent, en Inglaterra –había dicho lady Emily–. Al parecer, yo había viajado en su barco desde Australia. En aquel entonces apenas tenía cuatro años y llevaba muy pocas cosas conmigo. No hablaba. No podía hablar. Fuera lo que fuese que ocurriera en Australia, algo que nunca he podido recordar, tuvo que haberse tratado de algo literalmente impronunciable. Millicent dijo que transcurrieron varios meses antes de que yo fuera capaz de decir algo. Joanna, es importante saber por qué, y qué le sucedió a nuestra familia en Australia. Ocurrió algo horrible y creo que eso es la base de las terribles pesadillas que padezco.
Y entonces, hacía apenas un año, cuando lady Emily celebró su trigesimonoveno cumpleaños, empezó a tener los otros sueños, aquellos que creía podrían haber sido recuerdos verdaderos de aquellos años perdidos. Los había descrito en su diario: «Soy una niña pequeña sostenida en los brazos de una mujer joven. Su piel es muy oscura, y estamos rodeados por personas de piel oscura. Todos esperamos en silencio algo. Estamos observando la abertura de una cueva que parece hallarse en la base de una extraña montaña de color rojizo. Empiezo a hablar, pero se me dice que guarde silencio. De algún modo, sé que mi madre se encuentra en el interior de esa montaña. Quiero que salga de allí. Siento miedo por ella. El sueño termina aquí, pero es algo tan vívido –hasta siento el calor del sol sobre mi cuerpo desnudo– que no puedo evitar el preguntarme si no se trataría de un recuerdo de los años que pasé en Australia. Pero ¿quién es la mujer de piel negra que me sostiene en brazos? ¿Quiénes son las personas reunidas alrededor de la boca de la cueva?».
Joanna levantó la mirada hacia la acumulación de estrellas conocida como la Estrella del Sur –cuya punta señalaba el camino hacia Australia, que ya sólo estaba a unos pocos días de navegación de distancia–, y se preguntó, tal como hizo su madre, si lady Emily no habría vivido alguna vez entre los aborígenes. Y en tal caso, ¿qué era lo que había presenciado y que resultó tan terrible como para que su mente se negara a recordarlo? ¿Qué fue de su madre y de su padre? ¿Por qué se había marchado ella sola de Australia cuando no era más que una niña pequeña? Y, lo más enigmático de todo, ¿cómo lo había hecho?
Mientras el barco se balanceaba con suavidad, la brillante luz de las estrellas inundó momentáneamente el camarote, y Joanna volvió a ver los documentos sobre la pequeña mesa de despacho. Aquellos documentos habían sido escritos por su abuelo, John Makepeace, que tuvo que haber perecido en alguna parte de Australia, junto con su esposa. Sus notas estaban escritas en clave; lady Emily no había sido capaz de descifrarlas. Ahora, Joanna estaba segura de que la respuesta tenía que encontrarse en aquellos documentos, escritos hacía tanto tiempo.
Estaba decidida a descubrir aquellas respuestas. Mientras estuvo sentada junto al lecho de su madre, observando a la hermosa lady Emily morir de una enfermedad misteriosa, quizás un veneno espiritual, Joanna había pensado: «Ahora ya ha terminado. Han terminado las pesadillas y los temores innombrables. Ahora estás en paz». Pero luego, en el sanatorio donde había pasado varias semanas recuperándose de la conmoción sufrida a causa de la muerte de sus padres, había tenido un sueño: se encontraba a bordo de un barco, en medio del océano, y el barco estaba rodeado por la calma chicha, con las velas colgando inertes de los mástiles y el capitán diciéndole a la tripulación que las raciones de agua y alimentos eran peligrosamente bajas. Y en aquel sueño, Joanna había sabido que, de algún modo, ella era la causa.
Se había despertado sintiéndose aterrorizada; en ese momento se había dado cuenta de que aquello que había acosado a lady Emily durante toda su vida, fuera lo que fuese, no había muerto con ella, sino que ahora le pertenecía a ella misma.
Escuchó a los marineros esforzándose en la oscuridad sobre sus remos, tratando de arrastrar al Stella sobre las aguas en calma. Entonces, Joanna se sintió abrumada por una nueva sensación de urgencia. Aquello no podía ser una coincidencia: su sueño y este barco en medio de la calma. Después de todo, había algo en el veneno en el que su madre tanto había creído. Joanna volvió a mirar hacia la noche y trató de imaginarse el continente que sólo se hallaba situado a unos pocos días de distancia: Australia, donde le esperaban secretos y un misterio.
–¡Melbourne! ¡El puerto de Melbourne! ¡Preparados para desembarcar! Joanna estaba de pie en la cubierta, junto con el resto de pasajeros, observando cómo se acercaba más y más el puerto de Melbourne. Tenía prisa por descender del barco, por alejarse del pequeño camarote donde las pesadillas, los sueños y los fantasmas del pasado habían sido su única compañía.
Miró más allá de la multitud que se había reunido sobre el muelle para recibir el barco, elevó la mirada hacia el perfil de la ciudad, a corta distancia, y se preguntó si allí, más allá de los edificios y las agujas de las iglesias, encontraría a la «raza antigua y misteriosa» de la que había hablado su madre. En alguna parte de allí fuera, en el corazón del país que durante miles de años sólo había conocido a los aborígenes nómadas, se hallaba la respuesta a su pregunta. Y ella se vio abrumada por una sensación de malos presentimientos.
Cuando se tendió la pasarela y los oficiales del barco se reunieron para despedirse de los pasajeros que desembarcaban, Joanna se sujetó a la barandilla y levantó la mirada hacia el cielo. Se quedó asombrada ante la luz. No se parecía a ninguna luz que hubiera conocido, no era como la luz cálida y almizcleña de la India, donde ella se había criado, ni la luz suave y brumosa de Inglaterra, donde había estado una vez siendo niña. A Joanna la luz del sol de Australia le pareció amplia, directa y clara; era casi agresiva en su brillantez y claridad. Una luz que, rogó ahora, iluminara la oscuridad de su vida.
Vio a un grupo de hombres, trabajadores portuarios a juzgar por sus ropas, que subió apresuradamente por la pasarela. Una vez en la cubierta, empezaron a hacerse cargo del equipaje y de todo aquello sobre lo que pudieran echar mano, prometiendo a los pasajeros, que se disponían a desembarcar, que la tarea de transportar su equipaje sólo les costaría un penique o dos. Un joven negro se aproximó a Joanna.
–Me haré cargo de esto por usted, señorita –dijo, extendiendo las manos hacia su baúl–. Sólo seis peniques. ¿Adónde desea ir?
Ella se lo quedó mirando con fijeza. Era un aborigen. Se trataba de su primer encuentro con un miembro de la raza de la que tanto había oído hablar en su vida y que, en cierto modo, la había ensombrecido.
–Sí –asintió al cabo de un momento–. Bájelo, por favor. Sólo hasta el muelle.
Con una mano enorme, el hombre tomó el asa de uno de los extremos del baúl y empezó a levantarlo. Le dirigió a Joanna una sonrisa que fue una mueca. Ella vio unos enrojecidos ojos marrones, agudos y vivos, por debajo de unas cejas pobladas.
Luego, al hombre le desapareció la sonrisa del rostro. Le dirigió a Joanna una larga mirada inquisitiva y pareció como si, por un instante, estuviera haciendo una especie de viaje interior. Luego, sus ojos parpadearon, dejó el baúl sobre la cubierta, se volvió bruscamente y extendió las manos hacia un destartalado canasto que una mujer de edad avanzada intentaba transportar.
–¿Me permite que se lo lleve, señora? –dijo el hombre moviéndose sobre la cubierta, alejándose de Joanna.
Entonces se le acercó un mozo del barco, llevando una carretilla.
–¿Quiere que le baje el baúl al muelle, señorita? –preguntó. –¿Por qué ha hecho eso? –preguntó ella señalando al aborigen.
–No se lo tome como nada personal, señorita. Probablemente decidió que el baúl era demasiado pesado para él. No les gusta trabajar muy duro. Mire, se lo bajaré yo mismo con la carretilla.
Siguió al mozo por la pasarela, volviendo la mirada hacia atrás para ver si podía distinguir al aborigen. Pero éste se había desvanecido.
–Ya está, señorita –dijo el mozo una vez que estuvieron sobre el muelle–. ¿Vendrá alguien a recibirla?
Ella observó a la multitud que se apretaba en el muelle, gente que saludaba agitadamente a los pasajeros que llegaban. En ese momento pensó en la anotación en el diario de su madre, donde lady Emily había escrito: «¿Hay alguna posibilidad de que miembros de mi familia sigan todavía con vida en Australia? ¿Mis padres, quizá?».
–No. Nadie saldrá a recibirme –dijo Joanna entregándole unas monedas al mozo.
Mientras la multitud se arremolinaba a su alrededor, Joanna tuvo que pensar en lo que debería hacer a continuación. Lo primero sería encontrar un lugar donde alojarse y descubrir luego una forma de recibir allí su asignación; por el momento, sólo recibiría su herencia al cabo de dos años y medio. Después, tendría que encontrar a alguien que la ayudara a localizar la heredad que, al parecer, había sido propiedad de su familia. Y tendría que tratarse de alguien que poseyera conocimientos sobre la Australia de treinta y siete años atrás.
De repente, Joanna escuchó una gran conmoción detrás de ella. Alguien gritó:
–¡Alto! ¡Detengan a ese chico!
Al volverse, vio a un niño pequeño que se escabullía corriendo entre la multitud, sobre la cubierta del barco. Parecía tener cuatro o cinco años de edad y avanzó en una dirección y luego en otra, seguido de cerca por un camarero.
–¡Deténganlo! –gritó el camarero.
Cuando la gente intentó sujetar al niño, éste se retorció de entre las manos, bajó corriendo la pasarela y pasó volando junto a Joanna.
Ella le observó lanzarse ciegamente entre la multitud, con las delgadas piernas subiendo y bajando, enfundadas en unos pantalones cortos. Cuando el camarero, de rostro enrojecido, le dio alcance por fin, el niño se dejó caer al suelo y empezó a golpearse la cabeza contra el muelle.
–¡Eh, eh! –gritó el hombre sujetando al niño por el cuello y agitándolo–. ¡Deja ya de hacer eso!
–¡Oiga! –intervino Joanna–. ¡Le está usted haciendo daño! Se arrodilló junto al chico que se retorcía y se dio cuenta de que se había producido un corte en la frente.
–No temas –le dijo–. Nadie va a hacerte daño. –Abrió el bolso, sacó un pañuelo limpio y se lo pasó con suavidad por la herida–. Vamos, esto no te hará daño –añadió cuando el chico empezó a tranquilizarse.
Joanna extrajo una botella del bolso, vertió un poco del líquido en el pañuelo y se lo apretó al chico en la frente. Luego levantó la mirada hacia el camarero.
–¿Qué ha ocurrido? –preguntó–. El niño está aterrorizado. –Lo siento, señorita, pero no soy una niñera. Lo subieron a bordo en Adelaida, y alguien tenía que ocuparse de vigilarlo. Ha permanecido bajo cubierta durante los últimos días y no ha hecho más que dar problemas. No quiere comer, no quiere hablar...
–¿Dónde están sus padres?
–No lo sé, señorita. Lo único que sé es que ha causado muchos problemas y va a desembarcar aquí. Se supone que alguien debía venir a reclamarlo. Joanna metió la mano en el bolso y extrajo de él una venda enrollada. Mientras le vendaba la cabeza al niño, vio que éste llevaba un billete de una libra sujeto a la camisa con un imperdible, y un trozo de papel en el que se leía: ADAM WESTBROOK.
–¿Te llamas Adam? –preguntó–. ¿Adam? El niño se la quedó mirando fijamente, pero no dijo nada. El camarero empezó a abrir el imperdible y tomar el billete de una libra.
–Creo que esto me pertenece, teniendo en cuenta todos los problemas que me ha causado.
–Pero si eso le pertenece a él –dijo Joanna–. No se lo lleve. El camarero se la quedó mirando por un momento, calibrando aquel bonito rostro y el tono de voz, que sonaba como si estuviera acostumbrada a dar órdenes. Reconoció el corte caro de sus ropas y observó la etiqueta de primera clase en su baúl. Finalmente, decidió que debía de pertenecer a alguna familia importante.
–Admito que tiene usted razón –dijo–. No es que me disgusten los niños, no crea. Lo que ocurre es que él ha sido demasiado. Se ha pasado todo el tiempo llorando, y no hacía más que dar puñetazos y patalear. Y no ha querido hablar. No ha pronunciado una sola palabra. Bueno, el caso es que ahora tengo que regresar al barco.
Y tras decir esto, el camarero se giró sobre sí mismo y desapareció entre la multitud, antes de que Joanna pudiera decir nada más.
Joanna observó atentamente al niño y vio un rostro pálido con un aspecto frágil. Estaba tan delgado que se le ocurrió pensar que si lo sostenía a la luz podría ver a través de él. Se preguntó por qué habría estado tan solo en el barco, y qué terrible dolor o desgracia le habría inducido a herirse a sí mismo de aquel modo.
En ese momento, Joanna escuchó a un hombre que preguntaba:
–Discúlpeme, señorita, pero ¿es éste Adam?
Levantó la cabeza y se encontró mirando a un hombre atractivo, con una mandíbula cuadrada, la nariz recta y arrugas producidas por el sol alrededor de unos ojos de color gris humo.
–Soy Hugh Westbrook –dijo el hombre, quitándose el sombrero–. He venido a buscar a Adam. –Le dirigió una sonrisa y luego se agachó, apoyándose en una rodilla–. Hola, Adam. Bien, bien. He venido para llevarte a casa.
Sin el sombrero, Joanna creyó observar un cierto parecido entre el hombre y el niño: la misma boca, con un labio superior delgado y otro inferior lleno. Cuando el hombre le dirigió al niño una mirada seria, ella observó que entre las cejas del hombre aparecía la misma arruga vertical que ya había entre las cejas del niño.
–Me imagino que debes de sentirte algo asustado, Adam –dijo Westbrook–. Pero todo está bien. Tu padre era primo mío, así que somos de la misma familia. Tú también eres mi primo.
Extendió una mano hacia el niño, pero Adam retrocedió hacia Joanna. Westbrook sostenía un paquete envuelto en papel marrón y atado con una cuerda. Empezó a abrirlo, al tiempo que decía:
–Mira, te he traído todo esto para ti. Pensé que te gustaría tener ropa nueva, como la que llevamos en Merinda. ¿Te habló alguna vez tu madre de la granja de ovejas que tengo en Merinda? –Al ver que el niño no decía nada, Hugh Westbrook se levantó y le dijo a Joanna–: He comprado todo esto en Melbourne. –Desplegó una chaqueta que había estado envolviendo unas botas y un sombrero–. En la carta no se especificaba lo que él podría necesitar, pero esto servirá por el momento y más tarde ya le compraré otras cosas. Está bien, aquí tienes.
Le tendió la chaqueta a Adam, pero el niño emitió un grito extraño y se cubrió la cabeza con los brazos.
–Por favor –intervino entonces Joanna–. Permítame ayudar. Tomó la chaqueta y ayudó al niño a ponérsela, pero la prenda era tan grande que Adam casi pareció desaparecer en ella.
–¿Qué tal te sentará esto? –dijo Westbrook, y cuando puso el sombrero de ala ancha sobre la cabeza del niño, cubrió a Adam hasta los ojos y las orejas y quedó descansando sobre su nariz.
–¡Oh, querido! –exclamó Joanna.
–No pensé que pudiera ser tan pequeño –dijo Westbrook volviéndose hacia ella–. Cumplirá cinco años en enero y yo no estoy acostumbrado a los niños, así que supongo que he exagerado un poco las cosas. –Le dirigió a Adam una mirada pensativa y luego le dijo a Joanna–: Me había imaginado a un niño capaz de hacerse cargo de sí mismo. No tengo ni la menor idea de cuáles pueden ser las necesidades de un niño tan pequeño, y en la granja ovejera nos pasamos todo el día trabajando. Creo que Adam va a necesitar mucha atención.
Joanna bajó la mirada hacia el niño y le inspeccionó el vendaje que le había puesto en la frente.
–Está muy dolido –dijo ella–. ¿Qué le ha ocurrido?
–No lo sé con exactitud. Su padre murió hace varios años, cuando Adam no era más que un bebé. Y su madre ha muerto recientemente. Las autoridades del Sur de Australia me escribieron diciéndome que Adam se había quedado repentinamente huérfano, y me preguntaron si yo estaría dispuesto a hacerme cargo de él, puesto que era su pariente más cercano.
–Pobre muchacho –murmuró Joanna, posando una mano sobre el hombro del pequeño–. ¿Cómo murió su madre?
–No lo sé.
–Espero que él no lo viera. Es muy pequeño. Pero parece como si algo hubiera dejado en él una marca terrible. ¿Qué te ocurrió, Adam? –le preguntó Joanna–. Cuéntamelo, por favor. Hablar de eso te ayudará.
Pero la atención del niño parecía concentrada en una enorme grúa que estaba descargando mercancías de un barco.
–Mi madre también recibió un daño cuando era muy pequeña –dijo Joanna volviéndose hacia Westbrook–. Al parecer, presenció algo terrible que la acosó durante toda su vida. No hubo nadie capaz de curarla ni de comprender su dolor y ofrecerle el amor y la amabilidad que necesitaba. Fue educada por una tía que no le dio afecto, y, de ese modo, nunca llegó a curarse su herida. Creo que, finalmente, murió a causa de aquel suceso ocurrido en su niñez. –Le puso a Adam una mano por debajo de la barbilla y le levantó el rostro con suavidad. Observó dolor en sus ojos, y también una expresión de terror–. Es como si estuviera viviendo una pesadilla –dijo–. Como si todos nosotros formáramos parte de un mal sueño. –Se inclinó sobre el niño y le dijo–: Pero no estás soñando, Adam. Estás bien despierto, y todo está bien. Alguien va a cuidar de ti. Nadie te va a hacer el menor daño. Yo también tuve malos sueños. Los tengo siempre. Pero sé que sólo son sueños y que no pueden hacerme daño.
Westbrook observó a Joanna hablar al niño con un tono apaciguador. Observó cómo su cuerpo grácil se arqueaba hacia Adam, como los eucaliptos que crecían en despoblado, y al cobrar conciencia del efecto tranquilizante que estaba teniendo sobre el niño, le dijo:
–Gracias por lo que ha hecho. La he visto salvar a Adam de ese camarero. Fue muy amable por su parte tratar de ayudar. Debe de estar ansiosa por marcharse. Si alguien ha venido a recibirla, seguro que la estará buscando, señorita...
–Drury –dijo ella–. Joanna Drury. Y no, nadie ha venido a recibirme, señor Westbrook.
–Entonces, ¿ha venido usted de vacaciones?
–No, tampoco he venido de vacaciones. Mi madre y yo, teníamos intención de venir juntas a Australia. Íbamos a ocuparnos de algunas cosas relacionadas con nuestra familia y también de una tierra que ella había heredado. Pero murió antes de que saliéramos de la India. Así que he venido sola. –Le sonrió–. Nunca había estado antes en Australia. ¡Y resulta un poco abrumador!
Westbrook se la quedó mirando durante un momento, y le sorprendió observar un centelleo en sus ojos, que desapareció rápidamente. También creyó haber percibido algo en su sonrisa. ¿Había sido temor, quizá? Al escuchar lo contenido de su voz, como si estuviera diciendo algo practicado pero que se ha mantenido en secreto durante mucho tiempo, se sintió repentinamente intrigado.
–¿Dónde está esa tierra que anda usted buscando? –preguntó.
–El caso es que no lo sé. Creo que está cerca de un lugar llamado Karra Karra. ¿Lo conoce?
–Karra Karra. Suena a nombre aborigen. ¿Está aquí, en Victoria?
–Lo siento, pero no lo sé.
Westbrook se la quedó mirando durante un momento. Luego dijo:
–Conozco a mucha gente en Australia. Me agradaría ayudarla a buscar su tierra.
–Oh –exclamó ella–, eso sería muy amable por su parte, señor Westbrook, pero seguramente tendrá usted prisa por llevarse a Adam a casa.
–Señorita Drury, se me ocurre que quizá podamos ayudarnos el uno al otro. Usted necesita ayuda para familiarizarse con Australia, y yo necesito ayuda con Adam. ¿Qué le parece si hacemos un trato? Usted me ayuda durante algún tiempo con Adam, y yo la ayudo a buscar Karra Karra. No tendrá por qué ser durante mucho tiempo. Me caso dentro de seis meses. Mi granja ovejera, Merinda, no es elegante y me imagino que estará usted acostumbrada a lugares mucho más exquisitos. Hay una cabaña de troncos, rodeada por una gran terraza, pero usted y Adam pueden disponer de ella y me ocuparé de que tengan todo lo necesario. Quiero que el niño empiece su vida conmigo de una forma correcta desde el principio, y con usted parece sentirse mucho más tranquilo. –Cuando ella pareció dudar ante su ofrecimiento, añadió–: Comprendo su vacilación a marcharse con un extraño, pero el trato sería que viniera usted a hacerse cargo de Adam durante seis meses. Mientras tanto, yo la ayudaría a buscar lo que ande usted buscando. Australia tiene siete millones y medio de kilómetros cuadrados y la mayoría de ellos están todavía sin explorar, pero yo conozco bastante el país. No podrá usted conseguirlo a solas; necesitará ayuda. Yo tengo muchos amigos. Uno de ellos es un abogado a quien podría pedirle que se ocupe de investigar la propiedad que usted ha heredado. Le ruego que lo piense, señorita Drury. Aunque sólo sea por un mes, ayúdeme a empezar y yo la ayudaré a empezar también en las cuestiones que me ha mencionado. Piénselo mientras voy a buscar el carro.
Le vio desaparecer entre la multitud y entonces sintió una mano pequeña deslizarse entre las suyas. Al volverse vio que los grandes ojos grises de Adam estaban estudiándola. Joanna reflexionó sobre aquel giro inesperado de los acontecimientos.
Pensó en todo lo que había sacrificado para llegar hasta allí, en todo lo que había dejado atrás: sus amigos en la India, las ciudades que conocía tan bien, la cultura en la que se había criado, y finalmente al joven y apuesto oficial que había permanecido a su lado durante el funeral y que le había pedido que se casara con él. Y ahora, de repente, sintió nostalgia. A Joanna le había disgustado mucho abandonar todo aquello; para ella no había sido una decisión fácil. Y ahora, mientras observaba a la multitud sobre el muelle, dispersándose en carruajes, carros y caballos, cobró conciencia del tráfico pesado que se movía por la calle que se adentraba en Melbourne, pensó que se encontraba sola por primera vez en su vida, entre personas extrañas y en un país extraño, y pensó en lo fácil que habría sido para ella quedarse en la India.
Pero entonces pensó en el joven aborigen que había subido a bordo del barco unos minutos antes, y en la extraña mirada que le había dirigido cuando se hizo cargo del baúl. Y recordó que, en realidad, no le había quedado más alternativa que venir hasta aquí.
Pensó en Hugh Westbrook, y se sorprendió al darse cuenta de que se sentía atraída hacia él. Era muy apuesto, y también joven; calculó que debería tener unos treinta años. Pero se trataba de algo más que eso. Joanna estaba acostumbrada a los uniformes impecables y a las actitudes rígidamente correctas. Hasta la proposición matrimonial planteada por el joven oficial lo había sido de una forma rígida y amable, como si hubiera estado siguiendo las normas dictadas por el protocolo. Joanna sabía que a aquel joven jamás se le habría ocurrido dirigirse a una dama a la que no hubiera sido presentado formalmente. Westbrook, por el contrario, le había parecido un hombre relajado, flexible y cómodo, como si sólo siguiera sus propias normas, y Joanna acababa de descubrir que eso le agradaba.
Le había dicho que la ayudaría a encontrar Karra Karra. Sabía que iba a necesitar la ayuda de alguien, y él le había asegurado que estaba familiarizado con Australia. Por un momento, se preguntó si no debería contarle el resto de la historia, lo del veneno/maldición. Decidió que no. No ahora, no, al menos por el momento. Porque aquello era algo que ni siquiera ella comprendía bien; ni siquiera estaba segura de que existiera.
Cuando el recuerdo del joven aborigen del barco acudió de nuevo a su mente –la forma en que la había mirado y luego se había marchado tan bruscamente–, lo apartó de sí, enfocando su pensamiento en cómo sería la granja ovejera de Hugh Westbrook. ¿Estaría situada en suaves colinas cubiertas de pastos verdes, como las que había visto en cierta ocasión en Inglaterra? ¿Estaría cubierta por la sombra de los robles, y habría gorriones piando en el jardín, por detrás de la cocina? ¿O sería el hogar de Hugh Westbrook completamente diferente a cualquier otra granja que pudiera encontrar en Inglaterra? Joanna había leído todo lo que había podido sobre este curioso continente que era Australia, donde no había animales ungulados, ni grandes felinos depredadores, donde los árboles no perdían las hojas en el otoño, sino que perdían la corteza, y donde, según decían algunos, los aborígenes constituían la raza más antigua que existiera sobre la Tierra. De pronto, sintió una gran curiosidad por verlo todo.
–¿Y bien, señorita Drury? ¿Qué me dice usted?
Ella se volvió y miró a Hugh Westbrook. Aún no se había vuelto a colocar el sombrero y observó la forma un tanto desaliñada en que llevaba el cabello. Ella se había criado entre hombres que se lo untaban con pomada, entre oficiales que mantenían el cabello perfectamente pulcro. El de Westbrook, en cambio, le caía de cualquier forma, largo y un tanto enmarañado, como si hubiera renunciado al peine para dejar que creciera de forma natural.
Joanna sintió entonces la pequeña mano sobre la suya, y pensó en lo desesperadamente que Adam se había golpeado la cabeza contra el suelo, como si quisiera borrar de allí recuerdos inexpresables.
–Está bien, señor Westbrook –dijo finalmente–. Iré con usted durante una temporada.
Sobre el rostro del hombre se extendió una sonrisa de alivio. –¿Quiere usted detenerse en la ciudad para algo? Quizá quiera enviar una carta a su familia, o decirle dónde estará.
–No tengo familia –dijo ella.
Mientras Westbrook cargaba el baúl de Joanna en el carro, dijo:
–Y a propósito, ¿qué ha sido lo que le ha puesto antes en la frente de Adam?
–Aceite de eucalipto. Es un antiséptico y cura las heridas con rapidez.
–No sabía que hubiese árboles de eucalipto fuera de Australia. –Han importado unos pocos en la India, donde yo vivía. Mi madre obtuvo el aceite a través de una farmacia local. Ella lo utilizaba en muchos de sus remedios.
–Pues yo creía que sólo los australianos conocíamos los poderes curativos del aceite de eucalipto. Aunque eso es algo que se lo debemos a los aborígenes. Ellos utilizaban el eucalipto en sus remedios medicinales muchos siglos antes de que el hombre blanco llegara aquí.
Mientras el carro se alejaba del muelle, de las multitudes del Stella, Joanna pensó en lo que podría encontrar en alguna parte de aquellos siete millones y medio de kilómetros cuadrados. Pensó en la misteriosa y joven mujer negra que había aparecido en los sueños de su madre, en unos abuelos que todavía podrían estar vivos en alguna parte de este continente. Pensó en los sueños y pesadillas y en los significados que pudieran tener. Finalmente, pensó en regresar al lugar donde se había iniciado todo, de donde surgían los recuerdos perdidos de su madre, donde se había iniciado una maldición que tenía que terminar. Y finalmente, pensó en el hombre sentado a su lado, y en el pequeño niño herido que había aparecido en su vida de una forma tan repentina e inesperada. Y se sintió llena de una sensación de maravilla y temor.
2
Pauline Downs apenas si podía esperar a que llegara la noche de bodas. Mientras la costurera ponía los últimos alfileres en la elegante bata, Pauline se volvió de un lado a otro, admirándose en el espejo de cuerpo entero. Apenas si podía contener su excitación.
«¡Espera a que Hugh me vea con esto puesto!»
Era el último grito de la moda, ya que sólo tenía las semanas que tardó el modelo y la tela en hacer el viaje desde París hasta Melbourne. El material era un satén cremoso, de color champán-melocotón, guarnecido con encaje de Valenciennes y la clase de botones diminutos que sólo era capaz de producir la casa de Worth. La bata parecía derramarse sobre el cuerpo esbelto de Pauline, delineando los pechos pletóricos y las suaves caderas; la forma en que caía a sus pies la hacía parecer más alta de lo que ya era. Había tardado semanas en lograr el diseño correcto de lo que llevaría en la primera noche que pasara a solas con Hugh Westbrook. Y ahora que lo tenía, Pauline hubiera deseado que aquella noche ya estuviera aquí, ahora.
La bata sólo constituía una parte del enorme ajuar de novia que estaba preparando para la luna de miel. Su gran dormitorio en Lismore, su hogar en el distrito occidental, estaba abarrotado de rollos de tela, revistas de moda, diseños, vestidos en distintas fases de acabado. Y no se trataba de vestidos ordinarios, porque Pauline no era una mujer ordinaria. Ella se ocupaba de asegurarse de que, a pesar de hallarse en el otro lado del mundo, en una colonia que solía estar atrasada con respecto a Europa en cuestiones de moda, su guardarropa de novia estuviera a la última moda.
Contempló con delectación los vestidos que se pondría una vez se hubiera convertido en la señora de Hugh Westbrook. Los tediosos y viejos miriñaques quedarían definitivamente desterrados, y en Europa estaba surgiendo un estilo totalmente nuevo. Apenas si podía esperar a enseñar aquel invento radicalmente nuevo llamado polisón, y las atrevidas faldas atadas a la espalda, que elevaban el borde unos centímetros por encima del suelo. ¡Y las telas! Sedas azules, satenes color canela, a la espera de ser cosidas y dobladas en terciopelo negro o dorado, con encajes blancos para resaltar el cuello y los puños. De qué modo tan perfecto complementaban su cabello de color platino y sus ojos azules. El estilo en el vestir era una de las obsesiones de Pauline. El hecho de hallarse en la vanguardia de la moda la ayudaba a olvidar que no se encontraba en Londres, sino más bien en una atrasada colonia llamada pomposamente Victoria, en honor de la reina.
Pauline formaba parte de la pequeña nobleza terrateniente de Victoria, y había nacido y se había criado en una de las granjas ovejeras más antiguas y grandes de la colonia. Se había criado rodeada del más consentido de los lujos; su padre la llamaba su «Princesa», y le había hecho prometer a su hijo Frank que, cuando él desapareciera, se ocuparía de que su hermana siguiera llevando una vida rodeada por la comodidad y las facilidades. Ahora vivía en el distrito occidental de una granja ovejera que tenía una extensión de cien hectáreas, a solas con su hermano Frank, en una mansión de dos pisos llena de sirvientes. Pauline se pasaba el tiempo ocupada en la caza, las fiestas de fin de semana, los bailes y fiestas sociales, como si viviera en una rica propiedad campestre de Inglaterra. Frank y su hermana eran quienes imponían las tendencias en las capas altas de la sociedad, y establecían los estándares por los que había de regirse la vida de los otros miembros de su propia clase. Pauline creía firmemente que, a pesar de vivir en las colonias, o quizá por eso mismo, era importante no dejarse «llevar al monte».
La única cosa no de moda que Pauline había hecho era seguir estando soltera a la edad de veinticuatro años.
No es que no hubiera tenido oportunidades para casarse. Había habido numerosos pretendientes llenos de esperanza, pero la mayoría de ellos fueron hombres que se enriquecieron con rapidez, la clase de tipo tosco que hizo su fortuna en lugares apartados y que luego acudió al distrito de Victoria para actuar como señores de la mansión recién comprada. Aquellos hombres se habían enriquecido con las ovejas o con el oro, y unos pocos eran incluso más ricos que su propio hermano. Pero no tenían buenas actitudes ni educación, jugaban y bebían la cerveza directamente de la botella, hablaban de una forma atroz, y no sentían el menor respeto por la clase social. Y lo peor de todo era que no tenían la ambición de mejorarse, ni veían razón alguna para hacerlo. Pero Hugh Westbrook no era así. Aunque él también procedía de un lugar remoto, había ganado una pequeña fortuna con el oro, y se había convertido ahora en la clase de granjero que cabalgaba con sus peones y descargaba sus propios postes para las cercas, y su actitud era diferente en otros muchos aspectos. Hugh tenía algo que atrajo a Pauline desde el primer momento en que lo conoció, diez años antes, cuando él adquirió la propiedad Merinda. En aquel entonces, Pauline sólo contaba con catorce años de edad y Hugh sólo tenía veinte.
Pero no sólo se había enamorado de Hugh por su buen aspecto. Estaba convencida de que él poseía algo más que músculos y una sonrisa atractiva. Para empezar, era honrado, y no era eso lo que podía decirse precisamente de la mayoría de los hombres procedentes de las zonas despobladas del país. Poseía una clase de fuerza especial, muy serena, nada parecida a la fanfarronería y la jactancia que solía verse en la mayoría de aquellos hombres que competían entre sí para ver quién cortaba árboles con mayor rapidez, o quién abría las botellas de cerveza con los dientes. A Pauline le parecía que Hugh poseía una fortaleza profundamente anclada, de carácter firme y seguro, gracias a la cual ella le veía no tanto como el hombre que era en la actualidad, sino como el que iba a ser en el futuro.
Cuando Hugh compró Merinda, allí no había nada, excepto un barracón destartalado y unas pocas ovejas enfermas. Contando únicamente con sus propias manos y una fuerte voluntad, Hugh había empezado solo, esforzándose por convertir Merinda en una granja ovejera de la que pudiera sentirse orgulloso. Diez años atrás, Frank, el hermano de Pauline, había calculado que el joven de Queensland vendería antes de que hubiera terminado el año. Pero Hugh había demostrado que tanto Frank como el resto de los ovejeros estaban muy equivocados. Y ahora, diez años más tarde, no cabía la menor duda de que Hugh Westbrook iba a llegar aún más lejos.
«Llegaremos muy lejos juntos, querido», pensó ahora Pauline. Y eso era precisamente lo que más la excitaba de él; cuando otras personas miraban a Hugh lo único que veían eran sus manos callosas y sus botas polvorientas, pero cuando lo miraba Pauline, ella sólo veía al caballero refinado en que iba a convertirse algún día, en que ella iba a convertirlo.
–Esto será suficiente por ahora –le dijo a la costurera–. Vaya a descansar un rato y tomar una taza de té. ¿Y quiere decirle a Elsie que me prepare el baño?
Pauline había mantenido en secreto las esperanzas que abrigaba con respecto a Hugh Westbrook. Mientras que los miembros de las familias ricas del distrito occidental habían esperado que ella se casara con alguien de su misma clase –alguien rico y educado–, Pauline había decidido en su fuero interno casarse con Hugh. Lo había visto en todas aquellas oportunidades que se le presentaban: en la Exposición Ovejera Anual, en los bailes y acontecimientos sociales organizados en las diversas granjas, en las carreras y en su propia casa cuando Hugh había acudido para discutir con Frank de temas relacionados con su trabajo. Y cada vez que lo veía aumentaba el deseo que experimentaba por él. A veces, aparecía de forma inesperada, montado en su caballo sonriente y saludando con la mano. En esas ocasiones, a Pauline se le saltaba el corazón en el pecho. Después, permanecía despierta, incapaz de conciliar el sueño, imaginándose cómo sería la vida como esposa suya, estando en su cama...
No podría haber asegurado cuándo fue el momento exacto en el que supo que iba a casarse con él. Pero la cuidadosa y sutil seducción que había desplegado se extendió a lo largo de casi tres años, atrayéndolo hacia un flirteo mutuo que le había hecho creer que había sido él quien la había cortejado a ella. Pauline conocía muy bien lo que era capaz de hacer la luz de la luna cayéndole sobre el cabello, así que en esas noches, se las arreglaba para salir a pasear por el jardín en compañía de Hugh. Era muy consciente de la bonita figura que mostraba en el campo de tiro con arco, de modo que se aseguraba de que Hugh asistiera cuando ella participaba en tales competiciones. Cuando descubrió que a él le apasionaban el pastel Dundee y los huevos al curry, ella también desarrolló el gusto por estos platos. Y cuando Hugh comentó que su poeta favorito era Byron, Pauline empleó días en familiarizarse con sus obras.
Finalmente, Hugh empezó a hablar de matrimonio. Cumplió los treinta años y empezó a decir: «Cuando me case», o «cuando tenga hijos propios». Fue entonces cuando Pauline supo que había llegado el momento oportuno. Pero otras mujeres también habían puesto sus ojos en Hugh, y aunque Pauline sabía que él sentía algo por ella, hasta el momento no había escuchado de sus labios ninguna palabra de compromiso. Y fue entonces cuando nació el secreto de Pauline.
Hizo algo que, de haberse sabido, habría conmocionado a la sociedad local. Fue ella quien le propuso matrimonio a Hugh. Mientras que sus amigas habrían afirmado que aquella acción era indigna de una dama, que ningún hombre se merecía que una mujer diera un paso tan «bajo», Pauline se limitó a considerarlo como un movimiento práctico. El tiempo transcurría con enorme rapidez y en el distrito había varias mujeres que no hacían más que invitar a Hugh a tomar el té, salir a dar paseos a caballo o, simplemente, invitarle a asistir a los acontecimientos locales de carácter social. Fue un sencillo sentido práctico y expeditivo lo que indujo a Pauline a invitar un día a Hugh a un picnic junto al río, un día que amaneció con la promesa de lluvia. Salieron juntos a caballo y almorzaron junto al río a base de huevos al curry y pastel Dundee, hablaron de las ovejas, de la política colonial, del arribismo de Darwin y de la nueva novela de Julio Verne, hasta que, como si la propia Pauline lo hubiera orquestado así, empezó a llover. Ella y Hugh tuvieron que echar a correr para buscar la protección de los árboles cercanos, pero no sin haberse mojado, tropezado y sostenido el uno al otro sin dejar de reír.
–Sabes, Hugh, deberías casarte conmigo –dijo Pauline finalmente.
Él la besó, con fuerza y apasionamiento en una explosión que, según reflexionó más tarde, superaba la brillantez de los relámpagos que surgían alrededor de ellos. Sólo hubo un beso, pero fue suficiente.
–Cásate conmigo –dijo finalmente Hugh.
Pauline supo entonces que había ganado.
Pero, una vez comprometidos oficialmente, Pauline descubrió que conseguir que Hugh se comprometiera con una fecha exigía forzar la situación. Su granja ovejera siempre estaba en primer lugar: la boda no podía ser en invierno porque había que hacer los trabajos de apuntalamiento; tampoco en la primavera porque nacerían los nuevos corderos y habría que esquilar a las ovejas, en el verano había demasiado trabajo con el baño y el cuidado de las crías, y en el otoño...
Pero Pauline había señalado que el otoño era la estación menos exigente en las granjas ovejeras, así que acordaron la boda para el mes de marzo.
Todo se había ido desarrollando de acuerdo con los planes hasta que llegó la carta del gobierno de Australia del Sur, informando a Hugh sobre Adam Westbrook, hijo de un pariente.
De repente, Pauline vio una mancha en su propia visión del futuro que les esperaba a los dos. Ella y Hugh no tendrían libertad para disfrutar el uno del otro, no serían libres para amarse, salvaje e impulsivamente, sin inhibiciones. Iniciarían su vida de casados teniendo que soportar ya la carga de un niño que, además, era hijo de otra mujer. Y Pauline se estremeció sólo de pensar en lo que él podría traer a casa: un niño salvaje de las zonas despobladas.
–Él no es responsabilidad tuya –había dicho ella, lamentando instantáneamente sus palabras al observar la fugaz expresión de enojo que apareció en los ojos de Hugh.
Se apresuró a asegurarle que daría la bienvenida al niño, aunque en su corazón contemplaba esa posibilidad con verdadero terror.
No estaba preparada para ser una madre; quería acostumbrarse antes a ser una esposa. Sabía que eso implicaría ciertos sacrificios, y un estilo de vida que a menudo significaría anteponer las necesidades de otra persona a las propias. Pauline no tenía ni la menor idea de lo que significaba ser madre. Su propia madre había muerto hacía años, cuando una epidemia de gripe asoló Victoria, llevándose consigo también a las dos hermanas y el hermano más pequeño de Pauline. Ella fue criada por su padre y una serie de gobernantas indiferentes, junto con su hermano Frank. Pauline no tenía ni la menor idea de cuál era la relación entre madres e hijas. Ella deseaba tener una hija; a menudo se imaginaba cómo iba a ser enseñarla a montar, a cazar, a ser una persona especial. Pensaba con frecuencia que enseñar y moldear a una hija debía de ser una tarea que le proporcionaría muchas recompensas. Pero en cuanto a los sentimientos existentes entre madre e hija –el amor, la devoción y el deber–, parecía algo situado más allá de su comprensión.
–Su baño está preparado –dijo la doncella de Pauline, interrumpiendo sus pensamientos.
Después de un día agotador pasado entre diseños de vestidos y telas, teniendo que mantenerse de pie para que las dos costureras trabajaran con los alfileres y las tijeras, Pauline había decidido disfrutar de un baño prolongado e indulgente. Era una mujer sensual; disfrutaba con el beso de las perlas sobre su cuello, el roce de unas plumas sobre sus hombros desnudos, el lujo del satén y de los suaves camisones de encaje. Las texturas le proporcionaban placer; incluso la dureza de las gemas en sus engarces de plata y oro producía alegría a las yemas de los dedos. Había pocas sensaciones que ella se negara a sí misma o que no hubiera experimentado. Frank era lo bastante rico como para proporcionar a su hermana el champán procedente de Francia, y en su mesa siempre se servían las comidas más exquisitas. Pauline se pasaba horas ante su gran piano, deleitándose con la interpretación de Chopin y Mozart. También cabalgaba en las cacerías, saltando sobre las más peligrosas verjas y zanjas, disfrutando de la sensación de controlar al caballo, de volar a través del aire, de desafiar el destino. A sus veinticuatro años, había pocas cosas que Pauline Downs no hubiera hecho, con la excepción de un único placer fundamental. Aún le faltaba por conocer íntimamente a un hombre.
Mientras disfrutaba agradablemente del agua caliente, moviendo con lentitud la esponja sobre su cuerpo, echó un vistazo hacia el espejo medio cubierto por el vapor y vio a Elsie, su doncella, que preparaba ropas nuevas. La muchacha era inglesa, joven y bonita y Pauline sabía que se veía con uno de los mozos de cuadras que trabajaban en los establos Lismore. Mientras la estaba observando, la doncella abandonó el cuarto de baño y Pauline se preguntó qué haría Elsie con su joven novio cuando se encontraban a solas.
Y, de repente, experimentó una punzada de envidia.
Al mirar su reflejo en el espejo, el rostro que sabía era hermoso, perfectamente enmarcado en una espesa mata de cabello rubio, pensó: «Pauline Downs, hija de una de las familias más antiguas y ricas de Victoria, ¡sintiendo envidia de su doncella! Pero es cierto».
¿Harían el amor, Elsie y su novio?, se preguntó. ¿Se arrojaban la una en brazos del otro cada vez que se encontraban, para dirigirse presurosos hacia algún lugar privado donde se abrazaban y besaban y sentían el calor, la dureza y la suavidad de sus respectivos cuerpos?
Pauline cerró los ojos y se hundió aún más en el agua caliente. Movió las manos a lo largo de los muslos, sintiendo de nuevo el dolor, aquel dolor convertido casi en físico, aquel deseo, aquel anhelo, la necesidad de que Hugh Westbrook le hiciera el amor. Fantaseó con su noche de bodas, rememoró aquel beso apasionado en una tarde lluviosa, junto al río, y recordó cómo había sentido el cuerpo de él apretado contra el suyo, con la promesa que contenía sobre un futuro acto de amor.
«Ahora ya no falta mucho», pensó. Sólo seis meses y se encontraría en la cama con Hugh y conocería por fin el éxtasis con el que llevaba soñando desde hacía tanto tiempo.
Cuando el reloj del dormitorio dio la hora, Pauline se dio cuenta de pronto de que se le estaba haciendo tarde. Frank ya habría regresado de Melbourne, con noticias que ella tanto ansiaba conocer. Se preguntó si habría tenido éxito.
Pauline estaba decidida a que su boda superara en todo a cualquier otra boda que se hubiera celebrado en el distrito occidental, así que le había pedido a Frank, que era propietario del Times de Melbourne, que utilizara su influencia para intentar convencer a cierta cantante de ópera, mundialmente famosa, para que cantara en su boda. Pauline no se habría conformado con una australiana. Una cantante colonial habría reducido la boda al carácter de acontecimiento colonial, sin que importara lo perfecta que hubiera podido ser su voz. Pero la Royal Opera Company tenía programado actuar en Melbourne en el mes de febrero, y con la compañía venía Dame Lydia Meacham, una inglesa conocida desde el Covent Garden hasta Leningrado por la pureza y excelencia de su voz. Pauline le había dicho a Frank que no se conformaría con nada menos que Dame Lydia para cantar en su boda.
A Frank no le gustó mucho la idea, en primer lugar porque no le gustaba en exceso la Royal Opera Company.
–Nos miran como si fuéramos hijos ilegítimos no deseados –se quejaba el hermano de Pauline cada vez que la compañía de ópera efectuaba el largo y aburrido viaje desde Inglaterra para acudir a las colonias australianas–. Llegan aquí con sus aires de exquisitez y sus actitudes altisonantes y actúan como si nos estuvieran haciendo un gran favor.
Pero ¿de qué otra forma podía ser estando las colonias tan lejos, como era el caso?, se preguntaba Pauline.
Eso le hizo recordar ahora cómo se había sentido hacía años en Inglaterra, cuando asistió a su primer baile social. ¡Aquello había sido casi un verdadero desastre! Pauline se había sentido desesperadamente anticuada con respecto a la moda, con las otras jóvenes de la London Academy maravilladas al ver lo atrasado de su estilo de vestido. Y finalmente, al comprobar su extrañeza y desilusión, terminaron por decirle que estaba bien porque, después de todo, había venido desde una distancia muy grande. La habían tratado de aquella forma protectora que finalmente había aprendido a esperar en Inglaterra cada vez que alguien descubría de dónde procedía. La gente la había llamado, tanto a ella como a su hermano, «coloniales», y nadie pareció tomarlos muy en serio, ni a ellos ni el lugar donde vivían. No es que aquellas jovencitas tuvieran intención de ser crueles, sino que se habían limitado a expresar una desconsideración honrada para con alguien que llegaba desde tan lejos, y por un grupo de colonias a las que el pueblo inglés prestaba muy poca atención y a las que, cuando lo hacían, consideraban como atrasadas y ridículamente provincianas.
Eso sucedió cuando Pauline fue enviada a Londres para completar su educación. Las muchachas coloniales de buena familia siempre regresaban a «casa» para completar su educación, y esa «casa» era Inglaterra, por supuesto. Hasta la madre de Pauline, que se había criado en una granja de Nueva Gales del Sur, había hecho el viaje a Inglaterra cuando le llegó el turno. Y Pauline tenía la intención de hacer lo mismo cuando sus propias hijas tuvieran la edad adecuada, para «educarlas» en Inglaterra, como era lo propio.
Al salir del baño y embutirse en la toalla que Elsie le tendió, Pauline pensó: «Frank no tardará en regresar». Se sentía ávida por conocer las noticias que trajera. ¿Habría podido comprometer a Dame Lydia para su boda? Porque todo debía salir a la perfección: la boda, la recepción, la luna de miel.
Pauline sonrió cuando sus pensamientos volvieron a Hugh y a su noche de bodas y en cómo esperaba convertirla en una noche llena de sorpresas, para ambos.
–¡Frank! –exclamó John Reed uniéndose a su amigo en el bar del pub Finnegan’s–. ¿Cuándo has regresado?
Frank tuvo que levantar la cabeza para encontrarse con la mirada de su amigo. Reed era bastante más alto que Frank como la mayoría de la gente.
–Hola, John. He regresado hoy mismo. Pensé en pasar por aquí a tomar una copa antes de regresar a casa. –Y antes de darle a Pauline las noticias, se añadió mentalmente–: ¿Cómo van las cosas por Glenhope, John?
–No podrían ir mejor. Espero una buena cantidad de lana esquilada para este año. ¿Hay alguna noticia sobre la expedición al interior?
Cuando Frank compró el achacoso Times lo hizo simplemente por diversión, como una sencilla afición. Pero algunos de sus amigos estaban convencidos de que pronto se había desarrollado hasta convertirse en algo cercano a la obsesión, y Frank estaba cada vez más decidido a convertirlo en un periódico capaz de rivalizar con cualquiera que pudiera haber en las colonias. Por el momento, el Times seguía siendo pequeño, pero crecía, gracias sobre todo a la imaginación y la energía de su joven propietario de treinta y cuatro años. Andaba a la búsqueda constante de formas para incrementar la circulación del periódico, así que al enterarse de que el New York Herald había enviado a un hombre llamado Stanley a África para buscar al desaparecido doctor Livingstone, a Frank se le ocurrió la idea de financiar una expedición al interior australiano, aquel gran corazón del continente conocido como Never Never Land,* para ver qué había allí.
Muchos hombres habían tratado de atravesar el continente de sur a norte, yendo desde Melbourne o Adelaida, en el sur, hasta el océano Índico, al norte. Pero siempre se habían visto detenidos por una vasta extensión de llanuras salinas y sin agua, con temperaturas de verdadero horno. Quienes se aventuraron a penetrar en aquel infierno, nunca salieron con vida de él. Frank creía que, en alguna parte situada más allá de aquel dantesco calor, del que hasta ahora no había regresado con vida ningún explorador, existía un gran mar interior, y había empleado su propio dinero para financiar un equipo de diez hombres y dieciséis camellos, con la esperanza de descubrirlo. La expedición llevaba consigo un barco enorme, arrastrado sobre trineos, con la esperanza de alcanzar aquel mar y, a cambio del apoyo financiero que prestaba a la expedición, sus miembros le darían al mar el nombre de su patrocinador, en caso de que lo descubrieran, claro.
El Times publicaba informes periódicos sobre su progreso, a medida que la expedición iba enviando telegramas, pero ahora ya hacía algún tiempo que no se tenían noticias y se empezaba a especular con la idea de que ellos, al igual que otros antes que ellos, también hubieran perecido en el Gran Desierto.
–¿Admites que los hemos perdido? –preguntó Reed.
Frank había escuchado durante toda su vida historias sobre los aborígenes que, según se decía, habitaban en aquella región formidable e inexplorada; se trataba de historias fantásticas acerca de canciones y lugares de sueño en los que la magia y los milagros constituían acontecimientos diarios; leyendas de fantasmas y antepasados que luchaban a brazo partido con bestias míticas como Yowie, el monstruo de la noche, y la Serpiente Arco Iris. Aquellas historias eran demasiado increíbles como para que se las creyera un hombre blanco y, sin embargo, Frank siempre había argumentado que debían contener algo de cierto. Si los aborígenes eran capaces de sobrevivir rodeados de tanto desierto, entonces también sería posible que el hombre blanco pudiera sobrevivir a su vez.
–Ya tendremos noticias de ellos, John –le aseguró Frank–. No te preocupes por eso.
Reed tomó un largo trago de cerveza, antes de preguntar:
–Bien, ¿qué me dices entonces de la nueva camarera?
Frank la había visto en cuanto entró en Finnegan’s. El pub estaba situado en la esquina de Cameron Town, donde la calle principal enlazaba con la carretera conocida como Cameron Highway. Al llegar a caballo a últimas horas de la tarde, a Frank le había sorprendido encontrar tantos caballos y carricoches en el patio. Finnegan’s era un club tranquilo, puesto que era más caro que sus competidores; a él solía acudir una clientela de buen tono, compuesta en su mayor parte por granjeros ganaderos ricos, que se reunían allí para tomar una copa en paz y tranquilidad, mientras que Facey’s, el pub de los obreros situado al otro lado de la calle, contaba con una clientela mucho más voluminosa compuesta en su mayor parte por los peones y esquiladores. El patio de Finnegan’s no solía estar abarrotado, pero en esta tarde de finales de octubre lo estaba. Y cuando entró en el local, a Frank le asombró descubrir que no había un solo lugar libre.
–Eso se debe a la presencia de ella –le dijo Reed, señalando con un gesto de la cabeza a la camarera que estaba sirviendo whisky en el otro extremo de la barra–. Empezó a trabajar aquí hace seis semanas. El viejo Joe Finnegan ha estado haciendo un buen negocio desde entonces.
Frank la estudió. Era una mujer en los finales de la treintena, algo atractiva, no precisamente esbelta, con un vestido bastante sencillo que, desde luego, no había sido diseñado para excitar la imaginación masculina. Cuando la mujer les sirvió las bebidas y aceptó el dinero de los clientes, Frank no vio en ella nada que indicara el flirteo habitual de las camareras de bar, en realidad, y a juzgar por lo que pudo apreciar, no parecía haber en ella nada notable o insólito.
–¿Y ella es la razón de que haya tanta gente? –preguntó Frank.
–Se llama Ivy Dearborn –le informó Reed–. Y dibuja a la gente.
–¿Qué quieres decir?
–Pues que, cuando no sirve, se dedica a dibujar. ¿Ves el bloc y el lápiz que tiene cerca de la caja registradora? Observa. Dentro de poco lo tomará y hará un dibujo de uno de los clientes.
–¿Y ellos le pagan por eso?
–Oh, no, ella no lo hace por dinero, y nadie puede pedirle que haga su retrato. Eso es algo que elige ella misma. Y uno nunca sabe a quién va a dibujar, ni qué clase de dibujo será. Hace caricaturas, y a veces no son precisamente muy halagüeñas. Ella dice que dibuja a la gente tal y como la ve. Deberías ver cómo me dibujó a mí. ¡Como una especie de koala gordo y perezoso!
–Así que dibuja la verdad, ¿eh, John? –preguntó Frank echándose a reír.
–No hables tan de prisa, amigo mío, porque seguro que también te ha dibujado a ti.
–¡A mí!
–No te ha quitado ojo de encima desde que llegaste.
Frank no se había dado cuenta de nada que no fuera el whisky que tenía ante sí. Pensaba en la expedición, en cuál habría sido su destino, además de en las noticias que tenía que darle a Pauline. Y finalmente, tampoco pudo dejar de pensar en Hugh Westbrook, con quien se encontró en Melbourne, y en aquella joven a la que Hugh había contratado para que se hiciera cargo del cuidado del niño. Le había mostrado a Frank una escritura que, según ella, era el título de propiedad de unos terrenos que habían pertenecido a sus abuelos hacía treinta y siete años. Aunque él no había podido decirle si la escritura seguía siendo válida, aquella joven había despertado su interés. Siempre andaba buscando una buena historia que poder publicar en su periódico, y ahora se preguntaba si la habría en aquella joven y en su viejo documento.
–Anda, pídele a Ivy que te muestre el dibujo que ha hecho de ti –dijo Reed–. ¿No sientes curiosidad por saber cómo te ve?
Frank ya se imaginaba cómo lo habría visto ella; no se hacía muchas ilusiones con respecto a sí mismo. Sabía que era bajo de estatura, con el cabello bastante entrado y un rostro al que las mujeres nunca miraban dos veces. En otra ocasión en que era más joven, durante un carnaval, había permitido que le hicieran una caricatura, y el artista lo había dibujado como una cacatúa que se pavoneaba sosteniendo un puro en la boca.
–Ella está soltera –siguió diciendo Reed–. Tiene alquilada una habitación en la casa de huéspedes de Mary Smith, y aunque prácticamente todos los hombres del lugar le han pedido salir con ella, se niega. Le pregunté a Finnegan si no estaría teniéndola como amante a escondidas, y me aseguró que nada de eso. Según él, la relación entre ambos es estrictamente profesional. ¡No soy capaz de imaginarme para quién se estará reservando!
Frank observó a la mujer, que, una vez terminado el dibujo anterior, seguía trabajando en el bloc, efectuando rápidos trazos con el lápiz. Su expresión era de la más completa concentración, sin nada que indicara aquella zalamería que suele significar la esperanza de recibir una propina. De hecho, a Frank le pareció que estaba mucho más interesada por el dibujo que por el sujeto humano.
Finalmente, terminó el nuevo dibujo que había iniciado y se lo tendió por encima de la barra a Paddy Malloy, el hombre al que había dibujado. Todo el mundo se acercó a mirarlo y, de repente, se escucharon unos gritos:
–¡Mire lo que ha hecho conmigo! ¡Esto es un insulto! ¡Un atropello!
–Dios santo –dijo Reed–. ¿Qué te imaginas que ha hecho con ese pobre hombre?
Frank y John se acercaron al círculo de hombres que se había reunido alrededor del irlandés iracundo.
–¡No estoy dispuesto a soportar esto! –gritaba éste.
Frank miró por encima del hombro del irlandés y vio que la camarera había dibujado un ave de porte alto, una grulla, con un sombrero hongo y un monóculo en un ojo. El ave se parecía mucho a Malloy.
–Ah, vamos, Paddy –dijo uno de sus amigos–. Ella no tiene ninguna mala intención.
–¡Quiero que la despidan! –gritó el enfurecido irlandés–. ¡Quiero que esa mujer salga de aquí ahora mismo!
–Vamos, vamos, señor Malloy –dijo Finnegan, acercándose al tiempo que se secaba las manos en su delantal–. Estoy seguro de que la señorita Dearborn no tenía intención de causar ningún daño. Todo se hace por diversión.
–Pues ayúdeme usted, Finnegan, si no despide inmediatamente a esta...
–Cálmese, Malloy –intervino Frank–. ¿Dónde se ha dejado su sentido del humor? Debe admitir que hay un cierto parecido.
–Oh, ¿usted también lo cree así? Veamos qué le parece cuando el mismo zapato le golpee en la cara. –Tomó un montón de periódicos que había sobre el mostrador y empezó a repasarlos–. Estoy seguro de haberla visto hacer un dibujo de usted –murmuró–. Nos ha estado dibujando a todos.
Frank miró a la camarera, que no parecía sentirse divertida ni alterada por la situación; al mirarla, se preguntó cómo se las arreglaba para mantener toda aquella mata de hermoso cabello rojizo tan perfectamente peinada sobre la parte superior de la cabeza, sin que se le desmoronara. Los ojos de la mujer se encontraron con los suyos y Frank sintió que las mejillas se le acaloraban. De pronto, no sintió el menor deseo de ver el dibujo que ella había hecho de él.
–Dejemos las cosas como están, Malloy –dijo, y empezó a retirarse.
–Vamos, Frank –intervino entonces John Reed, sonriendo–, sé un buen deportista. Veamos cómo te ha dibujado la dama.
En el fondo del pub, alguien dijo una cuchufleta y todo el mundo se echó a reír. Luego, un sombrío escocés llamado Angus McCloud dijo desde el solitario lugar que ocupaba en el otro extremo de la barra:
–¡Probablemente, sólo habrá necesitado media hoja de papel para dibujarte, Downs!
Todos se echaron a reír, y en ese momento Malloy exclamó:
–¡Aquí está!
Y en el instante en que lo decía, el rostro del hombre se quedó con la boca abierta. Frank no quiso mirar, pero al observar la expresión de Malloy y darse cuenta de que los demás también permanecían en silencio, tomó el dibujo entre sus manos y lo contempló.
–¡Caramba, Downs! –exclamó alguien–. Ése sería más o menos tu aspecto si los deseos se convirtieran en realidad.
Frank nunca había contemplado un dibujo tan halagador de sí mismo. Era su rostro y, sin embargo, no lo era. Ivy había captado sus ojos a la perfección, pero había introducido una especie de elaborada magia sutil en el cabello y en la barbilla. ¡Pero si casi resultaba elegante!, no pudo evitar pensar el propio Frank.
Levantó la vista para mirar a Ivy, que ahora estaba ocupada limpiando el mostrador. Luego, volvió a mirar el dibujo. Repentinamente consciente del silencio que se había hecho en el pub, Frank se aclaró la garganta antes de decir:
–No entiendo de qué se enoja tanto, Malloy. No cabe la menor duda de que la dama tiene mucho talento.
Malloy arrojó su dibujo y se marchó, y los hombres regresaron poco a poco a sus mesas o se acomodaron en sus asientos ante la barra y reanudaron sus conversaciones.
Cuando Frank tomaba su whisky, John le dio un codazo ligero y dijo:
–Apuesto a que te ha elegido.
Pero Frank no sabía muy bien qué pensar. Se tomó el contenido de la copa y trató de concentrarse en lo que tenía que hacer a continuación. Lo primero de todo era Pauline y las noticias que tanto esperaba saber; después, tendría que decirle que había visto a Westbrook, y a la bonita niñera que Westbrook se llevaba a su casa; y también tendría que hablarle de Adam, el niño, y de cómo, en el término de pocas semanas, todas las lenguas del distrito occidental andarían ocupadas con aquello. Una vez que hubo pensado en todo eso, trató de reflexionar sobre la expedición y en si debía considerar o no la posibilidad de enviar tras ella a una partida de rescate.
Pero, al final, sus pensamientos volvieron a concentrarse en Ivy Dearborn y en lo que habría querido dar a entender con aquel dibujo tan halagador que había hecho de él.
–¿Señorita Downs? –preguntó Elsie, entrando en el cuarto de baño–. Discúlpeme, pero ha llegado el señor Downs.
–Gracias, Elsie –asintió Pauline poniéndose una bata–. Dígale a mi hermano que me reuniré en seguida con él.
Frank observó el cuarto de su hermana mientras se servía una copa. Daba la impresión de que allí hubiera explotado el baúl de una dama.
Había ropas por todas partes, vestidos sobre las sillas y el sofá, toda clase de objetos de encaje desparramados sobre la alfombra turca, cintas femeninas colgando por todas partes. Sabía que todo aquello formaba parte del ajuar de su hermana, para cuando se marchara de luna de miel con Westbrook. La factura que le presentaría la modista iba a ser fantástica, pero Frank decidió que, si eso hacía feliz a Pauline, él no diría nada al respecto.
Cuando Pauline salió del cuarto de baño, Frank la olió bastante antes de verla; la fragancia y el vapor caliente precedieron la aparición de su hermana. Y entonces, al verla, pensó lo que siempre pensaba de ella: «Dios mío, qué hermosa es». Pero eso era porque Frank sentía una verdadera debilidad por las mujeres altas... como aquella camarera de Finnegan’s, aquella tal Ivy Dearborn, cuyas acciones seguían dándole vueltas en la cabeza.
–Frank, cariño –dijo Pauline acercándose a él con una risita y besándole en la mejilla–. Espero que me traigas buenas noticias.
El hecho de que su hermana se casara con Hugh Westbrook le hacía sentirse muy feliz, entre otras razones porque sería la única esposa de toda Victoria que podría estar segura de que su marido le era fiel. Hugh Westbrook no era un hombre inclinado a flirtear; en realidad, tenía fama de conocer una única pasión en su vida: su granja ovejera, Merinda.
–Ha exigido cierto tacto diplomático y la promesa de que dispondrá de la mejor orquesta que pueda ofrecer Melbourne –dijo Frank–, además de unos honorarios escandalosos. Pero tus deseos han quedado garantizados. Finalmente, ha llegado la carta de Londres, y Dame Lydia está de acuerdo en cantar en tu boda.
–¡Oh, Frank! ¡Gracias! –exclamó Pauline, abrazándole–. Ahora, todo saldrá perfecto. ¿Cómo voy a lograr esperar seis meses?
Frank se echó a reír y sacudió la cabeza. Pauline no iba a tener ningún problema para permanecer ocupada durante todo el tiempo que aún faltaba para la boda. Estaban a punto de iniciarse las carreras de caballos de la Melbourne Cup, lo que significaba participar en el baile del gobernador y en un montón de fiestas, en varias cacerías e inmediatamente después de eso llegarían las Navidades y el baile anual que los Ormsby daban en Strathfield, y que siempre exigía todo el tiempo de que pudiera disponer Pauline. Luego estaría el baile de máscaras de Año Nuevo que organizaba Colin y a continuación el de Christine MacGregor en Kilmarnock, al que habitualmente seguían los picnics de verano y las excursiones al mar.
Pauline se acercó al tocador y empezó a cepillarse el cabello. –Frank, esta noche he invitado a cenar a los MacGregor. Espero que te unirás a nosotros, en lugar de escabullirte para ir a tu club masculino.
–Creía que no te gustaban los MacGregor.
–Y no me gustan. Pero son los propietarios de la granja ovejera contigua a Merinda, y serán mis vecinos, así que me pareció que sería mejor cultivar su amistad.
–Y hablando de Merinda –intervino Frank–. Me encontré con Hugh cuando estaba a punto de abandonar Melbourne.
Pauline se volvió y le miró y él observó como la simple mención del nombre de Hugh hacía que en las mejillas de su hermana apareciera el color, y en sus ojos surgiera una chispa.
–¡Oh, Frank! Dime: ¿ya está de regreso a casa?
Frank envidió a Westbrook. Dudaba mucho de que la mención de su propio nombre pudiera afectar alguna vez a una mujer de aquella misma forma. Se encontró pensando en aquel retrato tan halagador; ¿por qué lo había hecho ella cuando había dibujado retratos cómicos de todos los demás? Había intentado hablar con ella antes de marcharse de Finnegan’s, pero la mujer había estado bastante ocupada sirviendo a los clientes que abarrotaban el local, y Frank sabía que Pauline le estaba esperando llena de ansiedad.
–Sí, Pauline, seguro que Hugh ya va camino de su casa –asintió. –Entonces, eso quiere decir que nos visitará mañana. Tengo la intención de organizar un picnic...
–Lo más probable es que no venga por aquí en dos o tres días. Yo viajaba solo y a caballo, mientras que Hugh regresa en un carro. Y en compañía del niño.
–Oh –exclamó ella–. De modo que el niño llegó.
–Sí, Pauline, y por lo que pude apreciar, me pareció bastante agradable. –Frank bajó la mirada hacia su copa. A pesar de todo, había detectado algo extraño en aquel niño. Una especie de acoso apenas vislumbrado en sus ojos. Y luego estaba aquel vendaje que llevaba en la frente–. Pero hay algo más.
–¿Qué? –preguntó ella volviéndose a mirarle.
–En el carro también iba una mujer.
–¿Una mujer?
–Sí. Al parecer, Hugh contrató a una niñera que bajó de uno de los barcos de inmigrantes. Para que se hiciera cargo del niño.
Pauline se quedó mirando fijamente a su hermano. Una de las razones que le había dado Hugh para insistir en que dejaran transcurrir bastante tiempo antes de la boda había sido porque, según él, Merinda no estaba acondicionada para albergar a una mujer, tal y como se hallaba en la actualidad; deseaba disponer de tiempo para prepararla antes de la llegada de Pauline. Ahora, en cambio, ¡resultaba que llevaba a otra mujer a vivir allí!
En su arrebato de celos, Pauline recordó a las mujeres inmigrantes que había visto, y pensó en cuántas de ellas se sentirían agradecidas pudiendo tener un techo sobre sus cabezas, sin que importara lo tosco que pudiera ser ese techo.
–Sé lo que estás pensando, querida –intervino Frank–, pero sólo puedes culparte a ti misma por ello. Si te hubieras ofrecido a hacerte cargo del niño tú misma, Westbrook no se habría visto obligado a contratar a una niñera.
–Tienes razón, claro. Y, de todos modos, es posible que esto sea una bendición. Después de todo, todos tendremos necesidad de que alguien se ocupe del niño cuando emprendamos nuestra luna de miel. ¿Cómo se llama el niño?
–Adam –contestó Frank acercándose a la bandeja donde estaban las botellas de licor para llenarse de nuevo la copa.
Pauline observó a su hermano. Se dio cuenta de que parecía sentirse terriblemente preocupado por su whisky y de que evitaba mirarla.
–Frank, ¿de qué se trata? –le preguntó.
–¿A qué te refieres?
–Frank, puedo leer tus pensamientos como si fuera uno de tus periódicos. Hay algo más, ¿de qué se trata?
–Bueno –contestó él volviéndose a mirarla–, te vas a enterar tarde o temprano, así que será mejor que te enteres por mí. La niñera... es joven.
–¿Cómo de joven?
–Oh, ya sabes, no soy muy bueno juzgando las edades de los demás.
–¿Cómo de joven, Frank?
–Bueno, yo diría que todavía no ha cumplido los veinte años –contestó su hermano encogiéndose de hombros.
–¿De modo que es una muchacha?
–No, no es una muchacha, Pauline. Es una mujer joven. –Comprendo. –Pauline dejó con cuidado el cepillo del pelo sobre el tocador–. ¿Qué aspecto tiene?
–Bueno, es... no es como podrías esperar. Quiero decir que no parece una muchacha inmigrante. Para empezar, va muy bien vestida.
–Continúa.
–Algunas personas dirían que es bonita –dijo Frank tomando un sorbo de licor.
El silencio descendió sobre los vestidos y los encajes y las telas. –Algunas personas –repitió Pauline al cabo de un momento–. ¿Y tú? ¿Dirías tú que es bonita?
–Bueno, sí, supongo que sí –admitió Frank.
–¿Dirías incluso que es herm