El jardín de las Hespérides

D.H. Lawrence

Fragmento

Habitualmente se conocía a las dos muchachas por sus apellidos: Banford y March. Habían arrendado juntas la granja con la intención de llevarla ellas mismas: iban a criar pollos, ganarse la vida con aves de corral, añadiendo a esto la crianza de una vaca y el engorde de un par de terneros. Desafortunadamente, las cosas no les fueron bien. Banford era una delicada mujercita que llevaba gafas, delgada y frágil. Era, sin embargo, la inversionista principal, ya que March tenía muy poco dinero. El padre de Banford era un hombre de negocios de Islington que dio a su hija lo necesario para comenzar por el bien de su salud, porque la quería y porque no parecía que fuera a casarse. March era más robusta. Había estudiado carpintería y ebanistería en los cursos nocturnos de Islington. Ella sería el hombre de la granja. Al principio, además, tuvieron al viejo abuelo de Banford viviendo con ellas. Había sido granjero. Por desgracia, el anciano murió al año de instalarse en Bailey Farm, y las dos muchachas se quedaron solas.

Ninguna de las dos era joven: ambas rondaban la treintena. Pero no eran, ciertamente, unas viejas. Se lanzaron llenas de energía a la empresa. Poseían numerosas gallinas, leghorn blancos y negros, plymouths y wyandottes, algunos patos, y dos terneras que pacían en el campo. Una de las terneras, desafortunadamente, se negó en redondo a permanecer encerrada en los límites de Bailey Farm. No importó cuánto afirmara y aumentara March la altura de los cercados; la ternera se las ingeniaba para burlarlos e irse a los bosques, o para irrumpir en los pastos vecinos, obligando así a Banford y a March a perseguirla con más precipitación que éxito. Al final, desesperadas, se vieron obligadas a venderla. Después, justo cuando la otra vaca esperaba su primer ternero, murió el viejo, y las muchachas, preocupadas ante el ya próximo evento, también la vendieron, limitando sus atenciones a las gallinas y a los patos.

A pesar del pequeño disgusto, fue un alivio librarse del ganado. A fin de cuentas, la vida no se había hecho únicamente para esclavizarse. Las dos muchachas estaban de acuerdo sobre ese punto. Las aves ya constituían suficiente faena. March había instalado su banco de carpintero en un extremo del cobertizo abierto. Allí trabajaba, haciendo gallineros, puertas y otros accesorios. Las aves se alojaban en la construcción más vasta, que había servido como establo y granero en otros tiempos. Tenían una bonita casa y podían sentirse más que satisfechas. De hecho, parecían estar bastante bien. Pero las muchachas estaban disgustadas por su tendencia a sufrir extrañas enfermedades, por el carácter tan exigente de su estilo de vida, y por la negativa, la obstinada negativa de las aves a poner

March realizaba la mayor parte del trabajo al aire libre. Cuando iba de acá para allá, con sus polainas y sus calzones de montar, su casaca de cinturón y su amplio sombrero, parecía casi un grácil y desenvuelto mozo, pues sus hombros eran cuadrados y sus movimientos fáciles y confiados, matizados con algo de indiferencia o ironía. Su rostro, sin embargo, nada tenía de masculino. Los mechones de su cabellera abundante y oscura le caían cada vez que se inclinaba, sus ojos eran grandes, traviesos y oscuros al mirar de nuevo hacia arriba con expresión extrañada, sorprendida, tímida y burlona a la vez. También su boca se plegaba, como por efecto del dolor o de la ironía. Había algo raro e inexplicable en ella. Permanecía balanceándose sobre una de sus caderas, mirando a las gallinas rascar la tierra fangosa del descuidado corral, y llamando a su gallina blanca favorita, que se acercaba al oír su nombre. Había en sus ojos grandes y oscuros un resplandor casi satírico cuando miraba a aquella grey de patas rematadas por tres dedos que rebuscaba en la tierra, y la misma sátira ligera y peligrosa podía advertirse en su voz cuando hablaba a su privilegiada Patty, que picaba la bota de su dueña a modo de amistosa demostración.

Las aves no se desarrollaban bien en Bailey Farm, a pesar de todo lo que por ellas hacía March. Cuando les daba alimento caliente, por la mañana, de acuerdo con lo prescrito, se las veía luego pesadas y somnolientas durante horas. Esperaba verlas quietas en sus perchas mientras se cumplía el lento proceso de la digestión. Y sabía muy bien que deberían atarearse en rascar la tierra acá y allá en busca de otros alimentos, condición necesaria para que el resultado fuese bueno. Así que decidió darles sus raciones calientes por la noche, a fin de que durmieran mientras la digerían. Así lo hizo, pero no hubo ninguna diferencia.

Las condiciones impuestas por la guerra no fueron, por lo demás, favorables para la avicultura. Los piensos eran escasos y malos; y al sancionarse la ley que alteraba la hora1 de reducir el consumo de energía, las gallinas rehusaron obstinadamente irse a la cama a la hora habitual, es decir, a eso de las nueve durante el verano. Eso era, en realidad, bastante tarde, puesto que no había paz en la casa mientras no se hallaran encerradas y dormidas. Correteaban alegremente por allí sin siquiera dirigir una mirada al gallinero hasta las diez o más tarde aún. Tanto Banford como March no creían en vivir tan solo para el trabajo. Hubiesen querido leer o dar vueltas en bicicleta al atardecer, o quizá a March le hubiese agradado di

21 de mayo de 1916. (N. de la E.)

bujar curvilíneos cisnes en porcelana, sobre fondo verde, o fabricar pantallas para el fuego empleando complicadas técnicas de ebanistería, pues era persona sujeta a extraños caprichos y de tendencia a la insatisfacción. Lo peor de todo era verse privada de todo ello por culpa de las estúpidas gallinas.

Un inconveniente superaba a todos los demás. Bailey Farm era una pequeña propiedad con un granero antiguo de madera y una casa provista de altillos y tejados bajos, separada del linde del bosque por una extensión de campo labrado. Desde el principio de la guerra, el demonio era el zorro. Se llevaba a las gallinas ante las mismas narices de March y Banford. Esta última miraba sobresaltada, con los ojos muy abiertos tras las gafas, cuando un nuevo graznido y el consiguiente concierto de cacareos tenía lugar ante ella. ¡Demasiado tarde! Otra leghorn blanca se había perdido. Era desalentador.

Hicieron cuanto pudieron para poner remedio a la situación. Al permitirse la caza del zorro, montaron guardia armadas de sus escopetas, las dos, a las horas de mayor riesgo. Pero no tuvo ningún efecto. El zorro era demasiado listo para ellas. De modo que pasó un año, y otro, durante los cuales vivieron de sus pérdidas, como decía Banford. Alquilaron la casa un verano y se instalaron en un vagón de ferrocarril que había sido depositado como una especie de casa supletoria en un ángulo de la posesión. Esto las divertía, además de beneficiarlas económicamente. Pese a todo, las perspectivas resulta

Aunque normalmente eran grandes amigas, pues Banford, si bien nerviosa y delicada, tenía un alma cálida y generosa, y March, más allá de sus ausencias y rarezas, tenía una extraña magnanimidad, el prolongado aislamiento tendía a hacerlas un poco irritables en el trato mutuo, y también a cansarse la una de la otra. March realizaba las cuatro quintas partes del trabajo y, aunque no le importaba, parecía no haber alivio en perspectiva. Al pensar en ello, a veces sus ojos relampagueaban curiosamente. Banford, por su parte, al sentirse más crispada que nunca de los nervios, se descorazonaba, y March se veía obligada a hablarle con dureza. Parecían estar perdiendo la fe, perdiendo las esperanzas a medida que pasaban los meses. Allí solas en la finca, al lado del bosque, con el amplio campo extendiéndose, cóncavo y monótono, hasta las redondas White Horse Hills,2 allá lej

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