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A veces, por la noche, en Nueva York hace tanto calor como en Bangkok. El continente entero parece haberse movido de su sitio para acercarse al ecuador; el Atlántico, gris y desolado, se convierte en algo verde y tropical; y las gentes, que se arremolinan en las calles, se transforman en toscos campesinos egipcios entre los prodigiosos monumentos de su culto, cuyas luces, en deslumbradora profusión, trepan interminablemente hacia el bochorno del cielo.
En una de esas noches, Asa Leventhal se bajó apresuradamente del metro de la Tercera Avenida. Estaba tan preocupado que casi se pasó de estación. Al reconocerla, se puso en pie de un salto gritándole al revisor: «¡Eh, espere un momento!». La puerta del viejo vagón estaba ya cerrándose; haciendo fuerza con el hombro la obligó a volver atrás y se escabulló por la abertura. El tren se alejó velozmente y Leventhal, jadeando, lo miró con odio mientras dejaba escapar una maldición; después, se volvió hacia la salida.
Estaba muy irritado. Había pasado las primeras horas de la tarde con su cuñada, la mujer de su hermano, en Staten Island. O, más bien, las había perdido por culpa suya. Poco después del almuerzo le había telefoneado a la oficina —era redactor de una modesta revista comercial en la parte baja de Manhattan— y al instante, dando unos gritos terribles, le rogó que fuera a su casa, que fuera inmediatamente. Uno de sus hijos estaba enfermo.
—Elena —le dijo en cuanto consiguió que le escuchara—; estoy ocupado. De manera que quiero que te calmes y me digas: ¿es algo verdaderamente grave?
—¡Ven enseguida! ¡Asa, por favor! ¡Ahora mismo!
Leventhal se tapó el oído como para defenderse de sus chillidos y murmuró algo sobre la excitabilidad de los italianos. Después se cortó la comunicación. Colgó, pensando que le llamaría de nuevo, pero el teléfono permaneció silencioso. Leventhal no sabía cómo ponerse en contacto con ella; su hermano no tenía teléfono en el apartamento. Ella le llamaba desde una tienda o desde la casa de un vecino. Durante mucho tiempo, Leventhal había tenido muy poco que ver con su hermano y con la familia de su hermano. Hacía muy pocas semanas había recibido una postal de él con matasellos de Galveston. Estaba trabajando en unos astilleros. Al leerla, Leventhal había comentado con su esposa: «Primero, Norfolk; ahora, Texas. Cualquier cosa mejor que el propio hogar». Era la misma historia de siempre; Max se había casado joven y ahora buscaba algo nuevo, aventuras. Había astilleros y trabajo de sobra en Brooklyn y en Jersey. Mientras tanto, Elena cargaba con el cuidado de los niños.
Leventhal le había dicho la verdad. Estaba ocupado. Tenía delante una pila de pruebas sin corregir. Apartó el teléfono después de esperar unos minutos y, haciendo un ruido de impaciencia con la garganta, cogió una galerada. El niño tenía que estar enfermo; probablemente muy enfermo, de lo contrario Elena no se habría comportado así. Y puesto que su hermano estaba ausente, acudir era prácticamente un deber. Iría por la noche. Seguro que no era tan urgente. Elena era incapaz de hablar serenamente de nada. Se lo repitió varias veces a sí mismo; sin embargo, sus gritos le seguían sonando en los oídos junto con el zumbido de los ventiladores eléctricos de largas paletas y el tecleo de las máquinas de escribir. ¿Y si fuera realmente grave? De repente, con un impulso súbito y reprochándoselo al mismo tiempo, se puso en pie, cogió la chaqueta del respaldo de la silla, se acercó a la chica de la centralita y dijo:
—Voy a entrar a ver a Beard. Avísale, ¿quieres?
Con las manos en los bolsillos de atrás, apoyándose contra el escritorio de su jefe e inclinándose hacia él ligeramente, Leventhal anunció en voz baja que tenía que salir.
En el rostro de Mr. Beard, un rostro prolongado por la calvicie, con una nariz huesuda y agresiva y una frente surcada de venas, apareció una expresión de impaciencia y de incredulidad.
—¿Con el número sin cerrar? —dijo.
—Es un asunto de familia muy urgente —respondió Leventhal.
—¿No puede esperar unas pocas horas?
—No saldría si pensara que puede esperar.
Mr. Beard le dio una contestación breve y desagradable. Golpeó las páginas del catálogo de tipos con su regla de metal, y dijo:
—Haga lo que le parezca oportuno.
No había nada más que añadir, pero Leventhal se quedó junto a la mesa, deseando que su jefe dijera algo. Mr. Beard se cubrió la frente con una mano temblorosa y examinó un artículo en silencio.
—Toda un alma caritativa —murmuró Leventhal. Empezaba a caer un chaparrón con acompañamiento de truenos cuando llegó a la puerta de la calle. Estuvo un rato mirando la lluvia. El aire se había vuelto de pronto tan azul como cristal de sifón. La pared sin ventanas del almacén de la esquina se cubrió de rayas negras y en la calle brillaban los mojados adoquines y las junturas de alquitrán. Leventhal regresó a la redacción a coger el impermeable y mientras cruzaba el vestíbulo oyó decir a Mr. Beard, con aquella voz suya, malhumorada y acusadora:
—Se marcha y lo deja todo empantanado. En el momento más crítico. Cuando los demás están con el agua al cuello.
Otra voz que Leventhal identificó como la de Mr. Fay, el administrador, le contestó:
—Es extraño que se levantara de pronto y se fuera. Tiene que estar pasando algo.
—Abusa —continuó Mr. Beard—. Como el resto de los de su raza. No he conocido a ninguno que no lo hiciese. Su propia conveniencia va siempre por delante. ¿Por qué no se ofreció al menos a venir después?
Mr. Fay no dijo nada.
Sin cambiar de expresión, Leventhal se puso el impermeable. Se le enganchó el brazo en la manga y acabó de pasarlo con un tirón violento. Salió del despacho con su andar más bien desmañado, deteniéndose en el vestíbulo para servirse agua del refrigerador de cristal. Mientras esperaba el ascensor se dio cuenta de que aún llevaba en la mano el vaso de papel. Arrugándolo, lo lanzó violentamente entre las barras del hueco del ascensor.
El trayecto hasta el ferry era corto y Leventhal no se quitó el impermeable en el metro. Hacía bochorno; en su rostro aparecieron gotitas de sudor. Las aspas del ventilador giraban con tanta lentitud en la melancólica luz amarilla que podía contar las vueltas que daban. Fuera había dejado de llover y cuando el barco salió del embarcadero y empezó a deslizarse sobre el suave oleaje, el sol brilló de nuevo. Leventhal se quedó en cubierta, con el impermeable echado al hombro y sujetando los pliegues con la mano. Había un lento movimiento rítmico en el puerto en torno a los cascos pintados y herrumbrosos. La lluvia se había alejado hasta el horizonte, una banda oscura que se extendía más allá de la apenas visible silueta de la orilla. A bordo el aire era más fresco, pero del lado de Staten Island los enormes y deslustrados barracones verdes exudaban calor y la luz del sol salpicaba generosamente las superficies de cemento. La multitud, al desembarcar, se fue extendiendo por los barracones, camino de la hilera de autobuses que esperaban junto a la acera con el motor en marcha, mientras el calor y el humo de los tubos de escape hacían vibrar la atmósfera.
Max vivía en un edificio con muchos apartamentos, pero sin ascensor. Para llegar a su piso, como al del propio Leventhal en Irving Place, había que subir un buen número de escalones. Los niños corrían y gritaban por el portal; inscripciones hechas por manos infantiles cubrían las paredes. Un portero negro con una gorra de cuartel estaba lavando la escalera y contempló indignado las huellas que dejaba Leventhal. En el patio, la colada se balanceaba tiesa y amarilla bajo la intensa luz del sol; las poleas chirriaban. Elena no dio señales de vida cuando Leventhal tocó el timbre. Al llamar con los nudillos, el mayor de sus sobrinos acudió a abrir la puerta. El chico no le conocía. Por supuesto, reflexionó Leventhal, ¿cómo iba a saber quién era? Al mirar al desconocido, el muchacho alzó un brazo hasta los ojos en el soleado, polvoriento y vacío corredor blanco para no deslumbrarse. Detrás de él, el piso quedaba a oscuras; las persianas estaban echadas y había una lámpara encendida entre el desorden de la mesa del comedor.
—¿Dónde está tu madre?
—Dentro. ¿Quién es usted?
—Tu tío —dijo Leventhal. Al entrar en el vestíbulo tuvo inevitablemente que empujar al chico.
Su cuñada vino enseguida de la cocina. Estaba distinta; había engordado desde la última vez que la viera.
—¿Qué sucede, Elena? —dijo Leventhal.
—¡Asa! ¿Estás aquí? —Extendió la mano para dársela.
—Claro que estoy aquí. Me dijiste que viniera, ¿no es cierto?
—Te llamé otra vez, pero me dijeron que te habías ido.
—¿Por qué otra vez?
—Philip, coge el impermeable del tío —dijo Elena.
—¿No funciona el timbre?
—Lo hemos desconectado por el pequeñín.
Leventhal dejó caer la gabardina en brazos del chico y siguió a su cuñada hasta el comedor, donde ella se afanó por dejar libre una silla para que pudiera sentarse.
—Fíjate cómo está la casa —dijo Elena—. No he tenido tiempo de limpiar. No sé dónde tengo la cabeza. Hace tres semanas que quité las cortinas y todavía no las he vuelto a poner. Y fíjate en mí.
Dejó la ropa que había quitado de la silla y extendió los brazos para que la viera. Su pelo negro estaba sin peinar, llevaba un camisón debajo del vestido de algodón e iba con los pies descalzos. Elena sonrió tristemente. Leventhal, impasible como de costumbre, se limitó a hacer una inclinación de cabeza. Notó que los ojos de su cuñada reflejaban ansiedad; que brillaban demasiado y se licuaban en exceso; había una energía innecesaria en sus movimientos, un atisbo de aturdimiento o incluso de locura que apenas era capaz de controlar. Pero Leventhal estaba demasiado sensibilizado ante aquel tipo de indicios. Era consciente de ello y se dijo a sí mismo que no se precipitara. La miró de nuevo. Su rostro, antes saludable y moreno, se había ablandado, llenándose y volviéndose más pálido y un tanto amarillento. Pudo imaginársela tal como había sido en otro tiempo al mirar a su sobrino. Se le parecía mucho. Solo la ligera curva de su nariz pertenecía a los Leventhal.
—Ahora, Elena, dime qué es lo que pasa.
—Mickey está enfermo, terriblemente enfermo —respondió ella.
—¿Qué tiene?
—El médico dice que no lo sabe. No puede hacer nada por él. Lleva mucho tiempo con fiebre alta. Le empezó hace un par de semanas. Le doy de comer y no retiene nada. Lo he intentado todo. No sé qué hacer con él. Y hoy me ha dado un susto tremendo. Entré en el cuarto y no le oía respirar.
—¿Qué quieres decir? —dijo Leventhal.
—Precisamente lo que te estoy diciendo. No le oía respirar —dijo ella poniendo gran fuerza en las palabras—. No respiraba. Puse la cabeza sobre la almohada al lado de la suya. No se oía nada en absoluto. Le puse la mano en la nariz. Tampoco sentía nada. Me entró un sudor frío por todo el cuerpo. Pensé que me moría. Salí corriendo a llamar al médico. No lo encontré. Por eso te llamé a ti. Cuando volví a casa respiraba otra vez. Estaba perfectamente. Después, volví a llamarte a la oficina.
Una mano de Elena descansaba sobre su pecho; los largos y afilados dedos estaban sucios; debajo de ellos su piel era blanca y muy suave.
De manera que aquello era la crisis. Podía haberse figurado que se trataría de algo por el estilo.
—Respiraba todo el tiempo —dijo él, de manera un tanto brusca—. ¿Cómo podía dejar de respirar y empezar de nuevo?
—No, no —insistió ella—. No respiraba.
La compostura de Leventhal no era perfecta; estaba socavada por el miedo. Dejando de mirarla para contemplar un rincón del techo, pensó: «¡Cuánta superstición! Lo mismo que en el país de sus antepasados. Los muertos también vuelven a la vida, imagino, y todo lo demás».
—¿Por qué no viste si le latía el corazón? —le dijo.
—Debería haberlo hecho, probablemente…
—Desde luego que sí.
—Estabas muy ocupado, ¿verdad?
—Sí, claro, tenía trabajo…
Elena manifestó tal contrición ante esto que Leventhal se dijo a sí mismo que tenía que ser más amable. Más le valía; había ido hasta allí y el daño ya estaba hecho. Le aseguró a su cuñada que una tarde no tenía importancia. Llevaba seis años trabajando para la misma firma y si no podía faltar unas pocas horas por un asunto personal al cabo de seis años, más valía que renunciara a seguir. Aunque faltara al trabajo todas las tardes durante un mes, aún le sobrarían muchas horas del tiempo extra sin remuneración que había invertido en la revista. Después de dejar de hablar todavía siguió pensando sobre el asunto. Para los funcionarios públicos era diferente. Tenían permiso por enfermedad y se iban a casa por un simple dolor de cabeza. Y el cargo era vitalicio…, pero no deseaba darle vueltas a aquello. Se levantó e hizo girar la silla, como si fuera a modificar el tenor de sus pensamientos cambiando de posición.
—Deberías levantar las persianas —le dijo a Elena—. ¿Por qué las tienes cerradas?
—Hace que la habitación esté más fresca.
—Pero impide que se ventile… y te obliga a tener la lámpara encendida. Eso da calor.
Ella había pasado la ropa de su silla a la mesa, empujando los platos, el pan, botellas de leche, revistas. Leventhal se figuró que tenía las persianas echadas simplemente para evitar que los vecinos del otro lado del patio fueran testigos de su dejadez. Contempló la habitación con desagrado. Y Max vagando de Norfolk a Galveston y de allí a Dios sabía dónde. Quizá prefería vivir en pensiones y en hoteles.
Elena le dio un dólar a Philip y le mandó que bajara por cerveza. Sacó el dinero del bolsillo del vestido, que estaba lleno de cambio. Cuando el chico salió, Leventhal preguntó si podía ver a Mickey.
Estaba acostado en la calurosa, oscura y mal ventilada habitación de Elena, dormitando en la ancha cama arrimada a la pared, con la sábana por la cintura. Llevaba una camiseta sin mangas. Su cabello corto, muy negro, parecía húmedo; tenía la boca abierta. Leventhal puso cuidadosamente el revés de la mano contra su mejilla; estaba ardiendo. Al apartarse golpeó con el anillo el poste de la cama. Le sobresaltó la mirada que le dirigió Elena. Y se descubrió levantando la misma mano con gesto de disculpa y notó que se sonrojaba. Pero ella no le miraba ya; estaba alzando la sábana sobre el hombro del niño. Leventhal salió al corredor y esperó. Elena cerró la puerta, lentamente, con tanto cuidado que le pareció que pasaban varios minutos. Al mirar dentro de la habitación vio cómo la oscuridad se espesaba alrededor de la figura en la cama, oculta en parte desde donde él estaba por el saliente de la cómoda. Finalmente, Elena soltó el picaporte y volvieron al comedor.
Leventhal se sentó, deprimido y desalentado. Enseguida empezó a insistir en que era necesario llevar a Mickey al hospital.
—¿Quién es tu médico? —dijo—. ¿Cómo es posible que te deje tener al niño en casa? Su sitio es el hospital. Pero enseguida se dio cuenta de que era culpa de Elena, no del doctor. Ella defendió con gran testarudez que el niño estaba mejor en casa, donde podía cuidarlo ella misma. Manifestaba tal temor hacia los hospitales que Leventhal terminó por exclamar:
—¡No seas tan de pueblo, Elena!
Ella no respondió, aunque parecía más angustiada que ofendida y probablemente no le entendió. Leventhal se enojó consigo mismo por mostrarse tan vehemente, pero todo aquello le abrumaba: la casa, su cuñada, el niño enfermo. ¿Cómo podía ponerse bien el niño en un sitio como aquel, en aquella habitación?
—Vamos, por el amor de Dios, Elena —añadió, cambiando de tono—, no hay ninguna razón para asustarse de los hospitales.
Ella cerró los ojos y movió la cabeza; él empezó a dar forma a otra frase, pero se detuvo, recostándose en el sillón de tela de angora.
De pronto, ella dijo con animación, casi con alegría:
—Aquí llega Philip con la cerveza.
Se levantó para traer vasos. Hubo que organizar la búsqueda del abrebotellas; no fue posible encontrarlo, y Philip tuvo que recurrir al tirador del armario de metal que había en la cocina. Elena quería hacer unos sándwiches, pero Leventhal dijo que no tenía hambre.
—Claro, es casi la hora de cenar. A tu señora no le gustaría que se te quitara la gana antes de comer. ¿Qué tal está? Es una chica muy guapa.
Elena sonrió afectuosamente. Ni siquiera sabía el nombre de su mujer. No se habían visto más que una o dos veces. Dudó si decirle que Mary se había ido al sur para pasar unas semanas con su madre. Elena habría insistido en que se quedara a cenar.
Para cambiar de tema, Leventhal le preguntó por su hermano. Max llevaba en Galveston desde febrero. Quería que la familia fuera a reunirse con él, pero había tanta gente en la ciudad que resultaba imposible encontrar un apartamento. No hacía más que buscar uno siempre que tenía algún tiempo libre.
—¿Por qué no vuelve a Nueva York, donde sí tiene un apartamento? —dijo Leventhal.
—Allí gana mucho dinero; trabaja cincuenta y sesenta horas a la semana. A mí me manda más que suficiente. —No parecía sentirse abandonada ni que la ausencia de Max le preocupara mucho.
Después de beberse la cerveza a toda prisa, Leventhal se puso en pie, diciendo que tenía que volver una hora a la oficina para recoger algunas cosas. Elena le dio el número de teléfono de unos vecinos; él lo apuntó en su libreta y le dijo que volviera a llamarle al cabo de un par de días si Mickey no mejoraba. Ya en la puerta, llamó a Philip y le dio una moneda de veinticinco centavos para que se comprara un refresco. El muchacho la cogió, murmurando «Gracias», pero con una mirada que excluía cualquier obligación derivada del agradecimiento. Quizá veinticinco centavos no significaban mucho para Philip. El bolsillo de Elena estaba lleno de cambio; probablemente se desprendía de las monedas sin dificultad. Leventhal acarició con un dedo la mejilla del chico. Philip bajó la cabeza y, sintiéndose algo desilusionado y poco satisfecho consigo mismo, Leventhal salió de la casa.
Tuvo que esperar mucho tiempo el autobús y estaba anocheciendo cuando llegó a Manhattan. Aunque se había hecho demasiado tarde para ser de utilidad en la oficina, estuvo dudando en South Ferry, en la parda oscuridad sofocante, sobre si volver o no. «Saldrán adelante sin mí», decidió por fin. Beard interpretaría su vuelta a aquella hora como un reconocimiento de que estaba equivocado. Además, podía crear la impresión de que estaba tratando de distinguirse de sus «hermanos de raza». No, no les daría pie para que creyeran nada semejante, pensó Leventhal. Cenaría pronto y se iría a casa. Sentía más sed que hambre, pero era necesario que comiera. Bruscamente, se puso en movimiento hacia el tren.
2
Leventhal era un hombre corpulento, de cabeza grande; la nariz también la tenía grande. El pelo, negro, fuerte y ondulado. En cuanto a los ojos —bajo unas cejas sin solución de continuidad—, eran intensamente negros y de un tamaño poco frecuente en rostros adultos. Pero aunque infantilmente grandes, su expresión nada tenía de infantil. Parecían poner de manifiesto una inteligencia sin interés en sus propias posibilidades, como si prefiriera no tomarlas en consideración y las viera con indiferencia; indiferencia que parecía extenderse, además, a otras personas. No es que tuviera expresión malhumorada, sino más bien distante, apática. Aquella noche, a causa del calor, llevaba la ropa en desorden, pero incluso en días corrientes no podía llamársele pulcro. El nudo de la corbata lo llevaba ladeado y demasiado bajo; los puños de la camisa sobresalían en exceso bajo las mangas de la chaqueta y cubrían sus anchas muñecas morenas; los pantalones se abombaban a la altura de las rodillas.
Leventhal había nacido en Hartford. Estudió allí el bachillerato y al terminarlo se marchó de casa. Su padre, propietario de una pequeña tienda de ultramarinos, era un hombre inquieto, áspero y egoísta con sus hijos. La madre de Leventhal había muerto en el manicomio cuando él tenía ocho años y su hermano seis. En la época de su desaparición de la casa, Leventhal padre había respondido a sus preguntas sobre ella con un amargo «se ha marchado», que sugería deserción. Eran ya casi adultos cuando supieron lo que le había pasado a su madre.
Max no terminó el bachillerato; lo dejó cuando le faltaban un par de años. Leventhal se graduó, trasladándose a Nueva York, donde durante algún tiempo trabajó para un subastador llamado Harkavy, amigo de su tío Schacter. Harkavy lo tomó bajo su protección; le animó para que fuera a la universidad por la noche y llegó incluso a prestarle dinero. Leventhal hizo un curso preparatorio de derecho, pero con pobres resultados. Quizá saber que estaba tratando de hacer una cosa difícil le abrumaba. Y la misma academia —su ambiente, especialmente en las noches azules del invierno, el aspecto tétrico de algunos alumnos, muchos de ellos por encima de los cincuenta, con fracasos a las espaldas, pero perseverantes— le perturbaba. No sabía estudiar; nunca había aprendido a hacerlo en la trastienda de su padre. Aprobó el curso, pero sin brillantez y no le animaron a que empezara derecho. Se habría contentado con seguir siendo el ayudante de Harkavy, pero el viejo subastador enfermó de pulmonía y murió. Su hijo Daniel, que estudiaba entonces tercer año de college en Cornell, abandonó la universidad para hacerse cargo del negocio. Leventhal recordaba aún cómo se había presentado en la tienda después del funeral con un abrigo de piel de oso, alto, rubio, serio, diciendo con tono emocionado a cada uno de los dependientes: «¡Vamos a atrincherarnos y a mantener el frente!». Leventhal, que era en la práctica quien se había quedado huérfano, se sentía demasiado deprimido por la muerte del anciano y tenía demasiada poca confianza en sí mismo para serle útil a Daniel. Hubo que cerrar la tienda enseguida. Regresar a Hartford era impensable (su padre se había vuelto a casar), y Leventhal, a la deriva, llegó en poco tiempo —unos meses desde la muerte de Harkavy— a alojarse en un sucio dormitorio colectivo, a pasar hambre y a adelgazar a ojos vistas. Durante una temporada vendió zapatos los sábados en el sótano de unos grandes almacenes. Más adelante encontró trabajo estable tiñendo pieles, y después de aquello, un año más o menos, estuvo de recepcionista en un hotel para gente de paso en la parte baja de Broadway. Luego, le llegó el turno en una lista de solicitantes para ser funcionario público y Leventhal pidió que «lo destinaran a cualquier sitio en Estados Unidos». Lo mandaron a la aduana de Baltimore.
La vida que llevó en Baltimore fue considerablemente distinta; sobre todo, mucho menos solitaria. Lentamente llegó a darse cuenta de que en Nueva York, al aceptar la soledad como un hecho incontrovertible, apenas había advertido que le hacía profundamente desgraciado. Durante su primer invierno en la aduana le invitaron a formar parte de un grupo que iba los sábados a Washington para asistir a la ópera. Presenció cinco o seis representaciones sin modificar su actitud de distante y escéptico interés. Pero empezó a salir con regularidad. Consiguió que le gustara el marisco. Se compró dos trajes y un abrigo ligero: él, que sudaba desde octubre hasta abril enfundado en uno de piel de camello que le regalara el anciano Harkavy.
En un picnic en la costa de Chesapeake, el Cuatro de Julio, se enamoró de la hermana de uno de s