Todo cuenta

Saul Bellow

Fragmento

primera parte

Incursiones en todos los sentidos

En la época de mister Roosevelt

Fue en Chicago donde Roosevelt se proclamó candidato

Presidente, y lo fue durante tanto tiempo que en una película de principio de los años cuarenta, Billie Burke –Billie –, dirigiéndose a un obeso y desconcertado senador, decía que acababa de volver de Washington, donde había asistido a la coronación.

En la primera época de la Gran Depresión, mi profesora de álgebra, señora de avanzada edad cuya blanca melena se apilaba en algodonosa formación sobre un rostro cuadrado y unas gafas rectangulares de cristales ahumados, se permitió dar rienda suelta a sus sentimientos y cantó Happy Days Are Here Again. Nos quedamos pasmados de asombro. Por lo general, la señorita Scherbarth era muy estricta. Los profesores rara vez se hacían eco de los temas de actualidad. Cierto es que cuando Lindbergh despegó rumbo a París, la señorita Davis declaró en clase:

–Espero con todo mi corazón que ese joven sea tan capaz como valiente y no nos decepcione.

Una revelación para el sexto curso. Pero el hecho de que la señorita Scherbarth dejara sus ecuaciones para entonar una canción en honor de FDR demostraba que el país estaba realmente conmovido hasta los cimientos. Sólo más tarde me enteré de que el Ayuntamiento se había declarado en

Esquire

(< quiebra y de que la seorita scherbarth no perciba su salario. en el invierno de 1933, cuando cursaba el primer ao en la universidad crane, todo el claustro de profesores fue al loop a manifestarse frente al ayuntamiento. los comerciantes les canjeaban los vales (con los que el ayuntamiento les pagaba) a precio reducido. mi profesora de ingls, la seorita ferguson, nos cont despus:

–Irrumpimos en el despacho del alcalde y lo perseguimos alrededor de la mesa.

La señorita Ferguson, encantadora viejecita, ya un poco deforme, pero todavía vigorosa, creía en la importancia de los detalles. Salmodiar las reglas de la disertación formaba parte de su método de enseñanza. Se ponía a danzar delante de la pizarra y cantaba: «¡Sean! ¡Precisos!», con la melodía

Aleluya de Haendel. Era una mujer maravillosa, con los dientes delanteros montados unos sobre otros, igual que la nueva Primera Dama. Viéndola agitar los brazos mientras recitaba sus preceptos, no resultaba difícil imaginarla en medio de la multitud que había irrumpido en el despacho del alcalde.

–¡Páganos! –gritaban.

En 1931, Chicago había elegido a su primer alcalde nacido en el extranjero. Se trataba de Anton Cermak, originario de Bohemia y político excepcional, uno de los constructores de la maquinaria demócrata, de la que pronto se apoderaron los irlandeses. Cermak, que había intentado vetar la candidatura de Roosevelt, fue a Florida a hacer las paces con el presidente electo. Según Len O’Connor, uno de los más eminentes historiadores de Chicago, fue el concejal Paddy Bauler, que controlaba el voto alemán, quien instó a Tony Cermack el Carretilla, a que se reconciliara con FDR.

–Cermak –recordaba Bauler más tarde– dijo que no le caía bien aquel hijoputa. Yo le contesté: «Escucha, por amor de Dios, no tienes dinero para pagar a los profesores de Chicago, y ese Roosevelt es el único que te lo puede agenciar. Será mejor que vayas a verlo y le lamas el culo o lo que sea. Pero consigue el puto dinero para los profesores, o ya no valdrá la pena administrar esta ciudad». Así que se fue para allá y, por Dios santo, lo primero que oigo al poner la radio es que han matado a Cermak de un tiro.

Según parece, el asesino, Zangara, quería acabar con Roosevelt, aunque en Chicago algunos afirmaban que Cermak era realmente su objetivo. Había mucha gente en posición de beneficiarse con la muerte de Cermak. Mientras lo trasladaban a toda prisa al hospital, Cermak musitó supuestamente a Roosevelt:

–Me alegro de que me hayan dado a mí, y no a usted. Esa leyenda fue una invención de John Dienhart, un periodista de Hearst, compañero de borrachera del alcalde y encargado de sus relaciones públicas. El último comentario de Dienhart sobre la cuestión, tal como recoge O’Connor en

[Poder], fue la siguiente:
–Ésa es la historia que Tony habría querido oír, y yo no podría haber contado otra diferente.

Años después, el Chicago Tribune informó de que en una carta de agradecimiento a la señora W. F. Cross, la mujer de Florida que cuando Zangara apretaba el gatillo desvió el tiro dándole un golpe en el brazo, la Casa Blanca había escrito que «con su rapidez de reflejos evitó usted una tragedia mucho mayor». Los archivos del coronel McCormick almacenaban datos contra Roosevelt al mismo ritmo con que las playas del Atlántico acumulan guijarros. Los sentimientos del coronel hacia los Roosevelt nunca se suavizaron. Pero el autor de la carta de la Casa Blanca, quizás el propio Roosevelt, tenía razón. De no haber sido por Tony Cermak el Ca

, la tragedia habría sido mucho más grave.

La era Roosevelt empezó, por tanto, con el involuntario sacrificio de un político trivial de Chicago que había ido a hacer un trato –un viejo trato–* con el nuevo mandamás, un prócer del este, de familia adinerada, gente pretenciosa de orillas del Hudson, gobernador de Nueva York (¡bueno, y qué!), un presidente que llevaba quevedos y fumaba cigarrillos en una larga boquilla. ¿Cómo iba a saber Tony el Ca

1933(N. del T.)

rretilla FDR nio de la política. No era un intelectual. Hojeaba libros de historia naval, preferiblemente los que tenían bonitas ilustraciones, y como tantos otros miembros de la clase acomodada dedicaba mucho tiempo a sus álbumes de sellos. Los grandes políticos rara vez son lectores o eruditos. Cuando necesitaba alguna lumbrera, mandaba a buscarla a la Universidad de Columbia. Siguiendo cierta tradición monárquica, creó un consejo privado de expertos con más influencia y más medios financieros que los miembros de su gabine

Los especialistas afirman ahora que Roosevelt era un ignorante en asuntos económicos, y probablemente tienen razón. Pero no fue su grupo de expertos quien salvó a Estados Unidos de la desintegración; fue –cosa rara donde las haya– un caballero rural del condado de Dutchess, un hombre descrito por un agudo observador extranjero como el César de los clubes y por el ingenioso y temible Huey Long como Franklin De La No. Las masas en paro, braceros, mecánicos, cobradores de tranvía despedidos, administrativos, vendedores de zapatos, planchadoras, seleccionadores de huevos, camioneros, residentes de los extensos y sombríos barrios de «extranjeros», esos recién llegados que hoy llamamos emigrantes: todos tenían una fe ciega en él. Sólo confiaban en Roosevelt, antiguo alumno de Groton, persona de alto copete, acaudalado caballero de Harvard y Hyde Park. No querían un presidente proletario.

Para muchos resultó una suerte vivir aquella época. Para los ciudadanos de edad madura fue un tiempo sombrío –la Gran Depresión infligió una gran humillación a los universitarios y los dedicados a profesiones liberales–, pero para los jóvenes el resquebrajamiento del orden y la autoridad hizo posible un escape de la familia y la norma establecida. Como observaba un amigo mío durante el complaciente período de Eisenhower: «Ser pobre se ha puesto muy caro. Ahora tienes que tener doscientos dólares al mes. En los años treinta nos las arreglábamos con una miseria». Tenía toda la razón. Una habitación en una pensión raramente costaba más de tres dólares a la semana. Desayunar en el mostrador de una cafetería salía por quince centavos. Un menú del día compuesto de, pongamos, filete de hígado encebollado, patatas fritas y ensalada de repollo con natillas de postre se anunciaba por treinta y cinco centavos en la carta impresa en multicopista. Gorroneando un poco, un joven espabilado podía apañárselas con unos ocho o diez dólares a la semana. La Administración Nacional de la Juventud pagaba algunos dólares por servir de ayudante simbólico a un profesor, en el almacén de Goldblatt se podían sacar otros cuantos, luego se compraba uno ropa usada, y aún quedaba tiempo para leer los números atrasados del Dial en la Biblioteca Crerar o en la biblioteca pública entre los inofensivos ancianos que refugiaban del frío en la sala de lectura. En el Newberry se podía conocer además a teóricos anarcosindicalistas y otros intelectuales autodidactas que, cuando el tiempo lo permitía, soltaban discursos encaramados a una caja de jabón en Bughouse Square.

Entre los años veinte y los treinta ocurrió un cambio en el país que afectó tanto a la economía como a la mentalidad del momento. En el decenio de los veinte, la estabilidad de Estados Unidos estaba garantizada por las grandes empresas, los industriales y los hombres de Estado cuyos nombres anglosajones eran tan sólidos como el patrón oro. El

quilizador reinado republicano de Cal el Taciturno* del desdichado Harding. Bill Thompson el Grande republicano de Chicago, era un granuja; los políticos municipales formaban un hatajo de corruptos y sinvergüenzas, aunque en realidad no perjudicaban a nadie. Las grandes figuras como Samuel Insull o el general Dawes no tenían muchos escrúpulos, desde luego, pero en conjunto eran buenos tipos. Los gánsteres, que hacían lo que les venía en gana, se dedicaban a matarse entre sí, rara vez molestando al ciudadano normal y corriente. En Chicago –una serie de barriadas de inmigrantes de crecimiento descontrolado, con olor a chucrú y cerveza casera, industrias cárnicas y fábricas de jabón–, reinaba la paz: una paz rancia y nauseabunda, la tranquilidad zafia aparentemente anticipada por los federalistas. Los fundadores habían previsto que todo iría bien, que los ciudadanos llevarían una vida armoniosa, sin grandes excesos ni cosas sublimes.

El sol atravesaba como podía la neblina de prósperos gases, el río fluía despacio bajo una iridiscencia química, los tranvías traqueteaban por los interminables kilómetros de la inmensa red viaria de Chicago. Mister Gaw, encargado de las relaciones públicas de la ciudad y fabricante de sobres, recibía a todos los invitados de alcurnia en las estaciones ferroviarias con un alarde de pomposidad y extravagancia propias de otros tiempos. Chicago pertenecía a los timadores, a las agencias inmobiliarias y los magnates de las empresas de servicios públicos, a William Randolph Hearst y Bertie McCormick, a Al Capone y Bill Thompson el Grande; arboladas callejuelas donde nosotros vivíamos, todo iba bien.

Por siete centavos el tranvía nos llevaba al Loop. En Randolph Street, nos divertíamos gratis en los billares Bensinger y en el gimnasio Trafton, donde se entrenaban los boxeadores. La calle se llenaba de músicos de jazz y de gente del Ayuntamiento. Fish, mi amigo de la infancia, que tenía permiso para coger una moneda de veinticinco centavos de la caja de los billares de su padre, me invitaba de vez

Silent Cal

en cuando a un perrito caliente y a una gaseosa Hires en Randolph Street. Cuando gastábamos más de la cuenta, volvíamos a pie del Loop: casi ocho kilómetros de almacenes y fábricas; talleres donde hacían estatuas de jardín, como enanitos, duendes y ondinas; la sastrería Klee Brothers, donde te regalaban un bate de béisbol al comprar un traje con dos pantalones; las charcuterías polacas; el cine Crown, en la esquina de Division y Ashland, con sus carteles de Lon Chaney o Renée Adorée y su chisporroteante máquina de palomitas; luego, el estanco United Cigar; más allá, el restaurante Brown y Koppel, con su ininterrumpida partida de póquer en la planta alta. Era un embotamiento agradable, el de Hoover. Si bien no estaba prohibido dedicarse a actividades más elevadas, lo cierto es que había que buscárselas solo. Con una suscripción al rary Digest, regalaban las obras completas de Flaubert. Aunque no todo el mundo leía aquellos volúmenes encuadernados en tela roja.

Fish maduró antes que ninguno de nosotros. A los catorce años lo afeitaba el barbero, a quien pagaba espléndidamente con las monedas que cogía de la caja registradora de su padre. Con el mentón empolvado, un masaje de colonia recién aplicado en el varonil rostro oriental, abordaba descaradamente a las chicas. También se gastaba dinero en revistas, folletos y libros. Como sólo deseaba extraer algunas impresiones rápidas –no era ningún intelectual–, después de leer unas cuantas páginas me los iba pasando. Gracias a él descubrí a Karl Marx y V. I. Lenin; y también a Marie Stopes, Havelock Ellis, V. F. Calverton, Max Eastman y Edmund Wilson. El comienzo de la Gran Depresión marcó también el principio de mi vida intelectual. Pero entonces se acabó de pronto la comedia de la comodidad: la inocua ridiculez de pintar el coche viejo, la excursión a Pikes Peak pase lo que pase, las historias de Babbitt. Ya no había monedas en la caja.

Según contaban sus gobernantes en los años veinte, Estados Unidos había logrado uno de los éxitos más sonados de todos los tiempos. En un discurso pronunciado en una campaña de 1928, Hoover se ufanaba de que la victoria sobre la pobreza era una realidad tangible en Norteamérica.

Los asilos están a punto de desaparecer..., nuestra producción industrial ha aumentado como nunca, y el poder adquisitivo de los salarios se incrementa cada vez más. Nuestros trabajadores, con su salario medio semanal, pueden hoy comprar dos y hasta tres veces más pan y mantequilla que cualquier asalariado europeo. En cierta época pedíamos para nuestros obreros un plato lleno de comida. Ya hemos superado con creces ese concepto. Hoy pedimos más comodidades y más tiempo para dedicarlo al ocio y a la vida.

Cuán amargamente debió de lamentar Hoover el plato lleno de comida. Al fin y al cabo, sus intenciones eran buenas. Había prestado ayuda a la Europa de posguerra. Pero ahora los grandes empresarios que se jactaban de tenernos atiborrados de pan y mantequilla (de Silvercup, no de pan europeo) se convertían otra vez en lo que el tío Teddy de Eleanor Roosevelt denominaba «malhechores acaudalados». Sus fábricas cerraron y sus bancos se declararon en quiebra.

Era imposible poner diques a la miseria individual: pronto inundó las calles. Embargos, desahucios, chabolas de Hooverville, colas para el tazón de sopa; el viejo doctor Towsend de Long Beach, California, concibió su plan para las personas de edad avanzada cuando vio a unas ancianas rebuscando comida en cubos de basura. ¿Carne agusanada para los americanos? ¿Acaso Chicago y Los Ángeles se habían convertido en ciudades orientales como Shanghai o Calcuta?

El gran ingeniero había malogrado su obra. ¿Qué iba a hacer su sucesor? Los análisis de algunos observadores respetados no llegaban a conclusiones muy alentadoras. Walter Lippmann escribió en 1932 que FDR era un «hombre afable lleno de impulsos filantrópicos», pero lo acusaba de «saber nadar y guardar la ropa», de apoyarse tanto en seguidores de izquierdas como de derechas, de ser un político pródigo en «tópicos engañosos». Roosevelt no era un cruzado, ni un enemigo de los privilegios establecidos, «ni un tribuno del pueblo», y Lippmann no veía en él más que «un hombre agradable que, sin dotes especiales para el cargo, estaría encantado de llegar a la presidencia».

Pero Lippmann se había equivocado de músico, había estudiado una partitura diferente, porque cuando Roosevelt se dispuso a tocar, lanzándose desenfrenadamente sobre el teclado del ejecutivo, produjo una música que nadie había oído jamás. Estuvo deslumbrante. Y el secreto de su genio político consistía en que sabía exactamente lo que el público necesitaba oír. En sus declaraciones personales, parecía que el presidente tenía en cuenta los sentimientos del pueblo, y en particular sus temores. En su discurso de toma de posesión, dijo ante la gran multitud congregada frente al Capitolio: «Ha llegado el momento supremo de la verdad, de decir toda la verdad, con franqueza y sin trabas. Esta gran nación aguantará ahora igual que ha aguantado antes; revivirá y prosperará. –Y luego–: No ponemos en duda el futuro de una democracia esencial. El pueblo de Estados Unidos [...] ha reclamado disciplina y directrices bajo la autoridad de un jefe. Y me ha hecho instrumento de sus deseos».

Con esa vigorosa declaración acabó la historia de los años veinte, y empezó una nueva. Frente a la jactancia del decenio de Hoover y Coolidge se situaban las humillaciones y derrotas de la Gran Depresión. En general se admitía que la Depresión, según la terminología de las empresas de seguros, debía considerarse un caso de fuerza mayor, como un desastre natural. Peter F. Drucker expone adecuadamente cuestión en sus memorias: «Como después de un terremoto, una inundación o un huracán, la comunidad cerró filas y sus miembros se socorrieron unos a otros..., la responsabilidad de ayudar al prójimo y la disposición a arriesgarse en beneficio de los demás fueron rasgos característicos de la Norteamérica de la Depresión». El profesor Drucker añade que no se respondió de la misma manera en la otra orilla, en Europa, «donde la Depresión sólo suscitaba recelo, resentimiento, miedo y envidia». En opinión de los europeos, se estaba frente a un dilema: comunismo o fascismo. Entre los dirigentes mundiales, sólo Roosevelt hablaba con pulso firme de la «democracia esencial». No es exagerado afirmar que bajo su influjo nació una nueva concepción de Estados Unidos. Durante sus primeros cien días de gobierno, se crearon programas de reactivación, pero pese a que se invirtieron enormes sumas, pronto se hizo evidente que no iba a haber recuperación alguna. El hecho de que lo eligieran repetidas veces demuestra sin embargo que el deseo de los votantes era vivir en una Norteamérica rooselvetiana, lo que puso patas arriba los viejos Estados Unidos de la era Hoover. Recuerdo que una mañana de otoño, muy temprano, empecé a oír martillazos y tintineos en una calle de Chicago. El origen de tales ruidos se ocultaba tras una nube, y cuando entré en la esfera de niebla que el sol apenas empezaba a penetrar, vi un grupo de hombres provistos de martillos que quitaban la argamasa de los adoquines de la calzada: cincuenta o sesenta desempleados que hacían como si tuvieran trabajo, «quitándolos para volverlos a poner», como se decía por entonces.

Tribune del coronel McCormick denunciaba un día sí y otro también aquellos despilfarros. En medio de la primera página siempre aparecía una caricatura que mostraba a unos profesores imbéciles con rabos de burro sobresaliendo de sus togas universitarias. Mataban cerditos, labraban tierras ya cultivadas y centuplicaban la deuda nacional, mientras un afable, presidiendo el té del Sombrerero loco*, derrochaba alegremente los fondos públicos. Los descascarilladores de adoquines, sin embargo, le estaban agradecidos. Aquellos contables, ingenieros de caminos u obreros cualificados estaban contentos de trabajar en la calle por unos veinte dólares a la semana. La deuda nacional, que enfurecía al coronel, aquel patriota chiflado, no significaba nada para ellos. Necesitaban desesperadamente el pequeño salario que les pagaba el gobierno. El drama de la dignidad profesional sacrificada también seducía a muchos.

Días memorables. En 1934, salí de viaje con un amigo. Con tres dólares entre los dos, suficiente para mantenernos

7I>Alicia en el país de las maravillas BR>(N. del T.)/I>

a base de queso y galletas, viajamos como vagabundos en trenes de mercancías. Nos incorporamos a la multitud de hombres y muchachos que cubrían los techos de los vagones como bandadas de pájaros. En South Bend, en Indiana, pasamos frente a la fábrica Studebaker mientras grupos de huelguistas gritaban y aplaudían desde el tejado y las ventanas abiertas. Secundamos sus gritos y bromas, circulando a unos ocho kilómetros por hora entre la fresca maleza de junio y bajo un calor de verano, arrastrados hacia un blanco horizonte de nubes por la locomotora Nickel Plate. Ahora comprendo cuánto echaba en falta a mi madre, que había muerto poco antes de la toma de posesión de Roosevelt. Con su fallecimiento y el nuevo matrimonio de mi padre, los hijos nos desperdigamos. Yo sentía la libertad, en cierto sentido me había liberado: estaba libre pero también perplejo, como quien sobrevive a una explosión y aún no entiende lo que ha sucedido. No sabía nada. A los dieciocho años, ni siquiera sabía que era un adolescente. Esas palabras aparecieron más tarde, en los años cuarenta y cincuenta.

Como es natural, yo simpatizaba con los huelguistas. Gracias a los folletos de Fish, estaba en condiciones de considerarme socialista, y la teoría socialista rezaba que las proyectadas reformas de Roosevelt iban a librar al país del capitalismo, sólo que los capitalistas eran tan estúpidos que no lo veían. En los años treinta, la ortodoxia izquierdista sostenía que el reformismo parlamentario europeo había fray que la verdadera alternativa, a escala mundial, se situaba entre las odiosas dictaduras de derechas y las dictaduras transitorias, y por tanto ilustradas, de izquierdas. A la larga se revelaría que la democracia norteamericana no era una excepción. Eso afirmaba la izquierda. Uno de sus intelectuales, Edmund Wilson, escribió en 1931 que si la izquierda estadounidense quería hacer algo verdaderamente importante, «debía arrebatar el comunismo a los comunistas y ponerlo en práctica sin ambigüedades ni reservas, afirmando rotundamente que el objetivo último es la apropiación de los medios de producción por el gobierno». Y en un extraño panegírico de Lenin, escrito tras su peregrinación al mausoleo de la Plaza Roja, Wilson decía a sus lectores que en la Unión Soviética uno se sentía «en la cima moral del mundo, allí donde la luz nunca llega a extinguirse». Hablaba de Lenin como de uno de los productos más valiosos de la humanidad: «El hombre superior que, rompiendo las barreras de clase, reivindicó todo lo grande que el hombre ha hecho para el avance de la humanidad entera».

Leí pronto El castillo de Axel, de Edmund Wilson. En también leí Travels in Two Democracies [Viajes en dos democracias]. Wilson me abrió los ojos a la alta cultura de la Europa moderna, y por eso me encontraba en deuda con él. Además, un día me crucé con él en Chicago, cerca de la universidad: él iba arrastrando una pesada maleta por la calle Cincuenta y siete, con la cara reluciente de sudor y casi furioso, las orejas y las ventanas de la nariz erizadas de pelos rojizos. Un representante de todo lo mejor y más elevado por el barrio de Hyde Park, ¡figúrense! Hablaba con voz ronca y tenía un aire enfurruñado, pero me trató con amabilidad y me invitó a visitarlo. Era el hombre de letras más grande que había conocido, y yo estaba dispuesto a secundar todos sus puntos de vista, ya fuera sobre Dickens o Lenin. Pero a pesar de la gran admiración que me producía y de mi debilidad por las frases inspiradas, su culto a Lenin no me convencía. Como mis padres eran judíos rusos, quizá desconfiaba yo de Lenin y Stalin tanto como Wilson de los políticos estadounidenses. Yo no creía en Roosevelt tanto como al parecer Wilson creía en Lenin. Pero sí debía de intuir que Roosevelt mantendría la unidad del país, y en el fondo de mi terco corazón me oponía al programa que Wilson presentaba a la izquierda estadounidense. Me resultaba imposible creer, en cualquier caso, que los licenciados izquierdistas de Harvard y Princeton se dispusieran a arrebatar el marxismo a los marxistas y salvar a Estados Unidos poniéndose al frente de la dictadura del proletariado norteamericano. Aunque sin admitirlo, yo tenía el convencimiento de que Norteamérica acabaría siendo una excepción. Norteamérica y yo, excepcionales los dos, nos opondríamos al determinismo y pulverizaríamos todos los pronósticos.

Para ser rooseveltiano no era preciso aprobar la política de Roosevelt. En cuanto a mí, con el tiempo sus medidas fueron cada vez menos de mi agrado. Recuerdo las notas que le ponía (en mi impotencia). Por haber visto en Hitler a un gran malhechor, le di un diez. Su apoyo a Inglaterra me conmovió profundamente (nota alta). Su idea de los rusos le valió un suspenso. Al destinar a Joe Kennedy a Londres y a Joseph Davies a Moscú, uno de los más vergonzosos nombramientos en la historia de la diplomacia, le puse un cero. En lo que se refiere a las opiniones sobre sus tratos con Stalin, remito al lector a los polacos, checos, rumanos, etcétera. No hizo nada por evitar el asesinato de millones de personas en las fábricas de la muerte hitlerianas, pero eso lo ignorábamos entonces.

Cosechó sus éxitos más deslumbrantes en el ámbito de la política interior y la psicología. Para millones de norteamericanos la crisis del antiguo orden fue una liberación, algo caído del cielo. Se abrió una enorme brecha por donde la imaginación se precipitó con renovado impulso. La opinión pública se hizo más cambiante y diversa, más flexible desde el punto de vista psicológico; expresaba matices, estados de ánimo nuevos; bajo la influencia de FDR, demostraba más urbanidad. Lo más importante, para aquellos que contaban con la capacidad para ello, era la catarsis emocional de empezar de nuevo, de caer para volver a levantarse. Los años treinta fueron más humanos, más tolerantes con la debilidad, menos rígidos, menos idólatras y menos afectados.

La influencia benéfica de Roosevelt se dejó sentir especialmente en los inmigrantes. Millones de ellos ansiaban su

, su reconocimiento como verdaderos norteamericanos. Algunos manifestaban cierta estrechez de miras. Los polacos y ucranios, por ejemplo, preferían aferrarse a sus comunidades y tradiciones. Otros, contagiados de la fiebre americana, se cambiaban de nombre, se creaban una nueva personalidad, y, estimulados por tales transformaciones, se sumergían plenamente en la vida del país. Quién sabe cuántos se convirtieron en otros, haciéndose cantantes de jazz, cómicos con la cara pintada de negro, deportistas, magnates, damas sureñas de antes de la guerra civil, sacristanes presbiterianos, rancheros tejanos, antiguos alumnos de universidades prestigiosas, altos funcionarios del Estado. No es exagerado afirmar que esas personas que se habían creado a sí mismas, individuos con credenciales falsas, actores íntimamente consumidos por la culpa y el miedo a ser descubiertos, fueron a menudo forjadores de imperios. No hay nada como un secreto vergonzoso para galvanizar a la gente. Si Hawthorne no lo hubiera comprendido, La letra escarlata nunca se habría escrito.

Para esos fértiles y productivos impostores, fue un gozo

FDR decir que en este país todos éramos extranjeros. Actor a su vez, montó con eso su número de mayor éxito. Incluso él mismo guardaba un secreto: no podía andar. Bajo ese secreto, misterios más profundos se escondían.

Consideremos un momento, para apreciar el contraste, la carrera del Jay Gatsby de Fitzgerald, falsario lleno de insalvables remordimientos. Al nacer le dieron el nombre de James Gatz, pero luego se lo cambió (¿naciendo de nuevo, cabría decir?). Movido por los impulsos de superación e ingenuo idealismo propios de un boy scout se mantuvo crédulo y puro de corazón. Lo que los norteamericanos aprendieron del ejemplo de Roosevelt fue que el amour propre (vanidad, disimulo, ambición, orgullo) no debe producir mala conciencia a nadie. Se podía, tal como sugiere Yeats, «valorarlo todo, perdonárselo todo». Roosevelt, que, con su encanto democrático, su alegría, la impresionante nobleza de su perfil, tenía aspecto de gran hombre, transmitió a los norteamericanos el mensaje de que, más allá de la comedia y el efectismo, existía otra dimensión donde la naturaleza más íntima del individuo seguía latiendo, con su verdad intacta. Podemos fingir, parecía afirmar, mientras no nos dejemos engañar por nuestras falsas pretensiones. Por ahí se va a la esquizofrenia. En las memorias de los miembros de su entorno nos enteramos de que le gustaba parodiar a la gente; era un consumado comediante, un bromista que se reía de sí mismo. Conocía perfectamente los Nonsense Rhymes [Versos disparatados] de Lear y La caza del snark cional ocupa su lugar legítimo al lado de lo racional. Muy bien, de acuerdo. La vida es algo serio y real, pero no por eso deja de ser francamente absurda. Con Roosevelt, eso siempre estaba claro. Otros se mostraron más nebulosos y más difíciles. Compárese, por ejemplo, la Fala de Roosevelt con el perrito de Nixon en su «sincero» discurso a Checkers

En política interior, la intuición decisiva de FDR fue comprender que un presidente debe explicar las crisis a la opinión pública en los términos más claros posibles. La democracia no puede prosperar si los dirigentes carecen de pedagogía o capacidad de brindar consuelo. Cierto grado de engaño es inevitable, claro está. Hay tantas instituciones sociales basadas en la superchería que no cabe esperar que un presidente lo «diga todo». Decirlo todo es, en principio, tarea de los intelectuales. A Roosevelt le bastaba con atacar a las grandes empresas y denunciar a los malhechores acaudalados. No era un filósofo. Para sus relaciones con la opinión pública, sin embargo, podría decirse que se inspiró en Isaías: «Consolaos». Entre sus sucesores en la Casa Blanca, sólo Truman, en su diferente estilo de «que revienten», estableció una comunicación personal con los votantes. Algunos de nuestros últimos presidentes, refinados tecnócratas, se han resistido instintivamente a establecer una relación personal con la opinión pública. Para Johnson y Nixon era incluso una abominación. Pero ellos no eran verdaderos dirigentes, sino políticos profesionales que operaban entre bastidores. La sola idea de hablar sin tapujos a la opinión pública les producía horror. Obligados a dar muestras de sinceridad y hacer llamamientos a la confianza, apartaban la cabeza, los ojos velados, la voz apagada. Para un hombre como Lyndon B. Johnson, plagado de poderes y secretos, inclinarse humildemente ante las cámaras resultaba aterrador. No era un Coriolano, sino un técnico de la democracia. Con esos tecnócratas en el poder, la decadencia resultaba inevitable.

Hombre civilizado, FDR dio a Estados Unidos un gobierno civilizado. Era lo que Alexander Hamilton habría denominado un «monarca electivo», y si en algunos aspectos resultó ser un demagogo, nunca recurrió a la violencia ideológica.

No era un führer, sino un hombre de Estado. Hitler y él asumieron el poder el mismo año. Ambos aprovecharon bien la radio. Los que escuchamos los discursos radiofónicos de Hitler jamás olvidaremos las roncas amenazas, las enormes multitudes coreando a gritos sus amenazas de muerte. Las charlas de Roosevelt con sus «compatriotas norteamericanos» son memorables por otros motivos. Mientras hacía la carrera me protegí con un blindaje de escepticismo, porque Roosevelt tenía mucha labia y no había que fiarse demasiado. Pero bajo la armadura, sin embargo, seguía siendo vulnerable. Recuerdo una tarde de verano, paseando hacia la puesta de sol por Chicago Midway. Era de día hasta bien pasadas las nueve, y todo estaba cubierto de tréboles, una verde extensión de casi dos kilómetros entre Cottage Grove y Stony Island. La plaga aún no había acabado con los olmos, y había coches aparcados a la sombra, con los parachoques pegados, la radio puesta para escuchar a Roosevelt. Habían bajado las ventanillas y abierto las puertas. Por todas partes la misma voz, con su extraño acento del este, que en principio habría resultado un incordio para un oyente de los estados centrales. Podía seguirse el discurso sin perder una sola palabra mientras se continuaba el paseo. Se establecía un sentimiento de unión con aquellos automovilistas desconocidos, hombres y mujeres fumando en silencio, no tanto concentrados en las palabras del presidente como tranquilizados por la avalada justeza de su tono. Se sentía el peso de las preocupaciones que les hacía prestar tanta atención, como también se palpaba el hecho, el factor común (Roosevelt), que unía a tantos individuos diferentes. Igual de memorable para mí, quizá, fue el descubrimiento de que el color de las flores de trébol perdura largo tiempo en el crepúsculo.

Notas literarias sobre Jruschov

Jruschov, heredero de Lenin y Stalin, sucesor de Malenkov y cabeza visible de la oligarquía rusa, imprime su imagen al mundo y nos obliga a reflexionar. Resulta difícil, desde luego, creer que ese hombre bullicioso, gesticulante, calvo y orondo pueda ser capaz de vencernos, arruinarnos, tal vez destruirnos.

–Es él, Jruschov, el chalado ese –me dijo el mecánico de un garaje de la Tercera Avenida en septiembre pasado cuando desfilaba la flota de Cadillac rusos.

Esta vez Jruschov se había invitado a sí mismo. Vino sin nuestro beneplácito y no le profesábamos cariño alguno, pero eso no parecía importarle mucho. Fue capaz, en cambio, de acaparar los titulares, las pantallas de televisión, la Asamblea de Naciones Unidas y las calles del centro. En su lugar, cualquier norteamericano, al sentirse superfluo y, más aún, desdeñado, habría tratado de pasar inadvertido. Jruschov no. Por todas partes se lo veía, celebrando conferencias de prensa en plena calle e intercambiando improperios con la gente desde el balcón, cantando estrofas de La internacional lanzando un gancho a un asesino imaginario. Halagaba a la multitud, disfrutando de su atención, comportándose como un artista cómico en un espectáculo escrito y dirigido por él mismo. Y rugiendo de cólera en Naciones Unidas, interrumpiendo a Macmillan, golpeando el pupitre con los puños, agitando un zapato en el aire, abrazando a sus aliados y molestando a sus adversarios, poniéndose en pie de un salto pa

Esquire

(< ra estrechar efusivamente la mano de nkrumah, elegante negro vestido con una tnica escarlata y dorada, o frenando sus diatribas contra occidente para hacer publicidad del agua mineral sovitica, de pronto seductor, encantador: ni un solo instante dej jruschov de ocupar el centro del escenario. y nadie pareca capaz de arrebatarle el sitio.

Balzac calificó una vez al hombre de Estado de «monstruo de sangre fría». Se refería, claro está, al hombre de Estado burgués. Jruschov es de una especie por completo diferente. Y desde su aparición en la escena mundial tras la muerte de Stalin y la «jubilación» de Malenkov, Jruschov –siempre con una ligera ventaja sobre Bulganin– asombra, desconcierta, engatusa y horroriza al planeta. Si el hombre de Estado tradicional es un prodigio de sangre fría, parece que Jruschov, en cambio, se delata a cada paso. Se presenta como un hombre desbordante de franqueza, igual que Rusia es en apariencia una unión de repúblicas socialistas. Otros hombres de Estado se contentan con representar a su país. Jruschov, no. Él pretende encarnar a Rusia y la causa del comunismo.

Con timideces no vamos a parte alguna. Si queremos entender a Jruschov, debemos dar libre curso a la imaginación y, utilizando una metáfora lúdica, apostar el todo por el todo. En cualquier caso, nos obliga a pensar en él. Lo tenemos continuamente ante los ojos. Ya se encuentre en China, en París, Berlín o San Francisco, en todas partes nos brinda una nueva actuación. En Austria examina una escultura abstracta y, con aire perplejo, pide al artista que le diga qué demonios representa aquello. Tras escuchar su respuesta o hacer como que escucha, dice que el escultor tendría que vivir eternamente para explicar su obra incomprensible. Llega a Finlandia a tiempo para asistir a la celebración del cumpleaños de su presidente; aparta al buen hombre de un empujón y se pone a retozar frente a las cámaras, come, bebe, despotrica y luego deja que lo acompañen a casa. En su primera visita a Estados Unidos, su itinerario a través del país sólo puede calificarse de espectacular. Y ningún soberano del siglo habría comportado de manera más natural, ya fuera con la prensa, con mister Garst en la granja, con las deslumbrantes chicas de Hollywood, o con los dirigentes sindicales de San Francisco. «Es usted como un ruiseñor –le dijo a Walter Reuther–. Un pájaro que cierra los ojos al cantar, y no ve ni oye nada aparte de sí mismo.» En Hollywood rivaliza con Spiros Skuras en la narración de sus éxitos, tratando de demostrar que arrancó de una posición más humilde que su interlocutor. «Yo era un pobre inmigrante. Empecé a trabajar al tiempo que aprendía a andar; fui pastor, obrero en una fábrica, minero en las minas de carbón, y ahora soy primer ministro del gran Estado soviético.» Ninguno de ellos mencionó lo que su ascensión costó al conjunto de la población: Skuras no dijo nada sobre los efectos de Hollywood en el cerebro de los norteamericanos, y Jruschov tampoco mencionó las deportaciones ni las purgas. Nosotros, que hubimos de soportar toda esa grandeza, no pudimos intervenir en el debate. Pero es evidente que los personajes del mundo del espectáculo siempre han disfrutado de un peculiar monopolio del patriotismo. La mezcla de ideología e histrionismo utilizada por ambas partes causó una crisis emocional en la costa oeste, y allí fue donde Jruschov se vio empujado a revelar sus sentimientos más profundos. «Cuando fuimos a Hollywood, vimos un cancán –contó durante la reunión de dirigentes sindicales en San Francisco–. Durante el baile, las chicas tienen que levantarse las faldas y enseñar el trasero. Son actrices buenas y honradas, pero no tienen más remedio que hacerlo. Se ven obligadas a plegarse a los gustos de gente depravada. Vuestros compatriotas van a verlo, pero el pueblo soviético despreciaría un espectáculo así. Es pornográfico. Representa la cultura de los pueblos ahítos y degenerados. La distribución de esa clase de películas es lo que en este país llaman “libertad”. Esa clase de “libertad” no nos conviene. Al parecer aquí gusta la “libertad” de mirar traseros. Nosotros preferimos la libertad de pensar, de ejercer nuestras facultades mentales, la libertad del progreso creador.» Recojo estas palabras de una publicación extraoficial patrocinada por Rusia. No incluye lo que algunos periodistas norteamericanos añadieron, es decir, que el primer dirigente soviético se levantó los faldones de la chaqueta y agitó el trasero frente a toda la concurrencia mientras llevaba a cabo una parodia del cancán.

Eso, amigos míos, es arte. También constituye un estilo absolutamente nuevo de interpretación histórica a cargo del dirigente mundial del pensamiento marxista que físicamente, sirviéndose de su propia persona, lanza una crítica a la civilización occidental. Es, además, puro espectáculo. Y nosotros somos su público cautivado y en parte cautivo. La representación ofrecida por Jruschov es, como diría James Joyce, una epifanía, una manifestación que resume o expresa todo un universo de sentidos. «Os vamos a sepultar», dijo Jruschov al mundo capitalista, y aunque desde entonces se ha repetido una y otra vez que esa frase no es más que un modismo ucranio con el significado de «vamos a superar vuestra producción», me parece que al ver ese baile a todos nos debería picar la nariz, cosa que, según la superstición, significa que alguien camina sobre nuestras tumbas. No nos equivocaríamos mucho al ver augurios de muerte en ese cancán. La «cultura de los pueblos ahítos y degenerados» está condenada. Ése es el sentido de su comedia airada y brutal. Eso es también lo que pretende decir cuando hace el payaso y el villano ante el público de Nueva York. Ve en él al populacho indolente, superficial, indisciplinado e inculto de una decadente ciudad capitalista. Sin embargo, la vida es muy compleja, porque si el cancán de Hollywood es bastante mediocre, ¿qué puede decirse de los productos del realismo socialista con sus héroes obreros tan puros y leales y sus doncellas cursis y sensibleras? El propio Jruschov está muy por encima de toda esa basura. Puede inferirse de todo esto que en una dictadura el tirano es capaz de absorber todos los recursos creativos y dejar empobrecido el arte de su país.

Quizás haga falta, en realidad, no sólo Rusia sino el mundo entero para satisfacer las necesidades de un solo individuo. Porque la ideología no puede ser exclusivamente la causante de tales arranques; ha de intervenir el carácter. «Muchas veces pienso –escribe William James–, que el mejor modo de definir el carácter consistiría en buscar la actitud moral o intelectual particular con la que, una vez asumida, el sujeto se sienta más lleno de energía y vitalidad. En esos instantes hay una voz interior que habla y dice: “¡Así como soy realmente!”.» Puede que Jruschov se encuentre a sí mismo, o trate de comprenderse, en esos arranques. Y quizá sea en los momentos en que el mundo entero ve cómo se crece hasta casi rozar el descontrol cuando él se sienta más vivo. No da muestras de una amplia gama de sentimientos. Cuando se despoja de las rudimentarias máscaras de la compostura burocrática, o de la dignidad y afabilidad campesina, monta en cólera o se mofa de algo. Pero el terror no es la mejor escuela de expresividad, y con Stalin nadie podía ser funcionario del partido sin vivir con miedo. No podemos, por tanto, pedirle versatilidad. Poseía, sin embargo, todo lo necesario para llegar a la meta: nervio, control, paciencia, ambición desgarradora, energía para matar y para soportar la amenaza de la muerte. Sería prematuro afirmar que ha sobrevivido a todo lo que hay que sobrevivir en Rusia, pero es bastante verosímil que, en su alivio por haberlo conseguido, le haya dado por celebrarlo ruidosamente. En vez de recibir castigo por sus crímenes, se ha convertido en un gran dirigente, lo que le convence de que la vida es fundamentalmente dramática. Y en su gozo por haber invertido el sistema contabilidad moral de la civilización burguesa, desempeña su papel cada vez con más entusiasmo.

Nuestros mejores comentaristas políticos han utilizado metáforas teatrales para describir el comportamiento de Jruschov. En The New York Times, Schulzberger habla de «furibunda falta de lógica de una obra de Brendan Behan». otros les recuerda el circo de Leningrado, y un psicólogo británico sospecha que Jruschov ha estudiado la teoría de los reflejos condicionados de Pavlov. Tras recompensar a sus perros por responder a determinadas señales, Pavlov alteró el programa, y los animales sufrieron una crisis de histeria. Nuestros dirigentes, entre flores, sonrisas e intercambios de cortesías, convocaron una cumbre para entrevistarse con Jruschov, sólo para encontrárselo transformado en el Gran Boyg de las nieves boreales de Ibsen, que los ensordecía con gruñidos y los petrificaba con su aliento glacial. De haber necesitado lecciones en la técnica de exhalar aire caliente y frío, Jruschov las habría tomado de Hitler, que hacía un montón de ruido en el mundo, y no de Pavlov, que hacía muy poco. De Hitler habría aprendido que las demostraciones de ira enervan a la gente bien educada y que en política siempre lleva ventaja el hombre sin principios, el brutal, el loco. Hitler era capaz de convulsionarse de rabia a voluntad y, nada más lograr sus fines, de recobrar la sangre fría ante su entorno, todo en cuestión de breves momentos. No parece que Jruschov posea esa combinación de desequilibrio y fría técnica política que amenaza con destruir el mundo mediante el fuego y el hielo. Pero ¿necesita lecciones del profesor Pavlov para perfeccionar su técnica psicológica? A otro perro con ese hueso.

No, la metáfora teatral es la mejor, y al tratar de definir su estilo, antes incluso de haberlo visto en acción en su reciente visita a Estados Unidos –de corta estatura, optimista, rubicundo, sólido, gesticulante, duro–, se me ocurrió que tanto Marcel Marceau, ese otro mimo, que representa

El abrigo en un teatro neoyorquino, como Jruschov, al otro extremo de la ciudad, se inspiraban en la misma tradición cómica rusa. La obra maestra de esa corriente es mas muertas. De los terratenientes y campesinos gogolianos, tan grotescamente obtusos como ladinos, de esos autócratas, aduladores, avaros, funcionarios, glotones, jugadores y borrachos provincianos, Jruschov parece haber tomado muchos elementos de su estilo cómico. Él mismo es uno de esos personajes gordos de Gógol que «saben arreglar sus asuntos mejor que los delgados. Los delgados suelen ocuparse de tareas especiales, o simplemente “no están en plantilla” y andan siempre correteando de acá para allá; llevan una existencia anodina, un tanto etérea y absolutamente insustancial. Los gordos nunca ocupan puestos ambiguos, sólo tienen empleos consistentes; cuando se sientan en algún sitio, lo hacen con firmeza y sólidamente, de manera que, aunque su posición cruja y ceda bajo su peso, ellos nunca se caen».

Cuando la ocasión requiere mayor seriedad, juega a los marxistas. En uno de sus discursos en Naciones Unidas, al reclamar el fin del colonialismo, me recordó al Trotsky de los primeros años de la Revolución rusa y en particular su comportamiento durante la firma del Tratado de Brest-Litovsk. Allí, para estupefacción de los generales alemanes, interrumpía las negociaciones con objeto de pronunciar discursos en los que instaba al proletariado mundial a apoyar y extender la Revolución. Esa época, desde luego, ha desaparecido para siempre. Pasó a la historia incluso antes de la muerte de Lenin. Y hay una gran diferencia entre el fresco ardor revolucionario y la rancia técnica de agitación de un pedestre miembro del aparato. Sin embargo, cuando le conviene, Jruschov es marxista. Al defender a las pobres trabajadoras de Hollywood, expresó el juicio de la ortodoxia marxista sobre sus piruetas y contoneos (otro ejemplo de la alienación en el trabajo que el capitalismo impone a la humanidad).

Hay ciertas similitudes entre el marxismo de Jruschov y la ideología liberal de los hombres de negocios occidentales: se utiliza según convenga. Jruschov, sin embargo, goza de una considerable ventaja en el sentido de que las exigencias de la historia de Rusia y las suyas personales coinciden hasta el punto de que a veces puede dar rienda suelta a sus instintos. Además, siente un gran desprecio hacia los representantes de Occidente, tan incapaces de prescindir de las convenciones frágiles, gastadas y comprometidas de la diplomacia civilizada. Tales convenciones hacen las veces de coma profundo, de sueño pesado, y Jruschov desprecia y manipula a los dormilones. Las fotografías tomadas en la cumbre revelan el alcance de su éxito. El general De Gaulle frunce los labios, en una mueca de repugnancia y aprensión. Macmillan parece profundamente ofendido. El ex presidente Eisenhower tiene una expresión triste pero también obstinada. Todo ha vuelto a salir mal, pero no es culpa suya. Los tres juntos deben de haberle parecido a Jruschov como «la novia aún intacta de la quietud», de Keats. Y no es difícil adivinar lo que él, vástago de siervos elevado a tal posición de poder, debe de haber experimentado. Enfrentado a los dirigentes del Occidente burgués, temidos y odiados desde tanto tiempo atrás, se veía a sí mismo más duro, más profundo y más inteligente que cualquiera de ellos. Y, a la hora de expresar sus sentimientos, más libre.

Es difícil saber si el Jruschov que vimos golpear con el zapato en la mesa de la Asamblea de Naciones Unidas es el «verdadero» Jruschov. Pero según parece uno de los privilegios del poder consiste en expresar con franqueza las emociones personales. No es una prerrogativa que ejerza mucha gente en Occidente, que yo sepa.

«Los que han logrado el éxito pueden hacer lo que les dé la gana –declaraba hace poco nuestro Daily News de sus concisos y vigorosos anuncios–. Había uno a quien le gustaban los espaguetis y la cerveza, pero cuando ascendió a directivo consideró más adecuado pedir filete y espárragos. Sólo cuando se convirtió en presidente de su empresa se sintió lo suficientemente seguro para volver a los espaguetis y la cerveza.»

Tales son los privilegios del poder pero, por desconcertante que parezca, descontando artistas y tiranos, pocas personas, incluso siendo presidentes de empresa, se sienten lo bastante poderosos para expresar claramente sus sentimientos. Kennedy, jefe de la policía de Nueva York y hombre que al parecer ha logrado el éxito, no pudo, hace algún tiempo, expresar sinceramente su opinión sobre las convicciones religiosas de los miembros judíos del cuerpo. Todo el mundo sabe que el jefe de policía no es antisemita. Pero los rabinos de Nueva York se creyeron obligados, igual que el alcalde Wagner, por puro formalismo, a pedirle que se retractara. De manera que no es fácil decir lo que se piensa. Hasta los artistas se han puesto a cubierto, disfrazándose de empleados de banca y velando sus palabras. Lo que nos deja a los tiranos. (¿Es mera coincidencia que Emily Post* muriera durante la visita de Jruschov?)

Autora de Etiquette

1960(N. del T.)

Bajo la máscara sonriente del encanto campesino, o de la cólera, el mandatario ruso manifiesta sus sentimientos más profundos, unas emociones que si no nos producen una sacudida es porque hemos perdido el contacto con la realidad. En Occidente, las relaciones entre opinión, sentimiento y movimiento corporal se han roto. Hemos perdido facultad expresiva. En el ejercicio de esa facultad, explotando falsamente sus orígenes de campesino ruso, es donde Jruschov ha demostrado ser un maestro. Siempre está dispuesto a explotar una pasión, y aunque miente, lleva siempre ventaja. Los principios del liberalismo occidental ya no parecen prestarse a una acción eficaz. Privados de esa facultad expresiva, nos sentimos intimidados por ella, la ansiamos y la tememos. Así alabamos la dignidad sin brillo de nuestros dirigentes de suaves modales, pero en el fondo tenemos debilidad por los arranques apasionados, aun cuando sean hipócritas y obedezcan a falsos motivos. «A los mejores les falta convicción, y a los peores / Les sobra fervor apasionado.»

A veces Jruschov va más allá de la comedia gogoliana; ya no es el afable estafador que se atiborra de pescado, o de tortitas con mantequilla. El Chichikov de Gógol, para felicitarse a sí mismo por el triunfo de uno de sus chanchullos, se pone a bailar en la intimidad de su habitación. Pero Jruschov, como un gnomo jubiloso, ejecuta su cancán ante los ojos del mundo entero. He ahí un hombre a quien todas las tortuosas corrientes de la ambición humana han llevado a un paso del poder mundial. En una época en que los personajes públicos sólo presentan características individuales de segundo o tercer orden, él sólo muestra rasgos primarios. Lleva los instintos en la manga, o como el padre Karamazov de Dostoievski, aquel anciano corrupto y profundo, finge sencillez.

Cuando se difuminan el encanto y la ironía, se presenta como un hombre duro, arbitrario y complejo. El bromear desdeñosamente con Spiros Skuras era algo muy sencillo para él; en el debate con personas bien informadas que le aprietan las tuercas, se vuelve insultante, demostrando que el hábito de la autoridad lo ha hecho inflexible. Parece incapaz de discutir de cualquier tema si no es en sus propios términos.

La naturaleza, la historia, el marxismo ruso, y, quizá sobre todo, el hecho de que haya sobrevivido al régimen de Stalin, le impiden adoptar un punto de vista diferente. Lo que equivalía en París a la admisión de un error por parte del ex presidente Eisenhower, debió de parecerle increíble. Vive con la necesidad de tener siempre razón. Lo que mejor recuerda de quienes no tenían razón quizá sea su entierro. Para él, la línea divisoria de lo imposible y lo posible está trazada con sangre, y sin duda los extranjeros que no ven la sangre deben de parecerle ridículos.

Los franceses vistos por Dostoievski

Alquilar un apartamento en París no era nada sencillo en 1948 pero Nicolaus, un buen amigo mío, había encontrado uno para mi familia en un pretencioso edificio de la orilla derecha. Traje de Estados Unidos una nueva Remington portátil, que la propietaria, de manera concluyente, exigía como regalo. Además había que pagarle el alquiler en dólares. Nada de francos. El alquiler era elevado. Nicolaus, sin embargo, afirmaba que el apartamento valía la pena. Él conocía París, y yo me fié de su palabra. Nicolaus hablaba francés a la perfección. A los de Indianapolis se les da muy bien el francés; conocí a unos cuantos en París, y todos lo hablaban con soltura. Mi buen amigo, consumado francés, llevaba guantes y conducía un coche fabricado en Francia. Se molestó conmigo cuando pregunté a mi patrona lo que había que hacer con la basura.

–En Francia –me reprendió en tono severo, arrinconándome en su glacial comedor–, a nadie se le ocurre hacer semejante pregunta. La basura no es cosa tuya. Ni siquiera has de saber que la basura existe. Además, ordures no es una palabra elegante.

Contesté que lo lamentaba y que no debería haberlo hecho. Luego la propietaria me presentó el inventaire. ¡Qué documento tan increíble! El catálogo de todos los objetos que con

Prólogo a Notas de invierno sobre impresiones de veranoWinter Notes on Summer ImpressionsNew Republic,

(< tena el apartamento, desde la butaca chippendale a la tacita ms nimia, maravillosamente descritos hasta en sus mnimos detalles en letras rgidas, derechas y apretadas. empezamos a revisar la lista, y fuimos de la habitacin de madame, un muy de moda en los aos veinte, hasta la cocina. mientras iba indicando los enseres de la lista, me lea su descripcin.

–Mesa de comedor, style Empire. En excelentes condiciones. Arañazo triangular en costado izquierdo. Ningún otro defecto.

Acabamos en la cocina con tres miserables cucharas de hojalata.

–¡Ah! –exclamó Nicolaus–. ¡Qué sentido del detalle tienen los franceses!

Yo estaba menos impresionado, pero hay que respetar el respeto mismo, así que me guardé de expresar la menor objeción.

En cuanto se marchó Madame, ejecuté un salto mortal sobre la butaca Chippendale y aterricé en el suelo con gran estruendo. Eso me procuró cierta satisfacción, pero en los sucesivos tratos con Madame y otros compatriotas suyos, no siempre me resultó tan fácil encontrar alivio con tales medios.

Deprimido, con el ánimo por los suelos, pasé aquel frío invierno entre las obras de arte de Madame. La ciudad yacía sepultada bajo una niebla perpetua, y el humo, incapaz de elevarse, se arrastraba por la calle en corrientes parduscas y grises. Del Sena emanaba un olor aberrante. Mucha gente sufría de la grippe espagnole (todas las enfermedades tienden a ser de origen extranjero), y más aún de melancolía y mal humor. Como París es la sede del mayor refinamiento humano, se ven por tanto las formas más refinadas de sufrimiento. Se ven y, a veces, se experimentan. La tristeza es un impuesto cotidiano que la civilización impone a París. ¿El alegre ¡Pero qué alegre ni qué ocho cuartos! Mera publicidad. París es una de las ciudades más lúgubres del mundo. No les pido que acepten mi palabra tal cual. Remítanse a Balzac y Stendhal, a Zola, a Strindberg; al propio París. Nicolaus decía que los parisienses eran célebres por la aspereza de su carácter. Añadía que en vez de tanto criticar, sería preferible que procurara adaptarme. Él era un buen conocedor del temperamento parisiense. Me faltaba perspectiva, afirmaba. Ante sus acusaciones, yo me declaraba culpable. Era un mediocre visitante y, desde cualquier perspectiva, aún peor turista.

En una ocasión intenté mostrar a una señora de Chicago la vista del Foro desde el peñón de Tarpeya, pero ésta, recién llegada de Florencia, no dejaba de hablar de sus maravillas, incluso encontrándose ante un panorama tan famoso. Empezó a irritarme grandemente, y exclamé para mis adentros: «¡Maldita sea! Ya que has estado en Florencia. Pero ahora estamos en Tarpeya». En cambio, le pregunté:

–¿Sabe usted lo que ocurría aquí mismo?

No pareció haberme oído pero contestó con una observación sobre la Signoria, con lo cual, por una fracción de segundo, me dieron ganas de arrojarla al vacío, como hacían en la antigüedad con los criminales. Pero la juzgaba mal. ¿Cómo podía reaccionar ante Tarpeya si aún no había asimilado la Signoria?

Pero me disponía a hablar de la primera vez que leí tas de invierno sobre impresiones de verano.

Mi hijo pequeño acababa de contraer el sarampión. Nuestro larguirucho médico observó que el apartamento no estaba suficientemente caldeado.

–Deben calentar la habitación del niño –prescribió, al tiempo que rellenaba una solicitud para una ración de carbón de emergencia.

Me puse el abrigo y llevé el papel a la Mairie de nuestro arrondissement, según las instrucciones del médico. Allí me senté a esperar, como hay que hacer en todas las administraciones públicas del mundo.

Una estancia amplia y sucia. Sombras de alambrada. Luces cegadoras. Varias señoras sentadas tras una mesa grande, todas ellas la viva imagen de Colette, las mejillas de un colorete otoñal, cabello enmarañado, pardas colillas entre los labios: un funcionario francés sin mégot no puede ser un auténtico servidor del Estado.

Esperé un par de horas a que me tocara el turno, y cuando me llegó la vez, expuse con sencillez mi asunto y presenté la nota del médico; no me cabía la menor duda de que me darían un vale para el carbón.

Ah, non! –repli

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