Jerusalén, ida y vuelta

Saul Bellow

Fragmento

Jerusalen ida y vuelta

Las medidas de seguridad son muy estrictas en todos los vuelos a Jerusalén: se registran las maletas, se registra incluso a los hombres, a las mujeres se las examina con un detector de metales en forma de aro, que se les pasa a muy poca distancia del cuerpo, tanto por delante como por detrás. Se les abre el equipaje de mano. Nadie parece muy armado de paciencia. En la cola, la visibilidad es muy escasa debido a los numerosos hasidim, con sus sombreros de ala ancha, sus barbas pobladas, sus tirabuzones y sus flequillos y melenas colgantes, cuyo avión ha hecho escala en Heathrow; están demasiado inquietos para guardar cola en orden, de modo que van de un lado a otro con muchas prisas, gesticulando sin cesar, profiriendo exclamaciones. Los corredores están repletos de hasidim bullidores. Son unos doscientos los que van a tomar el vuelo a Israel para asistir a la circuncisión del hijo primogénito de su cabecilla espiritual, el rabino Belzer. Al subir a bordo del 747, mi esposa Alexandra y yo nos vemos traspasados por ojos que yacen recónditos, oscuros, en peludas emboscadas. Para mí no hay nada extranjerizante en los sombreros, los tirabuzones, las melenas. Es mi niñez revisitada. A los seis años de edad yo mismo llevaba por debajo de la camisa un tallith katan, o escapulario, sólo que el mío era un pedazo de percal estampado en verde, mientras que los suyos son de lino blanco. Dios instruyó a Moisés que hablase con el pueblo de Israel y «le ordenase poner flecos en los bordes de sus vestiduras». Por eso, unos cuatro mil años después, aún llevan flecos. Encontramos nuestros asientos, dos en una fila de tres, hacia el final del aparato. El tercero está ocupado por un joven hasid, sumamente excitado, que me mira sin perder detalle.

—¿Habla usted yiddish?—dice.

—Sí, desde luego.

—No puedo sentarme junto a su esposa. Haga el favor de ocupar usted el asiento del medio. Tenga la bondad—dice.

—Por supuesto.

Ocupo el asiento del medio, que me desagrada, aunque en realidad no me doy por ofendido. Más bien siento curiosidad. Nuestro hasid tendrá veintitantos años, tal vez treinta. Es gordezuelo, aunque tiene el cuello delgado y los ojos azules y saltones, y el labio inferior protuberante. No se molesta en aparentar un rostro civilizado. Pensamientos e impulsos muy ajenos a la civilización colman sus facciones; son impulsos y pensamientos en modo alguno inferiores. Y aunque no le esté permitido sentarse junto a mujeres con las que no guarda un parentesco de familia, ni tampoco mirarlas, ni menos aún comunicarse con ellas de ninguna de las maneras (todo lo cual probablemente le ahorra no pocas complicaciones), parece un joven de buen corazón, que visiblemente está disfrutando. Todos los hasidim viven con visible fruición; van de un lado a otro por los pasillos, esquivándose al cruzarse, visitándose unos a otros, charlando por los codos, haciendo cola impacientes a la entrada de los lavabos, amistosos, azacaneados como una bandada de ocas. No prestan la menor atención a los rótulos. ¿Es que no entienden inglés? Las azafatas están enfurecidas con todos ellos. Pregunto a una de ellas cuándo puedo contar con que se nos ofrezca un refrigerio y me contesta con una irritada exclamación: «¡Vuelva a su asiento!». Lo dice en un tono tan airado que me retiro. No le hacen caso en cambio los felices hasidim, exultantes por todas partes. Las órdenes que les imparten esas hembras jóvenes, gentiles, uniformadas, nada significan para ellos. Para ellos son meras asistentas, exóticas bediener, poco menos que incorpóreas.

Anticipándome a las complicaciones, pido a la azafata que me sirvan un almuezo kosher.

—Es imposible, ni siquiera tenemos suficientes raciones para todos esos—dice—. No estamos preparados, no nos han avisado.—En sus grandes ojos de inglesa se nota la afrenta; ha henchido el pecho de pura indignación—. Tendremos que desviarnos de nuestra ruta, a Roma, para aprovisionarnos de más raciones especiales.

Divertida, mi mujer me pregunta por qué he ordenado comida kosher.

—Porque cuando me traigan el pollo asado, este muchacho de la barba se va a poner de los nervios—le explico.

Y así sucede. El pollo de la British Airways, con la gelidez de la muerte, aparece en la bandeja ante mis ojos. Al cabo de tres horas de inacabables trámites de seguridad en Heathrow, qué remedio, tengo hambre. El joven hasid se encoge cuando me entregan la bandeja. De nuevo se dirige a mí en yiddish.

—Es preciso que hable con usted—dice—. Espero que no se ofenda.

—No, no lo creo.

—Tal vez le entren ganas de abofetearme.

—¿Por qué iba a tener ganas de tal cosa?

—Usted es judío. Tiene que ser judío, pues hablamos en yiddish. ¿Cómo... cómo es posible que se vaya a comer... eso?

—Tiene una pinta horrorosa, ¿no es cierto?

—Es preciso que ni siquiera lo toque. Mis paisanas me han preparado algunos bocadillos de ternera al genuino estilo kosher. ¿Es judía su esposa?

En este punto me veo obligado a mentir. Alexandra es rumana, pero me doy cuenta de que no puedo causarle demasiados contratiempos a la vez, de modo que le respondo así:

—Es que no ha tenido una crianza como mandan los cánones del judaísmo.

—¿Y no habla yiddish?

—Ni una palabra. Pero discúlpeme, que tengo ganas de comer.

—¿No me haría usted el favor de comer en vez de eso alguno de mis bocadillos kosher? Se lo pido por lo que más quiera.

—Será un placer.

—En ese caso, le daré un bocadillo, aunque con una sola condición. Es preciso que nunca, nunca jamás, vuelva a comer usted alimentos trephena.

—Eso no se lo puedo prometer, porque es mucho lo que me pide. Y sólo a cambio de un bocadillo.

—Tengo contraído un deber con usted—me dice—. ¿Está dispuesto a oír cuál es mi propuesta?

—Por supuesto que sí.

—En ese caso, hagamos un trato. Estoy dispuesto a pagarle. Si me promete que de ahora en adelante sólo se alimentará con comida kosher, durante el resto de su vida le enviaré un cheque semanal por valor de quince dólares.

—Es muy generoso por su parte—le digo.

—Bueno, es que usted es judío—dice—. Mi deber es intentar salvarlo.

—¿Cómo se gana usted la vida?

—Trabajo en una fábrica de jerséis para hasidim. En Nueva Jersey. Allí somos todos hasidim. El jefe es un hasid. Yo vine de Israel hace cinco años para casarme en Nueva Jersey. Mi rabino está en Jerusalén.

—Entonces, ¿cómo es que no sabe hablar inglés?

—¿Para qué necesito yo el inglés? Responda a mi pregunta: ¿está dispuesto a aceptar mis quince dólares a la semana?

—La comida kosher es mucho más cara que la comida normal—digo—. Quince dólares no creo que me lleguen.

—Puedo subir como mucho a veinticinco.

—Pero yo no puedo aceptar ese sacrificio de usted.

Se encoge de hombros y renuncia, de modo que me concentro en el pollo, desagradable por partida doble, y me lo como con sentimiento de culpa, sin apetito apenas. El joven hasid abre su breviario de oraciones.

—Qué fervoroso—dice mi mujer—. Me pregunto si estará rezando por ti.—Y sonríe al ver mi turbación.

En cuanto nos retiran las bandejas, los hasidim bloquean de nuevo los pasillos para celebrar el rito del Minchah, balanceándose todos al compás con los cuellos bien estirados. El vínculo de la oración común es muy fuerte. Es lo que ha aglutinado y ha unido a los judíos durante milenios.

—Me gustan—dice mi mujer—. Hay que ver qué animación. Son como niños.

—Es posible que te resultara un tanto difícil vivir con ellos— le digo—. Tendrías que hacerlo todo a su manera, sin ninguna otra opción.

—Pero son muy animados, son cálidos de trato, naturales. Me encantan sus trajes típicos. ¿No podrías hacerte con uno de esos hermosos sombreros?

—Dudo mucho que los vendan a los que son ajenos.

Cuando regresa el hasid a su asiento tras las plegarias, le digo que mi esposa, una mujer de amplios conocimientos, va a dar una conferencia en la Universidad Hebrea de Jerusalén.

—¿Y a qué se dedica?

—Es matemática.

Parece desconcertado.

—¿Y qué es eso?

Trato de explicárselo.

—Esto es algo inaudito—comenta—. ¿Qué es lo que hacen los matemáticos?

Me quedo pasmado. Sabía que era un inocente, pero nunca hubiera podido creer que ignoraba algo semejante.

—¿Así que no sabe usted qué son los matemáticos? ¿Y sabe qué es un físico? ¿Le dice algo el nombre de Einstein?

—No lo he oído jamás. ¿Quién es?

Esto es demasiado. Callado, me dedico a pensar en su caso. Las personas de mentalidad más o menos ajetreada, dotadas de una cultura que roza todas las superficies, han oído hablar de Einstein. ¿Saben en cambio en qué consiste eso que han oído? En su inmensa mayoría, no. Estos hasidim, por su parte, prefieren no saber. Al rato, abro un libro de bolsillo y trato de perderme en una mera maraña de política. Una docena de hasidim que hacen cola en los lavabos nos miran fijamente.

Aterrizamos, nos repartimos por el aeropuerto, cada cual va a lo suyo. En la cinta transportadora para la recogida de los equipajes veo de nuevo a mi juvenil hasid, y nos miramos por última vez uno al otro. En mí, ve las deformidades que la época moderna puede producir en la simiente de Abraham. En él, veo un retazo de la historia, una antigualla. Es casi como si los puritanos, ataviados a la usanza del siglo XVII, aún residieran en Boston o en Plymouth. Israel, que nos recibe con total imparcialidad, está acostumbrado a la llegada de desconocidos y extraños. Pero es que Israel es algo muy distinto.

Nos hospedamos en Jerusalén, en calidad de invitados, en el Mishkenot Sha’ananim, residencia de la serenidad. Teddy Kollek, alcalde de Jerusalén e irreprimible organizador de magníficos acontecimientos de todo tipo (algunos incluso demasiado exuberantes para mi gusto), nos lleva a cenar con uno de los arzobispos armenios a la Ciudad Vieja. En el terrado de un opulento edificio de viviendas hay, más que tiestos, bañeras repletas de flores fragantes. La luna está casi llena. Abajo queda la iglesia, partes de la cual se remontan al siglo IV. El arzobispo, por emplear un término en desuso, es un hombre rollizo. La sotana que lleva, rojo oscuro, se hincha con los movimientos de su corpachón. A la altura del pecho lleva dos bolígrafos prendidos entre los botones. Tiene un rostro juvenil e inteligente; la barba negra, bien recortada, discreta. Y los ojos verdes. Están presentes Isaac Stern; Alexander Schneider, que formó parte del Cuarteto de Cuerda de Budapest; el hijo de Kollek, Amos; dos parejas israelíes a las que no logro identificar; el director de la sección de internacional en Le Monde, Michel Tatu. En el salón del arzobispo resplandecen los iconos de oro. En algunas vitrinas iluminadas hay objetos antiguos. Rara vez me suscitan un mínimo interés esas vitrinas, esos objetos. Unos cuantos armenios de mediana edad sirven copas y refrescos y nos atienden. Llevan unas camisas sumamente llamativas, de un azul verdoso con un estampado de frutos del bosque, rojos como la grana, aunque me parecen buena gente, diestros y ágiles al servir la mesa. La conversación es rápida y sumamente culta: transcurre en francés, en inglés, en hebreo y—ocasionalmente—en ruso. (Tatu, que vivió en Moscú durante varios años, charla en ruso con Stern y Schneider.) El arzobispo, que ha cocinado en persona tanto las berenjenas como la pierna de cordero, relata a los comensales sus recetas. Habla con Kollek de diversos sazonadores. Schneider recuerda a un gran músico y maestro armenio, su maestro, llamado Dirian Alexanian, que fue editor de las Suites para cello sin acompañamiento de Johann Sebastian Bach, amén de haber sido un perfeccionista extremadamente intolerante, «tan quisquilloso con la música como lo son otros con los sazonadores. Después de una interpretación de algunas de las suites, Alexanian dijo a Pau Casals que “ha cometido usted tres errores gravísimos. Terrible”. Casals no le contestó. Sabía que Alexanian llevaba toda la razón».

Pálido, con una abundante cabellera negra, Tatu es uno de esos hombres de corta estatura que se han acostumbrado a no ceder terreno frente a los grandullones. Demuestra una tranquilidad que disimula esa suerte de tensión. Su periódico no es precisamente benévolo con Israel. En dos o tres ocasiones me paro a pensar si vale o no la pena comentarle una carta que envié a Le Monde durante la guerra de 1973 a propósito de la postura que adoptó Francia en el conflicto. Quise preguntarle por qué no se publicó. Sin embargo, logré contenerme: gran triunfo sobre mí mismo. Además, Tatu no tiene la pinta de ser un hombre al que la vida le resulte fácil, y no veo razón por la que pudiera yo estropearle su cena en Jerusalén, que en su diario probablemente iría encabezada con un título como «Una velada encantadora en Le Proche Orient, con un arzobispo armenio». Decido permitirle que disfrute de la cena. En busca de un territorio común con mi mujer (deseo laudable), le dice que también él es de origen rumano. Lo puede decir con toda seguridad, ya que su familia emigró a Francia en el siglo XVII. Lo fundamental es ser francés o haberlo sido durante muchísimo tiempo. Y es definitiva e inequívocamente francés. No obstante, compruebo que el arzobispo lo censura por prender un cigarrillo nada más terminar el cordero con berenjena. Es un detalle inculte. Las personas de auténtica cultura no fuman a la mesa del comedor. Nunca se sabe a quién ha invitado uno a su palacio.

El arzobispo es de veras apuesto: tiene las mejillas hinchadas, los ojos grandes, claros, de un verde intenso, y una barba fuerte, bien cortada. Su iglesia es venerablemente rica y hermosa. Contiene la cabeza de san Jaime, hermano de Juan, y muchas otras reliquias. La casa de Anás, en la que Jesús fue interrogado y flagelado, se encuentra dentro del recinto. La colección de manuscritos que posee la iglesia es la mayor que existe fuera de la Armenia soviética. Los antiguos azulejos son una maravilla. Pero todas estas cosas resultan en cierto modo externas. Nosotros, los de fuera, no tenemos la estabilidad suficiente para apreciarlas. Heredamos nuestra manera de apreciar las cosas de los victorianos, de una época de seguridad, de ocio, en la que cualquier invitado a una cena sabía cuándo no se debía fumar, nada más terminar la cena y sin haberse levantado de la mesa, una época en que los levantinos eran levantinos y la cultura aún era cultura. En cambio, en estos tiempos de ataques armados en el Yom Kippur, de Vietnams y Watergates, de Manson y Amín, de masacres terroristas en los Juegos Olímpicos, ¿qué son los manuscritos miniados, qué son las obras maestras de hierro forjado, qué son los Santos Lugares?

Pronto entramos en materia con cuestiones contemporáneas. Alguien llama por teléfono, el arzobispo se disculpa en dos lenguas y nos dice, a su regreso, que ha tenido que hablar con uno de sus amigos libaneses, que llamaba desde Chipre o desde Grecia. Se sienta y comenta que la influencia de Yaser Arafat obviamente empieza a debilitarse y menguar. Arafat fue incapaz de completar el clásico patrón de la guerrilla y de arrastrar a las masas a su lucha. Alguien dice que no puede faltar ya mucho tiempo hasta que los rusos descarten a Arafat. Han reconocido, sin ningún género de dudas, su fracaso en el mundo árabe, y es posible incluso que se dispongan a reabrir las relaciones diplomáticas con Israel. La mayoría de los invitados a la cena coinciden en que las dificultades internas de Rusia son tan graves que tal vez tengan que retirarse de Siria. En efecto, tal vez se vean forzados a abandonar Oriente Medio y a concentrarse en sus problemas internos. Las compras de cereal por parte de los norteamericanos tal vez ni siquiera sean suficientes. Para evitar desmoronamientos, los rusos tal vez tengan que entrar en guerra con China. Henry Kissinger, secretario de Estado, ha ganado el pulso en Oriente Medio al llevarse a Egipto al bando norteamericano. Es un genio. Los rusos se baten en retirada, tal vez en desbandada incluso.

Llevo escuchando conversaciones de este estilo desde hace medio siglo. Recuerdo muy bien lo que decían las personas más inteligentes y mejor formadas durante los últimos años de la República de Weimar, lo que se decían unos a otros durante los primeros días, después de que Hindenburg dejara paso a Hitler. Recuerdo las conversaciones de sobremesa acerca de la aventura italiana en Etiopía, acerca de la Guerra Civil española, acerca de la Batalla de Inglaterra. Tales conversaciones inteligentes no siempre han sido un error. El error estriba en que los contertulios invariablemente impartan su propia inteligencia a lo que están comentando. Posteriormente, los estudios históricos demuestran que lo que sucedió en realidad careció por completo de todo lo que pudiera ser inteligencia. La inteligencia estuvo ausente en la Llanura de Flandes y en Versalles, ausente cuando se tomó la cuenca del Ruhr, ausente de Teherán, Yalta, Potsdam; brilló por su ausencia en la política británica durante la época del Mandato en Palestina; estuvo ausente antes, durante y después del Holocausto. La historia y la política no tiene absolutamente nada que ver con los conceptos desarrollados por las personas más inteligentes y mejor formadas. Tolstoi lo dejó bien claro en las páginas iniciales de Guerra y paz. En el salón de Anna Schérer, los invitados elegantes comentan el escándalo de Napoleón y el Duque d’Enghien, y el Príncipe Andrei dice que a fin de cuentas existe una diferencia enorme entre Napoléon, el emperador, y Napoleón, la persona particular. Existen las razones de estado y existen los delitos privados. Y así sigue la charla. Lo que aún sigue perpetuándose en toda discusión civilizada es el ritual mismo de la discusión civilizada.

Tatu se muestra de acuerdo con el arzobispo por lo que se refiere a los rusos. Así pues, como se dice en Chicago, es ahí donde está el dinero de los entendidos. El siguiente tema de conversación es el Vaticano, y se despacha con un tratamiento similar. Se han sumado a nosotros algunos prelados armenios para tomar café, y toman parte en la conversación. Alguien señala que la Iglesia es una adoradora del éxito, que siempre sigue a las mayorías. ¿No queda claro lo que está haciendo ahora en los países del Pacto de Varsovia, en sus tratos con los comunistas? Si el comunismo arrasara en Italia, ¿debería trasladarse el Papa a Jerusalén? Al contrario, apunta uno de los prelados, debería permanecer en Roma y convertirse en secretario general del Partido. Y ahí estamos: Kissinger ha destrozado por el eje la política soviética en Oriente Medio y el Papa está a punto de cambiar el Vaticano por el Kremlin. Se sirven los postres.

En aquella carta a Le Monde decía yo que en la tradición francesa existen dos actitudes dispares frente a los judíos: por un lado, una actitud revolucionaria, que dio por resultado la concesión de su derecho al voto, y por otro una actitud antisemita. Los líderes intelectuales de la Ilustración eran resueltamente antisemitas. Pregunté cuál de las dos actitudes tendría prevalencia en la Francia del siglo XX, el siglo del asunto Dreyfuss y del gobierno de Vichy. En la Guerra de Octubre de 1973, a postura adoptada por el ministro de Asuntos Exteriores, Maurice Jobert, consistió en defender que los árabes de Palestina tenían un deseo natural, justificado, de «ir a su patria». Expresé con toda cortesía la esperanza de que la otra actitud, la revolucionaria, no quedara descartada del todo. Y me aseguré de que mi carta fuese entregada. Eugène Ionesco dio copia a los responsables del periódico; otra copia fue entregada en mano por Manès Sperber, el novelista. Nunca hicieron acuse de recibo.

Desde 1973, Le Monde se ha puesto abiertamente de parte de los árabes en su lucha contra Israel. Ha prestado apoyo a los terroristas. Se muestra más amistoso con Idi Amín que con Isaac Rabin. En una reseña reciente sobre la autobiografía de un fedayín se tildaba a los israelíes de colonialistas. El 3 de julio de 1976, antes de que Israel liberase a los rehenes en Entebbe, el periódico comentó no sin cierta satisfacción que Amín, «el mariscal inquietante», calumniado y vilipendiado por todos, se había convertido en apoyo y esperanza de sus estúpidos detractores. Le Monde se regodeó con ese cambio de tornas. El Jerusalén de julio, después del ataque, acusó a Israel de dar albergue a los reaccionarios de Rhodesia y de Sudáfrica mediante su demostración de superioridad militar y su empleo de armamento y técnicas occidentales, trastocando el equilibrio entre países pobres y países ricos, trastornando la obra de los hombres de buena voluntad que en París trataban de generar un clima nuevo y de tratar a los países del Tercer Mundo como socios e iguales. Los rodesianos y los sudafricanos, según Le Monde, brindaban con champagne por los israelíes. En cambio, cualquier aprobación del ataque por parte de Europa pondría en peligro los planes de Francia con vistas a un nuevo orden internacional. El 4 y 5 de julio, de nuevo antes de llevarse a cabo el rescate, Le Monde informó sin hacer comentarios de los chistes que virtió Amín en un discurso pronunciado en Port Louis. Dirigiéndose a miembros de la OAS, Amín provocó las risas y los aplausos de los delegados señalando que los rehenes estaban tan cómodos como era humanamente posible a la luz de las circunstancias, es decir, rodeados de explosivos. «Cuando me fui—dijo entre carcajadas—los rehenes se echaron a llorar y me suplicaron que me quedara». Todo el mundo se partió de risa.

Salimos a la calle y mi amigo David Shahar, que tiene un pecho considerable, respira hondo y me aconseja que haga lo mismo. El aire mismo que se respira en Jerusalén nutre el pensamiento, ya lo dijeron los Sabios. Estoy más que dispuesto a creerlo. Sé que ha de tener propiedades especiales. La delicadeza de la luz también me afecta. Miro hacia el Mar Muerto, por encima de los roquedos y las quebradas, las casas pequeñas de tejados bulbosos. El color que tienen es el de la propia tierra, y en esta extraña mortalidad el aire que se funde tiene un peso que resulta casi humano. Es algo inteligible, algo metafísico, que se comunica por medio de estos colores. El universo se interpreta a sí mismo ante nuestros ojos, en la anchura del valle sembrado de peñascos que termina en las aguas muertas. En cualquier otro sitio, uno muere y se desintegra. Aquí, uno muere y se mezcla al entorno. Shahar me lleva por la cuesta que baja desde Mishkenot Sha’ananim, que se encuentra en un cerro frente al Monte Sión y la Ciudad Vieja, hasta el Gai-Hinnom (la Gehena, según las tradiciones), donde los adoradores de Moloch sacrificaban en otros tiempos a sus hijos. Del Gai-Hinnom me conduce a un antiguo lugar de enterramiento de los karaítas, en donde ese entremezclarse salta a la vista. Tiene un extraño efecto en mis nervios (pasando, por así decir, a través de las plantas de los pies), pues siento que buena parte de este polvo ha de ser polvo de osamentas humanas. Ignoro si Jerusalén es geológicamente más antiguo que otros lugares, aunque las rocas dolomíticas y el barro parecen más hostiles que cualquier cosa que haya visto nunca. Gris, hundido, según los pensamientos del señor Bloom en el Ulises de Joyce. Pero nada hay en la brillantez del aire, en las masas de nubes blancas que permanecen en suspenso sobre las montañas arrugadas, nada hay que haga pensar en el agotamiento. Este ambiente da al tópico americano del «fuera de este mundo» verdad suficiente para que a uno se le sobrecoja el alma.

El ayuntamiento ha hecho un parque del terreno que otrora ocupase el Gai-Hinnom. La Fundación Wolfson, londinense, ha costeado la plantación de hierba y árboles en el parque; unos chiquillos árabes dan patadas a un balón de fútbol en el fondo verdoso del valle. Catorceañeros curtidos en las calles del Este de Jerusalén fuman cigarrillos y endurecen los hombros dándoselas de merodeadores y holgazanes peligrosos cuando pasamos por allí, y Shahar da lecciones. Shahar es calvo, musculoso, y lleva una camisa estampada con jamelgos, herraduras, bridas, motivos en amarillo sobre un fondo azul oscuro. Es curioso, pues se trata de un escritor, de un hombre pensativo, que nada tiene de corredor de apuestas en un hipódromo. Miramos las antiguas cavernas, los enterramientos, los nichos en los que se depositaban los cadáveres. Hoy se herrumbran ahí unos guardabarros de camión, el siglo XX añade su metal roído a la gran mezcolanza de polvo jerusalemita. Se puede estar absolutamente seguro, dice Shahar, de que el profeta Jeremías pasó por aquí. Exactamente donde nos encontramos.

Encuentro en Memorias políticas árabes, de Elie Kedourie, una serie de hechos que eran desconocidos a la mayoría de los diplomáticos norteamericanos a finales de la década de los cuarenta. Yo desde luego no los conocía. En Oriente Medio, y seguramente en todos los demás lugares del mundo, Estados Unidos se fió sobre todo de una serie de consultores de la Administración y de expertos en relaciones públicas. La empresa estadounidense de Booz, Allen & Hamilton prestó a uno de sus especialistas, llamado Miles Copeland, al Departamento de Estado, donde era en 1955 miembro de un grupo llamado Comité de Planificación para Oriente Medio, cuyo propósito principal, según sus propias palabras, no era otro que «idear modos de aprovechamiento de la amistad que se desarrollaba entre nosotros y Nasser».*

En 1947 Copeland fue enviado a Damasco («no se dice quién lo envió», dice Kedourie) «a tomar contacto oficioso» con los líderes de Siria y «a sondear los medios disponibles para persuadirlos de que, por su propia cuenta, liberalizasen su sistema político».

Al extender la democracia por el mundo, los norteamericanos primero combatieron los pucherazos en Siria, aunque la corrupción de antaño siguió en vigor a pesar del poder y el dinero estadounidenses. Frustrados, decidieron—como siempre, con las mejores razones—realizar un movimiento más duro: «el ministro americano en Damasco decidió fomentar un golpe de estado militar, de modo que Siria disfrute de la democracia», escribe Kedourie. Tal desvío no se consideró especialmente extravagante; otros embajadores y ministros norteamericanos en todo el mundo árabe estaban totalmente a favor de una revolución «genuina» que derrocase a los terratenientes, a los ricos malvados, a los políticos. «Lo que se perseguía era la creación de una elite que sustentara a los gobernantes, a su vez sustentados y reforzados por una población que presumiblemente entendía, aprobaba y legitimaba los objetivos de dicha elite. Todo el que conozca Oriente Medio estará de acuerdo en que semejante empresa era el equivalente político de la búsqueda de la piedra filosofal».

Con su fracaso en Siria, los norteamericanos se pusieron manos a la obra en Egipto. Kermit Roosevelt, de la CIA, «se reunió con cierto número de oficiales implicados en la conspiración que desembocó en el golpe de estado del 22 de julio de 1952». Los norteamericanos deseaban que el nuevo régimen alfabetizara al populacho, que creara «una clase media amplia y estable... una identificación suficiente de los ideales y valores, de modo que las instituciones democráticas realmente indígenas pudieran crecer sin problemas». Al introducirse en un nuevo reino político, los norteamericanos dispusieron la facilitación de préstamos al gobierno egipcio. Creían que de ese modo se consolidaría una genuina democracia. James Eichelberger, científico y político del Departamento de Estado que había sido asesor contable en J. Walter Thompson, una de las mayores firmas de publicidad y relaciones públicas, «fue enviado a El Cairo, donde conversó con Nasser y sus confidentes aportaron una serie de papeles en los que se diagnosticaban los problemas a los que debía enfrentarse el nuevo gobierno, así como las medidas políticas recomendadas para resolverlos». Uno de esos papeles, escrito por el propio Eichelberger, se tradujo al árabe; «se añadieron los comentarios de los adjuntos a Nasser, se retradujo al inglés para su posterior empleo por parte de Eichelberger». El documento, titulado «Problemas de poder en un gobierno revolucionario», pasó sin cesar «del inglés al árabe y viceversa, hasta que cuajó una versión definitiva. El documento final fue transmitido al mundo exterior como si fuera obra de Zakaria Mohieddin, el delegado más razonable y (a ojos de Occidente) aconsejable de Nasser, y aceptado sin paliativos por los analistas de inteligencia del Departamento de Estado, la CIA y, con toda probabilidad, agencias similares de otros gobiernos».

¿Quién hubiera dicho que un antiguo asesor contable de una empresa norteamericana iba a decir por escrito que «es preciso “politizar” la policía, de modo que se convierta, hasta el extremo que sea necesario, en un brazo partisano y paramilitar del gobierno revolucionario»? Esto es leninismo en estado puro, sin hielo ni angostura. Y también escribió esto otro: «El centro neurálgico de todo el sistema de seguridad de un estado revolucionario (o de cualquier estado) radica en un cuerpo secreto, la identidad y existencia misma del cual sólo podrá ser conocida, con elemental seguridad, por el cabeza del gobierno revolucionario, y al mínimo posible por otros líderes situados en puestos clave dentro del mismo». Fue Jefferson quien afirmó que el árbol de la libertad ocasionalmente ha de regarse con la sangre de los patriotas y los tiranos. Hemos de creer ahora que esa misma convicción romántica lleva viva bastante tiempo en los despachos de J. Walter Thompson. A fin de cuentas, Estados Unidos es el principal país revolucionario. ¿O acaso era el señor Eichelberger un mero ejecutivo con un cliente al que complacer y un trabajo por cumplir, es decir, un mero profesional? ¿O tal vez existe a estas alturas en el mundo un entendimiento natural de la revolución, de la organización de las masas, los cuadros de mando, la reglamentación policial y los cuerpos ejecutivos secretos? Se trata de una sospecha cuando menos pasmosa. Obvio es que el documento redactado por el señor Eichelberger y sus colaboradores egipcios estatuye que el propósito con el cual Nasser se hizo con el poder era «resolver los problemas sociales y políticos más acuciantes, que daban a la revolución carta de necesidad».

Resolver los problemas, ayudar, hacerse amigos, incrementar la libertad. Fortalecer la posición norteamericana y, al mismo tiempo, hacer el bien; avanzar en la causa de la igualdad universal; ser el tipo duro y sin ilusiones a escala mundial; ser quien agita y conmueve, quien moldea el destino de los demás o, tal vez, rendirse a las fantasías de la omnipotencia, ser el plenipotenciario norteamericano y hacedor de naciones, el que trabaja tras las bambalinas y juega con total confianza incluso ante el fuego bolchevique.

¿Y qué problemas se resolvieron? Nasser no resolvió nada. El señor Kedourie duda incluso que necesitara «invocar los recursos de la ciencia política norteamericana para dar tales lecciones en materia de tiranía. Lo que sigue siendo desconcertante en grado sumo—dice—, es el porqué se pensó que impartir tales lecciones podría beneficiar a los intereses estadounidenses o contribuir siquiera a mejorar el bienestar del pueblo egipcio».

Para un norteamericano, lo más intrigante es lo que sigue: ¿de dónde surge la pasión por la teoría social entre los altos funcionarios del mundo de la publicidad? ¿Cómo es posible que unos ejecutivos llegaran a tener conocimiento de tales asuntos?

Ayer noche, al leer El ruido y la furia, me encontré con palabras, en el pensamiento de Quentin Compson, que pertenecían a E. E. Cummings y a la década de los treinta, no a 1910.«Tierrade judíos, hogar y patria de italianos», dice Compson para sus adentros cuando compra un bollo que le vende una jovencita italiana. Esto lo habría leído sin parpadear en Chicago, pero en Jerusalén parpadeé y me encogí y dejé el libro sobre la mesa. Al volver a él al día siguiente, no me pareció que Faulkner fuera culpable de ninguna ofensa. Es posible que a comienzos de siglo la gente dijera «tierra de judíos», y que Faulkner no lo tomara en préstamo de Cummings. Cuando caminábamos por el Gai-Hinnom le decía yo a Shahar que no me había hecho ninguna gracia que David Ben-Gurion, en una de sus visitas a Estados Unidos, invocara a los judíos norteamericanos para que renunciaran a sus ilusiones en torno a la democracia de los gentiles y emigrasen a toda velocidad a Israel. Como si el récord norteamericano, doscientos años de democracia liberal, no valiera un pimiento. Si Israel estuviera gobernado como Egipto, o como Siria, ¿habría venido yo de visita?

Claro está que ante sus más acérrimos críticos de la izquierda, algunos también judíos, Israel no es la «excepción democrática» que se suele proclamar. La Nueva Izquierda lo considera un país pequeño y reaccionario. Sus detractores comentan cómo abusa de la población árabe y, en menor medida, de los inmigrantes judíos procedentes del Norte de África y de Oriente. Ocasionalment

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