apocalíptico, uno podría decir que Bellow aplazó el realismo para una generación, la generación que vino después de la Segunda Guerra Mundial, que mantuvo su cuello alejado de la guillotina de lo posmoderno; y lo hizo reviviendo el realismo tradicional con técnicas vanguardistas. Su prosa es densamente «realista», y sin embargo resulta difícil encontrar en ella alguna de las convenciones usuales del realismo o incluso del relato. Sus personajes no salen de una casa y entran en otras —más bien son barridos, por así decir, de una escena del recuerdo a otra— y no mantienen conversaciones obviamente «dramáticas». Es casi imposible encontrar en estas historias oraciones del tipo «Dejó el vaso encima de la mesa y salió de la habitación». Estas historias son a la vez tradicionales y muy poco tradicionales, al mismo tiempo «arcaicas» y radicales.
Es curioso, pero el monólogo interior, a pesar de toda su reputación como gran acelerador de la descripción, en realidad hace más lento el realismo, le pide que se detenga en pequeños detalles y brillos, que dé la vuelta y haga círculos. El monólogo interior es en realidad aliado de la historia corta, de la anécdota y el fragmento, y no es sorprendente que el monólogo interior y la historia corta aparezcan con fuerza en la literatura más o menos al mismo tiempo, hacia finales del xix: en Hamsun y en Chéjov, y un poco más tarde en Bely y en Babel.
3
«En casa, dentro del edificio, por una norma arcaica; fuera, la vida misma»: este es el eje en que se basan muchas de estas historias, tanto en el plano de la cambiante prosa como en el plano más amplio del significado. Para la mayoría de los héroes y narradores de estas historias, Chicago, donde reina «la vida misma», existe como tormento pero también como aguijón. Chicago es norteamericana, moderna; la vida en casa es, como para Max Zetland, tradicional y «arcaica», respetable y judía con recuerdos y costumbres de la vida rusa. (Bellow estuvo a punto de nacer en Rusia, por supuesto; su padre emigró desde allí a Lachine, Quebec, en 1913, y Bellow vino al mundo en junio de 1915.) En estos relatos, Bellow vuelve una y otra vez a la ciudad de su infancia, la mole industrial, superpoblada, donde el E1 «parecía el puente de los elegidos sobre la condenación de los barrios bajos», una ciudad que es a un tiempo brutal y poética, «azul por el invierno, marrón por el atardecer, cristalizada por el hielo». Chicago, esa aglomeración de fantasías humanas: el protagonista de «Buscando al señor Green» se da cuenta de que la ciudad representa un acuerdo colectivo de la voluntad, que debe ser reconocido y registrado de manera tan exacta y lírica como los humanos que abarrotan los recuerdos de esos personajes. Pero Chicago también es un reino de confusión y vulgaridad, un lugar enemigo para la vida de la mente y la adecuada expansión de la imaginación. El narrador de «Zetland» rememora que él y el joven Zetland (el hijo de Max) se leían el uno al otro poemas de Keats mientras remaban en el lago de la ciudad: «En Chicago se podían obtener libros. En los años veinte la biblioteca pública tenía muchas sucursales a lo largo de las líneas de tranvía. En verano, bajo las paletas de goma del ventilador, que no dejaban de girar, los niños y niñas leían en aquellas sillas duras. Los tranvías carmesí se balanceaban y traqueteaban en los raíles. En 1929 el país se fue a la ruina. En el estanque público, mientras remábamos, nos leíamos a Keats el uno al otro mientras las algas aprisionaban los remos».
«Mientras las algas aprisionaban los remos»: Chicago siempre amenaza con enredar al personaje bellowiano, como también lo hace su familia, para sofocarlo. En estas historias, los personajes de Bellow se sienten tentados repetidas veces por visiones de fuga: a veces es mística, a veces religiosa, y muchas veces platónica (en el sentido de que el mundo real, el mundo de Chicago, no se siente como real sino solo como un lugar en el que el alma está en exilio, un lugar de meras apariencias). Woody, en «La bandeja de plata», está imbuido con «la secreta certeza de que el fin de esta tierra era ser colmada de bien. Saturada incluso». Se sienta a escuchar religiosamente todas las campanas de Chicago que suenan los domingos. Y sin embargo la historia que recuerda es un relato de vergonzoso robo y trampa, una historia plenamente profana. El narrador de «Él siempre metiendo la pata» se siente atraído por visiones de Swedenborg, y por la idea de que «el Espíritu Divino» se ha «retirado en nuestro tiempo del mundo externo y visible». Sin embargo, este relato viene envuelto en una carta de disculpa y confesión a una mujer pacífica que él insultó una vez de manera cruel. El narrador de «Primos» admite que «nunca he abandonado el hábito de referir todas esas observaciones verdaderamente importantes a esa conciencia o alma original», y aquí hace referencia a la idea platónica de que el hombre tiene un alma original de la que ha sido exiliado, y para volver a la cual debe encontrar el camino. Pero, una vez más, lo que suscita sus revelaciones es completamente profano: un vergonzoso proceso ante los tribunales en el que está implicado un primo no muy honrado.
El argumento de Bellow, si esa palabra no suena demasiado impuesta, parece ser que una visión puramente religiosa o intelectual —una inteligencia teórica— carece de peso, y es incluso peligrosa sin los datos humanos que proporcionan tanto una ciudad como Chicago como las estrategias y culpas ordinarias de familiares y amigos. Zetland, a quien, según nos dicen, «no le interesaban mucho los fenómenos de superficie», abandona el pensamiento puro de la lógica analítica cuando se muda a Nueva York y lee a Melville. Victor Wulpy puede ser un gran crítico de arte, pero es incapaz de decirle a Katrina, su amante, que la ama, incluso a pesar de que es eso lo que ella más desea oír. Y le toca a un charlatán productor de películas de ciencia ficción, Larry Wrangel, señalar correctamente los dolorosos límites de la mente sabelotodo de Victor.
Todos los personajes de Bellow ansían hacer algo de sus vidas en el sentido religioso, y sin embargo esta ansia no se registra como algo solemne o religioso: se señala de manera cómica. Nuestra confusión metafísica, y nuestros intentos torpes y furiosos de hacer que estas nubes den lluvia, están cargados de patetismo ridículo en su obra. A este respecto, Bellow es quizá más tierno y sugerente en su encantadora historia «Algo por lo que recordarme». El narrador, ya viejo, recuerda un solo día de su adolescencia, en el Chicago de la Depresión. Él era un chico soñador con ideas religiosas y místicas de un carácter claramente platónico: «¿Dónde está el mundo del que viene la forma humana?», pregunta retóricamente. En su trabajo de repartidor de flores por la ciudad, siempre suele llevar consigo sus textos filosóficos o místicos. En el día que recuerda, se convierte en víctima de una jugarreta cruel. Una mujer le atrae hasta su dormitorio, y una vez allí huye dejándolo desnudo. Le toca entonces volver a su casa, a una hora de distancia atravesando el helado Chicago, a una casa en la que su madre está moribunda y su severo padre lo espera, con «una furia ciega, al estilo del Antiguo Testamento»: «En casa, dentro, la norma arcaica; fuera, la vida misma».
El chico recibe ropas del camarero del barrio y se gana el billete de tranvía a casa aceptando acompañar de vuelta a su apartamento a uno de los habituales del bar, un borracho llamado McKern. Una vez allí, el muchacho acuesta al borracho y prepara la cena para las dos hijas pequeñas y sin madre de McKern: cocina chuletas de cerdo, mientras la grasa le salpica las manos y llena el pequeño apartamento de humo de cerdo. «Toda mi crianza se sublevó con horror, la garganta llena, las tripas revueltas», nos cuenta. Pero lo hace. Por fin, el muchacho consigue llegar a su casa, donde su padre, como él esperaba, le pega. Con sus ropas también ha perdido su preciado libro, también se lo han tirado por la ventana. Pero, reflexiona él, volverá a comprarlo, con dinero robado a su madre. «Yo sabía dónde escondía mi madre sus ahorros. Como yo miraba todos los libros, había encontrado el dinero en su mahzov, el libro de oraciones para las fiestas principales, para los días más señalados.»
En este fragmento hay ironía oculta. Obligado a robar por las horriblemente profanas confusiones de aquel día («la vida misma», en efecto), el chico tomará ese dinero para comprar más libros místicos y sagrados, libros que sin duda le enseñarán religiosa o filosóficamente que esta vida, la vida que él lleva, ¡no es la vida real! ¿Y por qué sabe el chico cuál es el escondite de su madre? Porque él mira «todos los libros». Su amor por los libros, su idealismo, ¡son los motivos por los que sabe cómo llevar a cabo la mundana acción de robar! ¿Y de dónde roba ese dinero? De un texto sagrado («la norma arcaica», en efecto). De manera que, entonces, piensa el lector, ¿quién puede decir que esta vida, la vida que nuestro narrador nos ha estado contando de manera tan gráfica, con todas sus situaciones embarazosas y vulgares de Chicago, no es real? No solo es real, sino que también es religiosa a su manera —porque el día que acaba de vivir, dolorosamente, también ha sido de algún modo un día de sobrecogimiento y respeto, en el que ha aprendido mucho—, una gran fiesta profana, completada con el sacrificio de quemar el cerdo goyish. Podría decirse que todas estas hermosas historias nos echan a la cara, como un torbellino ardiente, las interrogantes profanas y las religiosas: ¿cuáles son nuestros días de sobrecogimiento y reflexión? Y ¿cómo los reconoceremos?
James Wood
Cuentos reunidos
A orillas del St. Lawrence
¿El Rob Rexler que yo conozco?
Sí, Rexler, el hombre que escribió todos esos libros sobre el teatro y el cine en la Alemania de la Weimar, el autor de Berlín de la posguerra y del controvertido estudio sobre Bertolt Brecht. Ahora es bastante mayor y, al parecer, aunque nadie lo diría al leer su obra, está físicamente disminuido, no discapacitado, solo un poco lisiado en la adolescencia debido a la parálisis infantil. Cuando uno lee eso se imagina a un hombre alto, y su figura baja y encorvada constituye una sorpresa. Uno no se espera que el autor de esas frases tan agudas tenga el cuello inclinado, la mandíbula larga y la espalda hecha un nudo. Pero esto solo son pequeños detalles, y en cuanto empiezas a hablar con él te olvidas de sus discapacidades.
Como Nueva York ha sido su hogar durante medio siglo, uno supone que nació en el East Side o en Brooklyn, pero de hecho es canadiense. Nació en Lachine, Quebec, un lugar improbable para un historiador que ha escrito tanto sobre el Berlín cosmopolita, el nihilismo, la decadencia, el marxismo y el nacionalsocialismo, y que describió las trincheras de la Primera Guerra Mundial como «sándwiches humanos» servidos por los líderes de las grandes potencias.
Sí, nació en Lachine de padres procedentes de Kiev. Su infancia se dividió entre Lachine y Montreal. Y justo ahora, después de haber pasado una enfermedad casi mortal, sintió el extraño deseo o necesidad de volver a ver Lachine. Por esta razón aceptó una invitación de la Universidad McGill para dar una serie de conferencias a pesar de que su interés por Bertolt Brecht era cada vez menor (y su antipatía por él cada vez mayor). A pesar de estar cansado de Brecht y de su marxismo —estalinismo—, de algún modo seguía apegándose a él. Podría haber cancelado el viaje. Seguía convaleciente y débil. Le había escrito a su contacto en la universidad: «He estado jugando a la rayuela con la muerte, y como soy un viejo solo tengo que prever las sillas de ruedas que me llevarán desde la ventanilla de los billetes hasta la puerta de embarque. ¿Podrá venir alguien a buscarme a Dorval?».
Contaba también con que un chófer lo llevaría a Lachine. Le pidió que aparcase la limusina enfrente del lugar en que nació. La calle estaba vacía