La belleza y el terror

Catherine Fletcher

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

1492

 

 

 

 

Los días previos a la muerte de Lorenzo el Magnífico de Médicis se había producido en Florencia una sucesión de malos augurios. Un rayo había alcanzado la cúpula de la catedral. Dos de los leones de la leonera del palacio se habían enfrentado el uno al otro. Y cuando, en la noche del 8 de abril de 1492, el primer ciudadano de Florencia y gran mecenas de las artes y letras renacentistas falleció en su casa de campo de Careggi, a unos cinco kilómetros al norte de la ciudad, empezó a correr el rumor de que había sido envenenado. Un mensajero cabalgó toda la noche para llevar la noticia a Roma, y al hijo del difunto, el cardenal Juan de Médicis.

En tiempos de Lorenzo, los Médicis habían pasado de ser una familia de acaudalados mercaderes y los principales oligarcas de la ciudad para convertirse en sus dueños y señores de facto. Lorenzo no había tenido la pericia de su abuelo como banquero. El banco de los Médicis —fuente de la riqueza de la familia— había sufrido importantes pérdidas en las décadas de 1470 y 1480, por lo que los ingresos proporcionados por el estado florentino se habían convertido en un elemento cada vez más fundamental para mantener a flote las finanzas de la familia. Dicho de otra manera, los Médicis metían la mano en la caja. Lorenzo dejó una fabulosa colección de libros y antigüedades, lujosas villas en el campo, así como su propio legado poético, aunque en su lecho de muerte se lamentó, a los cuarenta y tres años de edad, de que no había podido ver «su maravillosa biblioteca de obras en griego y latín hecha realidad». Recordando su muerte unas décadas después, el estadista e historiador florentino Francesco Guicciardini la describiría como «un duro golpe para su país». La «fama, prudencia y genio» de Lorenzo habían contribuido a mantener una «paz duradera y segura» en Italia. Él había sabido mantener a raya las ambiciones del rey Fernando de Nápoles y de Ludovico Sforza, regente de Milán.

Se trata de una idea de color de rosa en el mejor de los casos y, en el peor, totalmente errónea: Lorenzo no dejó de tener nunca presente los intereses políticos de su familia, y su afán por asegurar su propia posición había hecho mucho daño al equilibrio de la península de los Apeninos.[1] Como parte de esta estrategia, su hija Magdalena había contraído matrimonio con un sobrino del papa Inocencio VIII, y su heredero, Pedro, había sido casado con una heredera napolitana, Alfonsina Orsini. (Pedro no tardaría en recibir el sobrenombre del Infortunado por su desastrosa gestión al frente de la casa de los Médicis y de Florencia; cuanto más se acercaron al poder dinástico, los Médicis cada vez más fueron víctimas de esa maldición que persigue a las dinastías, a saber, que el primogénito no es siempre el más fiable para asumir el poder.) Sin embargo, el golpe más genial de Lorenzo había sido conseguir para su segundogénito, Juan, el cargo de cardenal: lo logró en 1489, cuando el muchacho tenía solo trece años, y dieciséis en el momento en que murió su padre.

Lorenzo había aconsejado a su hijo que viviera modestamente en aquella «sentina de todos los males» que era Roma.

 

Me gustaría que en vuestras manifestaciones externas actuaseis más con exceso de moderación que con falta de ella. Y también preferiría que optarais por tener una casa bonita y un séquito ordenado y cortés que opulento y pomposo. Las joyas y las sedas en pocas cosas les van bien a tus pares. Mejor permitirse algún capricho con la adquisición de una pieza antigua o un hermoso libro, y mejor crearse un pequeño séquito integrado por personas cultas y doctas que uno grande.

 

El papel que iba a desempeñar Juan como cardenal era, por supuesto, de naturaleza religiosa.

 

Ahora te he entregado por completo a Dios y a la Santa Madre Iglesia; en la que es necesario que te conviertas en un buen eclesiástico y hagas que todos se den cuenta de ello, de que prefieras el honor y el estado de la Santa Madre Iglesia y la Sede Apostólica más que cualquier otra cosa en el mundo, por delante de cualquier otra consideración; y de esa manera, con esta actitud, encontrarás la forma de ayudar a la ciudad y a la familia, pues para nuestra ciudad es imprescindible mantener una buena relación con la Iglesia, y tú debes convertirte en la cadena que ligue la una a la otra, y no olvides que la familia va unida a la ciudad… sin dejar de cumplir siempre tu primera obligación: anteponer la Iglesia a cualquier otra cosa.[2]

 

Es poco probable que la intención de Lorenzo fuera que su hijo siguiera estos consejos al pie de la letra, cosa que no hizo. El nepotismo del cardenal Juan de Médicis sería bastante perjudicial para una Iglesia que necesitaba la introducción de reformas, pero resultó sumamente útil para asegurar el destino de su familia.

Por aquel entonces Italia estaba sumiéndose en un periodo de turbulencia. Al igual que la región de Europa que ahora conocemos como Alemania, la península de los Apeninos de finales del siglo XV no era un país unificado —no lo sería hasta la segunda mitad del siglo XIX—, sino que estaba dividida en una multiplicidad de pequeños estados. Los más grandes eran dos repúblicas, Venecia y Florencia, y tres estados principescos: el reino de Nápoles, el ducado de Milán y los Estados Pontificios, en los que el papa actuaba como un verdadero monarca, además de hacer gala de su estatus religioso en su calidad de vicario de Cristo en la Tierra. (Cada uno de los reinos, los ducados y los marquesados de Italia tenían a un único soberano de carácter hereditario, y sus diferentes títulos indicaban sus distintos grados de importancia.) El equilibrio político entre todos estos estados ya era muy precario, y la muerte de otro titular de uno de ellos apenas tres meses después del fallecimiento de Lorenzo no hizo sino empeorar aún más las cosas.

El 25 de julio de 1492 muere el papa Inocencio VIII. Solo unos meses antes había presidido unas grandes celebraciones en Roma. El domingo 5 de febrero, vestido de blanco inmaculado, había ido en procesión bajo una intensa lluvia desde sus aposentos en el Vaticano hasta la iglesia de Santiago de los Españoles, en la plaza Navona, centro de culto de esta comunidad ibérica. En ella, ante un séquito de obispos y cardenales, había dado gracias a Dios por la victoria de los Reyes Católicos de España frente a los musulmanes y la consiguiente conquista del reino de Granada. Desde el año 711, los «moros», como llamaban los cristianos a los seguidores del islam, habían estado gobernando extensas regiones de la península ibérica. Su historia había sido de coexistencia, a veces de tolerancia y a menudo de persecuciones por sorpresa. Al principio, las alianzas políticas habían cruzado periódicamente las barreras

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