INTRODUCCIÓN
Unos pocos trabajos científicos han cambiado nuestra manera de pensar el mundo y en nosotros mismos. En los siglos XVI y XVII, Copérnico y Galileo situaron el Sol, y no la Tierra, en el centro del sistema solar. Isaac Newton estableció las leyes básicas de la física; Antoine Lavoisier impuso los elementos como la base de la química. Albert Einstein reescribió la física clásica y abogó por la relación entre masa y energía, en un universo relativista donde la única constante es la velocidad de la luz. Max Planck elaboró una constante que mantiene unido casi todo el mundo de la física cuántica.
También las ciencias de la tierra y la vida han tenido sus puntos de inflexión decisivos, como la obra geológica de Charles Lyell, los trabajos de Gregor Mendel en su monasterio sobre las pautas de la herencia en los guisantes y el desentrañamiento por Francis Crick y James Watson de la estructura molecular del ADN, el material de la herencia.
Pero ninguna de estas publicaciones ha superado el impacto del libro que reproducimos aquí: El origen de las especies, de Charles Darwin. Las obras de Galileo, Newton, Einstein, Planck y Mendel solo las leen ahora historiadores y especialistas. Son figuras históricas; Darwin sigue siendo contemporáneo nuestro. Su libro se escribió para el público general. La edición se agotó el mismo día de su publicación, el 24 de noviembre de 1859. En vida de Darwin hubo seis ediciones inglesas y numerosas traducciones, y nunca se ha dejado de reeditar. Estos datos lo convierten en un caso único en la historia de la ciencia.
Las reacciones, positivas y negativas, no se hicieron esperar. Se dice que, al leer el libro por primera vez, su amigo Thomas Henry Huxley (1825-1895) se dio una palmada en la frente y exclamó «¡Qué estúpido soy, mira que no haber pensado en eso!»,[1] refiriéndose a la idea central del libro. A Georgiana Lowe, esposa del político Robert Lowe (1811-1892), le regalaron un ejemplar del libro poco después de su publicación. Lo devoró en una tarde y a la mañana siguiente declaró: «Pues, después de todo, no me parece gran cosa ese señor Darwin. Si yo hubiera tenido sus datos, habría llegado a la misma conclusión».[2] Había captado la insistencia de Darwin en que su libro era «un largo y único argumento». A Huxley, en cambio, esta obra engañosamente difícil lo tuvo desconcertado toda su vida. Como le confesó a su amigo el fisiólogo Michael Foster (1836-1907) en 1888, tras la muerte de Darwin, «he estado leyendo despacio el Origen por enésima vez, con la intención de extraer los fundamentos del argumento para la nota necrológica. Nada me divierte tanto como oír a la gente decir que es un libro fácil de leer».[3]
Fácil o difícil, convincente o no, El origen de las especies es una obra que aún tiene cosas importantes que decir. Por encima de todo, fue el libro que convirtió la evolución biológica en una teoría científica creíble, y como dijo en 1973 el genetista y evolucionista Theodosius Dobzhansky: «Nada tiene sentido en la biología si no es a la luz de la evolución».[4]
Charles Darwin: la formación de un naturalista
Charles Darwin nació el 12 de febrero de 1809 en Shrewsbury, un bonito pueblo con mercado en las Midlands occidentales inglesas. Fue el quinto hijo (el segundo varón) de Robert Waring Darwin (1766-1848) y Susannah Wedgwood Darwin (1765-1817). Su padre era un próspero médico en Shrewsbury, e hijo de Erasmus Darwin (1731-1802), físico, inventor, poeta y teórico de la evolución. Su madre era hija de Josiah Wedgwood I (1730-1795), fundador del famoso estilo de cerámica con el que se sigue asociando su nombre. Así pues, Darwin tenía un sólido pedigrí, tanto en el aspecto intelectual como en el social y económico. Su madre falleció cuando él tenía ocho años, y algunos historiadores han atribuido los posteriores problemas de salud de Darwin a la privación materna que sufrió de niño. Pero no existen pruebas concluyentes de esto; su madre tenía cuarenta y tres años cuando él nació, y sus hermanas mayores cumplieron el papel de madres tras la muerte de su progenitora. Más importante para su futura carrera fue la seguridad económica de la que Darwin disfrutó siempre. La lucrativa práctica médica de su padre y las hábiles inversiones aumentaron la fortuna familiar; su padre estaba atento a cada libra y cada penique, y lo mismo hizo Charles.
Exceptuando la muerte materna, Darwin disfrutó de una infancia sin incidentes dignos de mención. Le gustaba ir de excursión al campo, compartía un equipo de química con su hermano mayor y, desde pequeño, fue un ávido coleccionista de objetos naturales. Como él mismo decía, era «un naturalista nato», con una pasión de coleccionista por los ejemplares que iba adquiriendo. Esta pasión lo llevó siempre a tratar de comprender, y no solo admirar, los ejemplares de su colección. En el colegio de Shrewsbury fue un estudiante normal, y en una ocasión su padre le reprendió: «No te importa nada más que las escopetas, los perros y cazar ratas, y vas a ser una vergüenza para ti mismo y para toda tu familia».[5] A pesar de la acomodada situación económica familiar, se esperaba que los chicos varones hicieran una carrera, y lo enviaron a la Universidad de Edimburgo en 1825, con dieciséis años, para que siguiera los pasos de su padre y su abuelo en la medicina. Durante sus estudios universitarios vivió con su hermano (que también se llamaba Erasmus), pero las mediocres clases y su mala experiencia en el quirófano lo convencieron de que no quería ser médico. No obstante, los dos años en Edimburgo le dieron la oportunidad de ampliar su interés por la historia natural, gracias a las lecturas, al coleccionismo y a la participación en una asociación de estudiantes de historia natural, más que a las clases oficiales, a las que rara vez asistía. En cambio, se pasaba horas recogiendo animales marinos en la costa y en las charcas rocosas del estuario de Firth. También trabó amistad con el biólogo Robert Grant (1793-1874), que por entonces estaba obsesionado con las esponjas y ya convencido de las ideas de transmutación defendidas por el naturalista francés Jean-Baptiste de Lamarck (1744-1829). La influencia de Lamarck en el pensamiento posterior de Darwin no fue muy decisiva, y el propio Grant es una figura oscura en la vida de Darwin. A partir de los últimos años de la década de 1830 se movían en los mismos círculos de Londres, pero solo se conserva una carta, y está claro que cuando Darwin dejó Edimburgo sus ideas acerca de la inmutabilidad de las especies biológicas eran tradicionales.
Aunque la pasión de Darwin era la historia natural, la única carrera que parecía conveniente para él era la de clérigo rural, una profesión con la que dispondría de suficiente tiempo libre para seguir los pasos de muchos religiosos-naturalistas anteriores. En consecuencia, lo enviaron a la Universidad de Cambridge en 1828. Su vida académica allí no destacó mucho, pero pudo continuar con su verdadera afición, estudiando la tierra y sus criaturas. Los invertebrados marinos de Edimburgo cedieron el paso a los escarabajos en Cambridge. Además, su profesor de botánica (y clérigo) J. S. Henslow (1796-1861) lo trató como a un hijo y le recordó que también las plantas, y no solo los animales, eran dignas de investigación. En Cambridge, Darwin hizo varios amigos para toda la vida, y su profesor de geología (y asimismo clérigo) Adam Sedgwick (1785-1873) le enseñó mucho, sobre todo durante un viaje que hicieron juntos a Gales, un país rico en formaciones geológicas y fósiles.
Es casi seguro que, después de licenciarse en Cambridge en 1831, Darwin habría seguido de mala gana una vida en la Iglesia de Inglaterra de no haber sido por un acontecimiento fortuito. El capitán Robert FitzRoy (1805-1865) estaba a punto de zarpar en el buque de la marina real Beagle para cartografiar las aguas costeras de América del Sur y el Pacífico, entre otras cosas. Este propuso a Henslow que lo acompañara en el viaje, como caballero naturalista de a bordo (ya había un naturalista oficial). Henslow, un hombre casado con familia, rechazó la oferta de mala gana, pero recomendó a Darwin en su lugar. A Darwin le entusiasmó el proyecto, pero su severo padre objetó que el viaje sería peligroso y retrasaría la carrera de su hijo. El joven Darwin convenció a su padre de que dejara el voto decisivo en manos de su tío, Josiah Wedgwood II, quien persuadió al doctor Darwin de que permitiera a su hijo acompañar a Fitzroy.
Fue el momento decisivo en la vida de Darwin, y un punto de inflexión en la historia de la biología. Por supuesto, no podemos saber si el científico se habría hecho evolucionista sin el viaje del Beagle (aunque es lo más probable), pero el Origen no habría sido el mismo libro. Aquellos cinco años, del 27 de diciembre de 1831 al 2 de octubre de 1836, le proporcionaron experiencias y visiones que jamás olvidaría. Aquel viaje fue «con mucho, el acontecimiento más importante de mi vida y ha determinado toda mi carrera».[6]
Pero no todo consistió simplemente en navegar. Mientras esperaban un tiempo adecuado para zarpar de Plymouth, Darwin sufrió palpitaciones cardíacas y pensó que iba a morir. Nunca llegó a acostumbrarse al mar y estaba mareado la mayor parte del tiempo. Darwin era alto, y los techos del Beagle, bajos. Aunque disfrutaba de un trato especial (comía con el capitán, por ejemplo), su vida y sus condiciones de trabajo eran incómodas. La vida cotidiana entre los marineros tuvo que hacérsele extraña a un hombre de la posición social y económica de Darwin. Por su parte, la tripulación trataba a Darwin con un cariño burlón, y lo llamaba Philos, el Filósofo, o el Cazador de Moscas.
A pesar de los aspectos más incómodos del viaje, Darwin se había preparado de manera sistemática y se había llevado consigo todo el equipo necesario para recoger, estudiar, conservar y enviar a Inglaterra los ejemplares que esperaba encontrar en su aventura. Además, compró un ejemplar del primer volumen de los Principios de geología de Lyell, que acababa de publicarse en 1830. Los tomos siguientes le fueron llegando a lo largo el viaje, y siempre vio la geología a través de los ojos de Lyell. Sedgwick tenía una visión «catastrofista» de la historia geológica del mundo, siguiendo la doctrina geológica dominante hacia 1820, cuando aquella se concebía como largos períodos de estabilidad puntuados por cortos períodos de violentos cambios geológicos y biológicos. En aquellos años, la mayoría de los geólogos seguía creyendo que la última gran catástrofe había sido el diluvio bíblico de Noé y que después había comenzado la era en que vivían, relativamente estable. Estas catástrofes periódicas habían destruido la vida por completo, y les habían seguido otras tantas creaciones completas de plantas y animales.
Esta visión de la historia del planeta era providencial, y postulaba que los designios de Dios habían ido preparándolo poco a poco para los seres humanos; explicaba los bruscos cambios en los fósiles a medida que se iba profundizando en los estratos y el hecho de que los fósiles de los estratos más recientes presentaran formas más parecidas a las de las especies actuales. Esta influyente teoría tenía muchas ventajas. Aceptaba que el planeta era muy antiguo, explicaba las lagunas en el registro fósil y la aparición de los principales grupos biológicos (invertebrados, peces, reptiles, aves y mamíferos) y mantenía en una posición central las creaciones especiales de una deidad que veía por adelantado todo el plan. Consideraba que la aparición del hombre era el acontecimiento principal en la historia terrestre. Incorporaba los descubrimientos más recientes de la paleontología y la geología de la época y podía (con una lectura alegórica de las Escrituras) reconciliar el Génesis y la geología. Era la geología que el reverendo Adam Sedgwick le había enseñado a Darwin en Cambridge y cuando exploraron juntos las montañas galesas.
Lyell se oponía a esta visión. Adoptando lo que se llamaba el «principio de uniformidad», argumentaba que las fuerzas geológicas que en la actualidad se observaban (terremotos, erupciones volcánicas, erosión por el viento y el agua, etcétera) bastaban para explicar la historia geológica de la tierra. Describía un presente activo, no uno inerte y un pasado catastrófico. También argumentaba que no existía un verdadero progreso en el registro geológico. En contra de la visión de la historia biológica que adoptaban los catastrofistas —que afirmaban que el registro fósil revelaba una constante progresión hacia la era de la humanidad de la época—, Lyell creía que el mensaje general de los fósiles era que, por lo que podía advertirse, todos los grupos principales (peces, reptiles, aves, mamíferos) habían estado siempre presentes. Los estratos con fósiles más antiguos habían estado sometidos a la degradación por el calor, la presión y otras fuerzas. Por eso el registro fósil es muy fragmentario, pero los ocasionales descubrimientos inesperados (como el de un mamífero fósil parecido a las zarigüeyas en un antiguo yacimiento secundario de Stonesfield, Oxfordshire) indicaban que los mamíferos habían habitado la tierra desde hacía muchísimo tiempo. Este segundo aspecto de la teoría de Lyell sobre el «estado estacionario» de la antigua tierra era aún más polémico que su insistencia en que las fuerzas geológicas del momento habían estado siempre presentes con la misma intensidad. Aun así, sus comentarios sobre la precariedad del registro fósil, en comparación con la riqueza de la vida en los tiempos recientes, fueron refutados por Darwin en el Origen.
Pero para el joven naturalista, a bordo del Beagle, Lyell proponía una manera de interpretar las partes exóticas del mundo que Darwin estaba viendo. No todo era agua, aunque el mar proporcionaba mucho material para su microscopio y sus tarros de colección. Por suerte para él, debido a sus mareos, en América del Sur —tanto en el este como en el oeste— pudo pasar largos períodos en tierra, y allí pudo observar las formaciones geológicas y recolectar fósiles y plantas y animales vivos. Sentía que estaba siguiendo los pasos de Alexander von Humboldt (1769-1859), cuya obra, Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, le había regalado Henslow justo antes de que zarpara en el Beagle. Humboldt era uno de los héroes de Darwin y, en un bonito gesto de admiración mutua, le escribió a Darwin una carta repleta de ideas y elogios cuando el joven naturalista le regaló un ejemplar de su propio Viaje del Beagle (1839), el libro que describía sus años en el Beagle.
Pero esto ocurriría en el futuro. Durante los días y meses de 1832 y los años siguientes, el Beagle fue su hogar. De la multitud de experiencias, cuatro destacan en retrospectiva. Primero, los tres nativos de Tierra del Fuego que viajaban a bordo, que iban a ser transportados triunfalmente de regreso a su tierra tras una visita anterior a aquella costa desolada de América del Sur. Eran dos hombres y una mujer que habían sido llevados a Inglaterra para que aprendieran inglés, vistieran como europeos y se hicieran cristianos. Iban a ser las semillas de una nueva civilización en su tierra natal; los acompañaba un joven y receloso misionero. Darwin era un hombre de su tiempo y de su clase, y no debemos juzgar sentimentalmente sus reacciones ante los fueguinos que viajaban a bordo del buque. Pero siempre había odiado la esclavitud y la crueldad, y para él fue terrible lo que ocurrió cuando el Beagle depositó a sus pasajeros en Tierra del Fuego. «La visión de un salvaje desnudo en su tierra natal es una cosa que jamás se puede olvidar.»[7] Una vez efectuado el desembarco, el Beagle zarpó para cartografiar aguas costeras. Regresó cuatro semanas después, para ver cómo le iba a Matthews, el misionero. Estaba totalmente andrajoso y desesperado por volver al barco. Los tres fueguinos habían retomado su vida original. La capa de refinamiento que se les había aplicado en Inglaterra había desaparecido. Darwin nunca olvidó lo cerca que están la «civilización» y el «salvajismo». Los seres humanos «naturales» que observó en Tierra del Fuego permanecerían en él como una imagen recurrente, que quedaría integrada en sus posteriores obras sobre la evolución humana.
La segunda fuente importante de inspiración para sus trabajos posteriores fueron las notables congruencias entre los fósiles que recogió en el continente sudamericano y las especies vivas que encontró allí. En la Patagonia le impresionó sobremanera el armadillo, tanto por sus características como por su relación con fósiles de aspecto similar que descubrió, y que claramente no eran de la misma especie. El armadillo moderno era muy apreciado como animal de caza, y le gustó su carne. Descubrió allí otros muchos huesos fósiles, y comentó que «la Pampa es un inmenso cementerio de estos cuadrúpedos extinguidos».[8] Eran tan extraños como la especie viviente, y parecían estar emparentados de algún modo.
Un tercer incidente hizo que Darwin apreciara la solidez de la visión del mundo de Lyell, un mundo que aún estaba geológicamente activo. Su primer descubrimiento geológico en el viaje del Beagle, con el libro de Lyell en la mano, fue Santiago, en las islas de Cabo Verde; dos años después, frente a la costa de Chile, presenció un terremoto de gran intensidad que elevó visiblemente la línea de costa. Sin duda, era una evidencia de la actividad de grandes fuerzas formativas.
Una cuarta serie de observaciones no adquiriría verdadera importancia hasta tiempo después, cuando Darwin se hallaba de regreso en Inglaterra, clasificando los miles de ejemplares que había ido enviando durante su viaje. En 1835, el Beagle se dirigió al archipiélago de las Galápagos, a novecientos kilómetros de la costa oeste de América del Sur. Darwin exploró las islas, llenas de tortugas gigantes, lagartos y aves. Conoció a un hombre que podía identificar la isla de origen de una tortuga solo por sus marcas. La fauna era muy mansa y fácil de capturar, pero Darwin olvidó apuntar las islas concretas en que recogía sus ejemplares. No obstante, observó que cada isla parecía tener su flora y fauna particulares, a pesar de que las islas eran evidentemente formaciones geológicas recientes. Las islas individuales parecían otros tantos jardincitos del Edén, aunque desoladas e inhóspitas. Ya entonces, Darwin quedó asombrado. «Aquí —escribió—, tanto en el tiempo como en el espacio, parece que nos hemos acercado al gran acontecimiento, el misterio de los misterios, la aparición de nuevos seres vivos en el mundo.»[9] Las Galápagos siguen ocupando un lugar especial en la historia evolutiva, aunque ahora las islas se enfrentan al problema de la conservación.
Después de la parada en las Galápagos, el Beagle continuó hacia el oeste, y visitó Nueva Zelanda y Australia, y a su regreso pasó por las islas Cocos (Keeling), donde Darwin acabó de dar forma a una teoría que llevaba hacía largo tiempo en la cabeza: cómo se forman los arrecifes de coral. Tras una breve parada en el cabo de Buena Esperanza, el compulsivo Fitzroy insistió en volver a pasar por América del Sur. Por fin, el Beagle puso rumbo a casa: «Nunca ha habido un barco tan lleno de héroes con nostalgia del hogar...»; «Odio el mar, lo aborrezco, y a todos los barcos que navegan por él. Pero creo que llegaremos a Inglaterra en la segunda mitad de octubre», les escribió Darwin a sus hermanas.[10] Llegaron antes, y el 2 de octubre de 1836 Darwin dejó en Falmouth el barco que había sido su hogar durante casi cinco años, y se fue directo a Shrewsbury. Volvió a Inglaterra justo cuando comenzaba la era del ferrocarril.
El revolucionario improbable
Darwin regresó de su larga aventura convencido de las ideas geológicas de Lyell. Probablemente, también era todavía «lyellista» en cuestiones de biología. En el segundo volumen de sus Principios de geología, Lyell incluyó una larga crítica de las teorías de Lamarck que Darwin leyó a bordo del Beagle. Lyell daba una convincente explicación de la extinción biológica, no como un acontecimiento generalizado, sino como algo normal pero ocasional, que ocurre cuando los últimos miembros de una especie son incapaces de reproducirse, debido a un cambio de las circunstancias ambientales o a la simple reducción numérica. La lógica de la postura de Lyell implicaba también que la aparición de nuevas especies era un acontecimiento normal y frecuente. Eso creía él, y argumentaba que pasaba con cierta frecuencia, aunque el mecanismo era desconocido, y el acontecimiento tan raro que no resultaba sorprendente que nadie hubiera observado jamás la aparición de una nueva especie. Más adelante, se hizo evidente que Lyell se negaba a cerrar su ciclo lógico porque le preocupaba el carácter especial de la humanidad, como seres morales y racionales.
Todo parece indicar que Darwin regresó de sus viajes creyendo todavía en la idea tradicional de que las especies biológicas eran inmutables. En cualquier caso, había mucho trabajo que hacer: clasificar y describir sus muestras y escribir sus crónicas para publicarlas. Tras visitar a su familia, pasó unos meses en Cambridge antes de mudarse a Londres. Aprovechando la buena acogida que habían tenido sus regulares envíos de ejemplares a Inglaterra, y el hecho de que ahora se lo reconociera como un hombre de ciencia de pleno derecho, Darwin se sumergió en el ambiente científico londinense. Trabó amistad con Lyell y otras figuras ilustres, se afilió a varias sociedades científicas —incluida la Sociedad Geológica— y en 1839 fue admitido en el sanctasanctórum de la comunidad científica, la Royal Society.
Además, a principios de 1837 empezó a considerar en privado aquel misterio de los misterios: la aparición de nuevas especies. Sabía que Grant, Lamarck y su propio abuelo, Erasmus Darwin, no creían que las especies fueran eternamente inmutables. También el joven Darwin empezaba a dudarlo, y en junio inició una serie de «cuadernos de notas sobre las especies», en los que apuntaba sus pensamientos sobre el tema. Reflexiones sobre las experiencias en el Beagle, anotaciones sobre sus lecturas, conversaciones con su padre y puras especulaciones acerca de la naturaleza del sexo, la vida y la religión. Eran solo para su uso personal, pero en tiempos recientes se han estudiado mucho, en busca de indicios sobre la evolución de su pensamiento, como ejemplos de su creatividad científica y como importantes vislumbres del Darwin interior. Dos cuadernos especiales estaban dedicados a la especie humana, lo que prueba que, desde el mismo inicio, Darwin reconocía que el Homo sapiens era un producto de idénticas fuerzas que habían generado los demás organismos del mundo vivo.
Mientras trabajaba en sus publicaciones relacionadas con el Beagle, Darwin leyó mucho sobre la cuestión de las especies. En septiembre de 1838 abrió un ejemplar del Ensayo sobre el principio de la población (1798) de Thomas Malthus (1766-1834). Al igual que Darwin, Malthus ha llegado a formar parte del lenguaje, mediante la forma adjetivada de su nombre, maltusiano, que todavía se utiliza para referirse a la competencia por los recursos en todos los organismos cuya capacidad de reproducción es siempre mayor que la población que puede mantenerse. Darwin tenía que haber oído con frecuencia su nombre en numerosas conversaciones, ya que su hermano Erasmus, al que veía mucho en esta época, era amigo de Harriet Martineau (1802-1876), escritora radical sobre muchos temas, incluida la historia, la economía política y las mejoras sociales. Malthus era uno de sus temas habituales, y Darwin coincidió con ella varias veces en casa de Erasmus. En su Ensayo, que trataba principalmente de los efectos de la pobreza y sus soluciones, Malthus establecía un principio general acerca de la relación entre capacidad reproductiva y recursos. En una clara inversión de la posterior estructura del Origen, que trataba del mundo biológico pero omitía la humanidad como referente, Malthus escribió sobre todo acerca de los seres humanos, pero generalizaba su principio de población a la totalidad del mundo. La capacidad reproductiva de todos los organismos —seres humanos o elefantes, moscas o robles— es mucho mayor que la cantidad de descendientes que sobreviven en la realidad. Si no se la controla y se le da suficiente tiempo, cualquier especie podría generar bastante descendencia para ocupar todo el espacio. La razón es que la reproducción progresa de manera geométrica, y la población se duplicaría cada cierto tiempo. Si un solo roble produce varios miles de bellotas al año, o un conejo engendra dos camadas de media docena de ejemplares al año, es fácil comprender que no todos pueden sobrevivir. Tiene que existir una razón por la que algunos sobreviven y otros no. Es evidente que las plantas y los animales varían, y si sus variaciones son hereditarias en cierta medida, la lógica maltusiana parece indicar que los supervivientes poseen algunas características —fuerza, velocidad, mejor forma física— que les otorgan ventaja sobre sus congéneres. Malthus proporcionó a Darwin el principio de la selección natural. «Por fin tenía una teoría con la que trabajar.»[11]
Los cuadernos privados de Darwin sobre las especies cambiaron de carácter después de leer a Malthus. Se volvieron más especializados, a medida que consultaba libros y artículos sobre la cría y el cultivo, en busca de la analogía entre la selección natural y la artificial: el proceso por el que los agricultores y ganaderos cambian la forma de los organismos, seleccionando los que presentan características deseables para utilizarlos como variedades de cría y obtener así espectaculares cambios de tamaño, forma o capacidad de sobrevivir en diferentes condiciones. También empezó a pensar en la reproducción en otro sentido: el matrimonio. Los años de soltero de Darwin en Londres habían sido productivos pero solitarios y, como era típico en él, debatió consigo mismo los pros y los contras del matrimonio. Era una visión masculina y egocéntrica, aunque llegó a ser un esposo y un padre cariñoso y responsable. A pesar de los impedimentos que una esposa y unos hijos podrían suponer de cara a su trabajo, llegó a la conclusión de que la compañía y la estabilidad valían la pena. «Cásate, cásate, cásate», decidió tras sopesar las ventajas y los inconvenientes. Y no había que buscar muy lejos para elegir: su prima y amiga de la infancia, Emma Wedgwood. Se casaron el 29 de enero de 1839. Tanto la novia como el novio habían pasado ya los primeros arrebatos juveniles; Darwin estaba a punto de cumplir treinta y uno y su novia era nueve meses mayor que él.
El matrimonio cambió la vida cotidiana de Darwin, pero no puso freno a su productividad. Siguió trabajando en los distintos volúmenes de sus estudios geológicos en el Beagle, publicados como monografías en 1842 (La estructura y distribución de los arrecifes de coral), 1844 (Islas volcánicas) y 1846 (Observaciones geológicas) y colaboró en las descripciones de sus muestras zoológicas, que aparecieron en varias entregas entre 1838 y 1843. Para Darwin, la revelación más importante en su trato con los naturalistas encargados de la producción de los informes oficiales del viaje del Beagle fue una conclusión de John Gould: que cada uno de los pinzones que Darwin había recolectado en las diversas islas de las Galápagos pertenecía en realidad a una especie diferente. Fue un grano trascendental para su molino evolucionista: una prueba de que en diferentes condiciones ecológicas aparecen nuevas especies. Estas y otras especulaciones y datos valiosos derivados de sus abundantes lecturas acabaron figurando en sus cuadernos privados. En 1842, tenía material e ideas suficientes para permitirse el lujo de hacer un breve esbozo de lo que él empezaba a llamar «mi teoría». En 1844, lo convirtió en un sólido «ensayo» que básicamente es el meollo del Origen. Lo escribió en privado y dejó dispuesto en su testamento que se publicara en caso de que se muriera sin que el manuscrito hubiera visto la luz. El deseo de llevarlo a toda prisa a la imprenta se vio muy mermado por la hostil reacción a la publicación en 1844 de una obra anónima sobre la evolución, Vestiges of the Natural History of Creation. Gran parte del planteamiento científico del autor (que ahora sabemos que era Robert Chambers, un editor y naturalista de Edimburgo) era bastante flojo, y la clase científica reaccionó dura y negativamente. A otros aspirantes a científicos, como Herbert Spencer y Alfred Russel Wallace, les pareció liberador. Darwin se puso de parte del establishment, pero, dado que también él estaba incubando ideas heréticas sobre la mutabilidad de las especies, no prestó mucha atención al asunto.
En 1844, cuando Darwin escribió su propio ensayo, Emma y él se habían mudado de Londres a Down House, en Kent (la ortografía del pueblo cambió de Down a Downe en 1844). Su salud, que se había deteriorado considerablemente poco después de casarse, se había convertido en un factor dominante en su vida, y Down House, con Emma, la creciente familia y una tropa de sirvientes, acabó siendo la roca en la que ancló su existencia cotidiana. La mala salud de Darwin ha desconcertado bastante a los comentaristas posteriores. Desde luego, era algo real y con frecuencia debilitante. Los síntomas habituales incluían arcadas sin vómito, debilidad y erupciones cutáneas. Experimentaba períodos de relativa buena salud y otros de grave incapacidad. Se han propuesto numerosos diagnósticos modernos, entre ellos la enfermedad de Chagas, una infección parasitaria que habría podido contraer en Sudamérica; un envenenamiento con arsénico causado por la medicación; una infección de helicobacterias, los organismos que ahora sabemos que provocan muchos casos de úlcera gástrica; la privación materna y los ataques de angustia. Desde luego, los síntomas son compatibles con un sistema nervioso autónomo hiperactivo, pero lo más probable es que la causa o causas nunca se conozcan.
Lo que es seguro es que la enfermedad de Darwin influyó en su vida. Después de instalarse en Down House, casi todos los pocos viajes que hizo fueron a balnearios, en busca de un tratamiento de cura. Sus cartas están llenas de menciones a sus síntomas y a la manera como entorpecían su trabajo. Llevaba un diario intermitente con sus síntomas cotidianos, incluso hora a hora. Debemos tomarnos en serio su salud, pero hay que situarla en el contexto de su vida y sus logros. Se casó bastante tarde, pero engendró diez hijos, siete de los cuales sobrevivieron hasta la edad adulta. Siempre le preocupaba que hubieran heredado su mala constitución, pero casi todos prosperaron: tres de sus hijos llegaron a ser miembros de la Royal Society, un cuarto se convirtió en un próspero banquero y un quinto fue un activo hombre de letras. Solo la muerte de su hija mayor, Annie, a los diez años, interrumpió el progreso de la vida familiar. La descripción que hizo Darwin de su corta vida y de su muerte es la prosa más emotiva que escribió en su vida.
Además de sus hijos, escribió casi veinte libros (de la mayoría de los cuales se hicieron múltiples ediciones), docenas de artículos científicos y miles de cartas. Durante gran parte de su vida, las órdenes de los médicos impusieron que solo podía trabajar dos o tres horas al día, y Emma estaba allí para asegurarse de que se cumplieran. ¡Y qué extraordinarias eran esas horas! Cualesquiera que fuera la causa de su enfermedad, se las arregló para sacarle provecho, viviendo la vida que quería vivir, con mínimas interrupciones y desviaciones de la rutina. Estaba completamente dedicado a su esposa y a su familia; e igualmente dedicado al trabajo de su vida.
A mediados de la década de 1840, la vida de Darwin en Down House se había estabilizado en una rutina permanente: reformas en la casa; nacimiento de hijos a intervalos regulares; idas y venidas de los sirvientes; la constante presencia de Parslow, su asistente personal; lecturas a cargo de Emma; y de vez en cuando visitas de amigos científicos y (más frecuentes) de familiares. Lo único que rompía la rutina eran ocasionales viajes a Londres y las estancias en balnearios, en busca de salud. Después de haber dado la vuelta al globo durante cinco años, no volvió a salir de Inglaterra. Una vez acabado su trabajo en el Beagle, con su ensayo sobre la evolución a buen recaudo y con su sólida reputación de hombre de ciencia bien establecida, Darwin se dedicó a un extraño proyecto: el estudio de los cirrípedos, tanto vivos como fósiles. Su antiguo profesor Henslow siempre había dicho que un naturalista debe estudiar a fondo algún grupo de organismos, y a Darwin siempre le habían fascinado los percebes y balanos. Los cirrípedos presentan formas muy diversas, tienen diferentes y maravillosas adaptaciones a sus condiciones de vida, poseen una variedad de mecanismos reproductivos y están bien representados en el registro fósil. Darwin pensaba que el proyecto le llevaría tres o cuatro años; al final, duró el doble, generó cuatro voluminosos libros y casi lo sumió en la desesperación, porque el trabajo parecía no tener fin. Hizo nuevos amigos entre los escasos entusiastas del tema, pidió prestados ejemplares de colecciones de todo el mundo y envió a viejos amigos a recoger ejemplares nuevos para él. Algunos de estos viejos y leales amigos, en especial Joseph Hooker, que estaba estudiando la botánica de la India británica, le apremiaron a que terminara cuanto antes ese estudio y reanudara su trabajo sobre la evolución. Hooker, que sabía del ensayo de Darwin de 1844, se daba cuenta de la potencia de la selección natural como mecanismo explicativo, pero había jurado guardar el secreto. La terca determinación de Darwin le hizo terminar el trabajo, y por fin en 1854 se vio libre para volver a la evolución. A posteriori, comprendemos que el trabajo de los cirrípedos era muy importante para él, aunque los libros mismos tienen que leerse con visión retrospectiva para percibir su mensaje evolutivo.
El «gran libro» de Darwin, como a veces lo llamaba, llevaba como título provisional Selección natural. Iba a ser un libro voluminoso, con todas las debidas referencias según los criterios victorianos convencionales, y claramente dirigido a lectores especializados. Siempre le preocuparon las reacciones a sus ideas de sus colegas y de aquellos capacitados para juzgarlas por sus méritos científicos. Nunca buscó el éxito popular, a pesar de lo cual llegó a ser el científico más famoso del Reino Unido. Así pues, mientras escribía Selección natural, solo informaba de sus progresos a sus confidentes más íntimos, en especial a Lyell y a Hooker. Trabajaba despacio y metódicamente, revisando los capítulos anteriores cuando terminaba los posteriores. A mediados de 1858 había acabado diez capítulos, que abarcaban unos dos tercios de los temas que después abordaría en el Origen. El manuscrito tenía unas 225.000 palabras. Y entonces, a mediados de junio de 1858, el cartero le trajo un paquete enviado casi tres meses antes, desde medio mundo de distancia. El remitente era Alfred Russel Wallace, y se lo había mandado a Darwin porque Wallace conocía su interés por la cuestión de las especies. Ya habían mantenido correspondencia sobre temas de historia natural, y Darwin había animado a Wallace en sus trabajos en Malasia, donde había pasado cuatro años explorando y recolectando. Igual que Darwin, Wallace también había pasado tiempo en América del Sur, pero, viniendo de un entorno menos privilegiado, era autodidacta y se había visto obligado a depender de sus propios recursos para abrirse camino en el mundo. En su carta, Wallace incluía un breve esbozo de cómo podían cambiar las especies a lo largo del tiempo, debido a las presiones selectivas de la supervivencia y la reproducción: en otras palabras, a la selección natural. También a Wallace le había llegado la inspiración leyendo a Malthus, aunque la esencia de su teoría la había concebido durante un ataque de fiebre palúdica. Era casi como si Wallace hubiera leído el anterior borrador de Darwin y estuviera resumiendo.
No es exagerado decir que el mundo intelectual de Darwin se vino abajo aquel día. Hacía dos décadas que había tenido la visión sobre el poder de la selección natural para explicar tantas cosas; su ensayo sobre el tema contaba casi quince años. En aquella época, le había dicho confidencialmente a Hooker que creer que las especies no eran inmutables era «como confesar un asesinato».[12] Cuanto más trabajaba en geología, cirrípedos, plantas y palomas, más convencido estaba de que su teoría tenía una importancia fundamental para comprender el mundo. Y ahora, cuando estaba escribiendo su gran libro, Wallace le presentaba sus mismas ideas principales. Es fácil comprender su desesperación. Sus viejos amigos Lyell y Hooker, a los que había contado enseguida la situación, idearon lo que les pareció una solución equitativa, aunque sin contar con Wallace. Se organizó rápidamente una presentación en la Sociedad Linneana en la que se leería el informe de Wallace, junto con partes de una carta anterior de Darwin al botánico americano Asa Gray (1810-1888), en la que explicaba sus ideas, y algunos extractos de su ensayo de 1844, todo lo cual se publicaría después en la revista de la sociedad. Wallace se encontraba a miles de kilómetros de distancia y no sabía nada de esta reunión. Darwin no asistió. Esto dio crédito a ambos, dejando establecida la superioridad de Darwin. Todo esto ocurrió a mediados de 1858, aunque la sesión en la Sociedad Linneana y la posterior publicación suscitaron pocos comentarios, positivos o negativos.
Con sus ideas ahora de dominio público, Darwin abandonó (él creía que temporalmente) su gran libro y empezó a trabajar en un extracto más corto, donde pretendía resumir sus argumentos. Este fue El origen de las especies, que se publicó el 24 de noviembre de 1859. Fue el libro que llegó a definir el resto de su vida; en 1860 publicó una segunda edición ligeramente corregida, y lo revisó cuatro veces para incorporar comentarios y críticas y añadir nuevas investigaciones. La Selección natural se quedó en forma de manuscrito hasta que por fin se transcribió y publicó en 1975.
Cómo leer el Origen
Las circunstancias que rodearon la escritura y publicación de El origen de las especies ayudan a explicar su estructura y su tono. Se compuso bastante deprisa, bajo las presiones combinadas de la enfermedad y del impacto psicológico causado por la comunicación de Wallace. Pretendía ser un resumen, no el producto acabado, y estaba dirigido al público general. Darwin daba por supuesto que al final el libro que consultarían los naturalistas más formados sería Selección natural. Recurrió a su editor habitual, John Murray. El Origen no era el libro que Darwin se había propuesto escribir, pero era una obra basada en más de dos décadas de estudio, recopilación de datos y profunda reflexión. Y estaba escrito como una declaración muy pensada; hasta las partes que coinciden con la inacabada Selección natural se hallan redactadas de nuevo. El resultado es que se trata de un libro diferente —pero más potente— del que él pretendiera escribir. Por la misma razón, la primera edición es una declaración de ideas más clara que las posteriores, en que corrigió unos cuantos errores, pero también tuvo en cuenta críticas que, en su mayoría, han resultado ser irrelevantes (o equivocadas).
Es un libro muy personal, en el que Darwin invita a sus lectores a considerar con él los pros y los contras de sus teorías. Según sus propias palabras, «es una larga argumentación», en la que demuestra que sus teorías pueden explicar muchos y muy diversos fenómenos de la geología, biología, distribución geográfica de animales y plantas, embriología, paleontología, relación entre fósiles y especies vivientes, y adaptación biológica. Igual de importante es el argumento inverso: que resulta arbitrario explicar estos fenómenos recurriendo simplemente a una creación especial, porque no se dispone de otra explicación. Así pues, el tono general de su argumentación es probabilístico, y lo típico de una buena teoría científica es que explica muchas cosas y con frecuencia da sentido a otras que no formaban parte de la idea original. A lo largo del libro, Darwin nos recuerda que sus teorías pueden aclarar asuntos inesperados.
Las cuatro principales teorías que guiaron a Darwin eran: descendencia con variaciones; selección natural; el concepto de poblaciones, y gradualismo. Me propongo utilizarlas para explicar el impacto persistente del libro, tras considerar brevemente la estructura y estrategias del volumen de Darwin y de su carrera posterior.
El Origen se escribió para lectores no especializados y, aunque Darwin era un brillante escritor de cartas, y la prosa de alguna de sus obras científicas es de gran altura, no era un estilista por naturaleza. Su primer libro, el Diario de investigaciones, y su Autobiografía (que en realidad no pensaba publicar) fueron sus obras más personales y atractivas, y el Origen no les va muy a la zaga. En él intenta de forma deliberada arrastrar consigo a sus lectores, debatiendo los pros y los contras de sus teorías, y adoptando con frecuencia un tono confidencial, como si estuviera hablándole directamente al lector. No le gustaban las especulaciones aventuradas, ni científicas ni de otro tipo, y se encontraba más cómodo cuando manejaba datos, en especial las observaciones y los experimentos que había hecho él mismo.
Dado lo mucho que le disgustaban las ostentaciones y exhibiciones científicas, el Origen posee una forma lógica con una construcción sutil. Mantiene en todo momento una argumentación sistemática y continuada. Los dos primeros capítulos tratan de la variación, primero en condiciones de domesticación (selección artificial) y después en el conjunto de la naturaleza. En el capítulo I, cita mucha literatura acerca de la cría y cultivo de animales y plantas, dirigida a seleccionar características que sean útiles para la humanidad. Él mismo era un activo jardinero, criador de palomas y amante de los perros, de modo que conocía el tema por experiencia propia, y no solo por sus extensas lecturas y abundante correspondencia. Las razas y variedades domésticas pueden seleccionarse gracias a la variación espontánea y normal que se observa en todas partes, incluso entre hermanos de la misma camada o semillas de la misma planta. Dado que estas diferencias son, con frecuencia, hereditarias, los descendientes de un individuo que posea una característica particular tenderán a engendrar descendientes que también la posean. Y tan grandes han sido los cambios conseguidos de esta manera que un naturalista que contemple la gama de variaciones físicas en los perros o las palomas tendería a suponer de forma intuitiva que en la actualidad existen varias especies de estos animales. Sin embargo, tanto los registros históricos como las actuales prácticas de cría demuestran el poder de este tipo de selección para producir cambios espectaculares que se pueden transmitir de generación en generación dentro de los límites de una misma especie.
El mismo tipo de variación heredable se observa también en las poblaciones salvajes y silvestres, aunque la gama de variación no sea tan espectacular. Este es el tema del capítulo II, donde los problemas biológicos son de naturaleza similar: intentar discernir la diferencia entre una variedad y una especie, y entre las especies de un mismo género. Además, Darwin señala que, en un país o región, las especies de géneros grandes difieren más que las especies comparables de géneros raros. Se apoya en varias floras y faunas nacionales, insistiendo en todo momento en que las diferencias percibidas, incluso en los organismos de la naturaleza, convierten la clasificación en una cuestión de juicio personal, y en que la variación exagerada lograda en los organismos domésticos no es más que un subconjunto de la variación que se puede encontrar en la naturaleza en general.
Habiendo dejado establecido que existen las variaciones hereditarias, y que en el caso de los organismos domésticos pueden producir cambios observables a corto plazo, Darwin pasa a uno de los temas principales de su gran obra: la selección natural. En el capítulo III desarrolla el concepto de la competición en la naturaleza. Todos los organismos generan más descendencia de la que puede sobrevivir en la práctica. Esto lo vemos por doquier, ya que se producen enormes puestas de huevos, o millones de semillas, y aun así el número de individuos de una especie animal o vegetal se mantiene más o menos constante de un año a otro. Tal como él lo resumía, «esta es la teoría de Malthus aplicada por doble motivo al conjunto de los reinos animal y vegetal» (Cap. III). Pero mientras que Malthus había elaborado su principio de la población sobre todo como comentario acerca de las consecuencias no deseadas de la beneficencia (mantener vivos a los pobres complica el problema que se pretendía resolver), Darwin insistía en que la combinación entre fecundidad y falta de piedad de la naturaleza significa siempre que nacen muchos más de los que pueden sobrevivir. Esta lucha no era solo entre depredadores y presas, sino también contra los elementos, la escasez de alimentos o un año difícil. Como él decía, en el duro invierno de 1854-1855, desaparecieron cuatro quintas partes de las aves de su jardín, pero la cifra se recuperó durante el invierno siguiente, que fue más benévolo.
De esta lucha por la vida surge el motor del cambio. Aprovechando deliberadamente la analogía entre lo que pueden conseguir los humanos seleccionando características deseables en los organismos domésticos y lo que hace la naturaleza (mucho más despacio) en los ambientes naturales, Darwin argumentaba que la selección natural es la fuerza que da forma a las modificaciones orgánicas con el transcurso del tiempo. Tiene que haber razones que expliquen que algunos organismos, pero no otros, sobrevivan para seguir luchando al día siguiente. Y sobreviven los mejor adaptados. En la primera edición del Origen, Darwin no utilizó la frase del filósofo Herbert Spencer (1820-1903) «supervivencia del más apto»[13], pero más adelante sí, aunque de mala gana. Aun así, resume de manera sucinta el mensaje de estos dos importantes capítulos del libro. La variación hereditaria produce cambios en toda la naturaleza y, tanto en los organismos domésticos como en los silvestres, «una variedad bien caracterizada, por consiguiente, puede denominarse “especie incipiente”».
Las mismas fuerzas que producen nuevos tipos de seres vivos causan también la extinción de otros. De hecho, una parte de la teoría de Darwin afirma que los organismos con nuevas variaciones ventajosas van sustituyendo de manera constante a los que carecen de dichas modificaciones, porque tienen más éxito a la hora de evitar a los depredadores, obtener alimentos o generar más descendencia. Esta es una parte importante, porque ayuda a explicar la especiación; es decir, el mecanismo por el que las variedades más exitosas van desplazando a los organismos que carecen de sus atributos, y así acaban dominando un nicho. La selección natural, al actuar sobre estos pequeños cambios hereditarios, da como resultado la estructura que observamos en la naturaleza, los contornos de lo que Darwin presentaba en la única ilustración del Origen (véase comentario p. 193). El esquema es abstracto, con letras mayúsculas y minúsculas y números romanos y árabes, pero resume su segundo gran principio, el de la descendencia con modificación. Lo explica a lo largo de varias páginas, y vuelve a mencionarlo varias veces. Vale la pena dedicarle un tiempo. Su carácter abstracto significa que los organismos en letras mayúsculas de la parte inferior pueden ser cualquier forma ancestral, y no se especifica el número de generaciones entre los huecos verticales: podrían ser mil, diez mil, o lo que la naturaleza necesite. El resultado es la estructura que se muestra en el tiempo XIV, con las relaciones que se indican en las etapas intermedias. Tiene en cuenta la extinción, y la evolución de organismos con diversos parentescos con las formas más antiguas y extinguidas. Sugiere que algunas formas sobreviven sin cambios durante largos períodos. Es la visión de Darwin del árbol de la vida, una impactante representación del mundo que los biólogos y paleontólogos aún siguen investigando.
El capítulo V del libro, «Las leyes de la variación», es el que se ha visto más modificado por la ciencia moderna. Darwin era el primero en reconocer que en sus tiempos se sabía muy poco de la herencia. Había leído la literatura existente y recopilado muchos ejemplos de variaciones hereditarias, hablando con su padre y mediante observaciones propias. Ahora distinguimos entre herencia «dura» y «blanda». A la herencia dura no le afectan los cambios que los organismos adquieren a consecuencia de los efectos del clima, los hábitos, el uso o desuso y los accidentes. La herencia blanda postula que los cambios de este tipo, adquiridos por el organismo adulto, pueden transmitirse a su descendencia. A esta herencia blanda solemos llamarla «lamarckiana». Es cierto que Lamarck utilizaba la herencia de caracteres adquiridos en sus teorías de la transmutación, pero la idea original no era suya. Fue enunciada en la Antigüedad, en los escritos de Hipócrates, y siguió dominando la biología y la medicina hasta finales del siglo XIX.
Darwin estaba ansioso por distanciarse de Lamarck, cuyas ideas sobre el cambio de las especies habían sido muy criticadas por Charles Lyell, entre otros. A Darwin no le gustaba el famoso ejemplo de Lamarck, según el cual el largo cuello de la jirafa es el resultado de muchas generaciones de jirafas estirándose para alcanzar las hojas altas de los árboles. Darwin quería que su teoría de la herencia tendiera al lado «duro», pero lo cierto es que utilizó el «uso y desuso» y reconocía que la aclimatación tenía un efecto en los organismos, que a veces parecía transmitirse. En ediciones posteriores del Origen fue aún más lejos por el camino de la herencia blanda, en respuesta a las críticas, y desarrolló una complicada teoría de la herencia que presentó en su posterior monografía La variación de los animales y las plantas bajo domesticación (dos volúmenes, 1868). Abandonó esta teoría, que él llamaba «pangénesis» cuando empezó a ser atacada.
Darwin se mostraba mucho más firme en la cuestión de la herencia en la primera edición del Origen, argumentando que la selección natural actúa sobre diferencias innatas y hereditarias, y admitía con franqueza que el tema no se conocía bien. Nunca se enteró de los trabajos de Gregor Mendel (1822-1884), cuya investigación sobre las pautas de herencia de las plantas se publicó en 1866 y se suele considerar la base de la genética moderna. Darwin mantuvo correspondencia con un discípulo alemán, August Weismann (1834-1914), cuyas ideas (casi todas desarrolladas tras la muerte de Darwin) sobre lo que Weismann llamaba «la continuidad del plasma germinal» son el fundamento moderno de la herencia «dura». En lo que sí insistía Darwin era en que su teoría de la evolución por obra de la selección natural no necesitaba ninguna teoría concreta de la herencia, solo que las variaciones se pudieran heredar. Como él lo expresaba, «cualquiera que fuese la causa de cada una de las ligeras diferencias entre los hijos y sus padres —y tiene que existir una causa para cada una de ellas—, tenemos motivos para creer que la continua acumulación de diferencias favorables es la que ha dado origen a todas las modificaciones más importantes de estructura en relación con los hábitos de cada especie».
En los cinco primeros capítulos, Darwin presentaba la esencia de su teoría. El resto del libro ampliaba las implicaciones y reforzaba su argumentación. En los capítulos VI y VII afrontaba las dificultades. Había pensado largo y tendido sobre ellas, agrupándolas en tres apartados, a saber: el problema de las formas de transición, la evolución de los órganos complejos y el instinto. El problema de las formas de transición le parecía en particular grave, ya que en todo el libro insiste en que el cambio orgánico es gradual. En más de una ocasión recurre al viejo adagio biológico Natura non facit saltum («La naturaleza no da saltos»). Tradicionalmente, se utilizaba en el contexto de la cadena de los seres o «escala natural» la doctrina según la cual la creación es tan completa que todo lo que puede existir existe. Era una manifestación del poder de Dios, y la doctrina de la cadena de los seres influyó en muchos de los primeros naturalistas, entre ellos Lamarck, el conde de Buffon y Carlos Linneo. Dicha teoría les fue muy útil a estos naturalistas, ya que aportaba una explicación al hecho de que los nuevos tipos de plantas y animales de zonas remotas del mundo pudieran ordenarse en grupos conocidos y familiares, y daba una demostración de la unidad de la Creación. Para Lamarck, aportaba además un marco para sus ideas sobre la modificación de las especies a lo largo del tiempo.
Para Darwin, la idea del «poco a poco» o gradualismo no era una teoría sobre el conjunto de la naturaleza, sino el mecanismo por el que esta (y la selección natural) produce cambios. En consecuencia, se vio obligado a afrontar la realidad de la existencia de especies biológicas en el presente y la ausencia de formas de transición en el registro fósil. Su propuesta se basaba en el efecto del aislamiento geográfico, en la maravillosa capacidad de los organismos para adaptarse a condiciones ecológicas concretas y en la sorprendente convergencia de adaptaciones en organismos de todo punto diferentes, como el vuelo en animales tan distintos como los peces y las ardillas, por ejemplo. En ese capítulo, y a lo largo de todo el libro, insiste en la veracidad del adagio enunciado por el eminente zoólogo francés Henri Milne-Edwards (1800-85): «La naturaleza es pródiga en variedad, pero tacaña en innovación». En el mundo real, esto significa que la selección natural solo puede actuar sobre lo que tiene a mano. Darwin rechazaba la idea lamarckiana de que la necesidad o la voluntad (besoin) de los organismos desempeñe un papel en su evolución en ciertas direcciones. Las complejas adaptaciones que observamos por todas partes en la naturaleza son el resultado de las sutiles relaciones ecológicas que los organismos experimentan y de la eliminación de los que están peor equipados para la lucha por la vida.
El problema de cómo pueden formarse «poco a poco» órganos complicados, como el ojo, lo llevó directo al mundo de la teología natural. Aunque la historia de la idea de que la creación está tan perfectamente organizada que implica la existencia de un creador (el «argumento del diseño») se remonta a la Antigüedad, la tradición teológica-natural tenía mucho peso sobre todo en Gran Bretaña. Desde John Ray (1627-1705), pasando por William Paley (1743-1805), hasta los autores de los famosos Tratados de Bridgewater en la década de 1830, la teología natural ejercía una poderosa influencia en las ideas sobre la naturaleza. Era la tradición en la que Charles Darwin se había formado hasta la madurez, la que le enseñaron sus profesores de Cambridge. En cierta ocasión confesó que, solamente con pensar en el ojo, le entraba un sudor frío. Cuando se puso a redactar el Origen, su largo quebradero de cabeza acerca de los orígenes del diseño se había resuelto solo. Argumentó que sus teorías podían predecir los tipos de adaptaciones que se encuentran por toda la naturaleza. Los organismos incapaces de adaptarse a la lucha por la existencia perdían la carrera y acababan extinguiéndose. Las adaptaciones eran justo lo que cabría esperar, dados el riguroso principio maltusiano y la selección natural.
Darwin decidió utilizar su vieja pesadilla, el ojo, como ejemplo de órgano complejo y muy adaptado. Era el caso más difícil de demostrar, pero señaló las numerosas gradaciones de sensibilidad a la luz que se pueden encontrar en la naturaleza, y lo variables que eran las estructuras y funciones de los ojos en el reino animal. Además, algunos organismos cavernícolas, que no utilizan ojos, poseían rudimentos de dichas estructuras, lo que indicaba que habían evolucionado a partir de antecesores antiguos que tenían ojos. La adaptación es un proceso dinámico y continuo.
Las mismas estrategias pueden observarse en los otros ejemplos de Darwin sobre los problemas de su teoría: el instinto y los órganos poco utilizados. Al primero le dedicó un capítulo entero. La cuestión del instinto lo llevó a los insectos sociales, que todavía influían en el pensamiento evolutivo de la época. Consideró las curiosas relaciones entre las hormigas obreras, asexuadas y estériles, y la complicada vida social de las abejas, con sus panales y su división del trabajo. Estas notables adaptaciones se podían explicar mediante la selección natural, que también daba sentido a los curiosos patrones que se observan en grupos muy unidos. Darwin reunió muchísimo material acerca del instinto, un tema que sin duda lo fascinaba. Hacia el final de su vida, cedió el material no utilizado a un joven colega, George John Romanes (1848-1894), que publicó monografías sobre la inteligencia animal y la evolución mental.
Los últimos capítulos del Origen contemplan algunas de las implicaciones de mayor alcance de las teorías de Darwin. Su comentario sobre la hibridación reforzaba la idea de que las variedades bien definidas eran especies incipientes, que los cruces entre especies muy próximas solían ser (aunque no siempre) estériles, y que esto era de esperar, en el contexto de su teoría general. Señaló que la mayoría de los cruces híbridos son artificiales, y se dan en plantas y animales domésticos, pero que en la naturaleza hay muy pocos casos de reproducción interespecífica.
En la exposición del registro geológico y sus imperfecciones, Darwin volvió al terreno de Lyell, recordando a sus lectores que solo se ha estudiado una minúscula parte de los estratos fosilíferos del mundo; pero, como siempre, añadió al informe sus propios comentarios. De manera similar, en los capítulos sobre la sucesión geológica de los seres orgánicos y sobre la distribución geográfica de animales y plantas, repetía un argumento constante: que muchísimos fenómenos podían explicarse a partir de los principios generales de su teoría, y que era científicamente estéril suponer que las cosas de la naturaleza son como son simplemente porque fueron creadas así. Al hablar de la distribución geográfica, nos encontramos con un Darwin en plena forma en Down House, que pone semillas en remojo en agua de mar para ver cuánto tiempo podían estar sumergidas y aun así germinar, o introduce un pato en su acuario para demostrar que los moluscos de agua dulce se adhieren a sus membranas, y de este modo pueden propagarse. Recogió fango de los estanques y contó pacientemente el número de plantas que germinaban a partir de una taza de fango (537 en 175 gramos de fango). Su capacidad para hacer experimentos sencillos en circunstancias domésticas corrientes era infinita, y dichos experimentos se ponían al servicio de cuestiones de mayor envergadura.
Sencillos experimentos caseros, aguda observación, mucha lectura y mucha reflexión: estos atributos lo habían convertido en un naturalista destacado, e impregnan los últimos capítulos de su libro. Y donde más se aprecian estos atributos es en el penúltimo capítulo, que trata de la clasificación. Clasificar las plantas y los animales ha sido una de las principales preocupaciones de los naturalistas desde Aristóteles y aun antes. Tenemos que encontrarle sentido al mundo y saber con qué clase de animales y plantas estamos tratando. Esta imagen básica se encuentra plasmada muy expresivamente en los capítulos iniciales del Génesis, donde una de las primeras tareas de Adán es poner nombre a las plantas y los animales del Edén. La filosofía que rige los intentos taxonómicos nos dice mucho sobre las intenciones y los valores de los que llevan a cabo la clasificación. Surgieron dos métodos generales: el «artificial» y el «natural». Los sistemas artificiales eran pragmáticos, ideados para dar sentido a la multiplicidad de organismos, y servían como guía aproximada, basada en una sola característica o en unas pocas: por ejemplo, las estructuras de las partes reproductoras de las plantas con flores, o las formas de los sistemas nerviosos de los animales que poseen tales sistemas. Los sistemas «naturales» pretendían ir más allá y mostrar las verdaderas relaciones de parentesco entre grupos de seres vivos (y la posición de grupos similares en el registro fósil). Había un consenso general en que el nivel de «especie» era el más importante: según la doctrina de la creación especial, este era el nivel en el que actuaba Dios. Explicaba por qué las especies son por lo general fértiles cuando se aparean dentro de su propio grupo, y no cuando lo hacen fuera. La naturaleza esencial de la especie mantenía estable el mundo.
Darwin se dio cuenta de que las clasificaciones naturales requerían la dimensión del tiempo. En los primeros capítulos había expuesto la naturaleza contingente de la especie biológica, que depende del tiempo. En su opinión, las variedades bien definidas eran especies incipientes, y los desconcertantes fenómenos de la hibridación eran lo que cabía esperar. La única clasificación natural verdadera tenía que ser cronológica: los miembros de un mismo género descienden de un antepasado primordial común. De hecho, se atrevió a sugerir que todos los organismos vivos están en cierto modo emparentados entre sí, porque todos descienden de dos o tres (o tal vez solo una) formas ancestrales. El árbol de la vida no era ni más ni menos que el producto de las lentas acciones de la selección natural, prolongadas durante millones y millones de años. Y lo expresó de forma memorable: «La ascendencia común —la única causa conocida de la similitud entre seres orgánicos— es la conexión que nuestras clasificaciones nos revelan, parcialmente oculta por varios grados de modificación». La ascendencia común: con esta maravillosa frase, Darwin resumió la esencia de su visión de la vida y de las relaciones entre los organismos pasados y presentes.
El último capítulo del libro de Darwin, «Recapitulación y conclusión», era un tour de force. Dedica la debida atención tanto a su inseguridad como a su firme confianza. Repite las dificultades de su teoría, aunque aquí se extiende durante seis páginas, en comparación con las más de dieciocho en las que argumenta una vez más cuantísimas cosas pueden explicarse aplicando sus doctrinas de ascendencia común y selección natural. Y aquí aparece su única mención de la evolución humana: «Arrojará luz sobre el origen del hombre y su historia». Los lectores atentos ya habrían sospechado que Darwin creía que los seres humanos formaban parte del mundo natural que estaba describiendo. Para empezar, hasta esta críptica alusión, nunca había excluido a la humanidad de su estudio. Una mención de pasada a la obra del geólogo Leonard Horner (1785-1864) había situado la civilización humana en Egipto hace 13.000 o 14.000 años, mucho antes de lo que aceptaban los historiadores tradicionales. Puede que de manera implícita, pero los seres humanos estaban incluidos en el Origen.
En el último capítulo leemos también parte de la mejor prosa de Darwin. El último párrafo es uno de los grandes momentos de la escritura científica. Es la declaración de un hombre con una confianza suprema en que tiene algo importante que decir, y nos recuerda que la visión darwiniana de las interconexiones de la vida no es una simple exposición de la evolución biológica, sino también una visión madura de lo que ahora llamamos ecología. «Basta con conectar», escribió el novelista E. M. Forster.[14] Darwin lo conectó todo en su «enmarañada ribera».
Después del Origen
Cosa insólita en un libro científico, la edición del Origen se vendió por entero el día mismo de su publicación, el 24 de noviembre de 1859. Esto no quiere decir que la gente hiciera cola para conseguir un ejemplar, sino que los libreros encargaron toda la tirada al editor, John Murray. Pero la gente compró el libro bastante deprisa, y en enero de 1860 se publicó una reimpresión o segunda edición, que incorporaba algunas correcciones menores. La nerviosa anticipación de Darwin se vio compensada: sus ideas no caían en terreno baldío. El libro tuvo muchísimas reseñas, y la vida de Darwin cambió para siempre.
Las reseñas se parecían bastante a lo que él había previsto. Huxley lo elogió en el Times, y muchas de las críticas reconocían su importancia. Darwin había invertido mucha energía emocional e intelectual en lo que sabía que era su mayor contribución a su disciplina elegida. Distribuyó muchos ejemplares y escribió ansiosamente a numerosos de sus amigos y colegas. Lo más probable es que en el fondo supiera cuáles iban a responder positivamente. La reacción de Hooker, Huxley, John Lubbock (1834-1913), Hugh Falconer (1808-1865) y otros muchos, menos conocidos, fue de admiración. Lo mismo hizo Wallace. Lyell lo apoyó, aunque más adelante salieron a la luz sus dudas. Su primo Francis Galton (1822-1911) declaró que la lectura del Origen había cambiado por completo la dirección de su carrera. A un plano tal vez más mundano, Darwin empezó a recibir apoyo de naturalistas y biólogos que hasta entonces no conocía. Las traducciones al alemán y al francés introdujeron sus ideas en el Continente, y el naturalista alemán Fritz Müller (1822-97) escribió un libro titulado simplemente Für Darwin («Para Darwin»). Una nueva generación de biólogos y paleontólogos iba a crecer con las ideas de Darwin y a reconocer lo mucho que habían servido de guía en sus investigaciones en las ciencias de la vida y la tierra.
Es significativo que surgieran bastantes personas que argumentaban que ellos habían tenido las mismas ideas que el científico antes que él. Esto le indujo a escribir, para la tercera edición, una introducción histórica que se incluye en esta edición. No es tanto una crónica comedida de la «evolución antes de Darwin» como una reacción a la acogida de su libro por parte de sus contemporáneos. La escribió a partir de sus propias fuentes, que por supuesto incluían numerosas lecturas, y, a pesar de sus sentimientos posesivos acerca de su gran contribución, era también un hombre muy generoso. El Origen es una exposición maravillosamente honesta de su visión de la evolución del mundo vivo.
El más espectacular de los episodios iniciales de la acogida del libro de Darwin tuvo lugar en Oxford, en una reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, el 30 de junio de 1860. (Darwin estaba enfermo y se encontraba en un balneario en aquellos momentos.) Se debatió en público el Origen, en una sala abarrotada, siendo los dos contrincantes Samuel Wilberforce (1805-73), obispo de Oxford y uno de los mejores polemistas de su época, y Thomas Henry Huxley, amigo de Darwin. Wilberforce, que tenía conocimientos científicos, había sido incitado por uno de los más vociferantes adversarios de Darwin, el biólogo Richard Owen (1804-1892). A pesar del carácter público de la sesión y de la multitud de asistentes, solo existen crónicas retrospectivas del debate. Se dice que Wilberforce le preguntó a Huxley si, de acuerdo con la teoría de Darwin, descendía del mono por parte de su abuela o de su abuelo. Huxley replicó que aquellas preguntas tan frívolas estaban fuera de lugar en un debate científico serio y que, por su parte, prefería descender de un mono a rebajarse a utilizar semejantes tácticas.
No cabe duda de que el enfrentamiento fue muy sonado, pero también revela un detalle importante. Desde el principio mismo, las implicaciones que las teorías de Darwin tenían respecto a la evolución humana condicionaron las reacciones a su trabajo. En muchos ambientes no se aceptaba que la humanidad hubiera tenido como antepasado un mono. Pero lo cierto es que tanto Huxley como Wilberforce habían entendido mal el verdadero argumento darwinista: no descendemos de los monos. Más bien, todos los primates —monos, simios y seres humanos— han tenido antepasados comunes. Los simios son nuestros primos, no nuestros abuelos. Y si recordamos la insistencia de Darwin en la ascendencia común, unos primos muy cercanos. Pero en la visión darwiniana del árbol ramificado de la vida, las especies actuales no son los antepasados de otras especies actuales. Tanto Wilberforce como Huxley habían pasado por alto las importantes dimensiones del tiempo y del cambio en la visión darwiniana de la historia de la vida.
Como es bien sabido, Darwin desarrolló luego sus opiniones sobre la evolución humana en dos importantes obras: El origen del hombre y de la selección en relación al sexo (2 vols., 1871) y La expresión de las emociones en los animales y en el hombre (1872). Junto con la obra en dos tomos La variación de los animales y plantas bajo domesticación (2 vols., 1868), este par de importantes trabajos completaban los temas que había abordado en el Origen y en sus cuadernos de notas de dos décadas antes. Gracias a una serie de sucesos fortuitos, cuando Darwin publicó El origen del hombre había ya numerosas evidencias de la antigüedad de la humanidad. El descubrimiento de huesos y utensilios humanos en estratos y cuevas que contenían restos fósiles de animales extinguidos demostraba que en Europa habían vivido grupos humanos durante muchos miles de años. Y en la década de 1850 se descubrieron también las primeras muestras de restos de neandertales. En aquella década quedó bien establecida la antigüedad de la especie humana. Con la publicación de The Geological Evidence of the Antiquity of Man, de Lyell, y Man’s Place in Nature, de Huxley, ambos editados en 1863, la especie humana entró en el juego, como si Darwin no la hubiera hecho entrar ya por implicación.
Muchas personas religiosas reconocieron que las pruebas de Darwin podían ser auténticas y que, por tanto, había que reconsiderar todo el asunto. A numerosos clérigos, entre ellos el reverendo Baden Powell (1796-1860) y el reverendo Charles Kingsley (1819-1875), la obra de Darwin les pareció convincente y no les costó acomodarla en sus creencias religiosas. La relación entre la fe religiosa y la teoría evolutiva ha sido un tira y afloja y sigue siéndolo incluso en nuestros días, cuando el creacionismo y la doctrina del «diseño inteligente» son ideas de gran peso, sobre todo en Estados Unidos y en los países musulmanes. También las creencias religiosas del propio Darwin han sido objeto de un gran escrutinio histórico. Se crió en una familia que solo era religiosa teóricamente; su padre era lo que T. H. Huxley llamaría tiempo después un «agnóstico». Probablemente, Darwin todavía fuera religioso en el sentido convencional en sus años en el Beagle, pero seguro que empezó a albergar dudas acerca de los matices del cristianismo en las décadas de 1830 y 1840. En cambio, su esposa Emma era una auténtica devota, y las diferencias religiosas que surgieron entre ellos dieron lugar a algunos conflictos. El Origen mantenía las apariencias de la fe convencional, pero tenía también un mensaje laico, y estaba escrito por un hombre que ya era agnóstico en la práctica, aunque la palabra aún no se hubiera inventado. Pero muchos comentaristas, tanto en vida de Darwin como después, han insistido en que la ciencia y la religión se ocupan de dos campos distintos de la experiencia humana, y por tanto son reconciliables.
Darwin fue muy sincero acerca de sus ideas religiosas en su Autobiografía, que escribió para su familia y que solo se publicó entera en tiempos modernos. De manera instintiva, era muy celoso de su intimidad, pero el Origen lo convirtió en una personalidad pública. Al final de su vida era el científico más famoso de Inglaterra, conocido en el mundo entero. Su correspondencia aumentó de manera espectacular, y respondió con cortesía, aunque con firmeza, a las ofertas de desconocidos de todo el mundo. Siguió siendo más o menos el de siempre: un hombre dedicado a las rutinas de Down House. Tuvo algunos períodos de esplendor en los que su salud se mantenía razonablemente estable, y siguió escribiendo nuevos libros con regularidad, además de revisar los anteriores. En total hubo seis ediciones del Origen y dos de La variación y del Origen del hombre.
Además de estos tres títulos que contienen sus ideas evolutivas, en sus libros posteriores publicó muchas de las investigaciones que llevó a cabo en sus jardines e invernaderos de Down. Eran temas más ligeros, del tipo que gusta a los jardineros. Incluían estudios sobre los hábitos de las plantas trepadoras, los efectos de la autofecundación y la fecundación cruzada en las plantas, la manera como las orquídeas son polinizadas por los insectos y los efectos de las lombrices de tierra en la formación del suelo. Carecían del gran alcance teórico de sus obras más famosas, pero demostraban que sus capacidades de observación seguían intactas a pesar del paso de los años, y todos ellos contribuyeron a su visión ecológica de la evolución. En todo momento traslucen el ilimitado entusiasmo de Darwin por saber cómo funciona el mundo y demuestran lo mucho que había por descubrir en un jardín rural inglés.
Cuando falleció, en 1882, Darwin había sido testigo de cómo su apellido y las palabras «darwinista», «darwinismo» y sus derivados se incorporaban a la mayoría de los idiomas europeos. Sus ideas habían sido aceptadas en muchas disciplinas, incluida la de las ciencias sociales. Trabajando de manera independiente de Darwin, Herbert Spencer (1820-1903) utilizó la evolución como base de toda una serie de obras sobre filosofía, psicología, sociología y antropología. Lo que se llegó a conocer como «darwinismo social» era en realidad «spencerismo social», ya que fue Spencer quien llevó al extremo su doctrina de la supervivencia del mejor adaptado, en la vida social y nacional. Darwin nunca manifestó mucho interés por la política, y en una ocasión se prohibió a sí mismo el uso de las palabras «superior» e «inferior» al escribir sobre plantas y animales. Siempre insistió en que la selección natural no produce un mundo perfecto, sino simplemente un mundo donde algunos organismos sobreviven porque están mejor adaptados que los que perecen. La naturaleza despilfarra mucho y puede parecer muy cruel, pero, por medio de la selección natural, ha dado lugar al mundo que habitamos.
A pesar de las radicales implicaciones de sus ideas, Darwin se convirtió en una personalidad muy ilustre en vida. En un acto final de duelo colectivo tras su fallecimiento, se lo enterró en la abadía de Westminster, el lugar de reposo de muchas de las grandes figuras de Inglaterra. Él había querido que lo enterraran en su querido pueblecito, Downe.
La pervivencia de los grandes temas del Origen
El libro de Darwin estableció la evolución biológica como teoría científica creíble. No todo cambió en la biología en 1859, y muchos naturalistas siguieron trabajando a su manera. No obstante, las ideas de Darwin se convirtieron en el paradigma en que tenían que enmarcarse las interpretaciones alternativas del mundo vivo, presente y pasado. Aportó tanta información sobre el tema, tanta reflexión concienzuda y tantos ejemplos en los que sus interpretaciones tenían sentido que era imposible no tenerlo en cuenta.
El conjunto de las ideas darwinianas dio origen a la biología evolutiva moderna. Los componentes individuales de su marco teórico recibieron distintas acogidas y distinta suerte. Con intención de demostrar su importancia incesante, voy a considerar brevemente cada una de las cuatro partes de su teoría.[15]
DESCENDENCIA CON MODIFICACIONES
Esta idea está ilustrada en el esquema (véase comentario p. 193), y describe la estructura y las consecuencias del cambio evolutivo, sin especificar las causas. Argumenta que los miembros de una especie concreta descienden todos de un antepasado primordial, mediante un largo proceso de cambio y adaptación. El modelo de Darwin inspiró numerosas investigaciones paleontológicas a finales del siglo XIX, y a partir del registro fósil se elaboraron los árboles genealógicos de muchas especies vivas. En Norteamérica había cuantiosos yacimientos ricos en fósiles, con los que se hicieron muchos trabajos importantes, a cargo de científicos americanos y europeos. El propio Huxley se dedicó a la familia del caballo: los caballos modernos no eran oriundos del Nuevo Mundo, pero allí se habían encontrado formas ancestrales, que permitieron construir una historia completa de esta importante especie, de gran interés para Darwin. El árbol de la vida que Darwin