INTRODUCCIÓN
1. Catulo: mágico y corrosivo
Si entre los cientos de poetas que he leído, atracado e interrogado por el ángel exterminador, tuviera que elegir un solo maestro como el genio que más ha influido en mi poesía, no lo dudaría: elegiría a Catulo. Es inmensa la deuda poética que, en su día, contraje con Yorgos Seferis —dicho a vuelo de ovni, el T. S. Eliot griego y, por tanto, un poeta criptorreligioso. Nunca me había dado cuenta de que Seferis es un poeta succionado por el Libro de Job, y por sus bíblicas secuelas y precuelas, hasta veinte años después de haberlo dejado de leer. En aquellos versos había chiquillos disfrazados de ángeles y campanillas del campo que, junto con los lirios y las amapolas, bendecían a Dios porque Él había creado, sin un solo error, el universo. Cuando un ejemplar de Ta Ápanda (Poesía Completa) de Seferis cayó en mis manos en la librería Kauffmann de la calle Stadíu empecé a levitar. Sin lugar a dudas, Catulo y Seferis tienen un vínculo subterráneo que los une, como demuestra el humor malicioso de estos versos de Seferis, que bien podría haber escrito Catulo: «Las monocotiledóneas / y las dicotiledóneas / florecían en el campo...». Asimismo, el verso de Seferis «una gota de sangre la prefiero a un vaso de tinta» sintetiza la esencia misma de la sanguínea poesía de Catulo, que, después de dos mil años, sigue viva y, sobre todo, en los siglos XX y XXI, ha revitalizado los versos de muchas docenas de poetas del mundo occidental.
¿Quién no ha disfrutado y aprendido mucho leyendo la poesía de César Vallejo? Su sabiduría poética es inconmensurable, como las arenas africanas de Cirene, la patria del poeta Calímaco, el maestro de Catulo. No obstante, con un poeta nieto de un sacerdote, no es posible aprender a blasfemar. Pero, a quien lo desee, Catulo le enseña a hacerlo. Bastaba con leer este verso: glubit magnanimi Remi nepotes («se la mama a los nietos del magnánimo Remo»), en el que habla de su amada Lesbia, que lo ha abandonado, y se dedica a triunfar en felaciones con un equipo de —literalmente— doscientos romanos. Ese texto de escarnio absoluto a Remo —con la ironía más feroz lo llama «magnánimo» —era en Roma, para creyentes hipersensibles, una blasfemia salvaje. Y digo que bastaba con leer este verso, pero ya no es así porque el filólogo Calphurnius ha enmendado su lectura y parece que hay que escribir glubit magnanimos Remi nepotes («se la mama a los nietos magnánimos de Remo») y el texto ahora se queda en una irreverencia.
Mi helicóptero con matrícula del Vaticano empezó a aterrizar cuando descubrí la poesía de Luis Cernuda, que era materialista, homosexual y, como mínimo, agnóstico, según descubrió al instante, con su olfato infinito para la impiedad, T. S. Eliot, poeta galardonado con el Premio Nobel y alto cargo en la editorial británica Faber & Faber. Eliot, por tanto, rechazó la publicación de la traducción al inglés de la poesía de Cernuda. Eliot era coherente: tampoco le gustaba la obra del materialista Goethe. Y, unos años después, informó muy favorablemente a la Academia sueca sobre la inmensa calidad de la poesía y de la prosa de Seferis, algo totalmente cierto, y Seferis fue galardonado con el Premio Nobel de literatura.
La asidua lectura de la obra poética de Jaime Gil de Biedma, que, sin la de Catulo, no habría escrito la poesía que escribió, según la sapientísima opinión de Pere Gimferrer, me dio la mejor lección a la hora de escribir un poema. Gil de Biedma escribió: «Un poema tiene que tener la sensatez de una carta comercial». También, en una ocasión, me dijo: «Catulo es mejor poeta que Horacio, ¿no?» Y, como me tomé dos segundos para responder y él era tan bueno en formular preguntas como en responderlas, añadió: «Horacio no dice nada. No dice nada, ¡pero esa nada cómo la dice!». Y así es. Horacio no dice nada. Pero, siempre que veo un monte nevado, al instante recuerdo estos versos: «Vides ut alta stet nive candidum / Soracte...?» (¿Ves cómo el Soracte se alza blanco de espesa / nieve...?). ¡Qué maravilla esa nada de la poesía de Horacio! Y, por cierto, Flaubert se planteó escribir una novela sobre la nada: un sueño flaubertiano que pusieron en práctica en sus textos los novelistas del nouveau roman. Estaba claro que el poeta latino que había marcado a Gil de Biedma era Catulo porque nos enseña a partir de nuestra propia experiencia y, borrando las huellas personales, elevarla al nivel de experiencia general trascendiendo el empedrado de nuestro patio particular. Y es justo eso lo que hizo Gil de Biedma con su poesía.
Oí por primera vez el nombre de Catulo a los quince años, en una clase de latín del seminario metropolitano de Pamplona. Guardo un recuerdo maravilloso de aquel profesor de latín, don Gregorio Pérez de Zabalza, con quien aprendí —en sus clases tan magistrales como alegres y con muchas traducciones del latín al castellano y del castellano al latín— una sintaxis latina a fondo. Para valorar la importancia de la mención de Catulo en una clase de un seminario hay que tener en cuenta que, por ejemplo, en los colegios de jesuitas, donde a lo largo de la historia se ha enseñado mucho latín, Catulo y todos los humoristas latinos con textos eróticos geniales como el Satiricón de Petronio, Epigramas de Marcial o El asno de oro de Apuleyo, estaban prohibidos.
En su inmortal poema «Verlaine», Rubén Dario se refiere al poeta francés como «Padre y maestro mágico, liróforo celeste». Darío reúne en un verso los elementos más nobles para describir un poeta que ha marcado su vida y su poesía: «padre, maestro, portador de la lira, celeste». A la hora de dirigirme a Catulo, con los dos milenios que nos separan, nunca podría llamarle «padre». En cambio, el epíteto de «maestro» le describe perfectamente. Catulo fue «liróforo» en el sentido más estricto de la palabra porque se educó con los poetas alejandrinos que leyó y asimiló, como Rubén Darío hizo con la poesía simbolista francesa y renovó la poesía en lengua española. También Catulo es un poeta «celeste». Pero, en su caso, es preciso añadir también el epíteto de «infernal». Su poema más célebre es este epigrama: «Odio y amo. Quizá preguntas por qué lo hago. / No lo sé, pero siento que es así y me torturo». Este dístico es una descripción exacta de la naturaleza humana. Cela puso como epígrafe de su novela Oficio de tinieblas 5, que a Francisco Umbral le gustaba mucho —una opinión que comparto— este epigrama de Catulo y añadió tras los dos versos de «Odio y amo...»: «Esto no es un libro sino la purga de mi corazón».
Catulo amó, disfrutó la vida, sufrió el abandono de la mujer amada, a quien llama Lesbia en homenaje a Safo, nacida en la isla de Lesbos; e insultó a sus enemigos con un humor salvaje, heredado de Arquíloco, el primer poeta del mundo occidental, que, en el siglo VII a.C., atacó fieramente a su padre. El amor, el odio y los insultos, como válvula de escape a una profunda frustración, son marcas distintivas de la poesía de Catulo. Y también lo son el canto al amor y al sexo, incluido el amor homosexual, unos maravillosos diminutivos, que tanto disfruté en Atenas hablando griego moderno, el idioma por excelencia de los diminutivos, y el anhelo del perfeccionismo poético. Estas características me han hecho considerar a Catulo como un maestro supremo. Catulo nos da la lección de que debemos aspirar a escribir poemas que sigan vivos, como mínimo, durante dos milenios.
2. Vida de Catulo, h. 84 a. C. - h. 54 a. C
Gayo Valerio Catulo nació en Verona, ciudad de la Galia Cisalpina, en el año 87 a. C., según la Crónica de san Jerónimo. El santo basó su información en el historiador Suetonio y quizá también en Cornelio Nepote, amigo del poeta. En latín el término Galia engloba un territorio delimitado por los Alpes, los Pirineos, el Océano y el Rin. A partir del 66 o 65 a. C., Catulo pasó a residir en Roma, donde algunos ciudadanos originarios de la Galia Cisalpina —el historiador Cornelio Nepote, Cecilio, el poeta G. Helvio Cinna— lo pusieron en contacto con la élite política —César, Pompeyo, Catón— y con la élite literaria del momento —Cicerón y los poetae novi, los poetas «novísimos», que renovaron la poesía latina. Cicerón perteneció a las dos élites: la política y la literaria. Catulo fue hijo de una familia acomodada que acogía en su casa a César en su paso por Verona. La familia también tenía una casa de campo en Sirmión (poema 31) y el poeta, además de su casa en Roma, poseía otra residencia en Tívoli (poema 44), lugar de veraneo de la alta sociedad romana. Catulo vivió un apasionado amor con una mujer casada, una de las tres hermanas del tribuno P. Clodio. A la mujer de aquel amor feliz, y luego envenenado, la llamó en sus poemas Lesbia. Entre los años 57 y 56 viajó a Bitinia, un territorio del noroeste de Asia Menor —hoy Turquía— de origen tracio, en el séquito del propretor G. Memmio contra quien lanza improperios puesto que el poeta no logró en ese viaje, como era su deseo, triunfar en corrupción.
Catulo vivió la tragedia de la muerte de su hermano en Troya en fecha que ignoramos. Esta muerte la relata, con profundo dolor, en los poemas 64, 65, 68A, 68B y 101. Compuso una colección de poemas que fue publicada en Roma no antes del año 54. Según san Jerónimo, Catulo murió en el año 57, a la edad de treinta años. No obstante, la fecha es errónea porque se sabe que el poeta todavía se encontraba en Roma en el año 55. Además, en sus versos menciona las campañas de César en la Galia y Germania del año 55. Catulo hace también referencia al segundo consulado de Pompeyo, ejercido en el 55. Aceptando como cierto el dato de los treinta años de vida de los que habla san Jerónimo, se suele dar, por tanto, el año 84, como la fecha de nacimiento, y el año 54, como fecha de la muerte del poeta. Asimismo, se da como dato seguro que la muerte de Catulo debió de acaecer antes del año 32 por una mención de Cornelio Nepote en su biografía de Ático (12.4). Catulo dedicó —con cariño e ironía, marca suprema de la casa— sus poemas a Cornelio Nepote, que, señalándole con su ejemplo el camino al historiador británico Arnold J. Toynbee, escribió una historia universal en tres volúmenes titulada Chronica.
3. Liber Catulli Veronensis («Libro de Catulo de Verona»)
La Poesía completa de Catulo reúne los poemas numerados del 1 al 116. Pero los poemas apócrifos 18, 19 y 20, que, por tanto, no encontrará el lector en esta edición ni en ninguna otra que sea rigurosa, fueron suprimidos del texto de Catulo en la edición de K. Lachmann de 1829. Así pues, la Poesía completa reúne 113 poemas y tres fragmentos.
En diez páginas magistrales, Antonio Ramírez de Verger ha resumido lo que docenas de sabios filólogos han investigado sobre la poesía de Catulo y cuyas conclusiones se recogen en este prólogo. Otro caso de excelsa erudición es el de José Carlos Fernández Corte, que, durante décadas, ha estudiado las obras de cientos de filólogos, antropólogos, sociólogos y veterinarios de todos los países del mundo, incluidos Japón, Tailandia y Myanmar.
La Poesía completa de Catulo está dividida en tres bloques. El primero, del 1 al 60— son poemas breves, escritos en endecasílabos y otros metros líricos, salvo los tres apócrifos mencionados. Sus temas y estilo son variados. Tratan sobre asuntos de la vida diaria, que incluyen amores, amistades exaltadas, enemistades feroces, sátiras, ataques políticos e incluso un himno a Diana, que, por cierto, Horacio imitó para su propio beneficio.
El segundo bloque, del 61 al 64, son poemas largos. El poema 61, compuesto por 235 versos, es un epitalamio para un amigo. El 62, formado por 66 versos, es otra canción de bodas. El 63, de 93 versos, está considerado por algunos sabios como un extraordinario dechado de métrica, escrito en galiambos. En castellano tenemos la sextina «Apología y petición», de Jaime Gil de Biedma, que es otro prodigio de métrica. Como ya nadie escribe galiambos, probablemente nadie escribirá una sextina. El 63 relata la leyenda de Atis, un joven que, en un ataque psicodélico por la diosa Cibeles, se castró a sí mismo. El 64, formado por 408 versos, es un «epilio» — diminutivo griego de epos, «canto» en la poesía épica y, por tanto, «cantito». El 64 es una composición épica breve sobre las bodas de Tetis y Peleo, que relata, sobre todo, la leyenda de la cretense Ariadna, hermana del minotauro, y abandonada por Teseo. El 65, 66, 67, 68 son poemas elegíacos de 24, 94, 48 y 160 versos respectivamente. El 66 es una traducción del poema La cabellera de Berenice de Calímaco.
El tercer bloque, que abarca del poema 69 al 116, reúne un conjunto de epigramas escritos en dísticos elegíacos sobre una extensa muestra de temas. El «dístico», como su nombre indica, es un poema de dos versos: un hexámetro —un verso de seis pies métricos— y un pentámetro — un verso de cinco pies menos kilométricos.
4. La poesía de Catulo
Catulo fue un poeta muy leído por los autores latinos y definido como doctus («docto», «culto») —el adjetivo que más se repite— por Ovidio, Tibulo y Marcial. También es calificado como lascivus («lascivo»), argutus («ingenioso»), facundus («elocuente»), tener («tierno»), urbanus («urbano» o «mundano» por oposición a «rústico») y lepidus («con gracia», «elegante»). Arturo Soler Ruiz es otro filólogo que relata magistralmente este asunto. Hasta el siglo XX, ha habido dos Catulos: uno, el poeta de los poemas largos —del 61 al 68—, al que tan bien podría calificarse de docto; y otro, el de los poemas breves —del 1 al 60 y del 69 al 116—, que bien podía ser calificado como lascivo, ingenioso, tierno, urbano y gracioso.
Esta división de nuestro autor en dos Catulos es similar a la errónea separación de un solo poeta en dos Góngoras: el célebre «príncipe de la luz» y «príncipe de las tinieblas», establecido por Menéndez Pelayo y que Dámaso Alonso, siguiendo los pasos del mexicano Alfonso Reyes, y el resto de la generación del 27, diluyó para bien de los lectores. Y, en ambos casos, se debatía el carácter docto del poeta, como en los poemas mencionados y, por tanto, se imponía su alejandrinismo. En cambio, no se le considera como tal en los poemas breves. Igualmente Góngora era solo un poeta culto en el Polifemo y las Soledades, pero no lo era en su poesía de corte popular (romances y letrillas).
Nunca se insistirá lo suficiente en lo difícil que es leer bien y la prueba es que críticos excelentes —algunos de ellos además son magníficos poetas, novelistas o dramaturgos— incurren en errores de gravísimo bulto. En los casos de Catulo y Góngora tenemos dos ejemplos supremos de esta dificultad de lectura. Ambos también son poetas cultos en esa parte de su poesía que se califica como ligera y popular.
Como ocurre siempre en un escritor digno de este nombre, la tradición literaria de su lengua está presente en su obra. En Catulo influyeron el poeta satírico Lucilio —el creador de la sátira latina— y Levio, el autor de Erotopaegnia («Juegos de Eros»), un poeta en la misma línea que los neotéricos.
Como buen discípulo de Calímaco, que difamaba a los discípulos de Homero, Catulo odia y satiriza a los de Ennio —poeta épico y discípulo a su vez de Homero—, como Volusio, cuyos Anales descuartiza en el poema 36. Calímaco dejó esta sentencia para la posteridad: «Libro grande, mal grande». Catulo se burla de Ennio, considerado el padre de la literatura latina por muchos romanos, pero recibe la influencia de los Anales, un poema épico escrito en hexámetros, del maestro al que satiriza. El comienzo del poema 64, escrito en hexámetros, como la Ilíada y la Odisea de Homero, es una mezcla de la Medea de Eurípides y de la Medea exul («Medea desterrada») de Ennio, autor también de tragedias y de comedias.
Como para tantos romanos cultos, el griego era para Catulo su segunda lengua y, por tanto, las fuentes griegas están muy presentes en su obra. Hallamos en ella huellas de Homero, Arquíloco, Hiponacte, Safo y Eurípides. Y también de la Antología Palatina, Calímaco, Apolonio y Teócrito.
Es injusto e insalubre afirmar que, en general, los escritores antiguos tenían una formación literaria muy superior a la que tienen los escritores modernos. Y es normal que así sea. Los escritores antiguos estudiaban retórica y partían de la imitación de sus predecesores. Y, por tanto, hacían los mejores cócteles de los textos de sus maestros. Pero hoy, claro, los escritores tenemos periódicos, y leer, a lo largo de los años, miles de páginas tan volanderas como ilustradas y escribir cientos de artículos suministra una formación retórica y una universidad del más alto nivel.
Catulo imita a Homero, como hará Virgilio para escribir su Eneida, pero, en lugar de utilizar a Homero como fuente única, mezcla el texto homérico imitado con el de otro autor o autores. El poema 60, que recoge una queja salvajemente lastimera, nos lleva a pensar en el lamento de Ariadna en el poema 64 (154-6) que tiene su origen en la Medea de Eurípides (1341-3; 1358-9) e Ilíada XVI 33-35.
El poeta griego Arquíloco, un genio de la injuria y autor de insultos inmortales a Neobula, Pasifila e incluso a su padre, marcó a fuego a Catulo, también superdotado para todo tipo de dicterios. Hiponacte de Éfeso (s. VI a.C.), muy dotado por Zeus para improperios tabernarios y finuras de prostíbulo, también se mueve en la línea del Catulo más crudo. Existe relación entre la obra de Hiponacte y Catulo, pero no consta que haya habido imitaciones. En cambio, Safo y Catulo, en el terreno del amor, son dos almas gemelas. El poema 51 es una traducción exquisita y muy fiel de Safo, salvo en la última estrofa en la que Catulo ya no traduce sino que se inventa otro argumento (Safo: 2 D).
A la hora de imitar a los trágicos —Esquilo, Sófocles, Eurípides—, apoyándose en la elección de los poetas alejandrinos, Catulo se decanta por Eurípides, con quien comparte su pasión por las emociones más fuertes. Las orgías que hallamos en el poema que dedica a Atis (63, 21-34) nos evocan las de Bacantes (20-64) de Eurípides. Del mismo modo, los lamentos de Ariadna (64, 180-183) nos hacen pensar en Medea (502-505).
La época helenística —del siglo IV a. C al I a. C.— produce toneladas de libros que, en su inmensa mayoría, no nos han llegado. A Catulo lo marcan los poetas de la Antología Palatina y, sobre todo, los poetas autores de epigramas. Se ha vinculado a Catulo con Calímaco, como si fueran dos almas gemelas, cuando no es mucho más inexacto decir que eran opuestos por el vértice. De Calímaco, Catulo traduce con gran libertad La Cabellera de Berenice, que es fuego puro y nos contagia su vehemencia. Calímaco, en cambio, es frío, aunque no tanto como nuestro Fernando de Herrera, el discípulo y extraordinario comentarista de Garcilaso. Pero Calímaco pule extremadamente los versos, estudia con denuedo, utiliza la ironía: estas cualidades tan positivas, Catulo las asimila y se convertirá en un poeta de extrema perfección formal, culto, y un genio de la ironía y de todas las variedades del humor. Catulo tiene una gran afinidad con Teócrito —maestro de Virgilio y poeta muy admirado por Luis Cernuda—, con Apolonio de Rodas y otros poetas bucólicos —Mosco y Bión—, que hoy podemos leer en la magnífica obra Bucólicos griegos, editada y traducida por Máximo Brioso.
5. Catulo en España
Es verdad que Marcelino Menéndez Pelayo fue en ocasiones, como escribió Luis Cernuda en su poema «Góngora», «El montañés henchido por sus dogmas». No obstante, cualquiera que lo lea caerá rendido de admiración ante los cientos de páginas sapientísimas y, por lo general, de escritura muy ágil y cargada de humor, sin excluir ese vitriolo que contagia la lectura de algunas encíclicas papales. También Menéndez Pelayo es el autor de un poema de homenaje a Horacio que comienza «Yo guardo con amor un libro viejo», que, a Borges, supremo lector, traductor, poeta, cuentista y ensayista —por este orden cronológico— le gustaba mucho.
En las páginas 8-100 del segundo volumen de su Bibliografía Hispano-Latina Clásica, como escribe Arturo Soler Ruiz, Menéndez Pelayo estudia las traducciones e imitaciones de Catulo en nuestra literatura. Juan Luis Arcaz Pozo, en su artículo «Catulo en la literatura española», publicado en el número 22 de Cuadernos de Filología Clásica, estudia la influencia de Catulo en España. Y Norberto Pérez García publica su documentado artículo «Catulo y los poetas españoles de la segunda mitad del siglo XX» en Cuadernos de Filología Clásica, Estudios latinos, nº 10.
Arcaz Pozo concluye en su artículo que la influencia de Catulo en España es moderada. No es comparable a la influencia de Virgilio, Horacio, Ovidio y Marcial. Las razones por las que Catulo, comparado con los autores mencionados, vive en la sombra, se deben, en gran parte, «al carácter intimista de la poesía de Catulo y poco acorde con las buenas costumbres». Permítaseme disentir de la primera razón, el carácter intimista de la poesía catuliana. Si este fuera el motivo, ¿cómo habría podido ser que un poeta como Garcilaso, que exudaba intimismo incluso a través de su armadura cuando peleaba en la guerra, haya influido en docenas de poetas desde el siglo XVI hasta, como mínimo, los años cuarenta y cincuenta? Garcilaso marcó a los poetas de la revista Escorial.
Pero la segunda razón que aduce Arcaz Pozo, la poesía de Catulo es poco acorde con las buenas costumbres, da en los clavos de Cristo. La represión sentimental y sexual padecida en España, sin ir más lejos, desde el Concilio de Trento, en el siglo XVI, hasta el Concilio Vaticano II, que finalizó cuando los Beatles empezaron a triunfar en Liverpool, batió récords mundiales de miseria y sopor. En ese ambiente de degradación moral, desde luego, una poesía con tanta alegría sexual como la de Catulo como mínimo tenía dificultades para abrirse paso.
Menéndez Pelayo encuentra la primera aparición de Catulo en nuestra literatura al final de la Edad Media, en el Tratado de la consolación de Enrique de Villena.
En el Siglo de Oro, que literariamente fue tan brillante que duró más de un siglo, los poemas 2 —«Pajarillo, delicia de mi amada»— y 3 —«Llorad las Venus y Cupidos»— fueron traducidos por Rodrigo Caro (s. XVII): «de mi niña el pajarillo / que era toda su alegría...»; «llorad, Venus y Cupidos: / el pájaro de mi niña / se murió: más que a sus ojos / ella lo amaba o quería». Es una pena que un poeta como Rodrigo Caro, cuya Canción a las ruinas de Itálica es una pieza inmortal, cometa el ripio «ella lo amaba o quería». Pero si lo amaba, lo quería; y si lo quería, lo amaba. Ahí no parece adecuada una disyuntiva.
El poema 4 —«El barco aquel que veis, amigos»— literalmente enamoró a Francisco de Rioja (s. XVII) que lo recreó en su magistral soneto: «Este que ves, oh huésped, vasto pino». Como era lo habitual en el Siglo de Oro —y hoy, a veces, también— el original era un modelo que se imitaba con mucha libertad.
El poema 5 —«Vivamos, Lesbia mía, y amémonos»— lo hallamos recreado y traducido en Cristóbal de Castillejo (s. XVI) y Quevedo (s. XVII), respectivamente. Castillejo, un buen poeta al que recordamos en su guerra contra la introducción del endecasílabo en nuestra poesía por Boscán y Garcilaso, en su poema titulado «A una dama llamada Ana», funde el poema 5 con los poemas 51 —«Me parece que se asemeja a un dios» y 85 —«Odio y amo. Quizá preguntas por qué lo hago». La traducción de Quevedo, muy fiel teniendo en cuenta la fidelidad en la traducción que se gastaba por aquella época, es magnífica. La traducción es un romance octosilábico y, por tanto, con rima asonante en los versos pares. ¡Qué lengua poética tan viva la de Quevedo!: «Vivamos, Lesbia, y amemos / y no estimemos en nada / los envidiosos rumores / de los viejos que nos cansan; / pueden nacer y morir / los soles: mas si la escasa / luz nuestra muere, jamás / vuelve a arder en viva llama...».También traduce el poema 7 —«Me preguntas, Lesbia, cuántos besos tuyos»— con tanta belleza como fidelidad al original: «¿Preguntas con cuántos besos / tuyos me contento, Lesbia?...».
Soler Ruiz hace una excelente aportación a la presencia de Catulo en Fray Luis de León y la califica de modesta. En las estrofas 51-55 y 56-60 de la «Oda a Santiago», Soler Ruiz demuestra que los versos de Fray Luis están tomados de Catulo, 64, 14-18 —«Cuentan que pinos nacidos antaño en la cumbre del Pelión»— y de Virgilio, Eneida X, 220-226. Por su parte, Juan de Arguijo, en su soneto «Ariadna dejada de Teseo», se inspira en los versos 165-171 del poema 64.
El siglo XVIII, más ilustrado y, por tanto, con mayor afición al rigor científico, aunque ciencia y poesía no son polos opuestos, se decanta más por la fidelidad al original que por la recreación más libre, pero en ocasiones se echa en falta la gracia. José Cadalso traduce el poema 3 —«Llorad, las Venus y Cupidos,». El poeta neoclásico Quintana, cuyo «Himno a la imprenta» se leyó en algunas gramáticas escolares del siglo XX, escribió un monólogo titulado «Ariadna», basado en el poema 64 —«Cuentan que pinos nacidos antaño en la cumbre del Pelión»—. También leyeron con fervor a Catulo Nicolás Fernández de Moratín y el poeta Meléndez Valdés.
En el siglo XIX, que, con algún retraso respecto a Europa, nos trae el romanticismo, aparecen varios traductores de Catulo y uno de excepcional calidad, Juan Valera, que recrea en estrofas el poema 3 —«Llorad, las Venus y Cupidos,»:
Llorad, oh Gracias, y plegad las alas,
dulces amores de dolor transidos,
el avecilla de mi blanda Lesbia
lánguida expira...
Manuel Norberto Pérez del Camino tradujo en verso casi la poesía completa. El libro se publicó en 1878.
El siglo XX es el siglo de Catulo en España y en muchos países del mundo occidental. La libertad de pensamiento y de costumbres que nos traen las vanguardias, y el sabio ahínco con que Freud demostró al mundo que el inconsciente rige primordialmente nuestro cerebro— una opinión, con los años, corroborada por la neurociencia— y, por tanto, de ello dependen nuestras decisiones, despierta la pasión por Catulo en muchos poetas.
Joaquín D. Casasús publicó en México Cayo Valerio Catulo. Su vida y sus obras (1904) y Las poesías de Cayo Valerio Catulo (1906). Asimismo, aparecen la edición catalana de Poemes de Catul, con una edición y traducción de J. Petit y V. Vergés en la colección Bernat Metge (1928); las Poesías de Catulo de Joan Petit en la editorial Juan Flors (1950); la edición de Poesías de M. Dolç en la Colección Hispánica de Autores Griegos y Latinos (1963); la edición de V. J. Herrero Llorente Poesías de Catulo, sin censurar los poemas con contenido sexual (1967); Caii Valerii Catulli Veronensis Liber / Cayo Valerio Catulo, Cármenes de Rubén Bonifaz aparece en México (1969); Catulo y Tibulo de J. Torrens Béjar (1969); Catulo de Luis Antonio de Villena (1979); Catul. Poemes de J. I. Ciruelo y J. Juan (1982); la edición de Aníbal Núñez Cincuenta poemas de Catulo publicada en Visor (1984); Poemas de Catulo de M. Roldán (1984); Poesías de Antonio Ramírez de Verger (1988); la edición gallega de Poemas de X. M. Fernández (1988); la Poesía completa en de J. M. Rodríguez Tobal (1991); Poemas. Catulo / Elegías. Tibulo de Arturo Soler Ruiz (1993); Poesías de Catulo de Vicente Cristóbal López en Ediciones Clásicas (1996); Poesías completas publicada por José María Alonso Gamo (2004); la edición bilingüe de C. Valerii Catulli Carmina / Catulo Poemas de A. Pérez Vega y A. Ramírez de Verger (2005); Poesías de Catulo de Rafael Herrera en Ediciones Clásicas (2005); la edición bilingüe de Poesías. Catulo de José Carlos Fernández Corte y Juan Antonio González Iglesias (2006). Soler Ruiz escribe que Benjamín Jarnés inaugura la copiosa cosecha de catulianos del siglo XX.
Antonio Colinas recrea en su obra Sepulcro en Tarquinia el poema 31 —«Sirmión mía, oh niña de los ojos»—. Soler Ruiz selecciona esta estrofa:
Sirmio, Sirmio de entonces, la dilecta
entre las islas bellas de aquel lago,
cuando la flor llegaba a los almendros
tú, Catulo, poeta de Verona,
viajabas a Asia, Sirmio, Sirmio,
llena de labios rojos y de cráteras...
Catulo también está presente en José Ángel Valente. Pero, como ya se ha mencionado, el poeta que recibió mayor influencia de Catulo fue Jaime Gil de Biedma.
6. La presente traducción
Escribió el poeta W. H. Auden, maestro de Gil de Biedma, que la buena poesía se distingue, como el pescado, por el olfato. Esta divertida observación puede aplicarse también al campo de la filología. Quien, por ejemplo, se asoma a Poesía española de Dámaso Alonso, a Historia de la lengua española de Rafael Lapesa o a Censura en el mundo antiguo de Luis Gil, percibe el aroma de los libros escritos con máximo rigor filológico. Ese aroma de extrema calidad nos exime de tener que leer previamente ni una línea para saber que podemos adquirirlos sin riesgo de equivocarnos.
A la hora de traducir un libro la primera cuestión es elegir el texto original de la edición más fiable. En el caso de la Poesía completa de Catulo, publicada hace más de dos mil años, el texto original más fiable ha sido fruto de las lecturas más corruptas, durante varios siglos, y de los más acendrados estudios filológicos que han tratado de restituir el texto que suponemos que escribió su autor.
Si uno aspira a ser un filólogo riguroso, dedica su vida a cotejar manuscritos, a comparar ediciones modernas y a eliminar del texto lecturas corruptas. Como ocurre en otros casos, en este proceso, a tantos siglos de la aparición del original, nos encontramos con sabios latinistas que han publicado ediciones críticas de Catulo sin comentarios: R. Ellis, R. A. B. C. Mynors, C. Q. Pascal, M. Schuster y W. Eisenhut y D. F. S. Thomson. Otros, en cambio, las han publicado con comentarios: R. Bonifaz Nuño, M. Dolç, R. Ellis, C. J. Fordyce, G. Friedrich, J. Godwin, G. P. Goold, W. C. Kroll, G. Lafaye, M. Lechantin de Gubernatis, J. Petit, K. Quinn, H. P. Syndikus y D. F. S. Thomson, que hizo doblete (edición con comentarios y edición con comentarios). Y A. Pérez Vega / A. Ramírez de Verger: edición, traducción y comentario.
El texto latino de Catulo que se imprime en esta edición es el fijado por R. A. B. Mynors. Se han tenido en cuenta enmiendas de Quinn, Goold, Thomson y Syndikus que ya incorporaron a su edición Fenández Corte y González Iglesias. En algunos pasajes de la presente edición se sigue el texto fijado por A. Pérez Vega / A. Ramírez de Verger en su Valerii Catulli Carmina / Catulo, Poemas. Este libro se publicó en la Fundación El Monte, Huelva, en 2005. Ramírez de Verger, en la tercera edición (revisada y actualizada) de su Poesías. Catulo (2010), publicada en Alianza Editorial, declara que en algunos pasajes se desvía de su edición onubense de 2005. Tomó esta decisión por el comentario textual (2007) de Trappes-Lomax, casi una edición crítica de Poemas de Catulo. Y enumera esos pasajes (con indicación de la autoría entre paréntesis). Por el inmenso prestigio filológico de Ramírez de Verger, me adhiero también a las enmiendas de su edición de 2010.
En la traducción, la fidelidad al original debe ser extrema. El texto original no lo tomo como un modelo que uno alegremente puede recrear con libertad ilimitada, aunque, por supuesto, es una opción legítima, con independencia de mi gusto particular. La traducción es, a mi entender, de la estirpe de la copia de un cuadro que un pintor hace, por ejemplo, en el museo del Prado luchando por que su copia sea tan fiel al original que un experto pueda llegar a dudar de qué cuadro es el original y cuál es la copia.
A la hora de traducir, intento también llevar a la práctica esta sabia propuesta de Goethe: «Hay que traducir hasta lo intraducible». El latinista Manuel Díaz y Díaz, cuando tradujo el texto intraducible inguina atque ingenium del Satiricón de Petronio, encontró en castellano esta paronomasia que reproduce la del original: sexo y seso. Díaz y Díaz llevó a la práctica la propuesta de Goethe. Una crítica puntillosa de la traducción comentará que las palabras inguina e ingenium son trisílabas y sexo y seso son palabras bisílabas.
Los poemas de Catulo, por definición del término, están escritos en verso. A la hora de traducirlos hay, claro, dos opciones: hacerlo en verso o en prosa. Respecto a esta cuestión hay que dejar claro lo que tan bien explica Agustín García Calvo en Del ritmo del lenguaje, no se puede hablar ni decir nada sin algún ritmo. Y nos enseña que la prosa es un «discurso de a pie», según decían los antiguos, y no un «discurso de a caballo», como lo sería la prosa si esta discurriera por pies métricos o versos. Pero la prosa siempre tiene algún ritmo. La prosa atenúa el ritmo métrico y de verso.
Ramírez de Verger dice que su versión «conserva la forma externa del verso catuliano, pero es prosa». También añade que no ha optado por una traducción rítmica. Y da la razón: las Musas no le han concedido el don de la poesía ni los ritmos latinos, según cree, tienen una correspondencia similar en los metros españoles. Analicemos estos asertos.
La traducción de Ramírez de Verger conserva la forma externa del verso catuliano, y esto ha sido un gran acierto. La «forma» —«belleza», en latín— del verso alegra la vista del lector. «Pero es prosa», añade el traductor. Y aquí hay que disentir: no es prosa, es verso. Y, aunque fuera prosa —si así él la quiere llamar—, tendría el ritmo «del discurso de a pie». Las vacilaciones en la denominación de verso y prosa son tan grandes que, cuando Boscán y Garcilaso aclimataron el endecasílabo italiano en la poesía castellana, hubo poetas que decían que «el endecasílabo era prosa». El ritmo de la traducción de Ramírez de Verger queda muy lejos del exquisito ritmo musical del mejor en este terreno en nuestra lengua —Rubén Darío— pero, exagerando bastante, relativamente próximo al ritmo de la poesía de Neruda, que solo se esforzó lo justo en educar su oído, pero que suplía esta deficiencia con otras cualidades de superdotado. También no deja de ser curioso que el ritmo de la prosa de Neruda fuera mejor que el ritmo de su verso.
La traducción de Ramírez de Verger, según él mismo dice, no es rítmica —pero sin olvidar que tiene ritmo— y en este punto hay que darle las gracias. Las llamadas «traducciones rítmicas», por lo general, son insufribles al oído y cuanto más intentan reproducir el ritmo de los versos griegos y latinos más taladran nuestros tímpanos con su música de coros hiperolímpicos. El endecasílabo italian