Olor a crisantemos (Flash Relatos)

D.H. Lawrence

Fragmento

OLOR A CRISANTEMOS*

1

La pequeña locomotora, la número cuatro, venía rechinando, a trompicones desde Selston, con siete vagones cargados. Apareció por la curva con sonoras amenazas de velocidad, pero el potro al que había asustado entre las aulagas que aún brillaban mortecinas en la cruda tarde pudo adelantarla a medio galope. Una mujer, que subía por las vías hacia Underwood, se retiró contra la cerca, apartó la cesta a un lado y contempló cómo la plataforma de la máquina avanzaba. Los vagones traqueteaban ruidosos al pasar, uno a uno, con movimiento lento e inevitable, mientras ella permanecía insignificante y atrapada entre los negros vagones y la cerca; luego tomaron la curva hacia el soto, donde las marchitas hojas de roble caían silenciosas, mientras los pájaros, picoteando los rojos escaramujos al lado de la vía, lanzaban su vuelo hacia el crepúsculo que se había ido extendiendo sigilosamente por el soto.

En el campo abierto, el humo de la máquina iba adhiriéndose a la espesa hierba. Los campos estaban lóbregos y abandonados, y en la franja pantanosa que conducía al embalse de la mina, lleno de cañas, las aves habían abandonado ya su curso entre los alisos para anidar en el corral de alquitrán.

El patio de la mina surgía más allá del embalse, llamas como rojas heridas que lamiesen sus costados de ceniza en la estancada luz de la tarde. Justo más allá se elevaban las largas y estrechas chimeneas y los toscos y negros castilletes de extracción de la mina de Brinsley. Las dos ruedas giraban rápidas contra el cielo y la bobinadora dejaba oír sus cortos espasmos. Los mineros estaban subiendo de la mina.

La locomotora pitó cuando entró en el gran nudo de líneas férreas al lado de la mina, donde había filas de vagones estacionados.

Los mineros, solos, en filas intermitentes o en grupos iban pasando como sombras divergentes rumbo a sus casas. A un lado de ese acanalado terreno de vías muertas había, como agazapada, una casita, tres escaleras más abajo de donde se encontraba la pista de ceniza.

Una parra grande y argentosa se encaramaba sobre la casa como para derribar las tejas con sus garras. Alrededor del patio con suelo de ladrillo crecían unas cuantas primaveras mortecinas.

Más allá, el jardín bajaba hasta el lecho de un arroyo cubierto de matorrales. Había algunos manzanos con ramas abundantes y unas cuantas coles hechas jirones. Al lado del sendero caían hacia abajo unos cuantos crisantemos de color rosa, como telas colgando de los matorrales.

Una mujer salió agachándose del gallinero, recubierto de trapos en medio del jardín. Cerró y echó el candado a la puerta, después se irguió tras sacudirse el delantal blanco.

Era una mujer alta y de porte imperioso, guapa, con cejas negras muy marcadas. El suave cabello negro mostraba una raya perfecta. Durante un rato se quedó quieta de pie mirando a los mineros que iban por la vía. Luego se volvió hacia el arroyo. Tenía el rostro tranquilo y decidido, la boca cerrada con desilusión. Tras un momento llamó:

—¡John! —No contestó nadie. Entonces esperó y dijo claramente—: ¿Dónde estás?

—¡Aquí! —contestó la irritada voz de un niño entre los matorrales.

La mujer miró de un modo intenso al crepúsculo.

—¿Estás en el arroyo? —preguntó severamente.

Como respuesta, el chico se asomó por entre las cañas de frambueso que crecían como látigos. Era un niño pequeño y fornido de unos cinco años. Se quedó quieto y desafiante.

—¡Oh! —dijo la madre conciliadora—. Creí que estabas allí abajo, en la arroyada. Recuerda lo que te dije...

El chico no se movió ni contestó.

—Ven, vamos adentro —dijo ella más cariñosa—, está anocheciendo. Por la vía viene la locomotora del abuelo.

El chico avanzó despacio con gesto lento y taciturno. Llevaba los pantalones y el chaleco de una tela demasiado dura y recia para su tamaño. Era evidente que habían sido recortados de una prenda de hombre.

Mientras se dirigían a la casa, el niño arrancó unos ramos desmadejados de crisantemos y tiró los pétalos a puñados por el camino.

—No hagas eso. Eso no está bien —dijo la madre. Se quedó quieto y ella, compasiva de repente, arrancó una rama con tres o cuatro flores pálidas y se las llevó a la cara.

Cuando madre e hijo llegaron al patio, su mano vaciló y en vez de tirar las flores se las puso en el delantal. Ambos se quedaron al pie de los tres escalones mirando, a través del entramado de las vías, a los mineros que regresaban a sus casas. La llegada del pequeño tren era inminente. De pronto la máquina apareció tras la casa y se detuvo al otro lado de la verja.

El maquinista, un hombre bajo con barba gris y redondeada, se asomó desde la cabina por encima de la mujer.

—¿Tienes una taza de té? —dijo de modo alegre y franco. Era su padre.

Entró en la casa a prepararlo. Al poco rato volvió.

—No vine a verte el domingo —comenzó diciendo el hombre de la barba cana.

—No te esperaba —dijo la hija.

El maquinista hizo una mueca de vergüenza; luego, recuperando su alegre y ligero humor, dijo:

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