El comité de la noche

Belén Gopegui

Fragmento

Hoy he vuelto a casa. Han pasado diez años desde que me fui. En realidad debo decir: hoy hemos vuelto a casa. Mi hija Marina, de ocho años, y yo. Mis padres habían convertido el cuarto donde yo dormía en un sitio para estar con el ordenador, ver televisión, guardar cajas de ropa, de libros, y planchar. Ayer nos pusimos a hacer hueco. Detrás de las cajas aparecieron las pegatinas que puse en la cama nido de madera blanca. La tabla de la plancha se apoyaba en el póster de un viejo videojuego. Debajo de la tele encontré mi tigre de peluche y, junto al ordenador, un oso tallado en madera, usado por mis padres como pisapapeles. He sacado esas cosas también. No quiero regresar al cuarto de cuando era niña. Mientras estemos aquí, éste será el cuarto de Marina aunque en las noches deba compartirlo conmigo. La ventana da a las ramas de un almez en una calle estrecha con demasiado tráfico de autobuses. Voy a vivir al otro lado de las ramas y aquí, en cada palabra. Yo ya no necesito un cuarto, y no es que Virginia Woolf no tuviera razón sino que esto es una emergencia, como la risa que se mueve en la fotografía, la época, vivir hoy.

Tengo treinta y tres años, podéis decirme que es la edad más hermosa de la vida y que a partir de ahora la madurez es una obligación, o sólo miedo. En el azúcar blanco de los sobres he visto horror, cristales que me hablaban de mundos fríos, y luego el horror se encarnó y habitó entre nosotros en un sueldo, por tercera vez en dos años, que nadie nos iba a pagar, aunque habíamos trabajado cuarenta y ocho horas a la semana durante siete meses. Diréis que me han vencido. Que estoy aquí guardando en las palabras lo que no me dejaron poner fuera, hacer fuera. Pero esto es una tregua y es un manifiesto.

Ahora que parece que todo se puede decir: candil de nieve. No lees una combinación imposible de palabras sino la señal que, al escapar a los sentidos exactos de las cosas, apunta a lo que se dibuja en la distancia. Candil de nieve, intuyes qué puede ser, lo percibes aunque la silueta no está completamente nítida. Es entonces cuando averiguas que algunos objetos para ser vistos requieren de tu colaboración, y empiezas a darte cuenta de que lo que nos pasa no está separado de lo que pasa, ni viceversa. Candil de nieve, alguien lo escribió para una muchacha que sufría por amores contrariados. Cinco sílabas, una contradicción, una melodía: voces que al cantar esa letra han invocado el amor que perdieron o el que desean o su propia confusión, y aun el amor que ya tienen. Pero no, no es sólo eso: «De las malas colisiones no te puedes escapar, candil de nieve». Además del origen directo de la canción hay un lugar común donde convergemos al pronunciar esas palabras: lo que nos falta, al mismo tiempo igual y diferente para cada uno, para cada una.

Ahora que todo se puede decir, ahora que ya nombramos: capitalismo, destrucción de los derechos, patriarcado, explotación, trampas del romanticismo, límites, decrecimiento y hasta lucha de clases: candil de nieve. Puedo verlo allí, en el punto donde se corta lo que sé con lo que no sé todavía, y no me escapo de todas esas otras palabras al decirlo sino que busco la intersección contigo, conmigo. Si lo pronuncio en voz alta nos oigo, como esos coros que surgen cuando quien tiene la guitarra apaga su voz y sólo toca la música y deja que sea el público quien siga cantando. Candil de nieve porque, mirad, las metáforas que ya conocemos, las cosas que existen simplemente, como ahora al referirme a esos coros que se forman cuando el cantante calla, están llenas de significados que tal vez no queríamos. Oigo cómo se llena el espacio cerrado, en las voces el desmadre, la atención e ingenuidad de las personas cantando estribillos en un concierto. Sin embargo, no quiero decir, por ejemplo, que nuestras palabras sean repetición. Ni que necesitemos al cantante para que nos dé la pauta o que otros convoquen el concierto. Aunque los conciertos sean dulces o salvajes o divertidos o movilizadores, o todo a la vez, lo que nos está pasando empieza y termina más allá de cualquier espacio que clausure el afuera cuando suena la música. Nos pasa a la intemperie. Es en la intemperie donde nos escucho decir: candil de nieve. Cantamos de lo que aún no se entiende pero nos hace latir el corazón.

Durante un tiempo yo no creí que hubiese alguien al otro lado. Al otro lado de lo que se escribe, quiero decir. Pensaba: tengo que ver sus caras, tengo que estar cerca y la piel y el olor y los abrigos. Pensaba: la red nos confunde, lo que cuenta es este cuarto adonde he vuelto ahora, o el piso de un edificio apuntalado, en ruinas, donde Héctor, el padre de Marina, comparte casa con otros tres amigos en Oporto, o las casaspeceras que fuimos alquilando los dos. En internet, decía, no hay goteras, ni hace frío, ni se oye gritar a los vecinos, y la pintura del techo no se cae a pedazos. Pensaba que era problemático hablar como si no estuvieras en ninguna parte, o como si sólo estuvieras en esa parte: un ciberespacio decorado con fotografías pero no de lo que hay sino de lo que quieres enseñar. Hasta internet, decía, te siguen la edad y la estatura aun cuando juegues a ocultarlas; la humedad y el frío del lugar desde donde escribes no se van por cálida que sea la pantalla.

¿He cambiado? En cierto modo, pues, candil de nieve, lo que ahora digo es que este hablar como si las paredes no nos persiguieran tiene su razón de ser, y las razones pesan y cuentan a su modo. Viviendo me equivoco, también desacierto. Desacertar es menos grave, como aparecer en una clase que no nos corresponde: no hicimos mal el examen, tampoco rompimos nada ni dañamos a alguien sin querer; lo único que pasa es que no estamos donde nos toca. No siempre estoy donde debería y más bien casi nunca, así que vengo a las palabras, la yema del dedo roza la tecla, escribo dientes de la democracia, escribo café en abismo, luego escribo que me hundiré mañana cuando todos despierten, mis padres y la niña.

Con los ojos tapados por dentro para que no me vean perpleja ni furiosa, la llevaré al colegio, saludaré a las otras madres y los otros padres, la mayoría velando su locura como yo la mía. Tal vez tome café, café en abismo, con dos o tres y seremos prudentes para no contar que odiamos todo, cuando nos dicen que estudiar requiere un cuarto y silencio y orden, cuando nos hablan de que los niños ya tienen que ir aprendiendo a organizarse, no olvidar las tareas, el chándal y la flauta, joder, si es su vida la que van olvidando de una casa a otra, de una crisis a otra. Lo que menos nos importó, a Marina, a Héctor y a mí, fue cuando nos separamos: llegamos a un acuerdo, la niña nos veía respirar otra vez, abrir las alas. Pero la rabia de nuestros trabajos de mierda, de los cambios de casa forzados, del llegar tarde y salir temprano y hoy duermes con tu amiga, mañana con los abuelos, esta noche no hay cuento, papá no se ha enfadado contigo, es que se ha peleado esta mañana y todavía está un poco mal, y por qué se ha peleado y dónde le han pegado, no es que le hayan pegado, es que violencia es tener que pedir que te dejen trabajar pero no estoy diciendo esto, estoy cambiando el puto chip, aunque no tenga chip que cambiar y no soporte esa expresión, estoy tapándome los ojos por dentro y busco un tema o un juego que nos lleve a otro sitio. El horror es pensar qué pasará si un día Marina se da cuenta y cuando lleguen las cosquillas no se ríe por mis manos, si ya no ve el juego y lo que ve es mi salida de emergencia, tapiada por más señas. Pero hoy todavía se ha reído, cuando escapé de sus preguntas con cosquillas, y qué harás, y qué les pasa a los abuelos, y cuánto tiempo, cuando no supe qué decir

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