La mendiga

César Aira

Fragmento

cap-1

1

La mendiga que va todos los días a Camino Real a pedir se cayó en la vereda cuando salía, el sábado pasado, causando una pequeña conmoción. Sucedió ahí nomás, en la vereda, entre la elegante confitería y el Pumper Nic que hay al lado, todavía a la vista de los mozos que la habían expulsado y de los parroquianos que desde sus mesas seguían su paso vacilante. Como siempre, ella parecía perdida, tanto podía tomar una dirección como la contraria, o lanzarse a cruzar la calle, y de hecho se había acercado al cordón de la vereda como si se dispusiera a hacer esto último; pero más bien su dirección la marcaban los vacíos que se iban haciendo entre la gente que pasaba, y de todos modos no llegó a la calle porque se cayó antes. Los comedidos de siempre se precipitaron a ayudarla, y entre ellos y los que no la tocarían ni por plata, los que se detenían a mirar y los que apuraban el paso para alejarse, se hizo un torbellino de fuerzas contrarias que revolucionó momentáneamente la nutrida circulación de peatones por ese sector, el más concurrido de Flores. Los sábados al mediodía todo el barrio está en la calle, haciendo compras; y era un día perfecto de primavera.

¿Qué le había pasado? Señora, señora, ¿se siente bien? ¿Los oía? ¿Estaba consciente? ¿Qué podían hacer, armados sólo con las buenas intenciones? Todos opinaban, pero era imposible reconstruir el accidente, al menos en ese primer momento. La causa podía haber sido externa o interna; podía haberla atropellado un chico corriendo, o podía haber tenido un infarto, un vértigo… Podía ser cualquier cosa, hasta una partícula proveniente del cosmos que le había acertado en la cabeza, justo a ella… Un supervisor del Pumper Nic entró corriendo al salón a llamar por teléfono a la ambulancia del Cipec; siempre es de esos muchachos de pueblo que han hecho cierto aprendizaje de la vida trabajando en un fast food de quienes puede esperarse el gesto práctico que la gente de más edad y nivel social pospone indefinidamente. Los mozos de Camino Real habían salido también, y le daban información a quien le interesara, aunque sus curiosos hábitos de pedigüeña no parecían pertinentes para explicar la emergencia.

Mientras tanto la mujer había hecho unos movimientos, que pudieron interpretarse como intentos vanos de ponerse de pie. Así que se decidieron a transportarla hasta la pared, contra la cual la sentaron; en realidad la sentaron contra una de esas máquinas de pescar ositos de felpa. Allí se quedó, como si hubiera entendido que ya venía una ambulancia a buscarla. ¡Tiene un bebé en brazos!, gritaba una mujer… Pero una vez examinado el envoltorio, que en el traslado había rotado repetidamente en sus manos sin desprenderse de ellas, vieron que era un objeto chato, envuelto, definitivamente inanimado, cualquier cosa menos un chico. Si no se había caído era porque ella se aferraba a él con una energía que atravesaba el desmayo… Aunque no había perdido el conocimiento… Se mantenía en un estado intermedio, de trance o semivigilia, que bien podía ser su estado normal.

La mayoría de los curiosos estaba cayendo en la cuenta sólo entonces de que era una marginal, una especie de ciruja… En un primer momento sólo se había visto de ella el accidente, la situación… que era algo que podía pasarle a cualquiera, a una señora que hubiera salido a hacer compras… Ahora caía (por segunda vez, ésta conceptual) en una categoría más razonable, sobre todo si aceptaban la definición de los atildados mozos de Camino Real: una loca. Iba todas las mañanas ahí, se detenía en cada mesa, ocupada o no, a pedir una ayuda. Ellos tenían que echarla, y lo hacían, cien veces, mil veces, pero volvía siempre, quería más… quería más nada… estaba encaprichada… Pero no es… No parece… ¿Estará loca? ¡Está loca! Mendigos de clase media… ¡Adónde vamos a ir a parar! La echaban… ¡A ella qué le importaba! Mirále la cara, por favor. Seguro que bebe. Mal alimentada… El pez por la boca muere. Estaba blanca, le temblaban los labios blancos… Siempre estaba blanca, no era efecto de este accidente. Cubierta de sudor, revolviéndose, gimiendo en sordina, ronca… Los ojos completamente vueltos hacia arriba, dos enormes medias lunas color marfil. ¿Serán convulsiones? ¿Un coma diabético? Los curiosos se renovaban, las suposiciones volvían a comenzar, con variaciones, el verosímil se iba asentando. ¿De dónde saca el ser humano esa persistencia, ese vigor para seguir viviendo, pase lo que pase? Bien se dice: Yerba mala nunca muere. Las chicas del Pumper Nic, con sus uniformes rojos, le hacían una guardia de honor, junto al muchacho del kiosco que mantenía a raya a los chicos impacientes por volver a pescar ositos. Una juventud sana y trabajadora custodiando, en una última lealtad, los restos decadentes de una vida. Si se la lleva la ambulancia, decían, no la sueltan más. Salvo que la reclamen… ¡Es imposible que tenga parientes! Pero todos los tienen, cercanos o lejanos… Quizás la han dado por muerta hace muchísimos años, la habrán olvidado por completo. Si yo la viera, decía una completa desconocida identificándose con la situación, ¡no la reconocería! Era absurdo, pero una señora a su lado no pudo impedirse musitar: Yo tampoco. Y ella mientras tanto seguía como en el primer momento, como en el derrumbe, como si todo el tiempo se hubiera vuelto un solo instante para siempre.

Estaba consciente, pero ausente, vuelta hacia sí misma, extraviada en su propia conciencia. Aferraba el objeto misterioso más o menos como el mundo fenoménico la aferraba a ella, es decir: sin soltarla por milagro. Las hipótesis que se hacían sobre ella no le llegaban, se perdían antes en sus contradicciones. Ya que era gratis, quien más quien menos soltaba su propio ¡quién sabe! Y hacían sonar la otra campana. Si pide, decían, por algo será. El que no tiene que pedir, no pide. Eso era cierto, pero… Aun así, tiene que ser una alcohólica. Hay atributos que atraviesan los accidentes de la vida, y establecen un continuo entre los distintos estados de la conciencia. Pero quizás cuando alguien lo pierde todo… ¿Ah sí? ¿Y entonces por qué tiene ese cigarrillo humeante entre los dedos? A lo mejor porque fue lo único que le dieron. Y sobre todo, ¿qué decía? Parecía como si estuviera hablando, aunque demasiado bajo. Y de todos modos no se le habría entendido, por esa palidez, esos temblores de calamar, esa inexpresividad…

En realidad, esa mujer no había probado una gota de alcohol en su vida. Lo que había pasado era mucho más simple y sin antecedentes, seguramente por eso a nadie se le ocurrió. Se había torcido el tobillo, al pisar mal en una baldosa rota que hacía un desnivel. Eso no tiene nada de raro, lo milagroso es que no le pase a casi todo el mundo, con el mal estado en que se encuentran las veredas de Buenos Aires; hay agujeros por todas partes, y meter el pie en uno de ellos tarde o temprano es cuestión de probabilidades nada más. Distraída como consecuencia natural de su situación en la vida, no miró por dónde iba, ni arriba ni abajo, y el golpe vino de abajo: se le torció un tendón casi como para dar la vuelta completa, y un dolor formidable viajó a la velocidad de la luz hasta el cerebro, y allí estalló, como una bomba silenciosa de mil kilos de gelinita, una verdadera conmoción mundial pero secreta, imperceptible para quien no fuera ella. El efecto fue idéntico al que le habría producido una maceta cayendo de un balcón y acertándole en la cabeza, aunque había sido justo lo contrario. No podía extrañar que desconcertara a los testigos, como no podía extrañar que el dolor hubiera creado a los testigos, y la hubiera hecho aparecer ante ellos, de pronto, materializándose a partir de una súbita configuración cerebral en forma de rosa de fuego… como una mensajera muda y enigmática. Un segundo antes no estaba, y de un golpe de varita mágica había surgido, enroscada en su letargo de flor horrenda…

Es que en realidad ignoramos lo que es el dolor. Cuando lo averiguamos, es demasiado tarde. El tiempo en general queda atrás frente al dolor que no encuentra su nombre. Con la omnipotencia de la catástrofe personal, puede cambiarlo todo, y entonces es inevitable que sigamos sin saber qué es, porque ya todo es otra cosa. El individuo afectado pasa a una dimensión distinta: deja de hablar, de comer, de moverse, de dormir, hasta de habitar su casa… Cambia de cara, de cuerpo, de posición, de estilo. Cuando sucede con el pie es peor todavía. El pie es una parte especialmente sensitiva del cuerpo, con esa cantidad de huesitos, músculos trenzados, tendones, cartílagos. Y como está a la máxima distancia del cerebro, el pasaje de la sensación crea un desfasaje, como en los viajes en avión.

Que el cerebro fuera el primer afectado no debería sorprender a nadie porque en definitiva el ser humano lo hace todo con el cerebro, inclusive caminar. La cara también se hace con el cerebro. El aspecto extrañísimo de esta mujer, su blancura trémula desencajada, no llamaba tanto la atención justamente porque los cerebros casuales que la contemplaban habían entrado en sintonía con el cerebro que se manifestaba en esos rasgos, y producían una ceguera parcial a todo lo que no fuera ellos mismos. La moda de los monstruos en el cine ha llevado hoy día a su perfección este dispositivo de lectura del prójimo monstruo. Las máscaras o prótesis que pueden hacer los expertos en efectos especiales son tan perfectas que ya no es cuestión de distinguir lo genuino de lo falso; y el espectro de lo monstruoso es muy amplio, porque el ingenio teratológico es multiforme por naturaleza; desde que las leyes del espectáculo impusieron la superación, no se sabe adónde puede llegar. Sólo el olfato, o la convivencia, o la telepatía, podrían indicar la presencia de un monstruo de verdad, y aun así quedaría un espacio para la duda. La telepatía sobre todo es ineficaz, porque el cerebro que devuelve el monstruo es el mismo que lo percibe.

En otra época también había monstruos, pero venían del otro lado. Hoy la cirugía estética hace milagros, y toda incorrección se corrige, mientras el monstruo se fabrica desde el extremo opuesto; confluyen, una vez más, en el cerebro.

Por lo demás, tampoco era tan rara la escena; hay miles de mujeres que se caen en la calle, todos los días. Y esas caídas son apenas un rubro de los miles que conforman el conjunto de escenas que están sucediendo en público todo el tiempo. Aun cuando uno crea que ya las ha visto todas, siempre hay una más. La saturación es utópica. Aquí también entran en juego los simulacros, los más perfectos, de la mano de las cámaras sorpresa que alimentan la decadencia de la televisión.

En ese momento llegó la ambulancia, bajaron un hombre y una mujer rubia, jóvenes los dos, la cargaron en la parte de atrás con ayuda de los curiosos (venían los dos solos, sin camilleros) y partieron haciendo sonar la sirena. El hombre iba al volante, la médica rubia atrás, con la paciente que había sido acostada en la camilla. Todo pareció bastante irregular e improvisado, pero la prontitud con la que acudieron y la eficacia del socorro no dejaron nada que desear. Y así fue como la casualidad quiso que de la víctima se ocupara, en lugar de los paramédicos habituales, una médica, que no tenía nada que ver con el Cipec; una especialista, además, aunque por completo ajena a las emergencias, traumatológicas u otras: era la ginecóloga que interpretaba Cecilia Roth en la televisión. No exactamente ginecóloga, sino fecundóloga. Trabajaba en una exclusiva clínica del Barrio Norte, propiedad del doctor Laurenti, el más cotizado hacedor de milagros en el campo de la fecundación asistida. Esa mañana al salir de su casa rumbo al trabajo (los sábados su turno empezaba a la una del mediodía) el auto no le había arrancado. Cuando estaba por tomar un taxi, salía el vecino, amigo de ella de la infancia, a bordo de la ambulancia de la que era chofer; él también iba a tomar servicio a esa hora. Se ofreció a llevarla, ya que estaba adelantado, y Cecilia aceptó, más para charlar un rato con su viejo compañero de juegos, y de vocación, que para ahorrarse el costo del taxi. Él se comunicó por radio con la Central para decir que iba en camino, y la emergencia de Flores los sorprendió por el área… El deber se impuso. Ella sobre todo insistió en que se hicieran cargo. Su amigo le dijo que por el punto en que se encontraba correspondía llevarla al Hospital Piñeyro, y eso los apartaría de la ruta de Cecilia y la retrasaría. Pero ella no quiso oír objeciones: tenía muchísima dedicación, y el don de no quedar mal nunca, como si la estuviera escrutando todo el tiempo un público muy exigente con la profesión médica.

En este momento Cecilia estaba en un punto medio, en una especie de intervalo expectante, de su compleja historia personal. Había enviudado, muy joven y sin hijos: su marido Pedro, al que adoraba, había muerto cinco años atrás, a los treinta, en un accidente. El largo proceso del duelo estaba a punto de terminar, y los anhelos de vida dormidos durante esos años volvían a manifestarse; el deseo de ser madre era uno de ellos, el primero. La inspiraban, claro está, los espectáculos que sobre el tema tenía que presenciar, y a veces protagonizar, en la clínica. Un efecto de su repentina viudez había sido la dedicación profesional, tabla de náufrago de tantos golpeados por el destino; y en su ejercicio había descubierto lo esencial de su vocación, más allá de la ginecología: la fecundación asistida. Los hilos laborales y los íntimos de su historia estaban entremezclados… El anhelo latente de la maternidad en Cecilia era a la vez causa y efecto de su trabajo. Y la idea tomaba fuerza y color en el estadio actual, cuando ya había iniciado una relación afectiva con su empleador, el fecundólogo doctor Laurenti, dueño de la clínica. Laurenti era divorciado; su ex esposa, Gigi Rúa, con la que mantenía una relación muy civilizada, había sobrellevado recientemente una extirpación del útero, aunque no de los ovarios; la mera posibilidad de que su reemplazante en el amor del doctor Laurenti tuviera un hijo le reactivaba una histeria de maternidad, ya definitivamente imposible, difícil de controlar. Sus problemas repercutían en los hijos adolescentes, un varón y una mujer, de la pareja divorciada; el varón, en un curioso rebote pasional, se había enamorado perdidamente de Cecilia.

Cecilia tenía un problema de fecundidad. De hecho, así era como había conocido a Laurenti: al no quedar embarazada después de sus primeros años de matrimonio con Pedro, habían recurrido al célebre especialista, cuyo tratamiento quedó dramáticamente trunco con la muerte de Pedro. Su problema era superable con las técnicas de punta que se empleaban en la clínica, en la que ahora trabajaba. ¿Qué más iba a esperar? En una serie de televisión el tiempo también pasaba, tanto como en la realidad, exactamente, aunque en el nivel de la representación. De modo que decidían iniciar el tratamiento, o reiniciarlo… Aquí se presentaba un curioso problema. Porque sucedía que Laurenti había guardado todos estos años el semen congelado de Pedro; con él podía hacerse la inseminación, tanto como con el del propio Laurenti. Ella debía decidir. Y había una complicación adicional: el difunto Pedro tenía un hermano gemelo, idéntico, Boy Olmi, que lo había sobrevivido y estaba enamorado de Cecilia. Debido a la identidad genética de los gemelos, el semen de uno era indistinguible del del otro, y a resultas de unas investigaciones que se le había ocurrido hacer a Laurenti, las muestras de ambos estaban en probetas vecinas en el congelador de la clínica, que había sufrido una misteriosa intrusión poco tiempo atrás… El aspecto mecánico de estas complicaciones no hacía más que reflejar las comprensibles alternativas del corazón. Sea como sea, ante la bella fecundóloga se abrían tres caminos atendibles y completamente asimétricos para iniciar el tratamiento. En ese trance la sorprendía este incidente.

La ambulancia arrancó a toda velocidad. Desde adentro, la sirena se oía lejana y como ajena. No bien Cecilia quedó a solas con la desconocida empezó a hablarle con su voz grave y suave, para tranquilizarla y sacarle los datos con los que hacer un diagnóstico preliminar. Este episodio no tenía nada que ver con su especialidad, que era el hilo en el que se ensartaban todas las historias, pero, por un lado, lo que estaba pasando era enteramente casual, y habría sido inverosímil que hubiera de por medio un problema de fertilidad. Y por otro lado, había capítulos que eran así, marginales a la temática central, y que debían serlo necesariamente para que el conjunto no se desbarrancara en un inverosímil de saturación.

Lo primero que hizo fue preguntarle cómo se llamaba, para personalizar el diálogo. Rosa. Muy bien, la mujer blanca se llamaba Rosa. Muy bien, Rosa, ahora quiero que te relajes, y dejes de preocuparte; nos vamos a ocupar de vos, para eso nos pagan; todo tu trabajo va a ser estar tranquila y tener confianza. Hizo silencio, tomándole la mano y mirándola a los ojos. Sus palabras parecían haber tenido algún efecto. Siguió: Quiero que cierres los ojos y pienses cosas lindas. Si es necesario, remontáte a tu infancia.

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