Historia argentina

Rodrigo Fresán

Fragmento

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Te cuento estas cosas sobre mí sólo para legitimar mi voz. Una historia nos inquieta hasta que conocemos a quien la cuenta.

JOAN DIDION,

A Book of Common Prayer

Sólo la parte inventada de nuestra historia —la parte más irreal— ha tenido alguna estructura, alguna belleza.

Carta de GERALD MURPHY,

Correspondence of F. Scott Fitzgerald

La Historia cuenta cómo fue que ocurrió. Una historia cuenta cómo pudo haber ocurrido.

ALFRED ANDERSCH,

Winterspelt

Para sobrellevar la historia contemporánea, lo mejor es escribirla.

ADOLFO BIOY CASARES,

Apuntes inéditos

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PADRES DE LA PATRIA

También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.

JORGE LUIS BORGUES,

«El Sur»

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Chivas y Gonçalves llevaban tanto tiempo cabalgando que ya no sabían dónde terminaban ellos y dónde empezaban sus caballos. Cabalgaban días y noches y otra vez días y el lugar por donde volaban sus caballos no era tan importante porque ni siquiera tenía nombre definitivo. Le cambiaban el nombre todas las mañanas como quien se cambia de ropa. Una pampa inmensa, apenas importunada por un árbol o dos. Árboles que aún nadie se había detenido a catalogar, árboles que desde hacía siglos esperaban sus nombres; y el olor era el de la tierra recién hecha, vuelta y vuelta.

Sea suficiente afirmar que, si las desventuras de Chivas y Gonçalves fueran una gran película, una de esas superproducciones tan de moda en estos tiempos azarosos, el galope compulsivo de estos dos apenas ocuparía la parte de los títulos. Nada más.

Los que sí tenían nombre eran los cumplidores caballos de Chivas y Gonçalves. El caballo del primero se llamaba Blanco y, detalle atendible por lo contradictorio, se trataba de un animal pesado y negro como la noche. El caballo del segundo se llamaba Caballo. Gonçalves aseguraba que no tenía demasiado sentido perder el tiempo bautizando a un caballo que, por otra parte, jamás llegaría a comprender por qué alguien se había demorado en ponerle un nombre. Además, Gonçalves era un minimalista. Y se estaba muriendo. Un pedazo de lanza le crecía en su hombro izquierdo. Los médicos habían aconsejado dejarlo ahí, esperar a ver cómo se resolvía la cosa. Y por esta sencilla razón, Gonçalves cargaba con el pedazo de lanza desde hacía dos años, tal vez tres, como quien viste una prenda que desentona.

El lanzazo se lo había encajado con envidiable gracia y estilo el más bajo de los caciques gigantes (me estoy refiriendo a los que hoy por hoy conocemos como indios patagones), una noche en que Chivas y Gonçalves, discutibles caballeros de fortuna, habían decidido alzarse con la legendaria belleza de la Princesa Anahí.

La Princesa Anahí era una india de piel blanca y mirada oscura. Muchos aseguraban que corría sangre holandesa por las venas de esta bruja infalible quien, en el momento culminante de la carnicería, maldijo a Gonçalves con palabras extrañas, puras consonantes. Así fue como Gonçalves se convirtió en el hombre condenado que yo supe conocer y frecuentar.

Meses después del infausto episodio, uno de los tantos misioneros que fatigaban este paisaje huérfano de mapa y brújula había aprovechado la curiosa disposición de la lanza de Gonçalves para cruzarla con una sólida rama de olivo en forma perpendicular; razón por la cual ahora Gonçalves cabalgaba a lo ancho y a lo largo del Virreynato como una suerte de Cristo recién desclavado. Un Cristo con la sombra de la cruz todavía firme y mordiéndole las espaldas como el perro del convento de los padres jesuitas.

Así era el mal que aquejaba a Gonçalves: el hombre caía prisionero de sudores fríos y convulsiones impredecibles, levantaba el polvo marrón del piso apenas domesticado por los españoles de turno y, entonces, Gonçalves hablaba. Chivas, diligente, tomaba notas en el papel que tenía más a mano.

O en los faldones de su camisa.

O en los flancos de su cabalgadura.

De este modo, Blanco fue ennegreciéndose hasta convertirse en el primer caballo/libro de toda la historia argentina, de toda la historia de este mundo que es ahora redondo como una naranja china, me dicen.

Pero estábamos en la maldición de Gonçalves.

Después de gemir, gritar y cantar canciones de su patria tan lejana, Gonçalves se derrumbaba de cuerpo entero y sin escalas, hasta alcanzar una duermevela del tipo impermeable. Era entonces cuando abría la boca como si quisiera tragarse este planeta que ahora resulta que gira alrededor del sol.

Y hablaba como nunca lo había hecho antes.

Permítaseme recordarles que tanto Chivas como Gonçalves no eran hombres lo que se dice muy cultos. Chivas conocía los favores y virtudes de la escritura, es cierto; pero le eran ajenas las maravillas de las matemáticas, tan de moda, y las particularidades de la arquitectura del universo, cuando sostenía a viva voz, soberbio, que todo, hasta el mismísimo Tiempo, era relativo.

Y Gonçalves, lo que se dice una verdadera bestia, no sabía más de lo que hoy dice saber un egresado en Ciencias de la Comunicación. Pero, misterio, durante el tiempo que duraban sus trances, Gonçalves se expresaba con elegancia, tacto y un envidiable poder de síntesis, nada frecuente en estas orillas recién desembarcadas.

Así hablaba el minimalista Gonçalves:

—A las 20.25 ha pasado a la inmortalidad…

Eso, o:

—La suerte de nuestra selección depende, una vez más, del genio salvador de Diego Armando Ma-ra-do-na…

O:

—Hay veces en que el mundo resulta mucho más fácil de ser asimilado si contemplamos nuestra vida en tercera persona.

O quizás:

—En la presente jornada la divisa norteamericana volvió a experimentar una fuerte alza…

Pasaban horas, a veces la noche entera, antes de que Gon­çalves volvie

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