ENERO DE 2011
Marianne abre la puerta cuando Connell llama al timbre. Va todavía con el uniforme del instituto, pero se ha quitado el suéter, así que lleva solo la blusa y la falda, sin zapatos, solo las medias.
Ah, hola, dice él.
Pasa.
Marianne da la vuelta y echa a andar por el pasillo. Él cierra la puerta y la sigue. Bajan los escalones que dan a la cocina; la madre de Connell, Lorraine, se está quitando un par de guantes de goma. Marianne se sienta de un brinco en la encimera y coge un tarro abierto de crema de cacao, en el que había dejado clavada una cucharilla.
Marianne me estaba contando que hoy os han dado los resultados de los exámenes de prueba, dice Lorraine.
Nos han dado los de lengua, dice él. Vienen por separado. ¿Quieres ir tirando?
Lorraine dobla los guantes de goma con cuidado y los vuelve a guardar debajo del fregadero. Luego comienza a quitarse las horquillas del pelo. A Connell le parece que eso es algo que podría hacer en el coche.
Y me han dicho que te ha ido muy bien, dice Lorraine.
El primero de la clase, apunta Marianne.
Sí, dice Connell. A Marianne también le ha ido bastante bien. ¿Nos vamos ya?
Lorraine hace un alto en el desanudado del delantal.
No sabía yo que tuviéramos prisa.
Connell se mete las manos en los bolsillos y reprime un suspiro irritado, pero lo reprime con una inspiración tan audible que sigue sonando como un suspiro.
Solo tengo que ir un momento a sacar una tanda de ropa de la secadora, dice Lorraine. Y luego nos vamos. ¿Vale?
Él no dice nada, solo agacha la cabeza mientras Lorraine sale de la cocina
¿Quieres un poco?, pregunta Marianne.
Le está ofreciendo el tarro de crema de cacao. Él hunde las manos un poco más en los bolsillos, como si estuviese intentando meter su cuerpo entero ahí dentro.
No, gracias.
¿Te han dado las notas de francés hoy?
Ayer.
Apoya la espalda en la nevera y mira cómo ella lame la cucharilla. En clase, Marianne y él hacen como si no se conociesen. La gente sabe que Marianne vive en la mansión blanca con el caminito de entrada, y que la madre de Connell es limpiadora, pero nadie conoce la vinculación particular entre ambos hechos.
He sacado un A1, dice él. ¿Qué has sacado tú en alemán?
Un A1, responde ella. ¿Me estás fardando?
Vas a sacar un 600, ¿verdad?
Marianne se encoge de hombros.
Tú seguramente también.
Bueno, tú eres más inteligente que yo.
No te sientas mal. Soy más inteligente que todo el mundo.
Está sonriendo. Marianne practica un abierto desprecio por la gente del instituto. No tiene amigos, y se pasa la hora de la comida sola, leyendo novelas. Muchos la odian con ganas. Su padre murió cuando ella tenía trece años, y Connell ha oído por ahí que ahora tiene una enfermedad mental o algo. Es cierto que es la persona más inteligente del instituto. Le da pavor estar solo así con ella, pero también se descubre fantaseando con cosas que podría decir para impresionarla.
No eres la primera de la clase en lengua, señala él.
Marianne se lame los dientes, tan campante.
A lo mejor me tendrías que dar clases particulares, Connell.
Él nota cómo le arden las orejas. Seguramente ella habla por hablar y no hay ninguna insinuación ahí, pero si se estuviese insinuando sería solo para rebajarlo a él por asociación, dado que a Marianne se la considera objeto de asco. Lleva unos zapatones planos feísimos, de suela gorda, y no se maquilla. Hay gente que dice que no se depila las piernas siquiera. A Connell le llegó una vez que Marianne se había echado helado de chocolate por encima en el comedor del instituto, y que fue al lavabo de chicas, se quitó la blusa y la limpió en el lavamanos. Era una historia bastante conocida, todo el mundo la había oído. Si ella quisiera, podría saludarlo en clase con todo el alarde. Nos vemos luego, podría decirle, delante de los demás. Eso, sin duda, pondría a Connell en una situación incómoda, que es el tipo de cosa con la que ella parece disfrutar. Pero no lo ha hecho nunca.
¿De qué hablabas hoy con la señorita Neary?, pregunta Marianne.
Ah. De nada. No sé. De los exámenes.
Marianne hace girar la cucharilla dentro del tarro.
¿Le molas, o algo?
Connell mira como mueve la cucharilla. Aún se nota las orejas calientes.
¿Por qué dices eso?
Dios, no estarás teniendo un lío con ella, ¿no?
Evidentemente no. ¿Te parece gracioso hacer bromas con eso?
Perdona, dice Marianne.
Tiene una expresión concentrada, como si estuviese mirando a través de los ojos de Connell hasta el fondo mismo de su cabeza.
Tienes razón, no tiene gracia. Lo siento.
Él asiente, echa un breve vistazo por la cocina, hunde la punta del zapato en un surco entre las baldosas.
A veces tengo la sensación de que sí que actúa de una manera un poco rara conmigo, dice. Pero no iría a decírselo a nadie ni nada.
Hasta en clase, creo que flirtea un poco contigo.
¿En serio lo crees?
Marianne asiente. Connell se rasca la nuca. La señorita Neary da economía. Sus presuntos sentimientos hacia ella son motivo de un amplio debate en el instituto. Algunos van diciendo incluso que Connell intentó agregarla en Facebook, cosa que no hizo y no haría jamás. De hecho, él no hace ni dice nada, se limita a quedarse ahí callado mientras ella hace y dice cosas. A veces le pide que se quede después de clase para hablar del rumbo de su vida, y en una ocasión llegó a tocarle el nudo de la corbata del uniforme. Connell no le puede contar a nadie cómo actúa la señorita Neary con él porque pensarían que intenta presumir. En clase se siente demasiado cohibido y molesto como para concentrarse en la lección, se queda allí sentado mirando el libro de texto hasta que los gráficos de barras comienzan a hacerse borrosos.
La gente está siempre dándome la lata con que me mola o algo, dice. Pero en realidad no es así, para nada. A ver, no pensarás que le estoy dando pie cuando ella actúa así, ¿no?
No que yo haya visto.
Connell se frota las palmas de las manos en la camisa del uniforme sin pensar. Están todos tan convencidos de su atracción por la señorita Neary que a veces empieza a dudar de sus propias sensaciones al respecto. ¿Y si, a algún nivel por encima o por debajo de su propia percepción, resulta que sí que la desea? Él ni siquiera sabe realmente qué se supone que se siente cuando deseas a alguien. Todas las veces que se ha acostado con una mujer en la vida real, el asunto le ha parecido tan estresante que ha terminado resultando en buena medida desagradable, lo que le lleva a sospechar que le pasa algo raro, que es incapaz de intimar con mujeres, que sufre algún tipo de problema madurativo. Después se queda ahí tumbado y piensa: Ha sido tan horrible que tengo ganas de vomitar. ¿Será que él es así? ¿Serán esas náuseas que siente cuando la señorita Neary se inclina sobre su mesa su manera de experimentar excitación sexual? ¿Cómo podría averiguarlo?
Puedo ir yo a hablar con el señor Lyons, si quieres, le dice Marianne. Como si no me hubieras contado nada. Diré que lo he notado yo misma y punto.
Dios, no. Ni hablar. No le cuentes nada de esto a nadie, ¿vale?
Vale, de acuerdo.
Connell la mira como para confirmar que lo dice en serio y luego asiente.
No es culpa tuya que se comporte así contigo, prosigue Marianne. Tú no estás haciendo nada malo.
¿Y por qué todo el mundo cree que me gusta, entonces?, pregunta él, con voz queda.
Puede que porque te pones muy rojo siempre que te dice algo. Pero, en fin, tú te pones rojo por todo, es la piel que tienes.
Él suelta una risa breve y apenada.
Gracias, dice.
Bueno, es así.
Sí, soy consciente.
De hecho, te estás poniendo rojo ahora mismo, dice Marianne.
Connell cierra los ojos, empuja la lengua contra el paladar. Oye reír a Marianne.
¿Por qué tienes que ser tan brusca con la gente?
No estoy siendo brusca. A mí no me importa que te pongas rojo, no se lo contaré a nadie.
Que no se lo cuentes a nadie no significa que puedas decir lo que te venga en gana.
Vale, dice ella. Lo siento.
Connell aparta la vista y mira por la ventana del jardín. En realidad, más que un jardín son unos «terrenos» que incluyen una cancha de tenis y una gran estatua de piedra en forma de mujer. Contempla los «terrenos» y acerca la cara al aliento fresco del cristal. Cuando la gente cuenta la historia de Marianne lavando la blusa en los baños, hacen como si fuera solo algo gracioso, pero él cree que la verdadera intención es otra. Marianne no ha estado nunca con nadie del instituto, nadie la ha visto jamás desnuda, nadie sabe si le gustan los chicos o las chicas, no se lo ha dicho nunca a nadie. Esto a la gente le molesta, y Connell cree que por eso van contando la historia, como una forma de contemplar embobados algo que no les está permitido ver.
No quiero discutir contigo, dice Marianne.
No estamos discutiendo.
Ya sé que seguramente me odias, pero eres la única persona que me habla.
Yo no he dicho nunca que te odie.
Esto capta la atención de Marianne, que levanta la cabeza. Confuso, él sigue evitando su mirada, pero por el rabillo del ojo ve que ella lo observa. Cuando habla con ella, siente que existe entre ambos una total privacidad. Podría explicarle cualquier cosa de sí mismo, incluso cosas raras, y ella nunca las iría contando por ahí, lo sabe. Estar a solas con Marianne es como abrir una puerta que permite salir de la vida normal y cerrarla tras de sí. No le tiene miedo, en realidad es una persona bastante tranquila, pero sí teme estar con ella por el comportamiento tan extraño que despierta en él, por las cosas que dice y que normalmente no diría.
Hace varias semanas, mientras esperaba a Lorraine en la entrada, Marianne bajó por las escaleras en albornoz. Era un simple albornoz blanco y liso, atado a la manera normal. Llevaba el pelo mojado, y su piel tenía un aspecto brillante, como si se acabase de echar crema facial. Al ver a Connell, dudó en las escaleras y dijo: No sabía que estabas aquí, perdona. Puede que se la viese aturullada, pero no exageradamente. Y luego volvió arriba a su cuarto. Él se quedó en la entrada, esperando. Sabía que Marianne debía de estar vistiéndose, y que la ropa que llevase cuando volviera a bajar sería la ropa que había escogido ponerse después de encontrárselo allí. Pero Lorraine estuvo lista para marcharse antes de que Marianne reapareciera, de modo que Connell no llegó a ver qué se había puesto. Tampoco es que le fuese la vida en ello. Y desde luego no se lo comentó a nadie del instituto, que la había visto en albornoz, ni que pareció aturullada, no era asunto suyo.
Bueno, a mí me gustas, dice Marianne.
Pasan unos segundos sin que él diga nada, y la intensidad de la intimidad entre ambos se vuelve agudísima, lo oprime con una presión casi física en la cara y el cuerpo. Y en ese momento Lorraine entra en la cocina, anudándose la bufanda alrededor del cuello. Da unos golpecitos en la puerta pese a que ya está abierta.
¿Listos?
Sí, dice Connell.
Gracias por todo, Lorraine, se despide Marianne. Nos vemos la semana que viene.
Connell ya está saliendo de la cocina cuando su madre lo reprende: Podrías decir adiós, ¿no? Él gira la cabeza pero descubre que no es capaz de mirar a Marianne a los ojos, así que le acaba hablando al suelo en lugar de a ella. Claro, adiós, dice. No espera a oír la respuesta.
En el coche, su madre se pone el cinturón de seguridad y hace un gesto de reproche.
Podrías ser un poquito más amable con ella. No es que lo esté teniendo precisamente fácil en el instituto.
Connell mete la llave en el contacto y echa un vistazo por el retrovisor.
Ya soy amable con ella.
En realidad es una persona muy sensible, dice Lorraine.
¿Podemos cambiar de tema?
Lorraine hace una mueca. Él clava los ojos en el parabrisas y finge no darse cuenta.
Tres semanas más tarde
(FEBRERO DE 2011)
Está sentada en el tocador, mirando su cara en el espejo. Le falta definición alrededor de las mejillas y la mandíbula. Es una cara que parece un aparato tecnológico, y los dos ojos son como cursores parpadeando. O recuerda a la luna reflejada en algo, temblorosa y oblicua. Lo expresa todo al mismo tiempo, que es lo mismo que no expresar nada. Ponerse maquillaje para la ocasión sería, decide, incómodo. Sin dejar de mirarse a los ojos, hunde el dedo en un tarrito de bálsamo labial transparente y se lo aplica.
Abajo, cuando va a descolgar el abrigo del perchero, su hermano, Alan, aparece por la puerta del salón.
¿Adónde vas?
Fuera.
¿Dónde es fuera?
Ella mete los brazos por las mangas del abrigo y se coloca bien el cuello. Se está empezando a poner nerviosa y confía en que su silencio transmita insolencia en lugar de inseguridad.
Solo voy a dar un paseo, responde.
Alan se planta delante de la puerta.
Bueno, con amigos ya sé que no has quedado, dice. Porque tú no tienes amigos, ¿verdad?
No, no tengo amigos.
Marianne sonríe, una sonrisa plácida, esperando que el gesto de sumisión aplaque a su hermano y este deje libre la puerta. Pero él dice:
¿Por qué haces eso?
¿El qué?
Esa sonrisa rara que estás poniendo.
Él imita su cara, retorcida en una sonrisa horrible, enseñando los dientes. A pesar de que está sonriendo, la fuerza y lo extremo de la imitación hacen que parezca enfadado.
¿Estás contenta de no tener amigos?
No.
Todavía sonriendo, Marianne retrocede dos pasitos, luego gira sobre sus talones y va hacia la cocina, donde hay una puerta que da al jardín. Alan la sigue. La agarra del brazo y la aparta de la puerta de un tirón. Marianne nota cómo se le tensa la mandíbula. Los dedos de su hermano le oprimen el brazo a través del abrigo.
Si le vas llorando a mamá por esto…, dice Alan.
No, no, responde Marianne. Solo quiero salir a dar un paseo. Gracias.
Alan la suelta, y ella se escabulle por la puerta trasera. Fuera el aire es muy frío, y los dientes le empiezan a castañetear. Rodea la casa y baja por el camino de entrada hasta la calle. Le palpita la zona del brazo por la que la ha agarrado Alan. Se saca el móvil del bolsillo y escribe un mensaje, pulsando una y otra vez la tecla equivocada, borrando y volviendo a escribir. Por fin lo manda: De camino. Antes de que se lo vuelva a guardar, recibe la respuesta: guay nos vemos ahora.
A finales del trimestre pasado, el equipo de fútbol del instituto llegó a la final de alguna competición, y todo el curso tuvo que saltarse las tres últimas clases para ir al partido. Era la primera vez que Marianne los veía jugar. No le interesaba el deporte, y la clase de educación física le producía ansiedad. En el autobús, de camino al partido, fue escuchando música por los auriculares, nadie le dirigió la palabra. Por la ventanilla: ganado negro, praderas verdes, casas blancas con tejados marrones. Los del equipo iban todos juntos arriba, bebiendo agua y dándose palmadas en los hombros unos a otros para levantar la moral. Marianne tenía la sensación de que la vida real estaba sucediendo en un lugar muy lejano, en su ausencia, y no sabía si algún día lograría averiguar dónde estaba y formar parte de ella. A menudo tenía esa misma sensación en el instituto, pero no iba acompañada de ninguna imagen concreta de cómo podría ser esa vida real o de lo que se sentiría una vez dentro. Lo único que sabía era que, una vez comenzara, ya no tendría que seguir imaginándola.
Aguantó sin llover durante el partido. A ellos los habían llevado allí con el fin de que lo siguieran desde las bandas y animaran. Marianne estaba cerca de la portería, con Karen y otras chicas. Por algún motivo, todos menos ella parecían saberse los himnos del instituto de memoria, con unas letras que no había oído en su vida. En la media parte seguían todavía empatados a cero, y la señorita Keaney repartió bricks de zumo y barritas energéticas. En la segunda parte hubo cambio de campo, y los delanteros pasaron a jugar cerca de donde estaba Marianne. Connell Waldron era el delantero centro. Desde su sitio, lo veía allí plantado con el uniforme del equipo, los pantalones cortos blancos y resplandecientes, la camiseta del instituto, con el número nueve a la espalda. Tenía muy buena postura, mucho mejor que la de ningún otro de los jugadores. Su figura era como una pincelada larga y elegante. Cuando la pelota se acercaba a su zona echaba a correr de aquí para allá, a veces levantando una mano al aire, y luego se volvía a quedar parado. Era agradable mirarlo, y Marianne no creía que Connell supiese o le importase dónde estaba ella. Algún día después de clase le diría que lo había estado mirando, y él se reiría y la llamaría rara.
En el minuto setenta, Aidan Kennedy subió el balón por la banda izquierda del campo y le lanzó un pase a Connell, que chutó desde la esquina del área, por encima de los defensas, y mandó el balón al fondo de la red. Todos se pusieron gritar, incluida Marianne, y Karen la cogió por la cintura y la estrechó. Estaban animando juntas, habían presenciado algo mágico que disolvió las relaciones sociales habituales entre ellas. La señorita Keaney silbaba y pateaba el suelo. En el campo, Connell y Aidan se abrazaron como hermanos que se reencuentran. Connell era tan hermoso… A Marianne se le ocurrió que le encantaría verlo haciéndolo con alguien; no tenía por qué ser con ella, podía ser con cualquiera. Sería maravilloso solo mirarlo. Sabía que esa era la clase de pensamientos que la hacían distinta de la otra gente del instituto, y más rara.
Da la impresión de que a los compañeros de clase de Marianne les gusta bastante el instituto y les parece normal. Vestirse todos los días con el mismo uniforme, obedecer órdenes arbitrarias a todas horas, que los escudriñen y controlen para que tengan buena conducta, todo eso es normal para ellos. No perciben para nada el instituto como un entorno opresivo. El año pasado Marianne tuvo una bronca con el profesor de historia, el señor Kerrigan, porque la pilló mirando por la ventana en plena clase, y ningún compañero se puso de su lado. Le parecía tan clarísimamente demencial tener que disfrazarse cada mañana, y que la llevaran todo el día en rebaño por un edificio enorme, y que no le permitiesen siquiera posar los ojos donde le viniera en gana, que hasta sus movimientos oculares estuviesen sujetos a la jurisdicción de las normas educativas. No aprenderás nada si te quedas en Babia mirando por la ventana, le dijo el señor Kerrigan. Y Marianne, que para entonces ya estaba fuera de sus casillas, le soltó: No se engañe, no tengo nada que aprender de usted.
Connell le había dicho hacía poco que recordaba aquel incidente, y que en el momento le pareció que había sido dura con el señor Kerrigan, que de hecho era uno de los profesores más razonables del instituto.
Pero entiendo lo que dices, añadió. Lo de que te sientes un poco encarcelada en el instituto, eso sí lo entiendo. Tendría que haberte dejado mirar por la ventana, ahí estoy de acuerdo. No le hacías daño a nadie.
Después de su conversación en la cocina, aquel día que ella le dijo que le gustaba, Connell empezó a pasar más a menudo por casa. Llegaba pronto para recoger a su madre del trabajo y deambulaba un rato por el salón sin decir gran cosa, o se quedaba de pie junto a la chimenea con las manos en los bolsillos. Marianne no le preguntaba nunca por qué había ido. Hablaban un poco, o ella hablaba y él asentía. Connell le dijo que debería leer el Manifiesto comunista, que creía que le podía gustar, y se ofreció a apuntarle el título para que no se le olvidara.
Ya sé cómo se llama el Manifiesto comunista, dijo ella.
Él se encogió de hombros.
Vale. Y al cabo de un momento añadió, sonriente: Quieres ir de superior, pero vamos, tú no te lo has leído.
Marianne no tuvo más remedio que reírse, y Connell rio porque ella se había reído. No eran capaces de mirarse el uno al otro cuando reían, tenían que apartar la vista hacia algún rincón del cuarto, o bajarla al suelo.
Connell parecía comprender lo que ella sentía hacia el instituto; decía que le gustaba escuchar sus opiniones.
Ya escuchas bastantes en clase, dijo ella.
En clase te comportas distinto, respondió él con naturalidad. No eres así realmente.
Por lo visto, pensaba que Marianne tenía acceso a todo un abanico de identidades distintas, entre las que iba saltando sin esfuerzo alguno. Esto la sorprendía, porque ella a menudo se sentía confinada en una única personalidad, que era siempre la misma, independientemente de lo que hiciera o dijese. En alguna ocasión había intentado ser de otra manera, como una especie de experimento, pero no había funcionado nunca. Si con Connell era distinta, la diferencia no se daba en ella misma, en su persona, sino entre ellos dos, en la dinámica. A veces Marianne lo hacía reír, pero otros días estaba taciturno, inescrutable, y cuando se marchaba ella se quedaba acelerada, nerviosa, cargada de energía y al mismo tiempo terriblemente exhausta.
La semana anterior la había seguido al estudio mientras ella buscaba un ejemplar de La próxima vez el fuego para prestarle. Él se puso a inspeccionar las librerías, con el botón de arriba de la camisa desabrochado y la corbata aflojada. Ella encontró el libro y se lo dio, y Connell se sentó en el banco de la ventana para echar un vistazo a la contracubierta. Marianne se sentó a su lado y le preguntó si sus amigos Eric y Rob sabían que leía tanto fuera de clase.
No les interesarían estas cosas, respondió él.
Quieres decir que no les interesa el mundo que les rodea.
Connell puso la cara que ponía siempre cuando Marianne criticaba a sus amigos, ceñuda e inexpresiva.
No del mismo modo. Ellos tienen sus propios intereses. No creo que se leyeran libros sobre racismo y esas cosas.
Claro, están demasiado ocupados fardando de a quién se han tirado.
Él se quedó un segundo callado, como si el comentario hubiese aguzado sus oídos pero no supiera exactamente qué responder.
Sí, algo de eso hacen. No lo defiendo, sé que pueden llegar a ser irritantes.
¿A ti no te molesta?
Hizo una pausa de nuevo.
En general, no. A veces se pasan un poco de la raya y ahí sí que me molesta, evidentemente. Pero al final son mis amigos, ya sabes. Para ti es distinto.
Marianne lo miró, pero él estaba examinando el lomo del libro.
¿Por qué es distinto?
Connell se encogió de hombros mientras doblaba la cubierta de un lado a otro. Se sintió frustrada. Le ardían la cara y las manos. Connell no apartaba los ojos del libro, pese a que para entonces estaba claro que tenía que haber leído ya todo el texto de la contra. Ella estaba conectada a la presencia del cuerpo de él de un modo microscópico, como si el movimiento rutinario de su respiración tuviese poder suficiente para hacerla enfermar.
¿Sabes el otro día, cuando dijiste que yo te gustaba?, le preguntó él. Lo dijiste en la cocina, mientras hablábamos del instituto.
Sí.
¿Te referías a como amigo, o qué?
Ella bajó la vista a su regazo. Llevaba una falda de pana, y a la luz de la ventana reparó en que estaba salpicada de pelusas.
No, no solo como amigo.
Ah, vale. No sabía.
Se quedó ahí sentado, asintiendo para sí mismo.
Estoy un poco confuso respecto a lo que siento, añadió. Creo que sería muy raro, en clase, si pasara algo entre nosotros.
No tendría por qué saberlo nadie.
Connell alzó la vista y la miró, a los ojos, con total atención. Marianne sabía que iba a besarla, y así fue. Tenía los labios suaves. Metió la lengua levemente en su boca. Y de repente el beso había terminado y él ya se estaba apartando. Pareció caer en la cuenta de que seguía con el libro en las manos y se puso a mirarlo de nuevo.
Ha estado bien, dijo Marianne.
Connell asintió, tragó saliva, volvió a clavar los ojos en el libro. Tenía una actitud tan avergonzada, como si hubiese sido de mal gusto por parte de ella hacer siquiera referencia al beso, que Marianne se echó a reír. Connell, entonces, pasó a parecer confundido.
Vale, dijo. ¿De qué te ríes?
De nada.
Actúas como si nunca le hubieses dado un beso a nadie.
Bueno, es que es así.
Él se tapó la cara con la mano. Marianne rio de nuevo, no se pudo contener, y Connell terminó riendo también. Tenía las orejas coloradísimas y negaba con la cabeza. Al cabo de unos segundos se puso de pie, con el libro en la mano.
No le vayas contando esto a la gente de clase, ¿vale?
Como si yo hablase con alguien en el instituto.
Él salió del cuarto. Sin apenas fuerzas, Marianne se dejó caer del asiento hasta desplomarse en el suelo, con las piernas extendidas al frente como una muñeca de trapo. Ahí sentada, sintió que era como si Connell hubiera estado yendo a su casa solo para ponerla a prueba y ella la hubiese superado, como si ese beso fuese la notificación que decía: Aprobada. Recordó la manera en que él se había reído al decirle ella que nunca le había dado un beso a nadie. Que otra persona se hubiese reído así habría resultado cruel, pero con él era distinto. Se habían reído juntos, de una situación compartida, pese a que Marianne no sabía exactamente cómo explicar la situación ni qué tenía de divertido.
A la mañana siguiente, antes de alemán, estuvo observando cómo sus compañeros se apartaban unos a otros a empujones de los radiadores, entre gritos y risas. Cuando empezó la clase, escucharon en silencio la grabación de una mujer alemana hablando de una fiesta a la que no había podido asistir. Es tut mir sehr leid. Por la tarde empezó a nevar, unos gruesos copos grises que pasaban revoloteando frente a las ventanas y se fundían en la gravilla. Todo reflejaba y desprendía sensualidad: el olor a rancio de las aulas, el timbre metálico que sonaba entre clase y clase por el intercomunicador, los árboles oscuros y austeros que se alzaban como apariciones alrededor de la cancha de baloncesto. La lenta rutina de tomar apuntes con bolígrafos de diferentes colores en hojas de papel rayado azul y blanco. Connell, como de costumbre, no habló con Marianne en el instituto ni la miró siquiera. Ella lo estuvo observando desde la otra punta de la clase, mientras él conjugaba verbos mordisqueando el cabo de su lápiz. Al otro lado del comedor durante el almuerzo, sonriendo por algo con sus amigos. Su secreto compartido le pesaba agradablemente dentro del cuerpo, presionaba contra su pelvis cuando se movía.
Aquel día no lo vio después de clase, ni tampoco el siguiente. El jueves por la tarde a su madre le tocaba trabajar de nuevo, y Connell llegó pronto a recogerla. Marianne tuvo que ir a abrir, porque no había nadie más en casa. Él se había quitado el uniforme, llevaba vaqueros negros y una sudadera. Cuando lo vio, Marianne tuvo el impulso de salir corriendo y esconder la cara.
Lorraine está en la cocina, le dijo.
Luego giró sobre sus talones, subió a su cuarto y cerró la puerta. Se tumbó boca abajo en la cama, respirando contra la almohada. ¿Quién era ese tal Connell, además? Tenía la impresión de que lo conocía muy íntimamente, pero ¿qué motivos tenía para sentir eso? ¿Solo porque la había besado una vez, sin ninguna explicación, y luego le había advertido de que no se lo contase a nadie? Al cabo de un minuto o dos, oyó que llamaban a la puerta del dormitorio y se sentó en la cama.
Adelante, dijo.
Él abrió la puerta y, con una mirada interrogante, como para ver si era bienvenido o no, entró en el cuarto y cerró tras de sí.
¿Estás cabreada conmigo?, preguntó.
No. ¿Por qué iba a estarlo?
Connell se encogió de hombros. Se acercó con aire despreocupado y se sentó en la cama. Ella estaba con las piernas cruzadas, cogiéndose de los tobillos. Se quedaron un momento en silencio. Luego él se subió a la cama con ella. Le acarició la pierna y ella se recostó contra la almohada. Le preguntó con todo atrevimiento si la iba a volver a besar. Él le dijo:
¿Tú qué crees?
A ella le pareció una respuesta tremendamente críptica y sofisticada. En cualquier caso, Connell empezó a besarla. Marianne le dijo que estaba bien, y él no respondió nada. Ella sintió que haría cualquier cosa para gustarle, para hacerle decir en voz alta que le gustaba. Connell metió la mano por debajo de la blusa del uniforme. Al oído, ella le dijo:
¿Podemos quitarnos la ropa?
Él tenía la mano debajo del sujetador.
Ni hablar. Además, esto es una tontería, Lorraine está abajo.
Llamaba a su madre así, por su nombre de pila.
Ella no sube nunca.
Connell negó con la cabeza y dijo:
No, tendríamos que parar.
Se sentó en la cama, mirándola desde arriba.
Has estado tentado un segundo, ahí.
Qué va.
Te he tentado.
Él volvió a negar con la cabeza, sonriendo.
Eres una persona de lo más extraña, dijo Connell.
Ahora Marianne está en el camino de entrada de la casa de Connell, ahí está el coche de él aparcado. Él le ha enviado un mensaje con la dirección, es el número 33: una casa adosada con paredes de yeso grueso, cortinas de visillo, un pequeño patio de cemento. Ve una luz encendida en la ventana de arriba. Cuesta creer que viva aquí realmente, en una casa en la que nunca ha entrado, que no había visto antes siquiera. Se ha puesto un jersey negro, falda gris, ropa interior negra y barata. Lleva las piernas depiladas meticulosamente, las axilas suaves y blanquecinas por el desodorante, y la nariz le gotea un poco. Llama al timbre y oye los pasos de Connell bajando las escaleras. Se abre la puerta. Antes de hacerla pasar, él mira hacia la calle por encima de su hombro, para asegurarse de que nadie la haya visto llegar.
Un mes más tarde
(MARZO DE 2011)
Están hablando de las solicitudes para la universidad. Marianne, tumbada en la cama, con la sábana cubriéndole el cuerpo con descuido, y Connell, sentado con el MacBook de ella en el regazo. Marianne ya ha presentado la solicitud para entrar en historia y política en el Trinity College. Él ha escogido derecho en Galway, pero ahora está pensando en cambiarlo porque, como ha señalado Marianne, a él no le interesa para nada el derecho. Ni siquiera es capaz de imaginarse visualmente de abogado, con corbata y todo eso, puede que ayudando a meter a gente en la cárcel por sus delitos. Solo lo puso porque