Deep in a dream

James Gavin

Fragmento

cap-1

PRÓLOGO

Sábado, 21 de mayo de 1988

Inglewood, California

Había varios entierros en las onduladas colinas del cementerio de Inglewood Park, en un barrio residencial para negros a las afueras de Los Ángeles. Unos toldos blancos protegían del sol a los asistentes, pero no podían cortar el paso al rugido de los aviones que aterrizaban y despegaban en el cercano aeropuerto internacional de Los Ángeles. En todo el cementerio, el mal olor de los tubos de escape de los reactores tapaba el aroma de la hierba recién segada.

Dos días antes, un vuelo de pasajeros procedente de Holanda había traído el cuerpo ya descompuesto de un trompetista al que se recordaba como uno de los hombres más atractivos de los años cincuenta. Chet Baker había fallecido en Amsterdam el viernes 13, en circunstancias misteriosas pero relacionadas con las drogas. Ahora, tras haber pasado años en Europa, estaba de regreso en el sur de California, donde había conocido por primera vez la gloria, para ser enterrado junto a su padre. Baker, nacido en una granja de Oklahoma, había llenado de fantasías la cabeza de la gente desde el día en que nació. Todo en él estaba abierto a la especulación: su toque cool de trompeta, tan vulnerable pero tan distanciado; su enigmática media sonrisa; la androginia de su dulce voz al cantar; un rostro que era a la vez infantil y siniestro. La melodía que surgía de su instrumento había hecho que sus fans italianos llamaran a Baker l’angelo («el ángel») y tromba d’oro («trompeta de oro»). Marc Danval, un escritor belga, dijo que su música era «uno de los lamentos más hermosos del siglo XX»,[1] y lo comparó con Baudelaire, Rilke y Edgar Allan Poe. En Europa, incluso su larga adicción a la heroína actuó a su favor, haciéndole parecer aún más frágil y adorable.

Pero en Estados Unidos su muerte no despertó muchas simpatías. La necrológica del New York Times, que atribuía a Baker una edad equivocada (cincuenta y nueve años en lugar de cincuenta y ocho), lo presentaba como un sensiblero marchito, cuya «fenomenal suerte» se había «echado a perder» por culpa de las drogas.[2] «Algunos críticos dijeron que tal vez se le había sobreestimado al principio», comentaba el periódico acerca de un músico considerado en otro tiempo la Gran Esperanza Blanca de los trompetistas de jazz. A pesar de los anuncios publicados en Los Angeles Times y en Hollywood Reporter, solo unas treinta y cinco personas asistieron al entierro. «Fue triste, no fue una celebración —dijo el clarinetista Bernie Fleischer, compañero de Baker en la banda del instituto—. Pero nadie esperaba que Chet fuera a durar tanto, la verdad.»

Pocos de los allí reunidos sabían gran cosa sobre su vida en el extranjero; y ahora, mientras miraban el ataúd cerrado, estaban aún más intrigados por su muerte. Aproximadamente a las 3.10 de la madrugada, la policía holandesa había retirado su cadáver de una acera, bajo la ventana de su habitación de hotel, en un tercer piso, cerca de la Estación Central de Amsterdam. A unos pasos estaba la Zeedijk, una tortuosa callejuela famosa por el trapicheo de drogas, el más descarado de toda Holanda. Los agentes dejaron el cuerpo anónimo en el depósito de cadáveres, suponiendo que habían encontrado un drogadicto más que había tenido mala suerte. Al día siguiente, Peter Huijts, el road manager holandés de Baker, identificó el cadáver. La muerte se atribuyó a suicidio o accidente causado por la droga.

Pero abundaban las evidencias contradictorias. La ventana de su habitación del hotel solo se abría unos treinta centímetros, lo que hacía imposible que hubiera caído involuntariamente. Había parafernalia de drogadicto por toda la habitación y, sin embargo, un portavoz de la policía declaró que en la sangre de Baker no se habían encontrado rastros de heroína. Durante los meses anteriores, Baker había dicho a varias personas que alguien iba a por él. Su viuda inglesa, Carol, que vivía en Oklahoma con sus tres hijos, compartía esta misma idea: «No fue suicidio; fue una mala faena», insistía.[3] El pianista Frank Strazzeri, que había tocado poco antes con Baker, llevó más allá las sospechas: «Miro el ataúd y me digo: ¿Qué demonios pasó, tío? ¿Qué hiciste? Serás idiota, tío, le birlaste la pasta a otro fulano. Y por fin te mataron».[4]

Era muy propio de Baker hacer que todo el mundo se planteara preguntas, incluso después de muerto. Fue un hombre de tan pocas palabras —y notas— que cada una de ellas parecía misteriosa y cargada de significado. El escritor británico Colin Butler había observado una cualidad similar en Jeri Southern, una melancólica cantante-pianista de los años cincuenta cuyas neurosis la habían llevado a una crisis nerviosa y a negarse a volver a cantar. «Era como si hubiera mirado el corazón de algún sueño americano y hubiera visto los contornos de una pesadilla de la que jamás se debía hablar», escribió Butler.[5] Baker había vivido dentro de algún tormento propio que no tenía nombre, y de él había sacado una música tan exquisitamente triste, tan lírica, que la gente se aferró a él durante años, empeñada en descubrir su secreto. Para Hito Kawashima, un joven trompetista japonés, Baker era como Buda: «Me enseñó cosas de la vida misma, y yo le considero el “maestro de la vida”, por decirlo de algún modo». La cantante Ruth Young, que fue amante de Baker durante diez años, estaba tan fascinada por su «Picasso», como ella le llamaba, que pasó droga por las fronteras para él, e incluso una vez, en Europa, le ayudó a sacar un cadáver de un piso y a deshacerse de él.

Baker había provocado una simpatía similar en el fotógrafo Bruce Weber, que pagó el entierro. Se dice que entre 1986 y 1989 Weber gastó un millón de dólares de su propio dinero en realizar el documental Let’s Get Lost, una fantasía orgásmica acerca de un hombre cuya imagen de los años cincuenta había contribuido a inspirar los anuncios homoeróticos de Weber para la ropa interior de Calvin Klein. Su cámara se recreaba con igual arrebato en el Baker de finales de los ochenta, una figura a la que los críticos de cine llamaron «cadáver que canta» (J. Hoberman, Village Voice),[6] «cabra marchita» (Julie Salamon, Wall Street Journal),[7] «reliquia demacrada, desdentada y balbuceante, al borde de la muerte cerebral» (Charles Champlin, Los Angeles Times),[8] «heroinómano indigno de confianza que se hace el tonto» (Lee Jeske, New York Post),[9] «chupasangre» y «espectro estragado por las drogas» (Chip Stern, Rolling Stone).[10] Todo esto sobre un hombre cuyos solos estuvieron considerados como modelos de expresión sincera, tan elegantes como poemas.

Cada una de las personas que asistieron al entierro sentía su propia fascinación por Baker. A eso de las dos de la tarde, los asistentes a la ceremonia empezaron a llegar al cementerio. Pasaron ante el ataúd, que estaba colocado en un soporte junto a la tumba, y se sentaron en unas sillas plegables. Todo había sido organizado por Emie Amemiya, la joven que había coordinado el rodaje de Let’s Get Lost. Allí, en el cementerio, Amemiya vio por primera y única vez a la segunda esposa del trompetista, Halema Alli, que se había negado a participar en la película. En 1956, Alli había posado tímidamente —junto a un Baker con el torso desnudo—, para un retrato fríamente erótico realizado por el fotógrafo William Claxton. Cuatro años después fue a parar a una cárcel italiana, gimiendo de angustia mientras esperaba que la juzgaran como cómplice del mayor proceso por drogas contra su marido. Diane Vavra, que fue amante de Baker durante años, asistió al entierro, pero se quedó detrás de la gente, lo más lejos posible de la primera fila, donde se sentaban Carol, los tres hijos de Baker y Vera, su madre. La obsesión mutua de Baker y Vavra había sido tan furiosa e intensa que ella la describía como «una enfermedad». El trompetista no podía vivir sin ella, pero al final sus malos tratos habían hecho que en febrero de ese mismo año ella huyera para salvar la vida.

Ahora ya podía volver sin miedo, o eso había creído. Desde antes de que empezara el servicio religioso, parecía que Baker todavía estuviese entre ellos, sembrando los mismos celos y la misma paranoia que había provocado en vida. La hija de Baker, Melissa, empezó a increpar a Vavra con su acento montañés:

«¡No nos gustas! ¡No te queremos aquí! ¡Queremos que te vayas!». Vavra recuerda haber visto que «una sonrisa verdaderamente maligna» cruzaba el rostro de Carol a cada invectiva. Muchos se preguntaban por qué Carol había aguantado veintiocho años con Baker, a pesar de sus continuas ausencias, su violencia, sus indisimuladas relaciones con otras mujeres y su negligencia económica. «Le quería», explicó ella. Años después de su muerte, los royalties de las reediciones en CD le dieron a Carol más dinero que el que el mismo Chet había ganado en toda su vida con sus álbumes. Pero ella siguió vendiendo camisetas de Chet Baker, discos compactos de fabricación casera y fotos a través de la página web de la familia, aparentemente empeñada en ganar hasta el último céntimo, y más, del dinero que él le había negado.

La imprecación de Melissa escandalizó a Ed Hancock, amigo de la infancia de Baker. Se acercó a ella, le puso las manos en los hombros y dijo: «Ahora no».[11] Nerviosa, Amemiya hizo la señal para que comenzaran los elogios. Bernie Fleischer rememoró al Baker adolescente: «¡Era increíble cómo tocaba! Yo tenía que esforzarme muchísimo, pero para él era tan fácil como cantar para un pájaro». Peter Huijts citó unas palabras que supuestamente le había dicho Charlie Parker —el padre del bebop, que había tenido a Baker en su banda en 1952— a Dizzy Gillespie: «Andaos con cuidado, que hay un chaval blanco que os va a devorar». Hubo homenajes del bajista Hersh Hamel, otro antiguo amigo de Baker; de Russ Freeman, que había tocado el piano en su famoso cuarteto de mediados de los cincuenta, y de Frank Strazzeri, su acompañante en Let’s Get Lost. Después se adelantó Chris Tedesco, un joven trompetista de la Costa Oeste que veneraba a Baker, y conteniendo las lágrimas tocó una versión de «My Funny Valentine», el célebre tema de Baker. Cuando quebró una nota, tal como había hecho Baker en su primera grabación de la canción en 1952, Fleischer sintió un escalofrío, como si el espíritu de su viejo amigo estuviera asistiendo al acto.

Amemiya fue testigo de un momento aún más extraño. Había llevado un gran ramo de rosas blancas para repartir entre los asistentes, y había colocado el florero en el suelo, delante de Carol y Melissa. Lo que ocurrió no se puede achacar al sol, que brillaba pero no de modo abrasador; de pronto, según cuenta Amemiya, el florero se hizo pedazos, esparciendo flores y trozos de cristal a sus pies.

Al terminar el entierro, Melissa depositó una rosa sobre el ataúd de su padre y después se unió a los demás asistentes, que iban retirándose. Diane Vavra caminaba detrás de ella. Melissa se volvió y rugió: «Te patearía el culo ahora mismo, pero no voy vestida para eso». Años después, Vavra procuraba tomarse con filosofía aquel «espantoso» día. «No es más que una niña —dijo de Melissa, que tenía casi veintidós años cuando Baker murio—. Su padre no la trató muy bien. Nunca estaba en casa.»

Tedesco fue uno de los últimos en alejarse de la tumba. Se detuvo ante el ataúd, que todavía estaba por encima del suelo, y dejó sobre la tapa una nota escrita en papel de partitura: «Querido Chet, tú fuiste el primer trompetista de jazz que yo oí y estudié. Cambiaste mi vida muchas veces con tus solos y tu canto. Adiós».

A pesar de los horrores que pudieran haber afrontado en su relación con Baker, la mayoría de los asistentes al entierro compartía los sentimientos de Tedesco. En opinión de Amemiya:

«Se diga lo que se diga, Chettie tenía tanto talento y era tan mágico que lo que te daba ya no te lo podía quitar nunca». Pero Gudrun Endress, una locutora y editora alemana que había tratado a Baker durante años, veía las cosas con menos romanticismo: «Chet puede hacer daño a la gente incluso después de muerto —advirtió—. Acordaos de eso».

cap-2

1

La Navidad de 1929 llegó pocas semanas después de que se hundiera el mercado de valores. Pero en aquel diciembre, Vera Baker, de diecinueve años, recibió el regalo de sus sueños. En su casita de Oklahoma, contemplaba al bebé que tenía en brazos, un ángel con piel de alabastro y ojos avellanados. Cuando el niño le sonreía, todo era mágico. Estaba segura de que aquel niño la elevaría por encima de las frías realidades de su matrimonio con un alcohólico que casi siempre estaba sin trabajo. Más aún: le daría sentido a su vida, aportando toda la ternura y emoción que le faltaban. El niño se llamaba Chesney, como su padre. Pero con sus mofletes y su pelo oscuro parecía una diminuta réplica de su madre. Desde el momento en que nació, «Chettie», como ella lo llamaba, fue el centro del universo de Vera.

Su obsesión por él, y la reacción del padre ante dicha obsesión, ejercieron sobre Chet Baker un efecto más perverso de lo que él mismo reconoció jamás; es posible que ni siquiera él lo entendiera. Años después, le dijo a Lisa Galt Bond, que colaboró con él en unas memorias inconclusas: «Tuve una infancia feliz, sin problemas».[1] Esa tendencia a mantener cosas ocultas la llevaba dentro desde muy pequeño. En 1954, durante la primera gira nacional del Chet Baker Quartet, llevó a su novia francesa, Liliane Cukier, a casa de sus padres. Liliane observó a los Baker durante tres semanas. «Era una familia en la que nadie levantaba la voz, nadie decía nunca lo que tenía en el corazón o en la cabeza. Todos procuraban mantener la compostura», comentó.

Cukier recordaba a Chesney y Vera como «campesinos de Oklahoma, blancos corrientes del interior profundo». A partir de 1946, Chesney condujo un taxi, el único empleo que le duró más de dos años. Durante algún tiempo, en los años veinte, había vivido su sueño tocando la guitarra y el banjo de un lado para otro. Trabajaba sobre todo en bandas de hillbilly, pero, según su hijo, Chesney tenía dotes para el jazz. Podía silbar las frases de su ídolo, el magistral trombonista tejano Jack Teagarden, mientras improvisaba con la guitarra.

Entonces llegó la Depresión y nació su hijo, y él se vio obligado a dejar la música y aceptar una serie de trabajos aburridos, de pura supervivencia. Casi nunca hablaba de su frustración, pero se le notaba en la cara: a los treinta y tantos años parecía viejo y macilento, con patas de gallo que se extendían por las mejillas, apuntando hacia una boca que rara vez sonreía. Se peinaba el pelo pajizo hacia atrás, dejando al descubierto una frente surcada de profundas arrugas. Este aspecto prematuramente avejentado fue heredado por su hijo, cuya decadencia facial en años posteriores se solía atribuir al abuso de las drogas. Pero Chesney envejeció de un modo mucho menos llamativo. Bernie Fleischer lo recordaba como un hombre «de aspecto muy blando», que pasaba desapercibido. «Era una de esas figuras sombrías que siempre están como ausentes.» En los años cuarenta, Chesney salía de vez en cuando a la superficie para presumir, ante los amigos músicos de su hijo, de la noche en que el gran Teagarden había ido a su casa para tocar con él. Algunos de ellos sospecharon más adelante que aquella fabulosa reunión nunca había tenido lugar.

El licor ayudaba a Chesney a dulcificar la verdad, incluidos los recuerdos de una infancia triste. Su familia se había trasladado de Illinois —donde él había nacido el 24 de enero de 1906— a Snyder (Oklahoma). La vida en Snyder parecía una maldición, y no solo por los tornados y los incendios que sufría el pueblecito, sino también por las desavenencias domésticas. Años después, Vera explicó que el padre de Chesney, George Baker, había abandonado a su madre, Alice, y a sus cinco hijos por otra mujer. Con el tiempo, Alice se casó con el «abuelo Beardsley» (así le llamaba la familia), un granjero con una pierna mala y un carácter peor. Por lo visto, el abuelo Beardsley odió a su hijastro nada más verlo; Chesney le contó a Vera que el viejo le pegaba con un bastón y le atormentaba para que se marchara de casa y no volviera. Alice procuraba proteger a su hijo, pero Chesney huyó antes de cumplir los dieciocho. Durante el resto de su vida odió a su padre y a su padrastro. Ni siquiera dio muestras de simpatía cuando este último, al sufrir un derrame cerebral, necesitó dos bastones para andar; gruñendo le dijo a Vera que no cruzaría la calle para ver a su padrastro ni aunque el viejo estuviera en su lecho de muerte.

En su adolescencia, Chesney encontró su primer consuelo en el incipiente arte del jazz. El jazz, una música improvisada nacida del gospel, los espirituales, los blues y el ragtime, consistía en dejar volar la imaginación y moldear las inspiraciones del instante en declaraciones personales, salidas del corazón. Chesney necesitaba una vía de escape, y el jazz parecía el vehículo perfecto para ello. Además de Teagarden, cuya habilidad para tocar el trombón con infinita inventiva fue definitoria para esta forma musical, había otra estrella que fascinaba a Chesney: Bix Beiderbecke, un cornetista de ricas tonalidades, ejecución escueta y una intensidad poco frecuente en el jazz de los primeros tiempos, que tendía a sonar como música para fiestas.

Chesney aprendió de forma autodidacta a tocar el banjo, un instrumento popular en el jazz tradicional, y de este modo se buscó su propio modo de salir de Snyder. El todavía minúsculo circuito de jazz parecía fuera de su alcance, de modo que se unió a una serie de bandas de country and western que actuaban en bailes por todo Oklahoma y otros estados del Medio Oeste. Era una vida precaria, pero él nunca había disfrutado tanto; vivía cada día para la música, y después se relajaba bebiendo y fumando hierba, como sus ídolos.

En 1928, Chesney pasó por Yale (Oklahoma), un pueblecito petrolero situado entre Tulsa y Oklahoma City. Yale era tan marginal que durante muchos años la mayor parte de los libros de historia del estado ni siquiera lo mencionaban. El único hijo famoso de Yale fue Jim Thorpe, el indio americano cuyos triunfos en fútbol y atletismo en las Olimpiadas de 1912 le valieron el apelativo de «el mejor atleta del mundo»[2] e inspiraron una película de Hollywood, Jim Thorpe, el declive de un campeón, protagonizada por Burt Lancaster. Durante los años veinte, la mayoría de los otros dos mil seiscientos habitantes de Yale trabajaban en los campos petrolíferos, en las refinerías o en granjas.

Uno de estos últimos era Salomon Wesley Moser, nacido en Iowa. En 1889 había participado en la legendaria Carrera de Oklahoma, en la que los colonos blancos cargaron a caballo para expulsar a los indios de las tierras fértiles y reclamarlas para ellos. Moser se hizo con unas treinta hectáreas y puso en marcha una granja. Aproximadamente por aquella época conoció a Randi, una joven ciega procedente de Noruega, y se casó con ella. La pareja tuvo siete hijos, que trabajaban en la granja. La penúltima, Vera Pauline, nació allí en mayo de 1910. Vera creció hasta convertirse en una adolescente nada atractiva. Era bajita y robusta, con una ratonil melena castaña que solía llevar suelta, con la raya en medio. Los ojos, hundidos en las órbitas, estaban rodeados de finas arrugas, formadas durante años de exposición al sol y al viento seco de Oklahoma.

A los dieciocho años, Vera fue a un baile de sábado por la noche en un granero donde los jóvenes de Yale se reunían para buscar pareja. Ella y el guitarrista de la banda, Chesney Baker, cruzaron miradas. «¡Era tan guapo…!», recordaba Vera. Tras un breve noviazgo, se casaron ante un juez de paz y encontraron una casa confortable en el 326 de la calle Sur B de Yale. Pero los sueños de felicidad matrimonial que Vera hubiera podido abrigar se vinieron abajo cuando Chesney se escabulló de la luna de miel para salir de gira, dejándola a ella en Yale. Como no quería vivir sola, volvió a la granja de sus padres, donde esperó casi un año a que su marido regresara.

Esta separación terminó bruscamente en octubre de 1929, cuando el hundimiento del mercado de valores acabó con el presupuesto de la gente para diversiones, y también con la incipiente carrera de Chesney. Poco antes de Navidad, llegó a casa sin un céntimo y sin perspectivas, y encontró a su mujer embarazada de siete meses, lo cual no hizo más que agravar sus problemas. El lunes 23 de diciembre, Vera dio a luz a Chesney Henry Baker, Jr. De pronto, las desilusiones de su matrimonio perdieron importancia. Vera remodeló su vida en torno a Chettie. Se compró una cámara Brownie y empezó a fotografiar obsesivamente a su precioso hijo, como si quisiera apoderarse de todos sus movimientos. Documentó su infancia en un álbum de fotos titulado The Dear Baby («El querido nene»). Bajo el encabezamiento «Los juguetes favoritos del nene», aparecía la extraña combinación de una muñeca y un camión de hojalata, una premonición de la ambigüedad sexual que iba a ser uno de los rasgos característicos de su hijo. Cuando Chettie balbuceó «Te quero», ella lo apuntó pulcramente bajo el título «Algunas de las primeras frases del nene».

La pasión de Vera por su hijo recién nacido no podía eliminar el miedo al sombrío futuro. Se preguntaba angustiada cómo iban a sobrevivir sin ingresos. Cuando Chesney por fin encontró trabajo, era algo lamentablemente distinto de los rasgueos de guitarra que le gustaban: aplastar calderas viejas con un martillo de herrero en un campo petrolífero, por veinticinco centavos la hora. Pero incluso este trabajo desapareció a medida que las refinerías de Yale iban cayendo una tras otra, víctimas de la Depresión. No parecía haber esperanzas, y cuando Chettie tenía más o menos un año, sus padres se marcharon con él a Oklahoma City, la capital del estado. Por pura casualidad, la ciudad se había librado de los peores efectos de la crisis: hacía pocos meses que se había perforado allí un pozo de petróleo que había dado lugar a una próspera industria petrolera. Se emprendieron varios proyectos de obras públicas, de los que salieron el Centro de Artes de Oklahoma y la Orquesta Sinfónica de Oklahoma City. Toda esta actividad cultural hizo que Chesney pensara que podría volver a tocar.

Él y Vera alquilaron una casita en el centro, en una calle llena de tiendas y fábricas. Comparada con Yale, Oklahoma City parecía una metrópoli de las grandes. Los peatones contemplaban admirados los primeros «rascacielos» del estado, de doce pisos de altura; la gente entraba y salía en tropel del edificio del First National Bank, del hotel Biltmore, de la YWCA y otros modernos edificios. Los trenes de vapor expulsaban blancas nubes de humo al avanzar resoplando por las líneas ferroviarias Rock Island y Frisco, que pasaban por el centro de la ciudad. La efervescencia de la ciudad llenó de esperanza a los Baker. Vera encontró trabajo en una fábrica de helados y Chesney entró en una banda en la emisora de radio WKY, que iniciaba las emisiones diarias a las seis de la mañana con media hora de música hillbilly. Dos violinistas, un batería y el guitarrista Chesney se apelotonaban alrededor de un micrófono de pie, con pantalones vaqueros y chalecos, marcando el ritmo con sus botas de cowboy mientras tocaban. A menudo Chesney se llevaba allí a su hijo, y después cuidaba de él en casa hasta que Vera regresaba a casa con varios envases de helado. Los fines de semana, la banda se reunía en la casa y tocaba durante toda la noche. Para Chesney, su vida volvía a estar completa.

Según Vera, en la radio solo se emitía una hora al día de jazz y swing. Durante ese tiempo, según contaba en Let’s Get Lost, Chettie se subía a un taburete y la escuchaba con la ardiente concentración que tiempo después caracterizaría su modo de tocar. A veces, Vera embellecía los recuerdos, asegurando que, a los dos años, su hijo saltaba muchas veces del taburete y tocaba solos con la trompeta; lo cierto es que no tocó un instrumento de viento hasta diez años después. Pero ya estaba absorbiendo la música, y en 1980 le dijo a Lisa Galt Bond que había aprendido la primera canción, «Sleepytime Gal», de su padre, antes de cumplir los dos años.

Chet también reveló que la música no fue la única cosa que le descubrio su padre. En un artículo aparecido en una revista de los años sesenta, «The Trumpet and the Spike: A Confession by Chet Baker», recordaba que una noche, estando en la cama de madrugada, oyó que su padre charlaba con sus amigos al otro lado de la puerta cerrada del cuarto de estar. Curioso, el niño se acercó a mirar por el ojo de la cerradura. Su descripción de la escena era casi surrealista: «Mi viejo y sus amigos estaban recostados en sus asientos con los ojos cerrados. Pensé que se habían quedado dormidos y que estaban soñando cosas extrañas y maravillosas. La habitación estaba llena de humo blanco, y su olor picante me llegaba a través de la puerta y me mareaba».[3] Recordaba que uno de los hombres no fumaba; estaba sentado con la boca muy abierta, inhalando el humo que flotaba en el aire. «Estaban casi en éxtasis —decía Baker—. No dije nada a mi padre ni a mi madre, porque tenía la sensación de que aquellas reuniones eran algo secreto, prohibido. Después de aquella primera noche, espié muchas veces más a mi padre y a sus amigos por el ojo de la cerradura, cada vez más impresionado y más asustado.»[4]

Cuando se supo que era heroinómano, circularon rumores de que Baker solía fumar marihuana con sus padres. «No sé cómo se inventó y se divulgó ese rumor —le dijo Baker, indignado al periodista Jerome Reece en 1983, tras años de convertir su vida en una fantasía para los periodistas—. Mi padre fumaba con otros músicos en casa unas cuantas veces a la semana, pero yo era muy pequeño entonces. Qué historia más ridícula. Mi madre era muy estricta y estaba en contra de todo eso.»[5]

Durante el resto de su vida, Baker defendió obstinadamente a su padre, aunque tenía razones para no hacerlo. Su relación dio un giro desagradable cuando Chesney perdió su empleo en la radio. No volvió a tocar profesionalmente. Fracasado como músico y cada vez más como proveedor del hogar, empezó a beber en exceso. Chesney se quedaba sentado en casa con la radio encendida, oyendo a otros tocar la música que él ya no tocaba. Su frustración iba en aumento hasta que explotaba. La víctima más habitual era su hijo. Chesney empezó a levantarle la mano a Chettie y a utilizar el cinturón cada vez que el niño hacía mucho ruido o no se terminaba la comida. «Su padre le pegaba unas palizas tremendas», contó Sandy Jones, una mujer con la que el trompetista compartió heroína, sexo y algunas curiosas revelaciones en 1970.

Baker casi nunca le hablaba a nadie de aquellas palizas de la infancia. La propia Ruth Young, que le arrancó las confidencias más íntimas, solo tenía vagas nociones de la relación infantil del músico con su padre. «Chet siempre quería intimar con su padre, pero le tenía miedo —dijo. Y añadió—: Estaban separados por las riendas de la madre.» Hasta que Chesney murio en 1967, Baker no dejó de buscar la aprobación de su padre; dado que en aquel momento su propia carrera parecía acabada, se identificaba aún más con el dolor del viejo al tener que renunciar a la música.

Diane Vavra tuvo un atisbo de la violencia de Chesney en 1986, cuando Baker la llevó a Oklahoma a visitar a su madre. En un momento en que se quedó a solas con Vera, Diane le confió que Baker le pegaba. Vera mostró simpatía: «Querida, ¿por qué sigues con un hombre que te pega? —preguntó—. Deja que te cuente una historia». Y le contó que un día, recién casados, ella y Chesney iban en el coche, con él al volante. Chesney empezó a acusarla de coquetear con otro hombre y se fue poniendo cada vez más furioso. Cuanto más se irritaba, más alocadamente conducía, hasta que tomó mal una curva y el coche volcó, quedando de costado. «Después de aquello —dijo Vera—, nunca volví a sentir lo mismo por él.»

Vera no había podido imaginar que esta tendencia violenta que el abuelo Beardsley había transmitido a su marido se manifestaría también en su hijo, pero con el tiempo lo comprobó en carne propia. Vavra recordaba haber oído a Baker gruñir, a principios de los años setenta, que acababa de pegar a su propia madre. Esta confesión se refleja estremecedoramente en Let’s Get Lost, cuando Vera comenta que Chettie era «exactamente igual que su padre».

Incluso en los malos tiempos, Vera guardaba las apariencias. A pesar de que ahora trabajaba a jornada completa como vendedora en F. W. Woolworth, mantenía su hogar inmaculado y bien ordenado. A los amigos de su hijo les parecía serena y maternal, con una sonrisa bobalicona. Casi todos la describían como «dulce», aunque a Bernie Fleischer, que la conoció en los años cuarenta, le parecía «una señora pequeñita y delgada, muy machacada y hecha polvo».

Su hijito seguía siendo su salvación. Todas las mañanas, antes de enviarlo al jardín de infancia y marcharse ella al trabajo, lo vestía de punta en blanco con ropa que había comprado con su descuento de empleada, y que incluía un traje de marinero con un gran y puntiagudo cuello blanco. Le hacía quedarse quieto mientras ella le peinaba el pelo hacia atrás con agonía y le ataba los cordones de los zapatos. El niño, pequeño para su edad, parecía un muñequito cuando iba a pie hacia el colegio siguiendo las vías del tren.

Los álbumes familiares seguían llenándose de fotos: Chettie montado en su bicicleta, Chettie jugando a la pelota, Chettie con su perro, Chettie en el patio de atrás o en el porche. A los siete u ocho años era un niño notablemente guapo: ya liberado de las redondeces infantiles, mostraba unos pómulos marcados, un cutis impecable y un espeso cabello rubio oscuro. Ya sabía posar para la cámara: cómo volver la cabeza para que la iluminación le favoreciese, cómo adoptar una postura relajada pero controlada. En la foto de la bicicleta, Baker parecía fuerte y seguro de sí mismo: los hombros erguidos, los ojos mirando fríamente a la lejanía. Incluso cuando miraba directamente a la cámara, el niño parecía distante, inalcanzable.

Por supuesto, Vera le recordaba constantemente lo guapo que era. A algunas personas les parecía raro que solo hubiera tenido un hijo, ya que, en aquella época tan poco adelantada en cuanto a control de natalidad, muchas mujeres se quedaban embarazadas un año tras otro. Pero dada su gélida relación con su marido, es probable que su vida sexual hubiera declinado. En cualquier caso, Vera explicaba sonriendo que con Chettie le bastaba. No tenía ninguna duda de que él la prefería a ella antes que a su padre. «Creo que estaba más próximo a mí», declaró en Let’s Get Lost. Ya adulto, Baker recordaba lo incómodo que se sintió cuando Vera lo rodeó con los brazos y le dijo que tenía que quedarse siempre con ella. «“Sí, madre, estaré siempre cerca de ti”, respondí. Ahora la comprendo. Yo representaba para ella, entre tanta miseria y sufrimiento, la única razón para vivir.»[6] Pero Vera parecía no darse cuenta de que su fijación con Chettie iba abriendo una brecha cada vez más grande entre ella y su marido, de que su hijo acabaría por odiar sus agobiantes atenciones y de que estaba fomentando en él una personalidad narcisista y egocéntrica que le acompañaría toda la vida.

Pero Vera tenía preocupaciones más urgentes. La familia sobrevivía a duras penas con su escaso salario y los esporádicos de Chesney, de modo que la hermana de Chesney, Agnes, y su marido, Jim, invitaron a los Baker a mudarse a una habitación de su casa de las afueras de Oklahoma City. Tiempo después, Chettie dijo que su tía y su tío eran las personas más agradables que había conocido. Durante la Primera Guerra Mundial, Jim había sido soldado en Bélgica y había sufrido lesiones pulmonares permanentes por inhalar el gas mostaza arrojado por los alemanes. Necesitaba aire puro y, por medio de la WPA, había encontrado un trabajo de jardinero y cuidador en el departamento de parques de Oklahoma. Además, su paso por la guerra lo había dejado estéril, de modo que, como pareja sin hijos, estaban encantados de ayudar a criar a un chico tan guapo, educado y lleno de energía como Chettie.

La WPA contrató a Chesney como inspector de horarios, lo que significaba controlar las horas trabajadas por los operarios para determinar la cuantía de las pagas. La Depresión no había terminado, ni mucho menos —Chettie oía a Jim hablar de gente que iba a los parques y comía hierba y hojas de los árboles—, pero con tres adultos trabajando en la casa, la familia se libró de sus peores efectos. Aun así, con Chesney, Vera y Chettie hacinados en una sola habitación, la situación se volvió tan claustrofóbica que durante varios veranos hubo que mandar al niño a la granja de los Moser. Vera solía ir a reunirse con él en algún momento, alegrándose sin duda de alejarse por algún tiempo de Chesney y estar a solas con su hijo. Sesenta años después, recordaba con qué orgullo lo miraba rondar por el gran establo lleno de caballos y cerdos, subirse a los melocotoneros, vagar por la orilla de un arroyo que pasaba por la granja y jugar en los melonares. «¡Lo que corría aquel chico! —decía, maravillada—. Yo no podía seguirle.»

Pero el niño mostraba también cierta tendencia al aislamiento, sobre todo cuando su padre empezó a enviarlo a Snyder en verano. Teniendo en cuenta lo que Chesney odiaba a su padrastro, parece una crueldad por su parte que expusiera a su hijo —puede que a propósito— a la tiranía del anciano. Para entonces, un ataque de apoplejía había dejado casi inválido al abuelo Beardsley, que ya no tenía paciencia para aguantar a un niño revoltoso. Chettie se pasaba todo el tiempo que podía fuera de casa, recorriendo la ladera en busca de lagartos.

Al volver a Oklahoma para reanudar la enseñanza elemental, Chettie tenía que enfrentarse de nuevo con la tensa relación de sus padres. Noche tras noche veía a su padre volver a casa borracho y entablar «terribles discusiones» con su madre.[7] El niño cada vez aguantaba menos estar en casa. Antes, Chesney solía tocar la guitarra en casa para divertirse, pero ahora el instrumento permanecía abandonado. «Jamás reconocería que fue un fracaso como músico, y siempre culpó a la Depresión de 1929», dijo Baker en un raro momento de franqueza respecto a su padre.[8] Con el amor entre Chesney y Vera muerto desde hacía tanto tiempo, su hijo desarrolló una idea distorsionada de lo que podían ser las relaciones entre hombres y mujeres, sobre todo en el aspecto físico.

Pero su confusión se volvió aún mayor en 1939, cuando la familia dejó a Agnes y Jim y se mudó a un apartamento encima de un restaurante, en el centro de Oklahoma City. Años después, le contó a Lisa Galt Bond un incidente que le trastornó mucho. Un sábado por la tarde, estando en el balcón trasero, Chettie, que tenía nueve años, oyó una especie de gemidos que procedían de abajo. Curioso, se colgó de la barandilla y miró por una grieta de la pared del restaurante. Vio una mujer desnuda, abierta de brazos y piernas, con uno de los dos jóvenes propietarios del restaurante encima de ella. El niño observó perplejo cómo el hombre embestía con furia a la mujer, hasta que su cuerpo quedó flácido. Después se levantó y se limpió los genitales, y los de la mujer, con servilletas de papel. En aquel momento, Chettie se soltó de la barandilla y cayó al suelo, dándose un fuerte golpe. Con el corazón a punto de estallar, salió corriendo y se escondió en un solar hasta que consideró seguro volver a casa.

Baker recordaba aquella primera visión del sexo con una mezcla de lascivia y disgusto, y el episodio dejó huella en él. Hasta muy avanzada su vida adulta, «hacía el amor» tan tosca y mecánicamente como el hombre del restaurante. Era una decepcionante contrapartida de las sensibles baladas que cantaba.

Chesney padre había perdido todo sentido de la vida amorosa, si es que alguna vez lo tuvo. Su vida era un fracaso en casi todos los aspectos, y poco después de trasladarse a Oklahoma City volvió a quedarse sin trabajo. Reaccionó haciendo lo que después haría su hijo cuando la presión aumentaba demasiado: se subió a su coche y huyó, dejando a su familia en Oklahoma. Esta vez ya no regresó. Fue a parar a Glendale, un suburbio de Los Ángeles en el extremo sur del valle de San Fernando. Chesney consiguió un trabajo en la Lockheed, una importante fábrica de componentes para reactores, como inspector de piezas. Alquiló una casa pequeña, donde vivió solo durante unos meses, y después llamó a su familia para que se mudasen allí.

En 1940, Vera y Chettie emprendieron un viaje de 2.300 kilómetros en autobús, que duró casi dos días. Tomaron el camino directo por la «calle Mayor de América», la Ruta 66, la carretera que va de un extremo a otro de Estados Unidos. Como fulgurante estrella del jazz, Baker iba a viajar cientos de veces por esa carretera. Bobby Troup, un pianista y compositor de jazz de la Costa Oeste, hizo que pareciera el paraíso de los bohemios errantes cuando compuso en 1946 el éxito «(Get Your Kicks on) Route 66». Años antes del En el camino de Jack Kerouac, Troup cantó las maravillas que pueden ocurrir cuando un espíritu libre se echa a la carretera.

En el autobús que se dirigía hacia el oeste por la Ruta 66, madre e hijo atravesaron los pastos y praderas de Texas, y respiraron el aire del árido desierto de Nuevo México y Arizona. Pasaron zumbando por poblaciones de las que Vera apenas había oído hablar: Amarillo, Santa Rosa, Albuquerque, Flagstaff, Needles… Por fin llegaron a Glendale. Chettie miró por la ventanilla los viñedos y naranjales, las colinas boscosas y las montañas azuladas que rodeaban la ciudad por tres lados, y las relucientes aceras de cemento y las soleadas calles flanqueadas por eucaliptos, palmeras y pimenteros. El aire estaba cargado de calma, que se mezclaba con las dulces fragancias de la vegetación en flor. Después del alboroto de Oklahoma, él y Vera pensaron que habían encontrado el paraíso.

El nuevo hogar familiar se alzaba en un tranquilo barrio residencial rodeado de colinas y cañones. Chesney iba a la Lockheed todos los días en su recién adquirido Buick de 1936, mientras Vera cogía el autobús hasta el centro de Los Ángeles, donde estaba la sucursal de W. T. Grant, la tienda de todo a cinco y diez centavos en la que ahora trabajaba. Como dependienta, Vera era un modelo de eficiencia maternal, con el pelo corto y peinado hacia atrás y una rebequita sobre los hombros. Resplandecía cuando alguien le preguntaba por su hijo, que parecía un niño de ensueño: sacaba buenas notas, no daba problemas y caía bien a sus profesores. Con el traslado de Oklahoma a California, Chettie incluso adelantó un curso.

Pero ojalá no hubiese sido así. Seguía siendo pequeño, y entre compañeros mayores que él parecía aún más canijo. Empezaron a burlarse de él, provocándole una rabia que nunca había manifestado antes. La humillación impulsó a Chettie a demostrar que era más rápido y mejor que todos ellos. Iba al colegio patinando, y después de las clases acudía a la YMCA, donde se convirtió en un apasionado de los deportes. Ya fuese nadando, jugando al baloncesto o corriendo en la pista, cumplía sin esfuerzo cualquier exigencia física. Al trompetista Jack Sheldon, que se hizo amigo suyo en los años cuarenta, le asombraba el vigor de Baker. Sheldon era un magnífico deportista, sobre todo en natación y buceo, pero no podía competir con Baker. «Era tan especial… —contaba Sheldon—. Recuerdo que una vez jugamos al tenis. Yo era muy buen tenista. Él me dijo que nunca había jugado, y me costó ganarle.»

La destreza de Chettie no se limitaba a los deportes. Desde que había aprendido «Sleepytime Gal» siendo muy pequeño, no se había interesado mucho por la música, pero en el sótano de la YMCA encontró un viejo piano de pared y empezó a tocar melodías de oído. En casa cantaba acompañando a la radio. Aún no le había cambiado la voz, y sonaba tan aguda y neutra como la de un niño de coro. A Vera le parecía irresistiblemente bella, y eso le dio una excusa más para exhibirlo. En 1942 empezó a «arrastrarlo» (así lo expresó él tiempo después)[9] al Clifton’s, un restaurante popular que estaba cerca de la tienda de W. T. Grant y organizaba actuaciones de artistas infantiles. Compitiendo con incipientes acordeonistas, bailarines de claqué y gente que cantaba a la tirolesa —todos a remolque de sus embelesadas madres—, Chettie cantó a los doce años algunas canciones de amor bastante maduras. Vera le había enseñado sus canciones favoritas de las listas de éxitos: la seductora «You’d Be So Nice to Come Home To» de Cole Porter; «I Had the Craziest Dream», donde una mujer suspira por un amante principesco, y que fue dada a conocer por la cantante Helen Forrest con la orquesta de Harry James, y «That Old Black Magic», un éxito que habla del «picor» de la atracción sexual, popularizado por la cantante adolescente Margaret Whiting. «Es posible que allí hubiera algún tipo de rollo edípico —dijo Diane Vavra—, porque su madre le enseñaba todas aquellas letras, que eran muy eróticas.» Baker parecía desvalido y afeminado cuando las cantaba; años después, le confesó al pianista Jimmy Rowles que algunos niños se reían de él, llamándole «mariquita» y diciendo que cantaba como una niña. Las burlas le ponían furioso, pero, como era de esperar, Vera idealizó estos concursos asegurando que Chettie siempre quedaba el primero. Baker decía que no ganó ninguno, aunque una vez quedó segundo, por detrás de una pequeña bailarina que caía con las piernas abiertas.

A Chesney no le gustaba mucho eso de tener un hijo «guapo» que cantaba con voz femenina, y tomó medidas para cambiar al chico y hacer que tuviese un aspecto más viril. En 1943, al volver a casa desde la fábrica, paró en una tienda de empeños. Pensando en Jack Teagarden, compró un trombón y se lo regaló a su hijo. Fue una elección poco atinada: con la vara estirada, el instrumento era casi tan largo como Chettie, que no podía manejarlo de ningún modo. De mala gana, Chesney lo cambió por una trompeta. La llevó a casa y la dejó allí sin más, sin tan siquiera entregársela al muchacho. Durante el resto de su vida, Vera aseguró que su hijo solo tardó dos semanas en aprender a tocar el relampagueante solo de Harry James en «Two O’Clock Jump». Casi todos los músicos aprenden su oficio combinando la práctica con el estudio de los intríngulis de la técnica y la teoría, pero Chet Baker no abordaba así ni la música ni la vida. «Tienen que darse cuenta de que Chet no era muy inteligente —decía Ruth Young—. Él no sabía nunca lo que estaba haciendo, a ese nivel. Simplemente lo hacía.»

Apenas había mostrado todo aquel potencial para la música cuando ocurrió el desastre. Jugando en la calle después de clase con unos vecinos, uno de ellos tiró una piedra a una farola. La piedra rebotó y le dio a Chettie en la boca, rompiéndole el primer incisivo izquierdo. Chesney se enfureció, gritando que el chico ya no podría volver a tocar. Chettie no entendía a qué venía tanto alboroto. Ignoraba que sin un incisivo era casi imposible controlar el flujo de aire que se sopla en un instrumento de viento. Practicó con tal tenacidad que convirtió el hueco dental en parte de su técnica. El diente perdido limitaba su amplitud de registro, pero eso a él no le importaba; decidió que las notas altas eran solo para exhibicionistas, y a partir de los veinte años eso dejó de interesarle. Vera lo llevó al dentista para que le hicieran un diente de quita y pon, pero casi nunca se lo ponía. Lo que hacía era ocultar el hueco manteniendo los labios cerrados en público, y ese fue el origen de su media sonrisa como de Mona Lisa, que le hacía parecer tan inescrutable.

En el instituto de Glendale, el joven Chet se apuntó a un curso de formación instrumental básica, pero allí se aburría. Dominaba todos los ejercicios en un momento, y no tenía paciencia para estudiar un libro de texto. Le parecía una pérdida de tiempo aprenderse los puntitos y rayitas curvas de una partitura. ¿Por qué molestarse si podía aprenderse una canción oyéndola una o dos veces? Tocando en la orquesta de baile del instituto, se aprendió de oído las marchas de Sousa, y después fingía leer las partituras. En casa aprendía melodías populares oyéndolas en la radio o en los discos de 78 rpm de Vera. Su músico favorito era el trompetista Harry James, cuya orquesta de baile había saltado a lo alto de las listas con una antigua balada sentimental de 1913, «You Made Me Love You». James tocaba la trompeta con un tono meloso, adornando las canciones con un exceso de florituras que casi todos los incipientes beboppers consideraban cursi. Pero a Baker le encantaba el sonido fuerte y brillante de James, y estudió sus solos hasta que pudo repetirlos casi exactamente.

Baker perdió la virginidad a los quince años con las exaltadas expresiones de amor de James resonándole en los oídos. La experiencia, según se la describió a Lisa Galt Bond, fue aún más vulgar que su primer atisbo voyeurístico del sexo en Oklahoma City. Baker se había hecho amigo de Bennett y Leo Little, dos hermanos que vivían con su madre en un hotel-residencia en el centro de Glendale. Según Baker, la señora Little trabajaba todo el día en Thrifty Drugs y sus hijos se quedaban solos después de las clases, repartiendo el tiempo libre entre una casa en un árbol y un pozo que habían cavado detrás del hotel. Baker recordaba que se escondía con ellos en uno de estos dos sitios y que allí hablaban ingenuamente sobre cómo sería mantener relaciones sexuales con una chica.

Pronto lo averiguaron. Un día, Baker llamó a la puerta del apartamento de los Little y encontró a Leo y a Bennett con una chica de quince años llamada Barbara, que declaró estar dispuesta a hacérselo con los tres chicos. Temiendo que la señora Little llegara a casa y los pillara, Baker y los hermanos llevaron a Barbara a la casa del árbol, que estaba oculta detrás de dos vallas publicitarias. La chica se tumbó y Baker —el más guapo de los tres— fue el primero. Era evidente que Barbara no era virgen. Sin nada bajo el vestido, se levantó la falda y le guió para que la penetrara mientras Leo y Bennett miraban. Baker estaba tan nervioso que llegó al clímax en cuestión de segundos. En lugar de placer, sintió asco y una gran inquietud, y salió corriendo, pensando «Nunca más, nunca más».[10] El recuerdo (aunque podía ser apócrifo) traumatizó de tal modo a Baker que, según decía, durante algún tiempo no quiso ni acercarse a ninguna chica. En 1980 describió aquella iniciación al acto sexual como «mi primer coño»,[11] una expresión que dejaba patente su actitud general hacia el sexo.

El final de la Segunda Guerra Mundial en agosto de 1945 trajo consigo prosperidad económica y abundancia de oportunidades de trabajo para los soldados que regresaban, pero no para Chesney Baker. Tras enzarzarse a golpes con su jefe en la Lockheed, se encontró una vez más sin trabajo. Tenía ya casi cuarenta años y era mucho menos contratable que los jóvenes ex soldados, sobre todo con su historial laboral, que le marcaba como problemático. Durante los meses que pasó buscando empleo en vano, hubo que estirar al límite el salario de Vera en la tienda de oportunidades.

Los Baker fueron salvados por dos viejos amigos de Oklahoma, Bob y Tillie Coulter, que permitieron que la familia se instalara en su casa de Hermosa Beach (California), una población costera situada junto a la más populosa Redondo Beach. Repitiendo su experiencia con Jim y Agnes, los Baker dejaron su casa y ocuparon una habitación en la de los Coulter. Con su impecable historial laboral, Vera consiguió el traslado a la sucursal de W. T. Grant en la vecina localidad de Inglewood. A falta de otras opciones, Chesney empezó a conducir un taxi.

Aquella habitación de la casa de los Coulter se convirtió en una olla a presión. Encerrada en un espacio tan reducido con su resentido y depresivo esposo, Vera se obsesionó aún más con su hijo, que a sus dieciséis años empezaba a rebelarse. Intentando desesperadamente alejarse de ella, aceptó un empleo de colocador de bolos en una bolera, adonde iba directamente al salir de clase para trabajar hasta medianoche. Sus notas bajaron: lo único que le importaba ya del instituto era tocar en la orquesta. A esto añadió dos nuevas pasiones: la playa y los coches. En compañía del hijo de los Coulter, Brad, que ahora era su mejor amigo, Baker empezó a competir en carreras con el Buick de su padre; como aún no tenía permiso de conducir, sus padres se pusieron furiosos. Pero Jack Sheldon estaba deslumbrado: «Conducía como un piloto de carreras, muy rápido, y se metía en sitios por donde yo jamás conduciría».

Un aspecto tortuoso de Baker empezó a manifestarse cuando se convirtió en un experto en robar gasolina. Insertaba un extremo de un tubo de goma en el depósito del coche de algún desconocido, aspiraba por el otro extremo para crear un vacío e introducía el combustible en su propio depósito. A veces inhalaba gasolina: su primera experiencia en colocones. Baker recordaba los fines de semana que pasaba buceando y haciendo surf y montañismo con Brad en Palos Verdes, cuyos acantilados se alzan sobre la bahía sur de Los Ángeles. Decía que allí encontraron una cueva donde se refugiaban por la noche: hacían una hoguera y dormían sobre mantas mientras oían el sonido de las olas al romper.

Los chicos se lo estaban pasando en grande, pero a Vera le entró el pánico. Al ver que su hijo se estaba convirtiendo en un delincuente juvenil, se preguntó, angustiada, en qué podría haberse equivocado ella. Pero Chettie, como su padre, anhelaba una vía de escape. La encontró al ver un cartel de reclutamiento con el Tío Sam señalándole con el dedo e invitándole a «alistarse en el ejército y ver mundo». En un impulso, decidió hacer precisamente eso.

La apesadumbrada Vera tuvo que aceptar que no había otra solución. El 5 de noviembre de 1946, pocas semanas antes de que su hijo cumpliera la edad legal de diecisiete años, lo alistó en el ejército por un período de dieciocho meses. En su última noche en casa, Baker (que ya tenía permiso de conducir) tomó prestado el coche de su padre para salir con una chica llamada Gloria. Al final de la velada, encontró un sitio escondido para aparcar cerca de la casa de ella y le sugirio pasar al asiento de atrás, donde hicieron el amor apresuradamente. Baker recordaba que, al terminar, la chica salió disparada del coche, explicándole que tenía que lavarse enseguida para no quedarse embarazada.

Este episodio fue solo un poco más digno que el de Barbara, pero a Chettie le parecía que el sexo en un coche era mucho más interesante. Con el tiempo, su recuerdo de esa cita adquirio un brillo onírico: decía que Gloria le había dado una foto suya, le había besado y había salido corriendo del coche, con la luz de la luna reflejándose en su cabello dorado. Del mismo modo que había aprendido a seducir al objetivo de la cámara para que lo retratara de un modo irreal, aprendió a embellecer la verdad hasta convertirla en una intriga romántica de cuento de hadas. Aquella noche, Baker volvió a casa y se metió en la cama, ansioso de iniciar una vida de hombre independiente.

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2

Pocos días después de alistarse, Baker bajó de un tren en Fort Lewis, una inmensa base militar en el estado de Washington, para comenzar los dos meses de instrucción básica. Él y un grupo de jóvenes de aspecto igualmente bisoño se pusieron en fila para que les vacunasen. Todavía doloridos, se echaron a la espalda unas mochilas de treinta kilos y salieron hacia el bosque para hacer marchas, cavar hoyos de protección y hacer ejercicios de puntería con el rifle. Todas las mañanas hacían una serie de flexiones y abdominales ideada para convertirlos en defensores de la patria fuertes como rocas.

El esfuerzo parecía un poco absurdo. La Segunda Guerra Mundial había terminado trece meses antes, dejando a Estados Unidos como primera potencia mundial, con un prometedor futuro de bienestar económico y seguridad nacional. El gobierno juró proteger esa imagen del país contra nuevos posibles ataques japoneses o alemanes: siguió reclutando soldados mientras perfeccionaba y probaba la bomba atómica que había devastado Hiroshima y Nagasaki al final de la guerra. La imagen de una nube mortal en forma de seta gris, exhibida una y otra vez en los noticiarios de los cines y más tarde en la televisión, difundía un estremecedor mensaje no intencionado: que América podía incinerarse a sí misma por accidente, con solo tocar un botón. Muy pronto, la generación beat argumentaría que era de idiotas hacer planes para un futuro que podía no llegar: era mejor apurar cada momento como si fuera el último. A finales de los años cincuenta, Chet Baker vivía esa filosofía más peligrosamente que casi todos los beatniks.

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Lago Wannsee, Berlín (Alemania), 1947. Foto de Howard Glitt

Pero en Fort Lewis la rebelión ni siquiera se planteaba; casi todos los reclutas se limitaban a dejar pasar el tiempo mientras intentaban decidir qué hacer con sus vidas. Recién pasado el Año Nuevo de 1947, Baker y un compañero de barracón, Dick Douglas, fueron en autobús al campamento Kilmer, en New Jersey, donde iban a embarcar rumbo a Alemania. En lo más crudo del invierno, cientos de asustados muchachos subían en fila la pasarela de un enorme buque. Pasaron frente a la estatua de la Libertad y salieron a mar abierto. Durante diez días, según Baker, vivieron «como sardinas en lata».[1] Algunos vomitaban a causa del mareo y el miedo; otros intentaban emborracharse con loción Aqua Velva para después del afeitado. Cuando el barco atracó en el puerto alemán de Bremerhaven, tuvieron que abrirse paso a través de la nieve hasta el tablón de anuncios donde se indicaba el destino de cada hombre. Baker sufrio una desilusión: él y Douglas estaban destinados a Berlín, pero el elevado coeficiente intelectual de Douglas le había hecho merecedor de un puesto de gestión en el Western Theater, el centro de operaciones militares. A Baker, cuyas últimas notas habían sido mediocres, se le asignó un aburrido trabajo de mecanógrafo.

A la mañana siguiente, un tren los llevó a Berlín, donde contemplaron la capital del Tercer Reich casi totalmente reducida a escombros por los rusos como respuesta a la invasión alemana de la Unión Soviética. Las fuerzas americanas y soviéticas habían dividido la ciudad, ocupando los edificios de viviendas que quedaban en pie. Mujeres rusas arrastraban los pies por las zonas bombardeadas, recogiendo ladrillos y retirando escombros a paletadas. Baker nunca olvidó las imágenes de desesperanza y destrucción; hacían que el futuro pareciera muy sombrío.

Salió a dar una vuelta por Onkel Tom, el distrito no destruido del noroeste de Berlín donde estaban acuarteladas las tropas americanas. Se le levantó el ánimo cuando oyó una orquesta que tocaba en la planta baja de un edificio de apartamentos. Al abrir la puerta, se encontró con la 298th Army Band, una banda militar de cincuenta y seis miembros, que terminaba su ensayo vespertino. Le suplicó al sargento primero que le permitiera ingresar en ella. A la mañana siguiente, Baker se presentó a una prueba con la trompeta Martin que se había llevado desde América y consiguió el último asiento en la sección de trompetas.

En su primer ensayo le entregaron partituras de marchas que él no sabía leer. Conocía algunas canciones, como «When Johnny Comes Marching Home», y disimuló como pudo en las otras. Durante la ejecución inicial de cada pieza, fingía tocar mientras escuchaba atentamente a los otros trompetistas. La segunda vez tocaba la marcha casi a la perfección. Se aprendió de oído el repertorio de la banda tan deprisa que perdió el interés. Además, la banda no tenía mucho que hacer, aparte de recibir a algún dignatario que llegara de visita. Algunos de los músicos dedicaban el tiempo libre a practicar, pero Baker no le veía sentido a esforzarse en algo que a él le resultaba tan fácil. Lo que hizo fue presentarse a una prueba para la orquesta de baile del ejército, que era más pequeña y en la que sí tenía ganas de tocar. El director y primer saxo alto, Howard Glitt, quedó asombrado por el sonido fuerte y atrevido que le sacaba a su trompeta aquel muchacho de diecisiete años, que ya tocaba solos con la seguridad de una estrella. Glitt estaba convencido de haber encontrado un prodigio, de esos capaces de tocar cualquier cosa a la primera.

Pero a Baker tampoco la orquesta de baile le proporcionaba un gran estímulo, así que se entretenía acompañando a Dick Douglas, que se estaba convirtiendo rápidamente en su ídolo. Años después, en sus escritos autobiográficos, Baker recordaba su admiración al ver cómo el arrogante Douglas se subía a unas barras paralelas y hacía una vertical perfecta. Después, Douglas se iba contoneándose a su oficina, donde tenía dos secretarias alemanas, un mueble-bar, varias cajas de aguardiente, un sofá, un proyector de cine y unas cuantas películas pornográficas francesas que utilizaba para seducir enfermeras. «Un tío como los que a mí me gustan», decía Baker.[2] Un día, cuando un tipo más alto y corpulento lo empujó al salir del comedor, Douglas se enfadó y lo dejó inconsciente de un puñetazo. Baker quedó aún más impresionado al descubrir que Douglas, que tenía un importante cargo de administrador, hacía impunemente lucrativos negocios en el mercado negro, vendiendo bajo cuerda café, jabón, cigarrillos y otros artículos racionados. Douglas era espontáneamente viril, físicamente superior, y no le tenía miedo a nadie. A Baker, que había sido golpeado por su padre y sobreprotegido por su madre, la masculinidad serena de su compañero le parecía envidiable. El trompetista se pasaba horas haciendo gimnasia en su habitación para llegar a ser tan fuerte como Douglas.

Al llegar el verano, Baker, Douglas y un par de amigos tomaron un tren hasta el lago Wannsee, al suroeste de Berlín, y alquilaron un barco de vela. Douglas llevó su radio de transistores, que captaba con interferencias las emisiones del Servicio de Radio de las Fuerzas Armadas (AFRS). Baker oyó una nueva ola de jazz que sonaba mucho más interesante que Harry James. El más controvertido de los nuevos directores de bandas era Stan Kenton, un joven e intelectual maestro de la Costa Oeste que parecía considerarse a sí mismo el Toscanini del jazz. Kenton tocaba su buena cuota de novedades facilonas («His Feet Too Big for De Bed», «And the Bull Walked Around, Olay») para complacer a su casa discográfica, la Capitol. Sin duda, tenía que compensarla por las malas ventas de piezas pseudosinfónicas como el «Concierto para acabar con todos los conciertos». Kenton se sentaba al piano y tecleaba grandiosos acompañamientos, levantándose de vez en cuando y agitando sus largos brazos para dirigir. Por pomposo que pueda parecer esto, su banda estaba repleta de fuerza bruta: las trompetas vociferaban en el registro alto; los trombones atronaban en el bajo; los saxofones añadían un escalofrío que hacía que la música pareciera una ráfaga invernal.

Los compañeros de Baker en la orquesta de baile del ejército estaban deslumbrados por Kenton, que anunciaba grandes y apasionantes cambios en el jazz. Down Beat y Metronome, las principales revistas de jazz de la época, publicaban reportajes sobre todos los músicos de Kenton que se iban convirtiendo en celebridades por derecho propio: los trompetistas Shorty Rogers y Al Porcino, los saxofonistas Art Pepper y Bob Cooper, el trombonista Kai Winding, el batería Shelly Manne, el arreglista Pete Rugolo. Baker estaba siempre sintonizado con la AFRS para oír otros sonidos de vanguardia: los de la banda dirigida por Woody Herman, cuyos arreglistas, Ralph Burns y Neal Hefti, empleaban armonías complejas y colores tonales para crear una ambiciosa variedad de jazz de concierto.

Un músico fascinaba y desconcertaba a Baker por encima de todos los demás: Dizzy Gillespie, un trompetista negro residente en Manhattan que estaba contribuyendo a desencadenar lo que Phil Leshin, un joven bajista del mundillo, llamaba «una revolución completa: social, personal y, desde luego, musical». Gillespie y un pequeño núcleo de instrumentistas de Nueva York —el saxo alto Charlie Parker, los pianistas Bud Powell y Al Haig, los baterías Kenny Clarke y Max Roach— estaban tomando el sencillo lenguaje armónico y melódico del swing y volviéndolo del revés con acordes disonantes, solos cargados de cromatismo y ritmos tan enrevesados que la cabeza te daba vueltas. Aquella música se llamaba bebop, y muy pocos tenían oído para entenderla, no hablemos ya de tocarla. «Si eras un músico joven de entonces y querías tocas jazz, de pronto se te abrían los oídos a una manera totalmente nueva de hacerlo», decía Leshin. En piezas estándar como «What Is This Thing Called Love?» y «I Got Rhythm», los beboppers quitaban la melodía y «seguían los cambios», improvisando tan desenfrenadamente sobre la base de los acordes que solo los oídos más finos podían identificar las canciones. Baker nunca había oído un trompetista como Gillespie, que se deslizaba por fraseos de corcheas y semicorcheas con un sonido fino y acerado que iba subiendo hasta una gama alta estridente. Las notas volaban que era una locura; como sus pares, Gillespie parecía conectar con alguna conciencia superior en cuanto se llevaba la trompeta a los labios.

Aquella música intimidaba incluso a Louis Armstrong, el padre del jazz, que la criticaba duramente en Down Beat. Gillespie hacía que el bop pareciera aún más excéntrico al adoptar una extravagante pinta de bohemio francés —gafas con montura de concha, perilla, boina— que muchos beboppers copiaron. La jerga de los negros se convirtió en su lenguaje en clave, tanto si eran negros como si eran blancos.

Su estilo de vida, que incluía el consumo temerario de drogas duras, se burlaba de todos los valores —dinero, seguridad, planificación del futuro— que obsesionaban a la América recién acabada la Segunda Guerra Mundial. Los beboppers pasaban hambre por su arte y se preciaban de no ser comerciales. En el artículo «Recuerdos del bop en Nueva York, 1945-1950», publicado en 1963 en su revista underground Kulchur, el poeta y aficionado al bop Gilbert Sorrentino recordaba cómo se recreaba en esta sensación de distanciamiento:

El bebop nos aisló por completo, para nuestra inmensa satisfacción. Era vituperado aún más vehementemente que la «música de negros», pero hasta a un sordo le resultaba evidente que [a aquella música] le importaba un pepino lo que opinaran de ella… Era absolutamente no popular, probablemente más que en ninguna otra época de su historia, incluido el presente. Y sus adeptos formaban una secta que, puede que más que ninguna otra fuerza en la vida intelectual de nuestros tiempos, unió a jóvenes que estaban hartos de lo espurio.[3]

El bop no tenía nada que ver con el modo lírico de tocar que iba a hacer famoso a Chet Baker. Pero él se lanzó de cabeza a la cultura que lo rodeaba: el abrasador impulso de seguir en movimiento, el placer de escandalizar a la gente y, más adelante, la compulsión de autodestruirse. Admiraba el modo en que Gillespie había rechazado todos los convencionalismos sobre el modo de tocar la trompeta para crear su propia y sofisticada voz. Baker estudió los solos de Gillespie que oía en la AFRS, intentando seguir aquellos extraños fraseos. «Todo cambió para mí —le dijo años después al periodista Les Tomkins—. Me fui alejando cada vez más del estilo “dulce” de Harry James y empecé a intentar frasear de un modo que yo llamaría, a falta de una palabra mejor, más “enrollado”.»[4]

Pero ni las marchas de Sousa ni las melodías de la orquesta de baile militar le daban muchas ocasiones de sonar «enrollado». En aquellos tiempos, casi todos consideraban a Baker un inocentón. No fumaba ni bebía, hablaba con el acento nasal de la gente del campo y aparentaba estar más cerca de los doce años que de los diecisiete. Casi todos le llamaban Chettie; hasta 1952, cuando se unió al cuarteto de Gerry Mulligan, no adoptó el más viril «Chet». El pianista y arreglista Bob Freedman, que conoció a Baker cuando ambos eran soldados, lo recordaba como «nada amenazante, ni en su aspecto, ni en sus modales. Tenía cara de pánfilo».

En su cartera llevaba una foto de Gloria, su chica de Glendale, y otra de su padre y su madre. Pero procuraba no mostrar esta faceta vulnerable de su personalidad, tal vez porque pensaba que no iba a parecer muy cool si lo veían suspirando por una chica o por las comodidades del hogar. Baker pagó con cigarrillos racionados a un artista alemán para que pintase retratos al óleo a partir de las dos fotos, y después escondió los lienzos debajo de su litera. Sus compañeros del ejército y de la banda no recordaban que escribiera nunca a sus padres, pero cuando ellos no estaban presentes, Baker le enviaba a Vera numerosas cartas en las que incluía fotos donde se le veía muy elegante con sus pantalones caqui, su chaqueta militar verde oliva con cinturón y su gorra de tela. Ella enseñaba con orgullo las fotos a sus compañeros de trabajo en W. T. Grant’s, como prueba de lo bueno y leal que era su hijo.

De todos modos, Baker no tenía que esforzarse mucho para guardar secretos, porque se pasó solo gran parte del verano de 1947. Mientras sus amigos iban en busca de prostitutas al sector de Berlín ocupado por Francia, él navegaba por el lago Wannsee en una pequeña barca a motor y soñaba despierto con su mujer ideal.

Aquellas apacibles excursiones al lago inspiraron una de sus historias favoritas acerca de su juventud, y una de las más reveladoras. Contaba que una tarde, navegando a la deriva en el lago, el cielo se oscureció y empezaron a oírse truenos. Volvió a la playa y allí vio a la chica de sus sueños, una belleza rubia de veintidós años, caminando por la orilla con la falda recogida. Chet le preguntó si quería dar una vuelta en la barca. Según una de las versiones, ella respondió «Me encantaría» en perfecto inglés,[5] y dijo que se llamaba Gisella. Según otra versión, la chica solo hablaba alemán, y él se expresó por señas para invitarla a la barca. Mientras rugía la tormenta, los dos navegaron hasta una cabaña abandonada, se metieron dentro e hicieron el amor durante horas.

Durante el resto de su vida, Chet recordó a Gisella como el amor de su juventud. Pero aquel idilio de cuento de hadas estaba condenado al fracaso. La joven vivía con su familia, y no les sobraba el dinero; Baker contaba que no tardó en descubrir que ella y sus hermanas eran prácticamente prostitutas, que entablaban relación con los soldados a cambio de dinero, regalos y una hipotética propuesta de matrimonio por parte de un soldado americano solvente. «En realidad, yo no le importaba —dijo Baker en 1963—. Era simplemente lo mejor que tenía en ese momento.»[6] Cuando Gisella supo que él no cumplía los requisitos, se enfrio. Una noche, cuando Baker acudió a su casa, sus padres le dieron la falsa noticia de que se había casado con un oficial ruso. Lo cierto, según Baker le contó amargamente a Lisa Galt Bond hacia 1980, era que Gisella se había casado con un soldado americano, compañero de Chet, un trompetista malísimo de la misma banda militar.

Independientemente de lo que haya de cierto en este episodio, su tema —que la mujer a la que él había entregado su corazón había resultado ser una mentirosa y una impostora— arruinó para siempre su actitud hacia el amor. En sus futuras relaciones oscilaría siempre entre la necesidad de cuidado maternal y la desconfianza paranoica, siempre viéndose a sí mismo como una víctima. Reveló su doble criterio en 1948, después de que una apendectomía de emergencia pusiera fin a su primer período en el ejército. Baker volvió a casa y fue a buscar a Gloria, solo para descubrir que ella no le había esperado. Se había casado y había engordado: era muy diferente de la resplandeciente diosa que él recordaba. Otra mujer que le dejaba tirado. Qué tendría que ver que él hubiera tenido una aventura que, mientras duró, hizo que se olvidara completamente de ella. Le dio a Gloria el cuadro de Alemania y, según decía, nunca volvió a pensar en ella… excepto en todas las ocasiones, durante los cuarenta años siguientes, en las que volvía a contar esta desgraciada historia.

En enero de 1948, Baker volvió a mudarse a casa de sus padres, que ahora tenían una propia en Hermosa Beach. La vida se había estabilizado para la pareja: Vera había sido ascendida a supervisora de planta en W. T. Grant’s y Chesney seguía con su trabajo de taxista, tal vez porque no tenía compañeros o supervisores con los que pudiera chocar. Los Baker habían ahorrado lo suficiente para pagar un adelanto de una modesta casa de dos dormitorios en el 1011 de la calle Dieciséis; estaba en lo alto de una colina desde la que se veían la carretera de la costa del Pacífico y la playa. En días despejados, podían divisar desde su minúsculo patio delantero la concurrida isla Catalina.

En cuanto volvió a casa, Baker se vio metido de nuevo en la atmósfera asfixiante que le había impulsado a marcharse. «No quería estar allí», cuenta el bajista Hersch Hamel, amigo suyo de la adolescencia. Pero Vera daba gracias por tener de nuevo a su Chettie, y su regreso al instituto le daba esperanzas de que sus tiempos de delincuente juvenil hubieran pasado.

Baker se matriculó en el Redondo Union High School, un gran instituto de la vecina Redondo. Se decía que Redondo High tenía el mejor equipo escolar de fútbol de toda América, y una de las mejores bandas de concierto. A los pocos días de su llegada, Baker se presentó en un ensayo de la banda con su trompeta del ejército y una boquilla que él mismo había hecho en el taller del instituto. Había aprendido los efectos de las boquillas de diferentes tamaños en el sonido de un trompetista: una ancha y profunda producía un sonido igualmente profundo; una poco profunda, con una abertura más pequeña, creaba un alarido tenso de altos vuelos como el de Gillespie. Por ahora, Baker quería esto último. El director de la banda, George Cather, probó a Baker sentándolo en la sección de trompetas y pidiendo a la banda que tocara «Ruslan y Ludmilla», una grandilocuente obertura del compositor ruso Glinka. Baker no sabía nada de música clásica y todavía le costaba mucho leer una partitura. Al terminar, Bernie Fleischer, que tocaba el clarinete en la banda, le preguntó su opinión al primer trompetista, Gene Daughs.

—Es la cosa más increíble que he visto en mi vida —dijo Daughs—. La primera vez, el tío prácticamente no tocó ni una nota. La segunda vez me dejó estupefacto. Pero lo peor es que ni una sola vez bajó los pistones correctos.

—Pero no es mejor que tú, ¿verdad? —preguntó Fleischer.

—Bernie, este tío está en otro mundo.

Si su virtuosismo confundía a los demás instrumentistas, su aspecto volvía locas a las estudiantes. Sentado entre un montón de chicos con granos, con camisa blanca y pajarita, Baker atraía casi toda la atención con su provocador aire de lejanía y la mata de pelo rubio oscuro que enmarcaba recatadamente su atractivo rostro. Una compañera de estudios, Jane Thompson, recordaba la primera vez que lo vio: «Solo me acuerdo de aquel chico guapo en medio de todos aquellos tipos vulgares. Mis amigas y yo no oíamos lo que tocaba, pero no nos importaba. Todas nos preguntábamos: “¿Quién es ese?”».

Aquellos mismos rasgos delicados lo convirtieron en blanco de los matones del instituto, que le llamaban «niño bonito»,[7] el peor insulto en aquellos tiempos, cuando se suponía que los hombres tenían que ser supermasculinos en todo momento. El apelativo afectaba a Baker hasta el punto de volverle casi loco. «Si insultabas a Chet, podía matarte —contaba Fleischer—. Se metía en peleas constantemente.» En una ocasión, Baker y Fleischer iban andando por los terrenos del exclusivo y clasista instituto de Beverly Hills. Baker vestía su atuendo del Espectáculo de Variedades de Redondo: una imitación del zoot suit, un traje con chaqueta muy larga y pantalones holgados pero muy estrechos en los tobillos, que era la llamativa vestimenta de los bohemios de la era del swing. Sus grandes hombreras, los pantalones con pinzas y los largos faldones estaban ya pasados de moda, y el traje parecía aún más ridículo si lo llevaba el pequeño y fibroso Baker, que tenía entonces dieciocho años. Pasaron cuatro jugadores de fútbol e hicieron algún comentario burlón. Como un relámpago, Baker arremetió contra el más grande de ellos, que le pegó una paliza tan brutal que Fleischer y los demás jugadores tuvieron que separarlos a la fuerza. Cuando lo consiguieron, Baker era una piltrafa ensangrentada y su traje estaba hecho jirones. «Aquello era el pan de cada día —contaba Fleischer—. A Chet le pegaban constantemente. El otro tipo empezaba con un insulto y Chet iniciaba la parte física. Supongo que herían su orgullo y su ego.»

Estos estallidos repentinos iban a empeorar con el paso de los años, hasta el punto de que Chet aterrorizaba a la gente con sus accesos de ira. Pero en el instituto de Redondo aprendió a adoptar un aire sereno la mayor parte del tiempo. Ya que no podía parecer tan duro como un jugador de fútbol, al menos sí podía actuar con frialdad e intrepidez. El año siguiente, el pianista Jimmy Rowles se fijó en los andares confiados de Baker: los hombros echados hacia atrás y la mirada gacha, una mirada que no revelaba nada.

Esto le dio buenos resultados en el otoño de 1948, cuando ingresó en El Camino Junior College, un colegio universitario gratuito de dos años, lleno de ex soldados, en la vecina Torrance. Baker fue bien acogido en Kappa Theta, una fraternidad muy exclusiva repleta de jugadores de fútbol americano. Su profesor de música en El Camino era Hamilton Maddaford, un ex soldado de veintitrés años. Maddaford daba clases de solfeo y armonía, la base tradicional para todo aspirante a músico. De todos sus alumnos, el que más visiblemente se aburría era Baker, que se repantigaba en su pupitre al fondo de la sala y casi nunca o nunca levantaba la mano. «Se notaba que no estaba a gusto allí —decía Maddaford—. No tenía ningún interés en aprender cosas de los libros.»

Baker solo volvió a la vida cuando se unió a la Banda de Guerreros de El Camino, dirigida por Maddaford. A veces, el profesor le dejaba tocar solos. Maddaford lo recordaba como un joven con talento pero sin formación: «No era un virtuoso, pero tenía buen sonido». Pero Bernie Fleischer estaba pasmado: «El graderío estaba tan silencioso como si fuera un concierto de jazz. A veces nos aplaudían tanto como al equipo de fútbol».

En casa, Fleischer y Baker se sentaban junto a la gramola y ponían los últimos discos de bebop. Baker no podía contener su entusiasmo al oír a Dizzy Gillespie o a Don Byas, un saxo tenor de fértiles sonoridades, correteando por fraseos que hacían que las marchas de la banda de Redondo parecieran nanas. Saltaba de la silla y gritaba: «¿Qué ha sido eso? ¿Cómo lo ha hecho? ¡Ponlo otra vez!».

En 1949, Baker y Hersch Hamel fueron a visitar a su amigo Ian Bernard, un pianista de bop principiante. La familia de Bernard tenía una grabadora de discos que hacía ruidosas transcripciones en discos de 78 rpm. Los tres jóvenes se reunieron alrededor del voluminoso artefacto y grabaron un disco de dos caras por pura diversión. Ese disco todavía existe; aunque es tan viejo que la música ha quedado reducida a un rumor, la trompeta de Baker se abre paso con tanto ímpetu y tanto espíritu que se entiende fácilmente que causara sensación. Comparado con sus refinadas grabaciones de los años cincuenta, este trabajo de Baker resulta irreconocible: ataca por las bravas dos estándares, «All the Things You Are» y «Get Happy», con un sonido duro y penetrante y montones de notas, muchas de ellas desafinadas. En «All the Things You Are» despacha a toda prisa la alegre melodía de Jerome Kern y se mete de golpe en una improvisación bebop, haciendo todo lo que puede por seguir los enloquecidos acordes de Bernard, y consiguiéndolo en numerosas ocasiones. «Chet estaba en ascuas —dijo Bernard—. Ya entonces tenía un increíble sentido del tempo. No podías dejarlo atrás.»

Ansioso por aprender nuevas canciones, Baker empezó a pasarse por casa de Jimmy Rowles, que tocaba el piano para Billie Holiday, Peggy Lee y otras grandes cantantes de jazz. Rowles era famoso por su enciclopédico repertorio; después de haberlo conocido en Los Ángeles, Baker ya no lo dejó en paz. Las mañanas en que no tenía clase, Baker iba en coche a casa de Rowles, en Culver City, y tocaba el timbre hasta que lo despertaba. Esperaba impaciente a que Rowles hiciera café, encendiera un cigarrillo y se sentara al piano. Baker escuchaba con mucha atención todas las canciones que Rowles tocaba, y después intentaba repetirlas con la trompeta. «Yo estaba asombrado de su talento —dijo el pianista—. Lo aprendía todo con una rapidez asombrosa.» La forma de tocar contenida y espaciada de Rowles hizo que Baker comprendiera el poder de lo simple. Pero todavía era un trompetista incendiario, y cuando Rowles lo llevaba a jam sessions Baker se hacía notar. «Todos me decían “¿De dónde coño has sacado a este tío?”. Aunque nadie había oído hablar de él, allí estaba, tocando hasta eclipsar a los otros.» Phil Brown, batería de bop, oyó por primera vez a Baker en esta época. «Chet no sonaba entonces como en los años cincuenta —dijo Brown—. Tenía un estilo más agresivo, con un sonido más negro. Se volvió blanco después.»

Sea como sea, los amigos de Baker se maravillaban de lo fácilmente que lo aprendía todo. Su talento parecía un regalo del cielo, de los que no se adquieren con la práctica. «Cuando Chettie era joven, era como un águila —decía Jack Sheldon—. Estaba dispuesto a todo. Íbamos a Palos Verdes a escalar precipicios. Una vez estábamos escalando y yo iba detrás de él. Yo estaba muerto de miedo y él trepaba como una cabra.» A Baker le gustaba hablar de música, pero solo podía discutir «en los términos más simples», según decía Walter Norris, un pi

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