Boulevard. Libro 2

Flor M. Salvador

Fragmento

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El sonido de su risa resuena en mi cabeza y parece como si los árboles rieran junto a él, porque las ramas crujen cada vez que algo le causa gracia. Me gusta verlo sonreír y apreciar ese hoyuelo que se marca en su mejilla izquierda cuando lo hace.

Si me preguntan, esa es mi imagen favorita.

Nuestras manos, entrelazadas, se balancean mientras caminamos. Al principio, caminar a su lado no me resulta fácil. Sus pasos son más rápidos y grandes en comparación con los míos, pero él enseguida se da cuenta e intenta disminuir su velocidad.

El cielo se ilumina con tonos azulados y el césped verde del boulevard ha crecido más de lo normal. La época de las jacarandas ya ha llegado y el paseo está aún más bonito, coloreado con sus tonalidades violetas.

Esta escena se graba a fuego en mi memoria.

Sus dedos son largos y delgados, se deslizan por mi mejilla, haciéndome temblar y soltar un suspiro; su tacto es suave, delicado y frío, como siempre. El olor a nicotina se mezcla con su perfume, puedo percibirlo tan bien que parece real.

El azul eléctrico de sus ojos me mantiene cautivada, casi hipnotizada. Esgrime aquella sonrisa lánguida que despierta tantos sentimientos en mí y me quedo mirando absorta el pequeño aro negro de su labio inferior.

—No quiero perderte —murmuro—. Otra vez no.

—Sabes que debo irme.

Al escuchar su voz siento un hueco en el estómago y una presión en el pecho, y lo abrazo para evitar que se vaya.

Esto no es real.

—No lo hagas —le pido, aferrándome a su torso.

—Todo está bien —dice él.

—Te necesito.

En un movimiento ágil, me coge del mentón y alza un poco mi rostro para mirarme.

—Debes soltarme. —Su sonrisa permanece intacta, serena y cálida, para hacerme sentir segura—. Hazlo, te prometo que todo irá bien.

Mis ojos se cierran y niego con la cabeza. Tengo que detenerlo.

—No, no. No puedo…

—Weigel.

—Por favor…

—Quiero que seas feliz.

De pronto, mi visión se ha vuelto borrosa y su voz comienza a escucharse lejana. Al pestañear, lo veo lejos de mí e intento acercarme, pero a cada paso que doy, él parece alejarse un poco más.

—Por favor, no me dejes —suplico con la voz entrecortada.

Él sonríe.

—Estoy bien, ahora tú también tienes que estarlo.

—Luke…

«Estabas tan cerca, y ahora, de nuevo, te siento tan lejos…».

Mis ojos se abren. Lo primero que veo es el techo de mi oscura habitación. Mi pecho sube y baja a causa de mi respiración descontrolada y siento que mi corazón bombea sangre a toda velocidad; incluso puedo escuchar mis propios latidos.

Me quedo con la mirada perdida en el techo, y luego la desvío con temor a mi lado, buscándolo.

Qué tonta…

Luke no está, solo ha sido un sueño. Otro en el que, una vez más, ha acabado desvaneciéndose por completo.

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MELBOURNE, AUSTRALIA

Supongo que, cuando alguien muere, se convierte en una persona amada y admirada por todos. Todo el mundo acude al funeral —también aquellos con los que hacía tiempo que no se relacionaba— y le llevan flores y le dedican bellas palabras… Nadie se acuerda de sus defectos, solo de sus virtudes.

Es como si al morir nos convirtiéramos en personas buenas e importantes. Pero los ramos de flores se marchitan, las velas se apagan y los «Era buena persona» duran hasta que todos dejan de sentir lástima.

Nunca había tenido una pérdida tan importante en mi vida, una que llegara a marcarme tanto… Se fue de repente, sin que hubiera habido ninguna señal o aviso, tampoco un diagnóstico fatal. Solo sucedió.

Luke, así se llamaba.

Lo conocí en el instituto un día que llegué tarde a la primera clase y no me dejaron pasar. Yo era torpe e inmadura, y también terca y un poco ingenua; él era el prototipo de chico malo, hostil, un poco borde y demasiado directo.

No empezamos con buen pie. Al principio, él no quería saber nada de mí, y me dejó claro que no tenía ninguna intención de ser mi amigo, y yo me habría alejado, pero fui muy terca, hasta que conseguí lo que pensaba que quería.

No sabría definir mi relación con Luke. No era sana, pero, aun así, lo arriesgué todo por ella. Nunca nos consideramos un ejemplo de pareja ideal, cometimos errores, hicimos cosas de las que no estoy orgullosa y nos enfocamos demasiado en nosotros.

Teníamos gustos y opiniones diferentes. Si él decía negro, yo decía blanco; si él corría, yo caminaba; si a él le gustaba lo salado, a mí, me agradaba lo dulce; si él gritaba, yo murmuraba… La mayoría del tiempo no coincidimos con el otro, pero sí lo hicimos al querernos.

Él no era perfecto, solo una persona rota que estaba empezando a coser sus heridas.

Cuando murió, me dejó sola ante la amargura de la vida. Tuve la sensación de que nada volvería a ser igual. Un día estaba conmigo y al otro estaba viendo cómo lo bajaban a su tumba dentro de un ataúd.

La oscuridad siempre me ha asustado… Estar sin luz y no saber qué me rodea es uno de mis peores miedos, así que imaginarlo solo, a oscuras y en una caja me angustió durante muchos meses. No podría abrazarlo ni siquiera una vez más, ni tampoco ver de nuevo su sonrisa. No dejaba de preguntarme si estaría bien, si no le daría miedo la oscuridad, si no le asustaría estar solo en un lugar tan pequeño. ¿Y si tenía frío?

Cuando volví a casa, seguía sin creer que Luke estuviera muerto. Pensaba que debía haberme quedado a su lado, junto a su tumba, haciéndole compañía aquella fría noche, aunque sabía que a él eso no le habría gustado.

Me dolía pensar que, en ese momento, si él no hubiera muerto, tal vez estaríamos los dos juntos en mi habitación. Y él dormiría en un colchón cómodo, y no en una caja de madera.

Y los días pasaron sin que yo pudiera dejar de pensar en lo mismo, de pensar en Luke. Y por esa razón ahora estaba sentada en el despacho de Rose, observando cómo la funda de mi móvil había perdido su color púrpura.

—¿Qué harás estas vacaciones? —me preguntó Rose. Ella era la psicóloga de la universidad. Hacía dos años y medio que yo acudía a su consulta.

Se quedó mirándome interrogante.

Detrás de su asiento se veía su título enmarcado, igual que lo tenía mi madre en su oficina. Las paredes de Rose eran blancas y beis, y en la habitación había pocos objetos; un estilo muy minimalista.

Vi la fotografía de una niña junto a su taza de café y un bolígrafo con una frase grabada que decía: «La mejor psicóloga es mamá».

Me lamí los labios —el aire acondiciona

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