Conexión Londres (Serie Thomas Kell 3)

Charles Cumming

Fragmento

Capítulo 1

1

Juega todo al rojo. Juega todo al negro.

Jim Martinelli reunió fichas por valor de cinco mil libras en dos pilas de quince centímetros y apoyó las yemas de los dedos sobre cada una de ellas. Una era ligeramente más elevada que la otra y su base estaba un poco torcida. Las examinó. Todo su futuro, la totalidad de su deuda; apenas veinte discos de plástico en un casino. Si duplicaba esa suma de dinero, podría mantener a raya a Chapman. Si perdía, estaría acabado.

Otros brazos se cruzaban por encima del tapete, un borrón de manos que se movía a su alrededor conforme los otros jugadores hacían sus apuestas. El tipo trajeado de Dubái colocó fichas en cada uno de los casilleros que iban del dieciocho al treinta y seis; el otro árabe apostó mil al rojo. El turista chino que se encontraba a la izquierda de Martinelli extendió una alfombra de fichas azules sobre el tercio superior, asfixiando la mesa con montoncitos de cinco y de seis. Había ganado mucho esa noche; había perdido mucho. Luego dejó veinte mil sobre el diez y se alejó de la mesa. Veinte mil libras en una posibilidad entre treinta y cinco. Ni siquiera en sus peores momentos, ni siquiera durante los impulsos más salvajes de los últimos dos años, Martinelli había sido lo bastante estúpido como para hacer algo así. Tal vez no estaba tan desesperado como pensaba. Tal vez todavía controlaba algunas cosas.

La ruleta empezó a girar, y Martinelli decidió no jugar esta ronda. Sentía que algo no iba bien; no podía descifrar con claridad los números. El turista chino revoloteaba cerca del bar, ya casi a seis metros de la mesa. Martinelli trató de imaginar cómo sería tener tanto dinero como para permitirse el lujo de perder veinte mil en un único golpe de azar. Veinte mil equivalía a cuatro meses de salario en la Oficina de Pasaportes, más de la mitad de lo que le debía a Chapman. Si ganaba dos veces seguidas en las dos próximas rondas, dispondría de esa suma. Podría cobrarla, volver a casa, llamar a Chapman. Podría comenzar a pagar su deuda.

El crupier empezó a ordenar la mesa. Centró fichas, enderezó pilas. Con una voz grave y firme, dijo: «No va más, caballeros» y se volvió hacia la ruleta.

«La banca siempre gana —se dijo Martinelli—. La banca siempre gana...»

La bola fue aminorando la velocidad. El turista chino seguía cerca de la barra, de espaldas a la mesa donde había dejado una pequeña chimenea de veinte mil libras en el número diez. La bola cayó y empezó a rebotar, saltando de casilla en casilla con un repiqueteo suave e inocente. Martinelli hizo una apuesta en silencio consigo mismo: «Rojo. Va a caer en rojo.» Miró su pila de fichas y deseó haberlo apostado todo.

—Veintisiete rojo —anunció el crupier, al tiempo que ponía el marcador de madera sobre una pila baja de fichas, en el centro del tapete.

Martinelli sintió una punzada de irritación. Había dejado pasar la oportunidad. El turista chino que estaba al otro lado de la sala volvió hacia la mesa y observó cómo el crupier retiraba las fichas perdedoras, arrastrando con un crujido de plástico barato miles de libras a través del tapete hasta que acabaron todas dentro de un tubo. Ninguna expresión varió el semblante del turista chino cuando la pila de fichas que estaba sobre el diez corrió la misma suerte; nada que dejase traslucir pesar o disgusto. Su rostro permaneció impasible e inescrutable. El rostro de un jugador.

Martinelli se levantó y saludó con un gesto al supervisor de juego. Abandonó sus fichas sobre la mesa y bajó al baño. En los altavoces estaba sonando Abba, una canción que le recordó los largos viajes que hacía en coche con su padre cuando era niño. La puerta del baño de hombres estaba entreabierta y había varias toallitas de papel tiradas por el suelo. Martinelli las apartó a un lado con el pie y se miró en el espejo.

Tenía la piel pálida y brillante de sudor. Bajo la intensa luz fluorescente del baño, las ojeras se veían como moretones después de una pelea. Se había puesto la misma camisa dos días seguidos y advirtió que se había formado una delgada línea marrón en la zona del cuello. Se miró la dentadura, preguntándose si llevaría toda la noche con algún pedacito de aceituna o de cacahuete metido entre los dientes, pero no había nada. Sólo unas leves manchas de un color amarillo pálido en los incisivos y una sensación de mal aliento. Cogió un chicle y se lo llevó a la boca. Estaba exhausto.

—¿Todo bien, Jim? ¿Qué tal te está yendo esta noche?

Martinelli se volvió sobre sus talones.

—Kyle.

Chapman estaba en la puerta, mirando una pila de folletos amontonados en una caja de plástico junto a los lavamanos. Consejos para jugadores, consejos para adictos. Alzó uno.

—¿Qué dice aquí? —Con su áspero acento londinense, empezó a leer en voz alta—: «Cómo jugar con responsabilidad.» —Chapman sonreía, pero sus ojos apagados sólo transmitían amenaza. Le dio la vuelta a la hoja—. «Recuerde: el juego es sólo una diversión para adultos responsables.»

Martinelli jamás había tenido las agallas de leer aquellos folletos. Decían que un adicto tenía que querer dejarlo. Sintió que se le encogía el estómago y se apoyó en la pared para mantener el equilibrio.

—«La mayoría de nuestros clientes no consideran que el juego sea un problema. Pero sabemos que para una minoría esto no es así», ¿verdad, Jim?

Chapman levantó la mirada y frunció levemente los labios. Por un instante, Martinelli creyó que le iba a escupir.

—«Si cree que tiene dificultades con el juego, en este folleto encontrará información útil sobre los sitios a los que puede recurrir para obtener ayuda.» —Bajó el folleto y miró a Martinelli a los ojos—. ¿Tú necesitas ayuda, Jim? —Ladeó la cabeza e hizo una mueca—. ¿Quieres hablar con alguien?

—Tengo cinco mil sobre la mesa. Arriba.

—¿Cinco mil? ¿En serio? —Chapman aspiró con la nariz e hizo un desagradable ruido, como si tuviera los senos nasales obstruidos—. Tú y yo sabemos que no es eso de lo que estamos hablando, ¿verdad? No eres sincero conmigo, Jim.

Chapman dio un paso hacia delante. Levantó el folleto y lo sostuvo en el aire, como si estuviera cantando un himno en una iglesia.

—«Apueste únicamente lo que puede permitirse perder» —dijo—. «Fíjese límites. No permanezca en la misma mesa más tiempo del que se había propuesto.» —Volvió a mirarlo a los ojos—. Tiempo, Jim. Eso es lo que ya no tienes, ¿no es cierto?

—Acabo de decírtelo —respondió Martinelli—. Cinco de los grandes. Arriba. Déjame jugar.

Chapman se acercó a los lavamanos, miró su reflejo en el espejo y admiró su propia imagen. Luego dio una patada hacia atrás y cerró la puerta del baño.

—Yo puedo decirte que tienes un problema. Puedo decirte que si no me entregas lo que me debes mañana por la mañana, ya no seré..., ¿cómo se dice?, responsable de mis actos.

—Lo entiendo. —Martinelli sintió un escalofrío que le nubló la mente

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