Guille y los demás
Cuando alcanzas los treinta y te das cuenta de que existe un poso de mierda insatisfactoria flotando en el agua del váter de tus deseos, hay que tirar de la cadena.
Al menos, eso es lo que yo pensé que tenía que hacer. Y me puse manos a la obra.
Me habría venido muy bien ser consciente de que, aunque acciones el mecanismo, el agua no desaparece, sino que se queda en el fondo para volver a subir hasta un nivel razonable de la taza. No importa lo sofisticado que sea el cagadero. La única manera es vaciar la cisterna y dejarla seca. Ojalá lo hubiese sabido entonces.
El pasado otoño llegó como una cimitarra cayendo sobre la espina dorsal de mi zona de confort. Se partió como una manzana entregada a la cólera de Guillermo Tell. Y lejos de asustarme, me sentí más viva que nunca. Esa fruta de pureza envenenada había estado demasiado tiempo posando sobre mi cabeza, impidiendo que mis deseos, mi ansia de conocer y mis inquietudes más íntimas salieran a la luz.
Mi subconsciente saltó a la superficie su forma más rabiosa y me di cuenta por primera vez de todo lo que demandaba. Hasta entonces, había estado encerrado en una especie de anonimato latente, una mayoría silenciosa que no se hacía notar. Se había hartado.
Ahora marchaba en manifestación ruidosa y la emprendía contra mi ser. Para ello, se valía principalmente de una parte de mí que había desatendido de forma progresiva y negligente: mi sexualidad.
Pero yo sabía que la culpa no era solo mía. Y por eso hice lo único que podía hacer para defenderme de mí misma. Atacar al verdadero responsable, al entorno represivo de la ciudad provinciana, beata y estereotipada en la que me había tocado la suerte o la desgracia de nacer y crecer.
Tenía veintinueve años y aparentemente todo lo que una persona de clase media podía desear. Juventud abrumadora, un puesto de trabajo en el que me pagaban un salario bastante superior al de la triste media que cobraban los que pertenecían a mi generación, una familia más o menos acomodada, estable y con buena salud general y una pareja sentimental firmemente comprometida con nuestra relación. Al menos, a su manera.
Mi novio Rafael tenía la misma edad que yo y ostentaba una plaza de funcionario de Grupo A en la Gerencia Regional de Salud de la Consejería de Sanidad. Su vertiente personal solía mimetizarse con las funciones laborales que le correspondían y resultaba difícil diferenciar al Rafa técnico jurídico del Rafa ser humano doméstico. Proyectaba y planeaba en ambos ámbitos por igual. Tal cosa no me habría molestado tanto de no haber sido porque los planes que trazaba para su vida privada me incluían siempre a mí.
Por fortuna, yo había conseguido retrasar su feroz calendario, en el que estaban marcados a fuego la compra del piso en algún barrio del sur o pueblo del alfoz, la fecha de nuestra boda, el viaje de recién casados con acto coital incluido que derivaría en mi consiguiente estado de preñez y el día exacto de mi salida de cuentas, habiendo tenido en cuenta para su cálculo que el frío y la niebla que habitualmente poblaban entre noviembre y marzo el valle en el que se ubicaba nuestra localidad natal no fuesen un factor peligroso para el recién nacido y lactante.
Nos habíamos conocido en la tradicional Facultad de Derecho de nuestra localidad, tan ilustre como rancia. Sus provectos profesores y la generalidad de los estudiantes que la poblaban constituían una fauna de difícil análisis si no se estaba familiarizado con sus especies, en realidad solo una con matices apenas apreciables.
Entre ellas, Rafa ocupaba un lugar más o menos destacado de la manada compuesta por tigres de Bengala con rayas a juego con las paredes y algún que otro papagayo de color rosa que se quejaba por costumbre desde las ramas de los árboles pero acababa siempre comiendo alpiste a ras del suelo. Siempre había excepciones, claro estaba, pero solían ser fácilmente digeridas entre la potencia del resto de la jauría.
En ese ambiente, del que yo siempre me intenté desmarcar, probablemente con menos éxito del que pretendía, empezó nuestro noviazgo millennial de espíritu sesentero. Lucíamos como una pareja de votantes de Ciudadanos de apariencia rupturista, pero en el fondo pensábamos y actuábamos como concepto unitario católico y pepero en el que quedábamos debidamente incluidos el propio Rafa, su familia, la mía y yo misma.
El tema del sexo siempre había sido complicado con Rafa. Lo fue desde que tuvimos nuestros primeros escarceos con diecinueve recién cumplidos entre libros de Derecho Constitucional que recogían derechos fundamentales cuya protección quedaba garantizada por preservativos que se repartían gratuitamente algunos viernes en el vestíbulo del edificio, pese a las increpaciones de algunos estudiantes que lo consideraban vergonzoso y lascivo.
Intentar poner algo de imaginación en aquel contexto resultaba toda una aventura y la practicidad sexual de Rafa no ayudaba. Además, él no tenía apenas experiencia y a decir verdad yo tampoco demasiada, si bien había tenido alguna que otra aproximación a la materia en mi época de colegio privado concertado regido por monjas teresianas.
Pero a mí me sobraban las ganas de probar y experimentar y para él la cuestión del coito había sido siempre solo una obligación que justificaba que estábamos juntos, como el sello que daba fe a un contrato o la firma que rubricaba una ley promulgada. No es que no le apeteciera, pero veía absurdo dotarle de aditivos. Por eso, los preliminares, las caricias, la exploración o la búsqueda de estímulos previos en zonas diferentes a los genitales le parecían un rodeo innecesario.
Yo a veces tiraba de metáforas jurídicas para adaptarme a un lenguaje que a él le resultara más comprensible y le decía que los actos de conciliación eran requisito imprescindible en algunos órdenes jurisdiccionales. En ocasiones, él me concedía la razón, pero si estaba cansado, alegaba que los litigios laborales, donde sí había que pasar por la vía del arbitrio antes del juicio, no eran lo suyo.
En cuanto a las acciones paralelas o derivadas de la estricta penetración en las zonas ‹‹naturalmente habilitadas para ello›› —concepto que Rafa solía emplear—, como el sexo oral o anal, las aceptaba en tanto en cuanto le proporcionaran placer a él, pero tampoco las proponía ni las reclamaba, y por supuesto no me las ofrecía para corresponderme.
Sin embargo, el terreno que menos abonamos durante nuestros años de relación fueron las fantasías. Rafa era tremendamente poco imaginativo y se burlaba de mí con acidez o bien expresaba un gesto de hastío cuando le sugería cambiar el contexto o introducir elementos externos que revitalizaran nuestros encuentros amorosos.
Y precisamente, si algo me sobraba a mí, era imaginación. Por eso, aquella falta de coincidencia era una de las fuentes principales de nuestras discusiones, aunque ni mucho menos la única.
Si me pongo a pensarlo, ese fue el desencadenante de todo. Mi mente era generalmente creativa en todos los aspectos de la vida, pero especialmente en el sexo.
Cumplí los temidos y odiados treinta cuando la ciudad se desperezaba de su cada vez más largo letargo veraniego de modorra, excesos y luz excesivamente prolongada y empezaba a sumirse en el vapor neblinoso y en la melancolía de las hojas caídas.
Me organizaron una fiesta sorpresa el día anterior, pese a que había dejado claro que no la quería y menos en un odioso domingo. Que no me hacía ilusión llegar a esa edad, por mucho que mis amigas se empeñaran en repetirme que los treinta eran los nuevos veinte y soplapolleces manidas por el estilo.
Ellas, Rafa, mi familia… Todos se pusieron de acuerdo para decorar de forma especial el piso del centro histórico propiedad de mis padres en el que yo todavía dormía ocasionalmente. Lo hicieron supuestamente en mi honor, aunque los elementos identificativos que había allí poco me identificaban.
Había mensajes de esa marca que convertía el optimismo en un ave carroñera, globitos rosas y blancos y algún que otro detalle ñoño que presumí obra de mi madre, como fotos a tamaño mediano de cuando era pequeña con las diversas personas que allí se congregaban y una grande en la que Rafa y yo aparecíamos con los birretes y las bandas del acto de nuestra graduación luciendo sonrisas impostadas.
—Qué guapos estáis los dos. Igual que ahora. ¡Y qué caritas de alegría! Me emociono solo de verlo —comentó mi progenitora, satisfecha de su particular visión de mi felicidad enmarcada.
—Y que lo digas, dos promesas jurídicas que se han consolidado con los años —añadió el padre de Rafa con ese tono solemne que le había transmitido a su hijo.
—Pues yo lo que más recuerdo de esa noche es que me dolían muchísimo los pies por el taconazo que me obligaste a llevar —repliqué con mala leche.
—Hombre, hija, es que no era cualquier día. ¿Qué querías, ir como vas siempre, con las zapatillas esas que parece que vas a ir a correr?
—Ah, o sea, que para ir a trabajar también voy con zapatillas, ¿no?
—¡Es que solo faltaría que fueras al despacho o a los juzgados como una pordiosera!
—Así que, según tú, el resto del tiempo sí que voy como una pordiosera. Por ejemplo, ahora.
—Yo no he dicho eso, pero sabes que no me gusta que lleves tanto escote ni esos pantalones. Son un poco, no sé…
—¿Qué, mamá? Venga, dilo, que parezco una choni a la que la toca disimular para ir a currar. Una Pedroche.
—¡Ay, hija, cómo te pones, de verdad, no se te puede decir nada!
—No te pongas así con tu madre, Marta. Estás muy susceptible últimamente —intervino Rafa en la conversación.
«Y quién coño eres tú para decirme cómo tengo que hablar a mi madre», estuve a punto de soltarle, pero ella se me adelantó:
—Querrás decir más de lo normal.
Del resto del salón llegaba un murmullo constante alternado con voces que se elevaban por encima del nivel normal. De las otras habitaciones del piso me llegaban murmullos y gritos esporádicos, combinados con risas grotescas y posiblemente falsas.
«Igual mi susceptibilidad tiene que ver con el hecho de que no follamos lo suficiente o que cuando lo hacemos me aburra como una bacteria en un cadáver putrefacto», me habría encantado alegar ante el abogado defensor de mi madre.
Decidí que me sentía demasiado asfixiada e irritable como para continuar allí. Que la santa fiesta podría prescindir de su tótem sagrado durante unos minutos.
—Tenéis razón, por eso voy a ver si descargo un poco de mala hostia meando. Que no os aburráis mucho sin mí.
Ni me molesté en mirar sus semblantes de desaprobación. Pasé como una exhalación ante el resto del plantel ecuménicamente colocado entre las diferentes piezas de la sala y me dirigí al pasillo principal. Torcí a la derecha, hacia el ala del piso donde se encontraban los dormitorios.
Allí se respiraba cierto silencio, bastante amortiguado por el vocerío que venía del otro extremo de la morada, pero sentí un alivio relativo. El baño estaba ocupado. Alguno de los invitados se había equivocado y en vez de dirigirse al comunitario, contiguo al salón, se había adentrado en el territorio privado de la vivienda.
Se me giró algo el sistema nervioso cuando vi a la persona que salía del cuarto. Pero otras partes de mi organismo se sistematizaron bastante y encontraron su condensación fija y común.
Mi tío segundo Guillermo estaba terminando de subirse la cremallera de sus vaqueros bastante apretados cuando levantó la cabeza y me vio allí estúpidamente plantada y supongo que con expresión de lela y colorete natural en mis mejillas algo apanadas.
—Hola, Marta, cuánto tiempo.
—Guille, hola.
Me agarró por la cintura mientras yo le abrazaba por el cuello y le plantaba un beso cerca de la comisura izquierda de sus labios. Noté como su entrepierna se apretaba contra la mía de forma disimuladamente intencionada, tal vez más por mi parte que por la suya.
Sentí por unos breves instantes el ligero bulto que se ocultaba más allá del cierre recientemente sellado y que se notaba colocado de forma apresurada. Me retiré con cierta brusquedad pero sin retirar la sonrisa bobalicona que sin duda debía mostrar mi faz.
—Hacía mil que no te veía —comenté de forma idiota.
—Ya te digo. Estás cambiada.
—¡A peor! Estoy ya en la decadencia de los treinta.
—Me refiero a que estás más madura, más mujer.
Percibí cómo una especie de molino de viento ponía en funcionamiento sus hélices desde la boca de mi estómago. En el nivel inferior de su giro atolondrado acariciaban el valle de mi hueso púbico con malicia, mientras que en la cúspide se atrevían a rozar unas montañas que habían adquirido de pronto una consistencia sorprendente.
—Eso es porque me recordabas como una niña, pero ya he crecido en todos los sentidos —señalé, como si me hubiese contagiado de oligofrenia discursiva.
Me arrepentí al instante de haber hecho tal comentario, pero él se lo tomó con humor y esbozó esa misma sonrisa de ironía despreocupada y al mismo tiempo retadora que rememoraba de muchas sobremesas de mi niñez y adolescencia.
—Tú, al revés. Estás totalmente igual —dije por decir algo medianamente inteligente y halagador, y porque además era rigurosamente cierto.
Apenas tenía unas finas arrugas en la frente y en las terminaciones de los ojos. Su pelo castaño claro no presentaba ni una sola cana a la vista. Era muy posible que se tiñera, o tal vez los cabellos blancos estaban disimulados de alguna manera, si bien cabía la posibilidad de que se conservara así de bien.
En el Concurso del Año no le habrían echado más de treinta y cinco, pero si no me fallaba la memoria, debía pasar holgadamente de los cuarenta.
De todos modos, el mayor atractivo del Guille que yo retenía perfectamente en mi cabeza era su manera de ser, esos gestos de cierta petulancia pero revestidos de cinismo. Siempre me pareció muy distinto a mi padre y en general a toda la familia. No se amoldaba demasiado a las convenciones.
Era el típico tío soltero, fiestero y crápula, pero al mismo tiempo con un fondo de personaje de cine que yo le solía entrever cuando era niña; una especie de Paul Newman adaptado a los nuevos tiempos, sin perder esa esencia de vividor empedernido pero provisto de un notable ingenio que se reía a cada segundo de la vida y de sus normas encorsetadas.
Por lo que podía observar a primera vista, no sólo no había cambiado, sino que su encanto se había multiplicado. «Como el buen vino…». O tal vez éramos yo y mis genitales los que ejecutábamos esa operación aritmética.
—Bueno, es que ya sabes que soy muy amigo del diablo —bromeó relativamente, porque realmente en alguna ocasión le había escuchado a mi padre decir que era la oveja negra de la familia—. Además, ya sabes que no me gusta mucho trabajar y bastante dormir, y eso rejuvenece mucho. ¿Y a ti cómo te va? ¿Ya eres una abogada de prestigio? Por si algún día me excedo más de la cuenta con mis vicios y necesito una.
Mal tema. Detestaba profundamente el mundillo que había tejido alrededor de mi profesión, aunque me encantara ejercerla. Era una de las cosas que me martilleaban el cerebro cada día y hacían crecer el poso de hastío vital, ya de por sí bastante voluminoso por las presiones familiares y el asqueroso inmovilismo de mi círculo de amistades.
Pero pensé que si tuviese que hacer alegatos en favor de mi tío segundo, tal vez me reconciliaría hasta con el Derecho y con todos los demás aspectos torcidos de mi vida. Eso sí, tal vez no me concentraría lo suficiente si me pasaba el rato pensando en cómo no tirármele a la yugular cada vez que nos reuniéramos.
—Bah, seguro que te acabarías librando. Además, a mí me cuesta a veces defenderme a mí misma —repuse, con una amargura que me salió sin forzar.
—Eso es porque nunca has creído lo suficiente en ti misma. Ya te pasaba cuando tenías quince años. Destacabas solo con tu manera de moverte y hablar, pero tú ni te enterabas. Creo que en el fondo tienes un poquito de miedo a la verdadera Marta, pero son cosas que te han metido en la cabeza. Yo siempre veía en ti un incendio mal apagado.
Aquella declaración me dejó tan descolocada, además de todavía más cachonda de lo que ya estaba, que no supe cómo reaccionar y traté de atajar con una torpeza insólita:
—Bueno, pues ahora el fuego está deseando que lo apaguen con un buen chorro… —Él me miró con una expresión de sorpresa divertida—. Me refiero a que como no me dejes pasar, me hago pis encima, tú verás —rectifiqué automáticamente.
—Ay, sí, perdona —se disculpó mientras se apartaba para dejarme pasar al servicio.
—Luego hablamos, Guille —me despedí con un tono que parecía convertir mis palabras en «luego follamos, Guille».
—Claro.
Entré en el cuarto con un sofocón digno de estudio para cualquier analista del calentamiento global. El cristal me confirmó mis sospechas de que mis mofletes se encontraban bajo el influjo de algún extraño magma humano de nueva generación.
Me palpé instintivamente la cara y comprobé que estaba ardiendo. En realidad, todo mi cuerpo se hallaba cerca del punto de ebullición. Sentía una humedad caliente que se esparcía por mis bragas y clamaba a gritos ser puesta a cocción.
Me desabroché esos pantalones que según mi madre me hacían parecer una poligonera, los bajé hasta los tobillos y me senté en la taza sin levantar la tapa. El líquido que necesitaba soltar no requería ser evacuado en el inodoro. Me bastaba un poco de papel higiénico.
Me toqué con fruición, sin suavidad ni delicadeza, atrapando mentalmente la imagen de mi tío-primo haciéndolo por mí y sonriéndome de medio lado con esa expresión entre la brillantez, la burla y el arrebato.
No tardé ni tres minutos en correrme de una forma espectacular. Puse el trozo de papel antes de liberar el flujo. No lo vi, porque tenía la cabeza reclinada hacia atrás mientras soltaba un par de gemidos menos silenciosos de lo que me habría gustado, pero sí noté como salía a chorro.
Después de varios suspiros, aliviada, liberada y efímeramente feliz, recobré la odiosa parte racional de mi ser. Mi cuerpo también se tranquilizó como si tanto soliviantarle le hubiera dejado en un estado de culpabilidad contrita y sintió ganas de desprenderse de más cantidad acuosa. Entonces sí efectué las rutinas típicas de la acción de orinar. El salvajismo onírico había dejado paso a la prosa más orgánica.
Reflexioné brevemente sobre lo que había ocurrido, si bien no era la primera vez en mi vida que me asaltaba esa ansia rijosa. Tampoco creo que fuese la primera vez que mi tío segundo Guille se erigía como sujeto primordial de mis fantasías.
Desde que era bastante cría pero ya activa a nivel sexual, le rememoraba como una figura de referencia en ese campo después de haber sido una especie de monitor de mi infancia en su edad adolescente. No sé en qué momento se produjo el paso que cambió mi manera de verle, pero sí tengo claro que lo di con firmeza.
Su sorprendente aparición era por el momento la única nota positiva de esa estúpida celebración de mi trigésima onomástica. Ni siquiera recordaba haberle visto llegar a la fiesta y en cualquier caso su asistencia no dejaba de resultar extraña. Hacía unos cuantos años que no lo veía, aunque siempre le había tenido muy presente en mi mente.
Años atrás habíamos compartido bastantes momentos, sobre todo con ocasión de fiestas familiares de gran envergadura que se habían espaciado cada vez más en el tiempo, hasta que fueron suprimidas tras la muerte de mis bisabuelos. Ellos fueron el tronco común que vertebró durante años mi familia paterna, a la cual pertenecía Guille, que era el primo más joven de mi progenitor.
Salí del baño sintiéndome algo mejor que cuando había entrado. El griterío se había aplacado bastante desde mi última auscultación. Cuando llegué al salón, entendí el motivo. Me estaban esperando.
Con la gran sala en penumbra, mi madre sosteniendo una tarta poblada de velas, bien escudada por mi padre y por Rafa, las sonrisas estúpidas de todos los invitados y el ambiente viciado de ñoñería reserva del ochenta y nueve, el cuadro era digno de cualquier filmoteca de cine familiar estomagante.
Soplé las treinta putas llamitas, ni una más ni una menos, con el único deseo de que aquello acabase pronto y pudiera retomar la conversación con Guille, a quien no localicé entre el maremágnum de cabezas pendientes de mis movimientos.
La tarta, que me tocó probar en primer lugar para hacer los honores tras haber soportado el Cumpleaños Feliz seguido de su epílogo «es una chica excelente», con mi padre en su clásico papel de director del coro formado ad hoc, tenía menos azúcar que los discursos que, para mi total estupefacción, decidieron emitir para la concurrencia mi hermana mayor, mi madre y Rafa.
La primera optó por recurrir a su desmenuzamiento en plan «buen rollo» de mis defectos, que tanta gracia le hacían, aunque algunos de los convidados también debieron encontrársela, con claro protagonismo de mi dentadura irregular. Me imaginé cómo le clavaba mis dientes de «roedorcillo», como ella los definió, hasta provocarle sangre.
La segunda, como no podía ser de otra manera, se tiró más por el lado sentimental, alabando lo buena y formal que yo era desde cría y mi consolidación en ese grupo de élite de la pureza y la responsabilidad. Una mujer trabajadora, decente y muy limpia, que habrían dicho en su época.
La guinda al pastel de imposible sabor dulzón y rancio al mismo tiempo la puso mi novio, que, en un ejercicio malabar que nunca hubiese presentido, acabo prácticamente proponiéndome matrimonio:
—Hace ya más años de los que parece, empecé a estudiar una carrera en la que a priori sólo tenía muy clara una cosa: aplicaría la ley con el máximo rigor y honestidad posibles. Lo que nunca me pude imaginar es que terminaría deseando que fuese la ley la que rigiese mi vida.
»Así es a día de hoy en todos los ámbitos de la misma. El trabajo, mi participación como ciudadano en la vida pública e incluso cuando conduzco, camino o hago cualquier otra actividad privada. Solo me falta una cosa sobre la cual la norma aún no se ha impuesto, pero espero que tal cosa suceda pronto, porque es la más importante para mí y la que más tiempo llevo esperando. Concretamente, treinta años, que es poco tiempo, pero en el fondo es mucho para un corazón legal... Y leal.
Las expresiones de admiración y asombro, así como los aplausos de reconocimiento, no se hicieron esperar. Mi grupo de amigas íntimas, comandadas por la escandalosa de Carlota, berrearon a coro «nos vamos de bodorrio», mientras mi rostro debía reflejar exactamente lo mismo que una niña al escuchar el proceso de desintegración de los organismos vivos.
Rafa debió darse cuenta de ello, porque podía ser muy pedante pero no tonto y además me conocía muy bien, así que, tras pedir con las manos a la pequeña muchedumbre que se callara, reculó brevemente, si bien, en otra pirueta inefable, se recondujo hacia el otro tema tabú entre los dos, este comentado ampliamente en muchas más ocasiones que el de la unión nupcial:
—En cualquier caso, siempre existen las situaciones de facto y extraoficiales no expresamente bendecidas por la ley, pero igual de fuertes y estables. Los que trabajamos en la Administración Pública lo sabemos bien —pretendió hacer un chiste que la mayoría no entendió