Calor desnudo (Serie Castle 2)

Richard Castle

Fragmento

03_CALOR_DESNUDO_CAP01

Capítulo
1

 

 

 

 

Nikki Heat se puso a pensar por qué parecía que los semáforos en rojo tardaban mucho más en cambiar cuando no había tráfico. Estaba parada delante de la calle Amsterdam con la 83 y estaba tardando una eternidad. Era el primer caso de la mañana para la detective. Podía haber encendido la sirena para girar directamente a la izquierda, pero el crimen hacía tiempo que se había cometido, el forense ya estaba allí y el cadáver no iba a ir a ningún lado. Aprovechó la pausa para levantar la tapa del café y comprobar si aún estaba a una temperatura bebible. El plástico barato de color blanco crujió y acabó sosteniendo la mitad de la tapa mientras la otra mitad se quedaba sobre el vaso. Heat maldijo en voz alta y tiró la parte inservible sobre la alfombrilla del copiloto. Justo cuando estaba a punto de beber un sorbo, desesperada por un chute de cafeína que disipara su bruma matinal, oyó un claxon detrás de ella. El semáforo se había puesto finalmente en verde. Cómo no.

Mientras sujetaba con mano experta el vaso para que la inercia del giro no hiciera que el café rebosara por el borde y se le cayera encima de los dedos, Nikki dobló a la izquierda en la 83. Acababa de enderezar el volante al pasar por delante del Café Lalo, cuando un perro apareció de repente delante de ella. Heat frenó de golpe y el café se le derramó sobre las piernas empapándole la falda, pero a ella le preocupó más el perro.

Afortunadamente no lo había atropellado. De hecho, ni siquiera se había inmutado. El perro, un pequeño pastor alemán o un cruce de husky, permaneció descaradamente en medio de la calle delante de sus narices sin moverse, girando la cabeza para mirarla. Nikki le sonrió y lo saludó con la mano. Pero, aun así, siguió allí plantado. Aquella mirada la estaba poniendo nerviosa. Era a la vez desafiante e impertinente. Los ojos siniestros, hundidos bajo unas oscuras cejas y un ceño fruncido, la estaban atravesando. Mientras lo observaba, vio algo más en el perro que no encajaba, como si en realidad no fuera un perro. Era demasiado pequeño para ser un pastor o un husky y el áspero pelaje estaba oscurecido por manchas grises. Además, tenía el hocico demasiado fino y afilado. Se parecía más a un zorro. No.

Era un coyote.

El mismo conductor impaciente que iba detrás de ella volvió a pitar y el animal se fue. Pero no corriendo asustado, sino trotando, mostrando su elegancia salvaje, su velocidad implícita y algo más: su arrogancia. Ella lo observó mientras se acercaba a la otra acera. Allí se detuvo, giró la cabeza para mirarla descaradamente a los ojos y luego salió corriendo hacia la calle Amsterdam.

Nikki pensó que aquello sí que era una forma inquietante de empezar la mañana: en primer lugar por el susto al haber estado a punto de atropellar a un animal y luego por aquella espeluznante mirada. Continuó su camino y cogió unas servilletas de la guantera para secarse, deseando haber elegido una falda negra aquella mañana y no una caqui.

 

* * *

 

Nikki nunca había conseguido acostumbrarse a los cadáveres. Al volante de su coche, llegó a la calle 86 con Broadway, aparcó detrás de la furgoneta del Instituto de Medicina Forense y, mientras observaba la película muda del juez de instrucción haciendo su trabajo, una vez más pensó que tal vez aquello era algo bueno.

El forense estaba en cuclillas en la acera delante de un escaparate compartido por una tienda de lencería y una modernísima panadería de magdalenas para gourmets. Un dúo de mensajes contrapuestos, si acaso había alguno. No pudo ver a la víctima a la que estaba examinando. Debido a una huelga del servicio de recogida de basuras que afectaba a toda la ciudad, había una montaña de residuos que le llegaba por la cintura y que empezaba en el bordillo e invadía buena parte de la acera, ocultando el cadáver de la vista de Heat. El tufillo de dos días de basura putrefacta se percibía incluso con aquel frío mañanero. Al menos la montaña formaba una práctica barrera que mantenía alejados a los mirones. En el edificio de arriba había ya una docena de madrugadores y abajo, tras la cinta amarilla, en la esquina cercana a la boca de metro, había otros tantos.

Miró la hora en el reloj digital que mostraba alternativamente la hora y la temperatura que había en la acera calle arriba. Aún eran las 6.18. Cada vez más a menudo empezaban así sus turnos. La crisis económica había afectado a todo el mundo y, por lo que ella había observado, ya fuera por el recorte municipal de gastos en servicios policiales o simplemente porque la situación económica alimentaba el crimen —o ambos—, la detective Heat últimamente tenía que lidiar con más cadáveres. No necesitaba que Diane Sawyer le revelara las estadísticas delictivas para saber que, si bien el cómputo de cadáveres no había aumentado, al menos las estadísticas estaban acelerando el ritmo.

Pero no importaba cuáles eran las estadísticas, para ella las víctimas tenían una importancia individual. Nikki Heat se había prometido no convertirse nunca en una mayorista de homicidios. Ni iba con ella ni con su experiencia vital.

La pérdida que ella misma había sufrido hacía casi diez años le había destrozado las entrañas, aunque a través de la fina piel que cubría la cicatriz que le había dejado el asesinato de su madre aún manaban brotes de empatía. Su jefe en la comisaría, el capitán Montrose, le había dicho una vez que eso era lo que la convertía en su mejor detective. Bien pensado, preferiría haber llegado a donde estaba sin haber sufrido tanto, pero había sido otra persona la que había repartido las cartas y allí estaba ella, a aquellas horas de la que podía haber sido una hermosa mañana de octubre, para que le metieran de nuevo el dedo en la llaga.

Nikki siguió su ritual particular: una breve reflexión acerca de la víctima, el establecimiento de su conexión con el caso por su propio victimismo y, sobre todo, en honor a su madre. Solo le llevaba cinco segundos, pero le hacía sentirse preparada.

Salió del coche y se puso manos a la obra.

La agente Heat se coló por debajo de la cinta amarilla aprovechando un hueco en el montón de basura y se detuvo un segundo sobresaltada por encontrarse a sí misma mirándola desde la portada de un ejemplar que habían tirado de la revista First Press que asomaba por una bolsa de basura, entre una caja de huevos y una almohada llena de manchas. Dios, odiaba aquella foto: un pie sobre la silla de la oficina diáfana de la comisaría, los brazos cruzados y la Sig Sauer enfundada en la cadera al lado de la placa. Y aquel horroroso titular:

LA OLA DE DELITOS
SE TOPA CON
LA OLA DE CALOR

Pensó que al menos alguien había tenido la sensatez de tirarla a la basura y siguió avanzando para unirse a sus dos detectives, Raley y Ochoa, que estaban dentro del perímetro.

La pareja, a la que ella llamaba cariñosamente «los Roach», ya había analizado el escenario del crimen. La saludaron al llegar.

—Buenas, detective —dijeron casi al unísono.

—Buenas, detectives.

—Te invitaría a un café, pero veo que ya te has traído el tuyo puesto —dijo Raley mirándola.

—Muy gracioso. Deberías tener tu propio programa cómico matinal —dijo ella—. ¿Qué tenemos aquí? —Heat llevó a cabo su propia investigación ocular mientras Ochoa la ponía al corriente de las características de la víctima. Era un varón hispano de entre treinta y treinta y cinco años, llevaba ropa de trabajo y estaba tumbado boca arriba sobre un montón de bolsas de basura que había en la acera. Tenía la carne horriblemente desgarrada y marcas de mordiscos en la suave parte inferior del cuello además de en la barriga, donde tenía la camiseta rasgada.

Nikki visualizó a su coyote y se volvió hacia el forense.

—¿Qué son todas esas marcas de mordiscos?

—Yo creo que son post mórtem —dijo el forense—. ¿Ve las heridas que tiene en las manos y en los antebrazos? —preguntó mientras señalaba las manos abiertas de la víctima que le caían a ambos lados del cuerpo—. Eso no son mordiscos de ningún animal. Son heridas por haberse defendido de un objeto punzante, yo diría que de un cuchillo o de un cúter. Si hubiera estado vivo cuando el perro llegó, habría tenido mordiscos en las manos y no tiene ninguno. Y mire esto —se arrodilló al lado del cadáver y Heat se agachó a su lado mientras él le señalaba con la mano enguantada un agujero que tenía el hombre en la camisa.

—Una herida de arma blanca —dijo Nikki.

—Lo sabremos con seguridad después de la autopsia, pero apostaría a que esa ha sido la causa de la muerte. El perro era seguramente un simple carroñero que rebuscaba en la basura. —Hizo una pausa—. Ah, y detective Heat…

—¿Sí? —Ella lo analizó preguntándose qué otra información tendría para ella.

—Me ha gustado muchísimo el artículo de First Press de este mes. Enhorabuena.

A Nikki se le hizo un nudo en el estómago, pero le dio las gracias y se levantó alejándose con rapidez para ir a donde estaban Raley y Ochoa.

—¿Alguna identificación?

—Negativo —contestó Ochoa—. Ni cartera ni identificación.

—La poli está registrando el edificio —dijo el agente Raley.

—Bien. ¿Algún testigo presencial?

—Aún no —respondió Raley.

Heat echó la cabeza hacia atrás para examinar las torres de apartamentos que se erguían a ambos lados de Broadway. Ochoa se le adelantó.

—Hemos hecho una lista de viviendas en las que alguien puede haber visto u oído algo.

Ella bajó la vista hacia él y esbozó una sonrisa.

—Bien. Comprobad también si en alguno de estos comercios saben algo. Es probable que en la panadería hubiera gente trabajando de madrugada. Y no olvidéis las cámaras de seguridad. La joyería del otro lado de la calle podría haber grabado algo, con un poco de suerte. —Luego señaló un poco más allá con un gesto lateral de la cabeza hacia un hombre que agarraba por las correas a cinco perros a los que había dado orden de sentarse—. Y ese ¿quién es?

—Es el tío que encontró el cadáver. Llamó a emergencias a las 5.37.

Nikki lo analizó. Tendría unos veinte años, era delgado, llevaba pantalones ajustados y un ostentoso pañuelo.

—Dejadme adivinar: AMBP.

Al trabajar en una comisaría del Upper West Side de Nueva York, ella y su equipo tenían códigos de identificación para algunos de los tipos de personas que solían vivir y trabajar allí. AMBP era el acrónimo de actor-modelo-bailarín-o parecido.

—Caliente, detective. —Ochoa consultó una página de su bloc y continuó—: El señor T. Michael Dove, que estudia Arte Dramático en Juilliard, se encontró con el cadáver mientras lo estaban mordiendo. Dice que sus perros atacaron en masa y el otro perro huyó.

—Oye, ¿cómo que caliente? Es actor.

—Sí, pero en este caso AMBP es actor-modelo-bailarín-paseador de perros.

Nikki abrió la chaqueta para ocultar la mano de los mirones mientras le sacaba el dedo.

—¿Le habéis tomado declaración? —Ochoa levantó el bloc y asintió—. Entonces supongo que aquí ya no pintamos nada—dijo ella. Pero luego pensó en su coyote y miró hacia el edificio donde estaba el AMBP—. Quiero hacerle unas preguntas sobre el perro.

Nikki se arrepintió de su decisión inmediatamente. Cuando estaba a diez pasos del paseador de perros, este se puso a gritar:

—¡Dios mío, es usted! ¡Usted es Nikki Heat!

Los mirones que estaban allá en la acera se apiñaron para acercarse, probablemente más interesados en descubrir a qué venía aquel repentino alboroto que porque la conocieran, pero Nikki no se arriesgó. Bajó instintivamente la vista hacia el pavimento y se puso de lado imitando la pose que había visto adoptar a los famosos en la prensa rosa, cuando los paparazzi los emboscaban a la salida de los restaurantes.

Se acercó un poco más hacia el AMBP e intentó darle una referencia de los decibelios que quería que usara hablándole en voz baja.

—Hola. Sí, soy la agente Heat.

El AMBP no solo no bajó el tono, sino que se volvió más efusivo.

—¡Qué fuerte! —Lo que sucedió a continuación no podía haber sido peor—: ¿Puedo hacerme una foto con usted, señorita Heat? —preguntó mientras les tendía el móvil a los otros dos detectives.

—Venga, Ochoa —dijo Raley—, vamos a ver cómo les va a los forenses.

—¿Son esos los Roach? Son ellos, ¿verdad? —gritó el testigo—. ¡Igual que en el artículo! —Los agentes Raley y Ochoa se miraron sin ocultar su desdén y siguieron andando—. Bueno —dijo T. Michael Dove—, tendrá que ser así, entonces. —Sujetó la cámara del móvil todo lo lejos que le permitía el brazo mientras inclinaba la cabeza al lado de la de Heat y hacía la foto él mismo.

Como la mayoría de la gente de la generación «di patata», Nikki venía programada de serie para sonreír cuando le hacían una foto. Pero aquella vez no fue así. El corazón le había dado tal vuelco que estaba segura de que la foto parecería la de una ficha policial.

Su admirador miró la pantalla y dijo:

—¿A qué viene tanta modestia? Oiga, que ha sido portada de una revista de tirada nacional. El mes pasado salió Robert Downey Jr. y este Nikki Heat. Es usted famosa.

—Tal vez podamos hablar de eso más tarde, señor Dove. Estoy más interesada en lo que puede haber visto en relación con nuestro homicidio.

—No me lo puedo creer —continuó él—. Soy testigo presencial de la detective de homicidios número uno de Nueva York.

Nikki se preguntó si un jurado la declararía culpable si le pegaba un tiro y se lo cargaba allí mismo. Pero en lugar de hacerlo, dijo:

—Ya será menos. Y ahora me gustaría preguntarle…

—¿Que no es la detective número uno? Eso no es lo que dice el artículo.

El artículo.

El maldito artículo.

El que había escrito el maldito Jameson Rook.

No le había gustado desde el principio. En junio la revista le había encargado a Rook que hiciera un retrato de un grupo de homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, centrándose sobre todo en la resolución de casos. El Departamento decidió cooperar porque le gustaba la idea de transmitir el éxito policial, sobre todo si se daba una imagen de fuerza. Cuando eligieron su brigada, a la detective Heat no le hizo ni pizca de gracia que la observaran como si se tratara de un pez en un acuario, pero siguió adelante porque el capitán Montrose le dijo que lo hiciera.

Cuando Rook comenzó su semana de acompañamiento se suponía que iba a rotar con todo el equipo, pero al final del primer día ya había cambiado de opinión alegando que podría contar una historia mejor utilizando a la líder de la brigada como botón de muestra. Sin embargo, Nikki lo había calado a la primera: aquello no era más que una artimaña ligeramente encubierta para pasar más tiempo con ella. Por supuesto, no había tardado en empezar a proponerle copas, cenas y desayunos, en ofrecerle pases de backstage para Steely Dan en el Beacon y en invitarla a cócteles de gala con Tim Burton en el MoMA para inaugurar exposiciones de sus dibujos. A Rook le gustaba fardar de sus contactos, pero la verdad era que estaba bien relacionado.

Utilizó su amistad con el alcalde para aumentar el número de semanas que inicialmente habían acordado y, con el paso del tiempo y muy a su pesar, Nikki empezó a sentir curiosidad por aquel tío. No por el hecho de que tratara por el nombre de pila a Mick, a Bono y hasta a Sarkozy, ni porque fuera mono o guapo. Los peces gordos eran peces gordos y punto, aunque era cierto que aquello también tenía su gracia. En realidad, se trataba del lote completo.

De su rookedad.

Así que, ya fuera por el arsenal de encantos desplegados por Jameson Rook o por lo mucho que a ella le ponía, el caso es que un día acabaron acostándose. Y volviéndose a acostar otra vez. Y otra más. Y otra. El sexo con Rook siempre era increíble, aunque no siempre que echaba la vista atrás lo consideraba una buena idea. Sin embargo, cuando estaban juntos el raciocinio y el sentido común cedían el protagonismo a los fuegos artificiales. Como él había dicho la noche que habían hecho el amor en la cocina después de llegar corriendo a su casa bajo un chaparrón: «No se puede renegar del calor[1]». «Escritor tenía que ser», había pensado ella. Pero aun así, cuánta razón tenía.

Pero entonces ella empezó a darse cuenta de lo que ocurría con aquel estúpido artículo. Rook aún no le había enseñado el borrador, cuando un fotógrafo apareció en la comisaría para hacer unas fotos. El hecho de que solo la quisiera fotografiar a ella fue la primera pista. Aunque insistió en que les hiciera fotos a todo el equipo, especialmente a Raley y Ochoa, sus incondicionales, lo mejor que pudo conseguir fueron unas cuantas fotos de grupo con ella en primer plano.

Sin embargo, lo peor fueron las poses. Cuando el capitán Montrose le dijo que tenía que cooperar, Nikki accedió a que le hiciera unas cuantas fotos sin posar, pero el fotógrafo, un artista con personalidad arrasadora, empezó a hacerla posar.

—Es para la portada —le había explicado—. Las fotos sin posar no valen. —Y ella había accedido.

Al menos hasta que el fotógrafo, dándole directrices para que pareciera más dura mirando a través de las rejas de la celda, le había dicho:

—Venga, dame un poco de ese fuego de «voy a vengar a mi madre» sobre el que he leído.

Aquella noche le exigió a Rook que le enseñara el artículo. Cuando acabó de leerlo, Nikki le pidió que la eliminara de él. No solo porque la hacía quedar como la estrella de la brigada, porque le restara importancia al esfuerzo de su equipo convirtiendo al resto en meras notas a pie de página, o porque pretendiera convertirla en el centro de todas las miradas (aunque Cenicienta era una de las películas favoritas de Nikki, prefería disfrutarla como el cuento de hadas que era y no ser su protagonista). Su principal objeción era que se trataba de un artículo demasiado personal. Sobre todo la parte del asesinato de su madre.

Nikki opinaba que Rook estaba cegado por su propia creación. Para todo lo que ella alegaba, él tenía una respuesta. Le dijo que todas las personas sobre las que había escrito habían sucumbido al pánico antes de la publicación. Ella dijo que tal vez debería empezar a escucharla. Empezaron a discutir. Él dijo que no podía eliminarla del artículo porque ella era el artículo. «Aunque quisiera. Está cerrado. Ya han hecho la composición tipográfica».

Aquella había sido la última noche que lo había visto. Y de eso hacía ya tres meses.

No le importaba no volver a verlo jamás, pero él no se había limitado a irse en silencio. Tal vez había pensado que podía volver a hechizarla. ¿Por qué si no iba Rook a seguir llamando a Nikki a pesar de las constantes negativas y las posteriores evasivas al no cogerle el teléfono? Pero debía de haber pillado el mensaje porque la había dejado en paz. Al menos hasta hacía dos semanas, cuando aquello llegó a los quioscos y Rook le envió un globo sonda en forma de copia dedicada de la revista junto con una botella de Patrón Silver y un cesto de limas.

Nikki recicló el First Press y volvió a regalar la botella en una fiesta que tenía aquella noche en honor al detective Klett, que iba a aprovechar la jubilación anticipada para remolcar su barco a Fort Leonard Wood, en Misuri, y empezar a ahogar gusanos. Mientras todos se ponían hasta las trancas de chupitos de tequila, Nikki se dedicó a la cerveza.

Iba a ser su última noche de anonimato. Tenía la esperanza de que, como Warhol había predicho, su fama durara solo quince minutos y listo, pero durante las últimas dos semanas le pasaba lo mismo con cada persona que se encontraba. No solo le resultaba desagradable que la reconocieran, sino que cada mirada, cada comentario, cada foto hecha con el móvil, le recordaban a Jameson Rook y al romance roto que ella quería dejar atrás.

Un schnauzer gigante había sucumbido a la tentación y había empezado a lamer la leche y el azúcar del dobladillo de la falda de Nikki. Ella le acarició la frente e intentó llevar a T. Michael Dove de vuelta a lo prosaico.

—¿Pasea a los perros por este barrio todas las mañanas?

—Sí, seis mañanas a la semana.

—¿Y había visto alguna vez por aquí a la víctima?

Él hizo una pausa llena de dramatismo. Ella esperó que estuviera aún en el primer curso de la escuela de arte dramático de Juilliard, porque su representación era digna de un restaurante con actuaciones teatrales.

—No —contestó al fin.

—Y en su declaración dijo que lo estaba atacando un perro cuando llegó. ¿Podría describir al perro?

—Daba miedo, detective. Era como un pastor pequeño pero con un aire salvaje, ¿sabe?

—¿Como un coyote? —preguntó Nikki.

—Sí, supongo. Pero venga ya, creía que estábamos en Nueva York.

Lo mismo que Nikki había pensado.

—Gracias por su cooperación, señor Dove.

—¿Bromea? Verá cuando lo ponga en mi blog esta noche.

Heat se alejó para responder a una llamada telefónica. Era de la Central para informarle de una llamada anónima que había denunciado un homicidio con allanamiento de morada. Miró a Raley y Ochoa mientras hablaba y los otros dos detectives interpretaron su lenguaje corporal y estuvieron listos para largarse antes incluso de que hubiera colgado.

Nikki examinó el escenario del crimen. La policía había empezado a hacer el registro, las tiendas que faltaban no abrirían hasta dentro de un par de horas, y la policía científica estaba haciendo un barrido. De momento no tenían nada más que hacer allí.

—Tenemos otro más, chicos. —Arrancó una página de su bloc y le pasó la dirección a Raley—. Seguidme. Es en la 78, entre Columbus y Amsterdam.

Nikki se preparó para encontrarse con otro cadáver.

 

* * *

 

Lo primero que la detective Heat percibió al salir de Amsterdam en la 78 fue la calma que se respiraba. Eran las siete pasadas y los primeros rayos de sol iluminaban las torres del Museo de Historia Natural y proyectaban una luz dorada que convertía el edificio residencial en un plácido paisaje urbano que pedía a gritos que le hicieran una foto. Pero tanta serenidad le resultaba extraña.

¿Dónde estaban los coches patrulla? ¿Dónde estaban la ambulancia, la cinta amarilla y el grupo de mirones? Como investigadora que era, se había acostumbrado a llegar al escenario del crimen después de los que siempre eran los primeros en reaccionar.

Raley y Ochoa tuvieron la misma sensación. Lo supo por la manera en que separaron el abrigo del arma que llevaban en la cintura mientras salían del Roachmóvil y por cómo inspeccionaban los alrededores mientras se acercaban a ella.

—¿Es esta la dirección correcta? —preguntó retóricamente Ochoa.

Raley se giró para mirar al mendigo que removía en la basura de los contenedores de reciclaje en el extremo de la calle que daba a Columbus. Aparte de eso, la calle 78 Oeste estaba tranquila.

—Es como llegar el primero a una fiesta.

—Como si te invitaran a fiestas —le dijo su compañero para picarlo mientras se acercaban a la fachada de piedra arenisca.

Raley no le contestó. El acto de poner un pie en la acera puso fin a la charla, como si hubieran cruzado una línea invisible y tácita. Pasaron en fila india por un hueco que alguien había abierto en la hilera de bolsas de basura y residuos, y los dos hombres flanquearon a la detective Heat cuando se detuvo delante de la fachada de arenisca de al lado.

—La dirección dice que es la escalera A, así que tiene que ser aquel —dijo con voz queda señalando el apartamento con jardín que se elevaba medio piso sobre el nivel de la calle. Cinco escalones de granito llevaban desde la acera a un pequeño patio de ladrillo anexo cerrado por una reja metálica salpicada de jardineras. Unas gruesas cortinas colgaban tras las ornamentadas rejas de hierro que cubrían las ventanas. En la fachada, sobre ellas, había intrincados paneles decorativos de piedra. Bajo el arco creado por las encorvadas escaleras que llevaban arriba al apartamento, la puerta principal estaba abierta de par en par.

Nikki hizo una seña con la mano y se dirigió en cabeza hacia la puerta delantera. Sus detectives la siguieron cubriéndola. Raley, atento al flanco trasero, y Ochoa, como si de un par extra de ojos de Heat se tratara mientras ella ponía la mano sobre la Sig y se situaba en el lado opuesto de la entrada. Cuando estuvo segura de que estaban en posición y preparados, gritó hacia el interior del apartamento:

—Policía de Nueva York, si hay alguien ahí que lo diga.

Esperaron y escucharon. Nada.

Habían entrenado y trabajado tanto tiempo juntos como equipo que para ellos aquello era pura rutina. Raley y Ochoa la miraron a los ojos, contaron hasta el tercero de sus movimientos de cabeza, sacaron las armas y la siguieron adentro en posición Weaver.

Heat se movió con rapidez a través del pequeño vestíbulo, seguida de Ochoa. La idea era ser rápidos y registrar todas las habitaciones cubriéndose los unos a los otros pero con cuidado de no apiñarse. Raley se retrasó un poco para cubrirles las espaldas.

La primera puerta de la derecha daba a un elegante comedor. Heat se adentró en él formando un tándem con Ochoa y cada uno de ellos registró el lado opuesto de la habitación. En el comedor no había nadie, pero estaba hecho un desastre. Los cajones y los armarios antiguos estaban abiertos sobre la cubertería de plata y la vajilla de porcelana, que habían sido barridas de un plumazo y estaban hechas añicos sobre el suelo de madera noble.

Al otro lado del pasillo encontraron la sala en el mismo estado de desorden. Las sillas descansaban de pie sobre los libros de la mesa de centro. Una nevada de plumas de almohada cubría los jarrones y la vajilla hechos trizas. Banderas de lienzo colgaban de los bastidores donde alguien había desgarrado o rajado los óleos. Un montón de cenizas de la chimenea cubría tanto el hogar como la alfombra oriental que había delante de él como si una alimaña hubiera intentado hacer allí su madriguera.

A diferencia de la parte delantera del piso, había una luz encendida en el cuarto contiguo de la parte trasera que, desde donde estaba, a Heat le pareció un estudio. Nikki le hizo una seña con la mano a Raley para que se quedara en su sitio y los cubriera mientras ella y Ochoa tomaban de nuevo posición en los lados opuestos del marco de la puerta. Cuando asintió, entraron en el estudio.

La mujer muerta parecía tener unos cincuenta años y estaba sentada a una mesa en una silla de oficina con la cabeza inclinada hacia atrás como si se hubiera congelado en plena preparación de un enorme estornudo. Heat dibujó un círculo en el aire con la mano izquierda para indicarles a sus compañeros que se mantuvieran alerta mientras ella se abría paso entre el material de oficina destrozado que había tirado por el suelo e iba a hacia la mesa para comprobar si la mujer tenía pulso o si respiraba. Apartó la mano de la carne fría del cadáver, levantó la vista y negó con la cabeza.

Se oyó un ruido procedente del otro lado del pasillo.

Los tres se giraron a la vez al oírlo. Era como si un pie hubiera pisado cristales rotos. La puerta de la habitación de la que procedía el sonido estaba cerrada, pero la luz brillaba sobre el pulido linóleo bajo la rendija. Heat dibujó mentalmente el probable plano de la casa. Si aquello era la cocina, entonces la puerta que había visto en el extremo de la parte trasera del comedor también llevaría hasta ella. Señaló a Raley y le hizo señas para que fuera hasta aquella puerta y esperara a que ella actuara. Señaló el reloj y luego hizo un gesto como si lo cortara para indicar medio minuto. Él se miró la muñeca, asintió y se fue.

El agente Ochoa ya estaba situado a un lado de la puerta. Ella se puso en el lado contrario y levantó el reloj. A la tercera vez que asintió, entraron bruscamente gritando: «¡Departamento de Policía de Nueva York! ¡Alto!».

El hombre que estaba sentado a la mesa de la cocina se encontró con tres pistolas que le apuntaban desde dos puertas y chilló mientras levantaba con fuerza las manos en el aire.

Cuando Nikki Heat se dio cuenta, gritó:

—¿Qué demonios es esto?

El hombre bajó lentamente una de las manos y se quitó los auriculares Sennheiser de los oídos. Tragó saliva y dijo:

—¿Qué?

—Digo que qué demonios haces tú aquí.

—Te estaba esperando —dijo Jameson Rook. Entonces vio algo en aquellas caras que no le gustó y continuó—: Bueno, no pensaríais que iba a esperar ahí dentro con ella, ¿no?

03_CALOR_DESNUDO_CAP02

Capítulo
2

 

 

 

 

Mientras los detectives enfundaban las armas, Rook suspiró.

—Joder, creo que me habéis quitado diez años de vida.

—Tienes suerte de seguir con vida. ¿Por qué no contestaste? —dijo Raley.

—Gritamos para ver si había alguien —aseguró Ochoa.

Rook se limitó a levantar el iPhone.

—Los Beatles remasterizados. Tenía que sacarme de la cabeza lo del ce, a, de, a, uve, e, erre. —Hizo una mueca de dolor y señaló hacia la habitación de al lado—. Pero me he dado cuenta de que A Day in the Life no es lo más animado del mundo. Habéis llegado justo al final, en ese gran solo de piano. En serio. —Se volvió hacia Nikki y sonrió significativamente—. Un hurra por la sincronización.

Heat trató de ignorar el doble significado que a ella no le pareció tan doble. O tal vez era que estaba más sensibilizada. Observó a los Roach en busca de alguna reacción, pero al no ver ninguna se preguntó si las cosas eran más simples en lo que a ella se refería de lo que había pensado, o si simplemente era la sorpresa de verlo allí, precisamente. Nikki ya se había cruzado alguna vez en el camino con antiguos amantes, ¿quién no? Pero solía encontrárselos en un Starbucks, o los veía de casualidad al otro lado del pasillo en el cine, no en el escenario de un crimen. De una cosa estaba segura: aquella era una ingrata distracción para su trabajo, algo que debía dejar a un lado.

—Roach —dijo con tono profesional—, registrad vosotros el resto de las habitaciones.

—Aquí no hay nadie, ya lo he comprobado —señaló Rook levantando ambas manos—. Pero no he tocado nada. Lo juro.

—Comprobadlo de todos modos —dijo Nikki como respuesta y los Roach se fueron a registrar las habitaciones que quedaban.

—Me alegro de volver a verte, Nikki —comentó él cuando estuvieron solos, volviendo a esbozar aquella maldita sonrisa—. Ah, y gracias por no dispararme.

—¿Qué haces aquí, Rook? —preguntó ella, intentando eliminar cualquier rastro de la alegría con la que solía pronunciar su apellido. Aquel tío necesitaba un mensaje.

—Como he dicho, te estaba esperando. Yo fui el que llamó por lo del cadáver.

—No me refiero a eso. Deja que te repita la pregunta con otras palabras. Para empezar, ¿qué haces en el escenario del crimen?

—Conozco a la víctima.

—¿Quién es? —A pesar de llevar tantos años en aquel trabajo, a Nikki aún se le hacía difícil hablar de una víctima en pasado. Al menos no en el momento de su hallazgo.

—Cassidy Towne.

Heat no se pudo resistir. Dio media vuelta para mirar hacia el estudio pero desde donde estaba no podía ver a la víctima, solo el efecto pos tornado que había esparcido el material de oficina por la habitación.

—¿La periodista sensacionalista?

Él asintió.

—El rumor hecho persona.

Lo primero que pensó fue que el presunto asesinato del poderoso icono del New York Ledger, cuya columna, Buzz Rush, era la primera lectura ritual para muchos neoyorquinos, iba a hacer que aumentara el interés sobre el caso. Mientras, Raley y Ochoa volvieron y aseguraron que el apartamento estaba vacío.

—Ochoa, será mejor llamar al Departamento Forense. Avísales de que tenemos a un pez gordo esperándolos. Raley, tú llama al capitán Montrose para que sepa que nos estamos ocupando de Cassidy Towne, del Ledger, para que no le pille por sorpresa. Mira a ver si puede meterles prisa a los de la policía científica y también mandar a algunos agentes de refuerzo inmediatamente —dijo la detective a sabiendas de que el tranquilo y dorado edificio del que había disfrutado hacía unos minutos muy pronto se transformaría en un mercadillo de medios de comunicación.

En cuanto los Roach volvieron a salir de la cocina, Rook se puso de pie y dio un paso hacia Nikki.

—En serio, te he echado de menos.

Si aquel paso adelante podía considerarse lenguaje corporal, ella también tenía algunos recursos no verbales que enseñarle. La detective Heat le dio la espalda, sacó el bloc y un bolígrafo y se enfrentó a una página en blanco, aunque se conocía demasiado a sí misma como para saber que el mensaje de frialdad que quería enviar iba más destinado a ella misma que a él.

—¿A qué hora descubriste el cadáver?

—Alrededor de las seis y media. Oye, Nikki…

—¿Cómo que alrededor de las seis y media? ¿No puedes concretar más la hora?

—Llegué aquí exactamente a las seis y media. ¿Te ha llegado alguno de mis correos electrónicos?

—¿Aquí adónde? ¿A la habitación donde la encontraste, o fuera?

—Fuera.

—¿Y cómo entraste?

—La puerta estaba abierta. Como vosotros la encontrasteis.

—¿Y entraste directamente?

—No. Llamé con los nudillos. Luego llamé a gritos. Vi el caos del recibidor y entré para ver si ella estaba bien. Pensé que tal vez se había colado un ladrón.

—¿No se te ocurrió pensar que podía haber alguien más dentro?

—Estaba todo en silencio. Así que entré.

—Muy valiente.

—Tengo mis momentos, como recordarás.

Nikki simuló estar centrada en apuntar algo aunque en realidad estaba recordando la noche del verano anterior, en el pasillo del Guilford, cuando Noah Paxton había utilizado a Rook de escudo humano y cómo, aunque le estaban apuntando por la espalda con una pistola, le había dado un golpe a Paxton que lo había puesto claramente a tiro para Heat. Ella levantó la vista y dijo:

—¿Dónde estaba cuando la encontraste?

—Exactamente donde está ahora.

—¿No la has movido para nada?

—No.

—¿La has tocado?

—No.

—¿Cómo supiste que estaba muerta?

—Yo… —vaciló y continuó—. Lo sabía.

—¿Cómo supiste que estaba muerta?

—Pues… Aplaudí.

Nikki no se pudo contener. La carcajada le salió del alma en contra de su voluntad. Se enfadó consigo misma por ello, pero lo que tenían ese tipo de carcajadas era que no las podías retirar. Lo único que podías hacer era intentar reprimir la siguiente.

—¿Aplaudiste?

—Sí. Muy fuerte, para ver qué pasaba. Oye, no te rías, podía ser que estuviera dormida, o borracha, yo qué sabía. —Esperó a que Heat se recompusiera. Luego su propia risa ahogada empezó a luchar por salir—. No fue un aplauso. Solo…

—Una palmada. —Se quedó mirando las arruguillas que se le formaban en las esquinas de los ojos cuando sonreía y empezó a ablandarse de una forma que no le gustaba nada, así que cambió de tercio—. ¿De qué conocías a la víctima? —le preguntó al bloc de notas.

—Llevaba unas semanas trabajando con ella.

—¿Te has convertido en periodista sensacionalista?

—Por favor, no. Le vendí a First Press la idea de que mi siguiente trabajo para ellos fuera sobre Cassidy Towne. Retratar no tanto el recalcitrante mundo del cotilleo sino a una mujer fuerte en un negocio históricamente dominado por los hombres, nuestra relación de amor odio con los secretos y esas cosas. El caso es que llevaba unas semanas acompañando a Cassidy.

—¿Acompañándola? ¿Te refieres a…? —preguntó dejando la frase en suspenso. Aquello obligaba a Nikki a meterse en un terreno demasiado incómodo.

—Como cuando te acompañaba a ti, sí. Exactamente igual. Pero sin sexo. —Hizo una pausa para observar su reacción y Nikki hizo todo lo posible por no mostrar ninguna—. Los editores respondieron tan bien a mi trabajo sobre ti que han querido que haga otro similar, para tal vez convertirlo en una serie esporádica sobre mujeres de armas tomar. —La volvió a analizar, pero al no obtener respuesta añadió—: El artículo estaba bien, Nik, ¿no?

Ella golpeó dos veces el bloc con la punta del boli.

—¿Por eso estabas hoy aquí? ¿Para acompañarla?

—Sí, madrugaba mucho. O puede que ni siquiera se acostara pero eso nunca lo sabré. Algunas mañanas yo aparecía y me la encontraba en su mesa con la misma ropa del día anterior, como si hubiera estado trabajando toda la noche. Entonces, como le apetecía estirar las piernas, dábamos un paseo hasta H&H para comprar unos bagels y en Zabar’s, que estaba en la puerta de al lado, comprábamos el salmón y el queso crema. Luego volvíamos aquí.

—Así que has pasado un montón de tiempo con Cassidy Towne estas últimas semanas.

—Sí.

—Entonces si te pido tu colaboración podrías darme alguna información sobre a quién vio, qué hizo y todo eso.

—No hace falta que me lo preguntes, y sí, sé un montón de cosas.

—¿Se te ocurre alguien que quisiera matarla?

—A ver si encontramos una guía telefónica de Nueva York entre todo este desorden. Podemos empezar por la letra A —se burló Rook.

—Qué gracioso eres.

—Un tiburón que no nada, no es un tiburón —dijo sonriendo antes de continuar—. Venga ya, era una periodista sensacionalista especializada en remover la mierda, claro que tenía cientos de enemigos. Formaba parte de su trabajo.

Nikki oyó pisadas y voces entrando por la puerta principal y guardó sus notas.

—Tendrás que prestar declaración más tarde, pero por ahora no tengo más preguntas.

—Bien.

—Bueno, solo una más. Tú no la mataste, ¿verdad? —Rook se rió, pero al ver la expresión de su cara, paró.

—¿Qué?

Él cruzó los brazos sobre el pecho.

—Quiero un abogado. —Ella se dio la vuelta y salió de la habitación—. Era una broma. Apúntame en la columna del «no» —le gritó mientras se alejaba.

 

* * *

 

Rook no se fue. Le dijo a Heat que quería quedarse por si podía resultar útil. Ella tenía un conflicto de intereses: por una parte quería que se mantuviera alejado de ella a toda costa porque la trastornaba emocionalmente, pero por otra les podría venir bien su perspicacia mientras se abrían paso entre los restos del apartamento de Cassidy Towne. El escritor había estado en muchos escenarios de crímenes con ella durante su acompañamiento el verano anterior, así que sabía que no se interpondría en su trabajo. Al menos tenía la suficiente práctica como para no coger una prueba con las manos desnudas y preguntar: «¿Esto qué es?». Aunque también era testigo en primera persona del elemento más profundo del artículo que estaba escribiendo para la revista, la muerte de la protagonista. Con sentimientos encontrados o sin ellos, no le iba a negar a Jameson Rook aquella cortesía profesional.

Cuando entraron en el despacho de Cassidy Towne, él le devolvió el favor tácito en especias apartándose de su camino y quedándose de pie cerca de las puertas de doble hoja que daban al jardín. La detective Heat siempre empezaba tomándose su tiempo para estudiar el cadáver. Los muertos no hablaban, pero si prestabas atención a veces te contaban cosas.

Lo primero que Nikki captó de Cassidy Towne fue la fuerza de la que Rook hablaba. El elegante traje azul marino de raya diplomática que llevaba sobre una blusa azul cobalto con un cuello blanco almidonado funcionaría tanto para una reunión en una agencia de talentos como para la fiesta de un estreno. Y había sido hecho por manos expertas para ella, realzando un cuerpo habituado a acudir regularmente al gimnasio. Heat deseó tener tan buen aspecto a los cincuenta y pico. Nikki admiró unas bonitas piezas de David Yurman que Towne lucía en las orejas y en el cuello y que supuestamente habían sobrevivido al robo. No tenía anillo de casada, así que, a menos que se lo hubieran robado, Heat podía descartar también el matrimonio. Supuestamente. La cara de Towne estaba descolgada por la muerte, pero era angulosa y atractiva, lo que la mayoría llamaría guapa; no era el mejor cumplido para una mujer pero, según George Orwell, había tenido alrededor de diez años desde los cuarenta para ganarse esa cara. Sin juzgarla, sino dejando hablar a su instinto, Nikki pensó en la impresión que Cassidy Towne le daba y la imagen que emergió fue la de alguien hecho para la guerra. Un cuerpo tonificado cuya dureza parecía ir más allá del tono muscular. La instantánea de una mujer que, en aquel momento, era algo que probablemente no había sido nunca en su vida: una víctima.

En breve llegó la policía científica y se puso a empolvar los puntos habituales en los que se solían encontrar huellas y a hacer fotos del cuerpo y del caos de la habitación. La detective Heat y su equipo trabajaban codo con codo, aunque más en sentido panorámico que en primer plano. Con los guantes azules de látex puestos, pululaban por el despacho examinándolo igual que los jugadores de golf analizan el green antes de un tiro largo al hoyo.

—Bueno, chicos. He encontrado mi primer calcetín desparejado. —La forma que tenía la detective de enfrentarse al escenario de un crimen, incluso a uno tan caótico como aquel, era simplificar su campo de visión. Lo sintetizaba todo para asimilar la lógica de la vida que se vivía en aquel espacio y usaba esa empatía para localizar incongruencias, pequeñas cosas que no encajaban. Calcetines desparejados.

Raley y Ochoa cruzaron la habitación para reunirse con ella. Rook ajustó su posición en el perímetro para seguirlos en silencio a distancia.

—¿Qué tienes? —preguntó Ochoa.

—Esto es un lugar de trabajo. Un lugar de trabajo lleno de cosas, ¿no? Era colaboradora de un importante periódico. Hay bolígrafos por todas partes, lápices, cuadernos hechos a medida y artículos de papelería. Una caja de Kleenex. Mirad esto. —Rodeó con cuidado el cuerpo, todavía recostado en la silla de oficina—. Es una máquina de escribir, por el amor de Dios. ¿No se habían librado ya de ellas todas las revistas y periódicos? Esas cosas hacen que se genere un montón ¿de qué?

—De trabajo —dijo Raley.

—De basura —dijo Rook, y los dos detectives de Heat se giraron en silencio y luego volvieron a mirar a Heat, incapaces de reconocerlo como parte de la conversación. Como si su pase de temporada hubiera caducado.

—Correcto —continuó, ahora más centrada en el punto al que quería llegar que en Rook—. ¿Qué pasa con la papelera?

Raley se encogió de hombros.

—Está allí. Volcada, pero allí está.

—Está vacía —dijo Ochoa.

—Correcto. Y con todo el desbarajuste que hay en esta habitación podríais pensar que tal vez se hubiera volcado. —Se agachó al lado de ella y ellos la acompañaron—. Nada de clips, de recortes, de Kleenex ni de papeles arrugados alrededor.

—Puede que la hubiera vaciado —dijo Ochoa.

—Es posible. Pero mirad eso —dijo inclinando la cabeza hacia el aparador que la colaboradora utilizaba como armario para guardar el material de oficina. También lo habían desvalijado. Y entre su contenido esparcido por el suelo había una caja de bolsas de basura para papeleras. Marca Simplehuman, del tamaño de la papelera vacía.

—En esta papelera no hay bolsa de basura —dijo Raley—. Y tampoco en el suelo. Es un calcetín desparejado.

—Un calcetín desparejado, eso es —dijo Heat—. Cuando entramos vi que había un contenedor de madera para vaciar los cubos de basura en el pequeño patio.

—En marcha —dijo Raley.

Él y Ochoa fueron hacia el recibidor. La forense Lauren Parry se dirigía hacia la puerta mientras ellos salían. En el pequeño espacio que quedaba entre los muebles volcados, ella y Ochoa acabaron haciendo un paso de baile improvisado para esquivarse. De un vistazo, Nikki pilló a Ochoa mirando fijamente a Lauren mientras se iba. Tomó nota mentalmente para alertar a su amiga más tarde sobre los hombres despechados.

El detective Ochoa acababa de separarse. Había ocultado la ruptura a la brigada durante un mes, más o menos, pero ese tipo de secretos no lo seguían siendo mucho tiempo en una familia tan unida como la del trabajo. La marca de la lavandería fue lo que lo delató cuando empezó a aparecer con camisas de vestir que tenían etiquetas colgadas en el torso en las que ponía «Empaquetadas para su mayor comodidad». La semana anterior, mientras tomaban una cerveza después del trabajo, Nikki y Ochoa se habían quedado rezagados en la mesa y ella había aprovechado la oportunidad para preguntarle cómo le iba. La tristeza lo había inundado y le había dicho: «Ya sabes, es un proceso». A ella no le hubiera importado dejarlo ahí, pero él había acabado la Dos Equis y había esbozado una sonrisa. «Fue como lo que dicen en los anuncios de coches. Lo que le pasó a nuestra relación, me refiero. Vi uno en la tele en mi nuevo apartamento la otra noche que decía: “Cero por ciento de interés durante dos años”. Como nosotros». Luego se avergonzó por haberse abierto de aquella manera, dejó dinero bajo el vaso vacío y se largó. No volvió a sacar el tema y ella tampoco.

—Siento no haber llegado antes, Nikki —dijo Lauren Parry dejando las cajas de plástico de muestras en el suelo—. He estado con un doble accidente mortal en la autopista FDR desde las cuatro de… —La voz de la forense se apagó cuando vio a Rook con un hombro apoyado contra la puerta que daba a la cocina. Él sacó una de las manos del bolsillo y la saludó. Ella asintió y le sonrió, luego se volvió hacia Heat y acabó la frase—. La mañana.

De espaldas a Rook, fue capaz de murmurar un «¿qué demonios…?» mirando a Nikki.

Nikki bajó la voz y le susurró a su amiga un «ya te contaré». Luego, en voz alta, continuó:

—Rook ha encontrado a la víctima.

—Ya.

Mientras su mejor amiga, que trabajaba en el Departamento Forense, se preparaba para realizar su examen, Heat la informó de los detalles del hallazgo que el escritor le había facilitado en su entrevista con él en la cocina.

—También, cuando tengas un momento, he visto una mancha de sangre allí. —La forense Parry siguió el gesto que Heat hizo señalando la misma puerta por la que ella acababa de entrar. Al lado del umbral, en el papel de pared victoriano, se podía ver un descoloramiento oscuro—. Es como si hubiera intentado salir antes de derrumbarse en la silla.

—Es posible. Tomaré una muestra. Tal vez la policía científica pueda cortar un trozo para poder analizarlo en el laboratorio, eso sería mejor aún.

Ochoa volvió para informarle de que los dos contenedores de basura que había en el hueco del patio estaban vacíos.

—¿En plena huelga de recogida de basuras? —dijo Nikki—. Busca al portero. Averigua si él los ha vaciado. O si tienen recogida de basura privada, aunque lo dudo mucho. Pero compruébalo de todos modos, y si la tienen, localiza el camión antes de que cruce en barcaza a Rhode Island, o a donde quiera que los lleven estos días.

—Ah, y prepárate para el abordaje —dijo Ochoa desde la puerta—. Los furgones de los medios de comunicación y los fotógrafos se están alineando delante. Raley está con los agentes intentando que se echen hacia atrás. La noticia ha corrido como la pólvora. Atención, la bruja ha muerto.

Lauren Parry se levantó del cadáver de Cassidy Towne y anotó algo en su tabla.

—La temperatura corporal indica una franja horaria preliminar de la

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