Mi peligroso duque (Club Inferno 2)

Gaelen Foley

Fragmento

Mi peligroso duque

1

Cornualles, 1816

Iban a entregarla a él como ofrenda; un juguete para algún poderoso y oscuro desconocido. Kate Madsen no lograba comprender cómo era posible que su vida hubiese llegado a ese punto, pero la rabia que la embargaba ante tan horrible destino había sido silenciada por la droga que sus secuestradores le habían obligado a tomar.

La tintura de amapola pronto aniquilaría su espíritu de lucha.

La droga había subyugado su carácter media hora después de que la hubieran obligado a tragarla, había enturbiado su mente, acallado las habituales réplicas mordaces que lanzaba a sus captores y había dejado sus manos sin fuerzas cuando las esposas de los contrabandistas se disponían a prepararla para su destino.

Apenas consciente, capaz tan solo de balbucear torpemente respuestas afirmativas o negativas, se mostró inusitadamente dócil mientras la mujer la bañaba sin miramientos y la vestía como una ramera para su señor.

Kate no sabía qué habían hecho los contrabandistas para encolerizar al temible duque de Warrington, pero suponía que ella iba a ser la virgen sacrificada gracias a la cual esperaban apaciguar su ira.

Aquel hombre era célebre por su apetito voraz en cuestión de mujeres.

Por lo que había oído, eso, junto con su experiencia en toda clase de violencia, era el motivo por el que los lugareños le llamaban la «Bestia» a sus espaldas.

Nada de aquello parecía real. Cuando se vio reflejada en el espejo vestida con aquel minúsculo trozo de muselina blanca que le habían obligado a ponerse, se limitó a reír amargamente. Sabía que estaba perdida.

Solo el narcótico le ofrecía un dulce refugio, haciendo que sus temores cayeran en el olvido, como el humo de una chimenea dividido en dos por el viento invernal que en esos momentos azotaba el pueblo costero.

Las mujeres casi le arrancaron el cabello mientras deshacían los enredos de su larga melena castaña. La rociaron con perfume barato y, a continuación, retrocedieron para admirar su obra.

—Bastante bonita —declaró la avejentada esposa de un marinero—. Aseada no está tan mal.

—Sí, a la Bestia le gustará.

—Sigue estando demasiado pálida —dijo otra—. Ponle un poco de colorete, Gladys.

Parecía que todo le estuviera sucediendo a otra persona. Le extendieron sin demasiada delicadeza un poco de pringosa crema rosada primero en las mejillas y después en los labios.

—Ya está.

A continuación, obligaron a Kate a ponerse de pie y la condujeron hacia la puerta como si fuera ganado.

A pesar de tener los sentidos embotados y distorsionados, la perspectiva de abandonar el angosto cuarto que había sido su última prisión sacó ligeramente a Kate de su estupor.

—Esperad —se obligó a decir en un murmullo—. Yo… no tengo zapatos.

—¡Es para que no salgas corriendo, doña listilla! —espetó Gladys—. Toma, acábate el vino. Yo que tú me lo bebería. Seguramente ese hombre será brusco contigo.

Kate la miró fijamente con los ojos vidriosos y muy abiertos ante la advertencia, pero no puso objeción alguna. Tomó la copa y apuró el último trago de vino narcotizado mientras aquellas brujas groseras prorrumpían en carcajadas al pensar que finalmente habían logrado quebrar su voluntad.

Bien sabía Dios que de no ser por la fuerte dosis de láudano que le habían administrado, se habría puesto a gritar y a luchar con ellas como una salvaje, tal y como hizo la noche de su secuestro hacía ya un mes.

En lugar de eso, se limitó a beberse la copa y a tendérsela de nuevo con la mirada perdida y sombría.

Las mujeres le ataron las muñecas con una cuerda a fin de llevarla a la planta baja de una casita abarrotada.

El viejo y canoso Caleb Doyle y los otros líderes de la banda de contrabandistas esperaban en el cuarto para llevarla al castillo. Kate no podía soportar mirar a los ojos a ninguno de ellos, pues se sentía humillada porque habían hecho que pareciera una prostituta; a ella, que siempre se había preciado de su cerebro y no de su aspecto.

A Dios gracias que a ninguno de aquellos hombres le pareció oportuno burlarse de ella. No creía que el poco orgullo que aún conservaba pudiera haberlo soportado.

A pesar de las densas volutas de niebla que le enturbiaban el cerebro, reparó en el sombrío estado de ánimo que reinaba entre ellos. No se escuchaban las joviales obscenidades que se había acostumbrado a oír a los habitantes de aquel pueblo de contrabandistas.

Esa noche casi podía oler el miedo en el ambiente, y eso hizo que el suyo aumentara de forma alarmante.

Santo Dios, ¿a qué clase de hombre iban a entregarla, que podía hacer temblar a criminales tan curtidos, como si se tratara de perros apaleados ante la llegada de su amo?

—Por fin has convertido a la pequeña marimacho en una dama, ¿eh? —farfulló Caleb, el jefe de los contrabandistas, a su esposa.

—Sí. Ahora se comportará. No te preocupes, esposo —agregó Gladys—. Ella aplacará la cólera del duque.

—Esperemos que el duque muerda el anzuelo —masculló Caleb.

El hombre dio media vuelta, pero Gladys le agarró del brazo y se llevó a su marido aparte:

—¿Estás seguro de que quieres correr el riesgo?

Él se mofó.

—¿Qué otra opción tengo?

A pesar de que la pareja había hablado en voz baja, Kate estaba lo bastante cerca como para escuchar la tensa conversación; si bien no pudo entender demasiado, puesto que aquellos hombres se habían ocupado de que así fuera, mermando su capacidad de raciocinio a base de láudano.

—¿Por qué no hablas con él, Caleb? Claro que se pondrá furioso, pero si le explicas lo sucedido…

—¡Estoy harto de humillarme ante él! —espetó airadamente su esposo—. ¡Fíjate en la respuesta que nuestro distinguido duque envió la última vez que le pedimos ayuda! Bastardo sin sentimientos. Codeándose con príncipes y zares, metido en sabe Dios qué negocios en el continente. Su excelencia es demasiado importante para preocuparse por alguien como nosotros —dijo con amargura—. Ya ni me acuerdo de la última vez que se molestó en visitar Cornualles. ¿Y tú?

—Ha pasado mucho tiempo —reconoció la mujer.

—¡Sí, y ahora vuelve únicamente por el maldito naufragio! Ya no importamos, da igual que seamos su gente. Si quieres mi opinión, ha olvidado sus orígenes. Pero esta lección le ayudará a recordarlo.

—¡Caleb!

—¡No le tengo miedo! No te preocupes. Una vez que haya hecho suya a la muchacha, también él estará metido hasta el cuello en este asunto, le guste o no. Entonces no tendrá más remedio que ayudarnos.

—Claro, y si te equivocas habrá graves consecuencias.

—Espero que las haya —replicó con un duro brillo en sus astutos y ancianos ojos—. Pero ya ves qué opciones tengo, Gladys. Más vale lo malo conocido…

—De acuerdo, si estás seguro… Allá vamos. —Gladys cruzó los brazos a la altura del pecho.

Caleb se alejó con una expresión tensa en el rostro curtido haciendo señas a sus hombres.

—Vamos. Traed a la muchacha. ¡No hagamos esperar a su excelencia!

Dos de los desaseados contrabandistas sujetaron a Kate de los brazos y, sin más preámbulos, la sacaron a la gélida y oscura noche del mes de enero.

El cerebro de Kate bullía mientras intentaba poner en orden la escasa información que había deducido de la conversación de los Doyle. Esa era la primera explicación que había escuchado acerca de lo que estaba sucediendo, pero con el láudano corriendo por sus venas, su agudeza mental era demasiado escasa como para pensar en nada. Ataques de euforia y miedo la dominaban de forma alternativa; seguir un hilo de pensamiento sencillamente requería demasiado esfuerzo. Era más fácil dejarse llevar…

Entretanto, los contrabandistas levantaron su cuerpo laxo y la depositaron en el segundo de los tres destartalados carruajes estacionados fuera. Caleb le arrojó una finísima manta para evitar que cogiera una pulmonía. La encerró tras mirarla con recelo, como si sospechara que estaba escuchando a hurtadillas.

Al cabo de un momento, emprendieron camino hacia el castillo Kilburn, la mansión ancestral de la Bestia.

Cuando la caravana abandonaba el ventoso pueblo, Kate miró con la vista perdida por la ventana del carruaje.

La luna creciente en el cielo rasgaba como si fuera una zarpa los dispersos nubarrones, dejando ver las estrellas; las constelaciones invernales descendían sobre el horizonte hacia el canal inglés, reluciente como el ónice.

Los tenues faroles de los botes de los contrabandistas fondeados en el puerto se bamboleaban capeando la gélida noche.

Al frente, la pequeña caravana recorría el camino que abrazaba la montaña a medida que ascendía. Y en la distancia, sobre la lejana cumbre, surgía imponente la negra torre del castillo Kilburn.

Kate apoyó la frente contra la ventanilla del carruaje mientras miraba el castillo desconcertada. Había dispuesto de mucho tiempo para considerar lo que podría encontrarse allí, pues a través de la ventana del diminuto cuarto que había sido su prisión durante los últimos días, había podido ver la austera torre que se alzaba a unos kilómetros de distancia sobre el inhóspito acantilado.

De acuerdo con la leyenda local, el castillo estaba encantado y el linaje de su señor, maldito.

Kate sacudió la cabeza con aturdida irritación. «Supersticiones de campesinos ignorantes.» Podría haberles explicado a esos brutos que el duque de Warrington no estaba maldito, sencillamente era malvado. De lo contrario ¿qué clase de hombre sería partícipe de semejante injusticia?

A juzgar por los retazos de las conversaciones que por casualidad había oído entre las mujeres de los contrabandistas durante las últimas semanas, el duque parecía ser un aristócrata de la peor calaña: rico, poderoso y corrupto. Completamente cegado por la más absoluta depravación. También había oído decir a las mujeres que su excelencia era miembro de una execrable sociedad de libertinos de Londres llamada el club Inferno.

Se estremecía solo de pensar de qué forma se divertía allí.

Sin embargo, odiarle parecía algo tan fútil como preguntarse por qué estaba pasándole todo eso a ella.

Todavía no había llegado a comprender por qué había sido raptada. Vivía tranquilamente cerca de los páramos con sus libros y escritos; se mantenía por sus propios medios, sin molestar a nadie. Que ella supiera, no tenía enemigos.

Y debía reconocer que tampoco muchos amigos.

¿Por qué querría alguien hacer de ella su objetivo?

Pese a que adoraba los enigmas desde pequeña, no conseguía descifrar aquel, hasta que al final había sacado sus propias conclusiones basadas en los pocos hechos que conocía.

Los contrabandistas subsistían comerciando en el mercado negro que, con el final de la guerra, había dejado de existir. En ese momento reinaba la paz y los artículos de lujo franceses ya no estaban sujetos a aranceles.

La época de vacas flacas había llegado a Cornualles. Por tanto, para ganarse la vida, los contrabandistas debían de haber ampliado sus negocios aventurándose en un tipo de comercio más sórdido.

Oh, había leído sobre la llamada trata de blancas. Los periódicos hablaban de bandas criminales que raptaban a jóvenes sin familia y las vendían en secreto a aristócratas decadentes y a otros pervertidos acaudalados para que las violasen a placer, como si infligir dolor y terror fuera su dispendioso y depravado modo de divertirse.

Aunque había oído hablar de ello, Kate nunca imaginó que fuera algo más que un morboso mito, el producto de las novelas góticas que eran su vicio secreto. Pero, de algún modo, para su horror, ahí estaba ella, atrapada en medio de todo aquello.

Era la única explicación que parecía encajar.

La tensa conversación que los Doyle habían mantenido hacía unos instantes le ofreció nuevos elementos para comprender mejor la situación, pero en su actual estado de confusión carecía de los medios para integrarlos en su teoría provisional. Cualquiera que fuese el significado de sus palabras, no auguraba nada bueno.

En todo caso, más importante que saber el porqué era descubrir un modo de salir de aquello.

El castillo estaba cada vez más cerca. Su temor aumentaba con cada metro de camino que recorrían los carruajes. Luchando con denodado esfuerzo por reponerse de la sensación de letargo inducida por el láudano, Kate se incorporó y probó el tirador de la puerta. Lo sacudió con la vaga idea de escapar, pero este no cedió.

Se percató de que, aunque pudiera liberarse, si se exponía a los elementos medio desnuda como estaba, el húmedo y brutal frío la mataría en cuestión de horas.

Ni siquiera podía abrigar la esperanza de que algún día le hicieran justicia, pensó en un ataque de desesperación. Todo el mundo sabía que era prácticamente imposible que un duque fuera juzgado y condenado por cualquier clase de barbaridad de naturaleza delictiva.

Además, ¿a quién podía contárselo? Y, para el caso, ¿quién iba a creerla? Apenas podía creerlo ella misma. Por lo que sabía, aquel hombre podía matarla mientras se afanaba en la búsqueda de un retorcido placer.

No, su única esperanza llegados a ese punto era que cuando por fin hubiera terminado con ella le permitiera vivir y dejara que se fuera a su casa sin más.

El recuerdo de su acogedora casita con techo de paja en los alrededores de Dartmoor hizo que los ojos se le llenaran de lágrimas a causa de la insoportable añoranza que la embargó, puesto que los opiáceos magnificaban todas sus emociones. Poniendo a Dios por testigo juró que si algún día lograba regresar a su hogar jamás volvería a quejarse de su aislamiento rural en el monte, pues últimamente había descubierto que había cosas peores en el mundo que la soledad.

¡Lo que más le costaba era pensar que el estúpido de O’Banyon ni siquiera había secuestrado a la chica correcta!

La noche de su secuestro, el líder de la banda, O’Banyon, la había llamado por un nombre equivocado: Kate Fox en lugar de Kate Madsen.

¡Su nombre era Kate Madsen!

Mientras sus esperanzas iban desvaneciéndose pensó que tal vez se tratara de un escandaloso caso de confusión de identidad. Quizá pudiera convencer al duque de que aquello jamás debería haber pasado, no a ella.

Y sin embargo… el retazo de un recuerdo de la infancia, un insignificante incidente que casi había olvidado, abrió un agujero en su bien hilada teoría sobre la trata de blancas, engendrando un aterrador desconcierto que la conmocionó hasta lo más profundo de su ser.

Sin embargo no había tiempo para sopesar la cuestión.

Tenía ante sí su destino. Habían llegado al castillo Kilburn.

Rodeado por un inhóspito y helado paisaje rocoso, su sólida fachada de piedra estaba iluminada por la plateada luz de la luna y bordeada por profundas sombras.

Kate se giró para mirar a uno y otro lado mientras los tres carruajes cruzaban con gran estruendo el puente levadizo y atravesaban velozmente el arco de entrada de la garita situada en la barbacana, del que pendía un rastrillo dentado. Un par de corpulentos guardias les hicieron señas para que avanzaran sin detenerse.

«Así pues, nos esperan.»

A través de la ventanilla del carruaje contempló los muros exteriores del castillo, que se alzaban a ambos lados y desaparecían en la noche, como un abrazo férreo del que jamás escaparía.

Su pulso palpitaba violentamente. «¿Escapar de aquí? No. No hay modo de hacerlo.» Aunque estuviera vestida con ropa de abrigo y tuviera la mente despejada, había hombres armados por todas partes.

«¿Por qué? ¿Por qué tiene todos estos guardias?»

Parecía ser más que evidente que el duque tenía mucho que esconder.

Kate había sacado ya algunas conclusiones sobre los negocios de aquel con los contrabandistas. Había establecido que, como el señor de las tierras donde habitaban esos criminales, el duque permitía a los contrabandistas operar libremente en sus tierras costeras a cambio, sin duda, de una parte de sus mal habidas ganancias. Seguramente aquellos bandidos suministraban muchachas que saciasen los diabólicos apetitos del club Inferno.

No era de extrañar que tuviera tantos guardias, pensó. Incluso estando drogada, podía deducir que lo lógico era que un acaudalado par del reino que tenía sus escarceos con el mundo del hampa quisiera tomar medidas extraordinarias para garantizar su seguridad.

Tal vez simplemente fuera tan paranoico como cualquier tirano conocido, pensó echando de menos sus polvorientos libros de historia. César y su guardia pretoriana… y el César de la época moderna, Napoleón, con su Gran Ejército, o lo que quedaba de él después de la batalla de Waterloo acaecida el verano anterior.

Señor, si el duque era tan paranoico, su situación podría ser aún más desesperada de lo que había pensado.

La fortaleza normanda se alzaba frente a ella en la oscuridad con sus cuatro torres redondas. Los carruajes desfilaron adentrándose en el imponente espacio amurallado y llegaron a un patio en el centro del recinto.

Mientras los caballos se detenían con gran estrépito, una nueva sensación de terror dominó a Kate, y cualquier esperanza de recibir un milagroso indulto se desvanecía por momentos.

Los contrabandistas comenzaron a apearse de los tres vehículos. La puerta del que se encontraba en medio se abrió de golpe, y una gélida ráfaga de aire se coló dentro.

—Vamos —ordenó Caleb bruscamente. El jefe de los contrabandistas metió las manos en el carruaje y la sacó de allí.

Kate aferró la minúscula manta tratando de protegerse de los elementos, pero el anciano se la arrebató dejándola totalmente expuesta con su vestido de fulana.

—No necesitas eso.

Cuando la dejó en el suelo, ella profirió un débil grito de dolor, pues las finas medias blancas que llevaba ofrecían escasa protección contra la placa de hielo que cubría las losas del suelo.

Doyle hizo una señal con la cabeza a dos de sus subordinados.

—Sí, señor. —Los dos hombres la agarraron de los codos y se dispusieron a conducirla hacia la enorme entrada gótica sin ningún miramiento.

Los dientes le castañeteaban y tiritaba violentamente, pero Kate hizo lo posible por no quedarse atrás a pesar de que las piernas le temblaban por el miedo y sentía pinchazos en los pies, prácticamente descalzos, con cada paso que daba.

Todavía mareada y desorientada, pensó que cualquiera que la viese en esos momentos seguramente la creería una simple fulana borracha. Oh, Santo Dios, su aristocrática madre se revolvería en su tumba si la viera ahora.

Sin embargo, por fortuna el frío tenía una ventaja para Kate: despejaba parte del estupor obligándola a permanecer relativamente alerta y consciente de su entorno.

A pesar de tener los ojos vidriosos, se mantuvo atenta a cualquier modo de escapar, tanto en esos momentos como en un futuro. Cuando examinó a los contrabandistas que la habían acompañado no vio a ninguno de los tres que irrumpieron en su casa la noche de su secuestro.

Odiaba especialmente a O’Banyon. «Bruto repugnante y lascivo.»

Por casualidad había escuchado el nombre del líder de la banda la noche en que la raptaron cuando uno de los dos hombres jóvenes le pidió permiso para robar en la casa después de que la hubieron apresado. O’Banyon había permitido magnánimamente a sus ayudantes que se quedasen con todo el dinero y las joyas que pudieran encontrar. Que, en cualquier caso, no había sido mucho.

Las posesiones que Kate más valoraba se encontraban en su estantería, pero aquellos rufianes eran demasiado zafios para que les interesasen Aristóteles y Shakespeare.

Doyle se detuvo nada más pasar el cortavientos de la imponente entrada de piedra.

—Desatadle las manos —ordenó a sus secuaces.

Los hombres que sujetaban los brazos de Kate miraron a su jefe con sorpresa.

—Puede que a su excelencia no le guste —farfulló Caleb—. Que la ate él mismo si le place. No os preocupéis, no va a ir a ninguna parte. Apenas sabe cómo se llama en estos momentos. ¡Vamos, daos prisa! —ordenó señalando con la cabeza las cuerdas que le rodeaban las muñecas—. Se me está congelando el culo.

Para alivio de Kate, el hombre al que se había dirigido Caleb obedeció y le quitó la cuerda que le sujetaba las muñecas. Sin embargo, antes de proseguir, el señor Doyle la apuntó a la cara con un dedo y le hizo una seria advertencia.

—No flageles a su excelencia con tu afilada lengua, muchacha, o desearás estar de nuevo en el sótano. ¿Me comprendes? Él no aprecia la insolencia. Es un hombre muy poderoso. Si eres lista mantendrás la boca cerrada y harás lo que te diga. ¿Entendido?

Kate asintió dócilmente mientras se frotaba las muñecas magulladas.

El jefe de los contrabandistas pareció sobresaltarse al observar la ausencia de su habitual espíritu combativo. Las arrugas de la frente de Caleb dieron paso a un ceño fruncido.

—Ay, no me mires así… ¡como un corderillo que llevan al matadero! —vociferó—. ¡Docenas de muchachas de los alrededores darían el brazo derecho por pasar unas cuantas noches en su cama! Sobrevivirás.

Kate se puso rígida, pero el brusco tono de voz del hombre había logrado desterrar las lágrimas que se agolpaban en sus ojos y apelar a sus últimas reservas de coraje. Se armó de valor lo mejor que pudo e irguió los hombros decidida a sobrevivir. Por Dios que no se enfrentaría a aquello amilanada y vencida.

—Venga, vamos —farfulló Doyle a sus hombres menospreciando lo que iba a suponer la perdición de la joven—. Démosle al César lo que es del César.

Con eso, Caleb Doyle llamó a la puerta tachonada de hierro con la enorme aldaba metálica.

Un hombre enjuto vestido de negro les abrió de inmediato.

—Buenas noches, señor Eldred —saludó Caleb al entrar con todo el encanto del que fue capaz.

El mayordomo se inclinó, como un esqueleto animado ataviado con negros ropajes.

—Señor Doyle.

Aquel hombre tenía unos ojos hundidos y astutos, rostro huesudo y un adusto y ominoso aire de serenidad. A pesar de las entradas, tenía una rebelde mata de cabello canoso que se alborotaba en todas las direcciones en la parte posterior de la cabeza.

Eldred miró a Kate con expresión inescrutable, pero al parecer era demasiado astuto para hacer preguntas. Dio media vuelta sujetando en alto un farol.

—Por aquí, tengan la bondad. El señor los está esperando.

El grupo al completo siguió al mayordomo, que los condujo por un corredor con un alto techo y escasamente iluminado, todo de piedra, escayola envejecida y oscura madera labrada. Kate avanzó a trompicones con los pies helados sin dejar de mirar a su alrededor. Nunca antes había estado en un castillo, pero era difícil de creer que alguien pudiera vivir en un lugar semejante.

Aquello no era un hogar, sino una fortaleza, un imponente cuartel de una época de caballeros y dragones.

Todo era oscuro y sólido, frío y amenazador. En lugar de cuadros, de las paredes colgaban armas antiguas, escudos y piezas de armadura, y deshilachados pendones. No había nada acogedor allí aunque, en contra de toda lógica, y a pesar de su poco hospitalaria atmósfera, la importancia histórica del castillo hizo que durante uno o dos segundos se olvidara del temor cuando aquel lugar, las batallas que había presenciado, y todas las demás cosas misteriosas que podrían haber acontecido en él a lo largo de los siglos despertaron su insaciable curiosidad de erudita.

Entonces reparó en que sus captores estaban cada vez más nerviosos.

—Eh, Eldred. —Caleb se arrimó al mayordomo mientras recorrían cansinamente un corredor recubierto de oscuros paneles de madera—. ¿De qué humor se encuentra esta noche?

—Perdón, ¿cómo dice?

—¡La Bestia! —susurró—. ¿Está de mal humor?

El mayordomo le miró con desaprobación.

—Le aseguro que no sabría decirlo.

—Así que eso es un sí —masculló Caleb.

Entonces Eldred los guió hasta un cavernoso salón con un alto techo abovedado.

La oscuridad se concentraba entre los arcos de la bóveda. Polvorientos tapices cubrían las paredes laterales aquí y allá. En la pared del fondo destacaba una pequeña galería que daba a la estancia, la llamada galería de los trovadores. Más cerca de donde se encontraban, una serie de muebles recios y antiguos proporcionaban una austera comodidad.

Había dos guardias de negro, al igual que los que estaban en la entrada del castillo, apostados en los rincones más próximos. En posición de firmes, tan inamovibles como las armaduras que adornaban el gran salón.

El único signo real de vida procedía del fuego encendido en la enorme chimenea situada junto al estrado al fondo del salón… y fue allí donde Kate atisbó por primera vez a la Bestia.

Supo inmediatamente de quién se trataba.

El extraordinario poder que emanaba su presencia llenó la estancia antes siquiera de que él se diera la vuelta. De espaldas a ellos, el duque de Warrington se encontraba de pie frente al fuego, como una figura imponente recortada contra las llamas.

Estaba jugueteando con una extraña arma de gran tamaño, de hoja larga y dentada, una especie de cruce letal entre una lanza y una espada. Manteniéndola en equilibrio sobre la punta, la giró lentamente de un modo un tanto siniestro.

Eldred anunció a los recién llegados con un educado carraspeo:

—Ejem, excelencia: Caleb Doyle y compañía.

El duque levantó el arma apoyándose la cruz de la larga empuñadura sobre su ancho hombro.

Kate notó que se le formaba un nudo en la garganta cuando el gigante de hierro se dio la vuelta pausadamente hacia ellos. Él guardó silencio mientras los diseccionaba con la mirada desde el otro extremo del salón. A continuación se encaminó hacia ellos con paso sereno pero implacable: un aristócrata guerrero medieval vestido con ropa moderna. Cada golpe de sus botas salpicadas de barro resonaba en la hueca inmensidad de la cámara.

Kate se quedó ligeramente boquiabierta mientras le contemplaba con temor y cierto sobrecogimiento. Caleb se despojó del sombrero y dio un par de pasos haciéndoles señas a sus hombres para que hicieran lo mismo.

El grupo de contrabandistas avanzó temblando de miedo, con Kate en el centro.

Los ojos de la joven continuaron fijos en el duque guerrero que se acercaba a ellos sin prisa. Buscó en vano cualquier signo de benevolencia en aquel hombre pero, en vez de eso, exudaba una capacidad para la crueldad. Era insensible, siniestro y peligroso; la intimidación en persona.

Era evidente que acababa de llegar, tenía el rebelde cabello negro, alborotado por el viento, recogido en una gruesa coleta. Kate le estudió con los ojos desmesuradamente abiertos. El negro pañuelo anudado alrededor del cuello no era tan formal como una corbata. La camisa holgada, algo abierta, desaparecía dentro de un chaleco, también oscuro, que se ceñía a su delgado y esculpido torso.

Gotas de lluvia y aguanieve salpicaban aún sus negros pantalones de montar en tanto que la rojiza luz del fuego centelleaba sobre la espada que blandía distraídamente, como si hubiera nacido con ella en la mano.

Con el corazón latiéndole con fuerza, Kate no pudo apartar la mirada de él.

Parecía tener treinta y pocos años. Kate observó detenidamente su rostro anguloso y de duras facciones a medida que se acercaba. Una cicatriz, parecida a la marca de un rayo, adornaba el extremo de una de sus pobladas cejas negras. Tenía la piel tostada, algo nada elegante, como si hubiera pasado años en climas más soleados. La nariz era ancha pero recta y dos surcos enmarcaban el gesto severo de su dura boca.

Sus ojos eran aterradores.

De color y expresión acerada, estaban entrecerrados con suspicacia y en sus profundidades centelleaba una furia acumulada que, según se percató Kate, esperaba descargar sobre los contrabandistas… y que también podría caer sobre ella antes de que acabara la noche.

Santo Dios, podía matarla sin esfuerzo, comprendió de inmediato. Era un hombre enorme, de casi dos metros de estatura, con brazos de hierro y hombros como los acantilados de Cornualles. Parecía lo bastante fuerte como para levantar un caballo, y ella solo le llegaba hasta la mitad de su enorme pecho.

No era de extrañar que los contrabandistas le tuvieran pavor, a pesar de que Caleb hubiera afirmado lo contrario en el pueblo. Warrington tenía el imponente físico de un conquistador y todo el poder mundano de la más alta posición de la aristocracia, exceptuando a la familia real.

Kate trató de retroceder cuando el duque se acercó recorriéndola osadamente con la mirada.

—¿Qué es esto? —gruñó a Doyle al tiempo que la señalaba a ella con la cabeza. Kate reaccionó instintivamente a su atención y, presa del pánico, trató de zafarse de sus captores a fin de escapar.

Ellos la detuvieron.

—¡Un regalo, excelencia! —exclamó Caleb Doyle con forzada jovialidad.

Cuando los contrabandistas la llevaron a rastras hacia él, Warrington la estudió como si fuera un lobo.

—¿Un regalo? —repitió con tono divertido.

Caleb la empujó hacia él con una sonrisa alegre.

—¡Sí, señor! ¡Un presente de nuestra parte para darle la bienvenida a Cornualles después de tanto tiempo! Un bonito calientacamas para una fría noche de invierno. Es una belleza, ¿no le parece?

El duque guardó silencio durante largo rato examinándola detenidamente con mirada penetrante. Luego respondió de forma apenas audible, y su grave voz reverberó como el rugido de un trueno acercándose.

—En efecto.

Atrapada en su mirada, Kate ni siquiera pudo moverse. Tenía suerte de acordarse de que debía seguir respirando.

Cuando Caleb rió de nuevo con nerviosismo, los otros le siguieron, pero Warrington apenas se fijó en ellos, pues el duque evaluaba a Kate con ojo crítico.

—Muy considerado por tu parte, Doyle —murmuró observando con lascivia cómo el frío había afectado a ciertas partes de la anatomía de la joven.

Su mirada desvergonzada acabó con los últimos resquicios de esperanza de que aquel hombre pudiera no ser partícipe de los crímenes de esos hombres. Por supuesto que lo era.

Kate no era más que mercancía para él.

—Pensamos que le gustaría, señor. También le hemos traído algunos otros obsequios… —Doyle gesticuló apresuradamente a sus secuaces—. Enseñádselos. ¡Deprisa!

Sus hombres se pusieron manos a la obra y mostraron a su señor una caja de excelente coñac y un surtido de magníficos cigarros.

Sin embargo Warrington apenas dedicó una mirada a sus ofrendas, pues continuaba estudiando a Kate con una expresión especulativa en los ojos.

La joven no sabía qué hacer. Ningún hombre la había mirado jamás de ese modo: inspeccionándola… no, devorándola.

Warrington desvió la vista de su cabello aún húmedo a los pies cubiertos por medias, evaluándola de arriba abajo; luego, para sorpresa de Kate, la miró a los ojos con dureza… aunque solo durante un instante.

En aquel fugaz momento, no supo con certeza qué fue lo que atisbó en su penetrante mirada, aparte de un escalofriante grado de inteligencia, como un hombre en plena partida de ajedrez.

—¿El regalo es… eh… aceptable, excelencia? —aventuró Caleb con sutileza.

El duque esbozó una sonrisa peligrosa más potente que el láudano.

—Pronto lo descubriremos —dijo. Sin apartar en ningún momento la mirada de ella, hizo un gesto con la cabeza a sus guardias—. Llevadla a mi dormitorio.

2

Kate dejó escapar un grito ahogado cuando dos de los guardias del duque, vestidos de negro, la arrancaron de las garras de los contrabandistas. Pugnó para liberar los brazos al tiempo que fruncía el ceño con una expresión entre mareada y desafiante. ¡Maldita sea!

—¡Suéltenme! —exclamó furiosa, arrastrando ligeramente las palabras.

—¿Hay algún problema? —exigió saber el duque volviendo la vista con irritación.

—No, señor —respondió el guardia de su derecha con bastante apuro a la vez que agarraba de nuevo el codo de la muchacha.

—¡No me toquen!

Kate se revolvió y casi perdió el equilibrio. Tras calmarse, giró para enfrentarse a la mirada del Warrington con un improperio en la punta de la lengua, como si de un dardo se tratase.

—Sube arriba y espérame —le ordenó a la muchacha.

Kate guardó silencio, pues los aterciopelados matices de su profunda voz la pillaron por sorpresa. Olvidó la ira por un instante cautivada por la promesa de placer que revelaban sus ojos gris humo; se quedó inmóvil mirándole, pero se desorientó al sentir el efecto secundario más perturbador de la droga hasta el momento.

Atracción. «Excitación.»

Una fascinación fatal por él se apoderó de ella. Era hermoso, no se podía negar, pero un absoluto misterio para ella. Un enigma que de repente deseaba resolver, obsesionada como siempre había estado por hallar respuestas ocultas. Un hambre voraz por saborear sus labios invadió violentamente la sangre de Kate. Como si lo viera todo a través de los ojos de otra persona, comprendió que aquella era sin duda la reacción más demencial imaginable.

Parecía no poder controlarla. Santo Dios, la diabólica tintura que le habían administrado hacía que casi se sintiera deseosa de que la violaran. ¡Qué humillante!

Asimismo, la satisfacción que desprendían los ojos del duque, como si estuviera habituado a ser deseado por las mujeres, y su aire imponente y orgulloso, despertó de su letargo a la luchadora que moraba en el interior de Kate.

«¿Cómo se atreve a tener ese efecto en mí?»

¿Quién se creía que era aquel enorme bruto arrogante? La cólera la inundó haciéndole volver en sus cabales, pero mientras se sacudía de encima la extraña sensación de lujuria, las advertencias de Caleb resonaron en su cabeza. «Mantén la boca cerrada. Haz lo que él te diga.» Kate reprimió un gruñido. «Es más fácil decirlo que hacerlo», pensó, pero al menos ahora había recuperado su precavido instinto de conservación.

Dado que el orgullo de Warrington parecía aún mayor que su castillo, de repente se percató de que sería una estupidez atreverse a rechazarle delante de todos sus hombres. Solo una estúpida le daría un motivo para castigarla. «No te pongas las cosas más difíciles.»

—Parker… —dijo el duque con tono resignado.

—Sí, excelencia. Lo lamento, señor. —El guardia de su derecha, que por lo visto se llamaba Parker, la tomó nuevamente del brazo—. Vamos, señorita. Su excelencia ha de atender unos asuntos con estos tipos.

Kate cesó en sus esfuerzos por plantar cara dándose cuenta de que un enfrentamiento directo con un enemigo invencible como aquel no iba a llevarla a ningún lado. Esperaba tener una mejor oportunidad de zafarse de aquellos dos guardias una vez que estuviera lejos de la presencia de la Bestia.

«Tómate tu tiempo. Sé paciente», se dijo.

Pese a que lanzó una mirada fulminante a los contrabandistas, no puso más objeciones, sino que consintió que los esbirros de negro la escoltaran fuera del gran salón.

Después de pasar el extremo de la cámara donde se encontraba la tarima, salieron a través de la arcada situada bajo la galería de los trovadores.

Los dos hombres la condujeron por una solitaria escalera tallada en piedra. La trémula luz de las estrellas se filtraba tenuemente a través de la vidriera de la alta ventana ojival del rellano donde doblaba la escalera.

A pesar de que su cerebro no funcionaba aún con la normalidad habitual, trató de pensar en alguna artimaña que la ayudase a escabullirse de los guardias.

—Ne… necesito utilizar el escusado —se obligó a decir de repente.

—No nos vomites en el suelo —le advirtió severamente el hombre al que el duque se había referido como Parker—. Espera, la letrina está nada más subir.

—¿Letrina? —masculló.

Llegados al piso superior, la arrastraron hasta una especie de vestidor al fondo del pasillo. Parker tomó un farol que colgaba de un gancho en la pared y se lo entregó.

—Llévate esto. Y ten cuidado de no caerte al pozo ciego.

El guardia abrió la puerta de la letrina para que ella entrara, pero Kate retrocedió en el acto a causa del olor… ¡Era más que repugnante!

Levantó la mano para cubrirse la nariz y la boca y sacudió la cabeza de forma violenta apartándose de la puerta.

—¡No importa!

Los guardias prorrumpieron en carcajadas.

—Eso te despejará la cabeza, ¿no es así, pequeña borrachina? —dijo el otro.

—Ah, vamos, déjala en paz, Wilkins. No puede evitar ser lo que es. Venga, sigamos —farfulló Parker—. Si tiene ganas de vomitar, hay una bacinilla en la recámara privada.

De hecho, Kate no se había sentido mareada hasta entonces, pero el espantoso hedor de la letrina había aplastado temporalmente todas sus ideas de escapar.

Contentándose simplemente con poder respirar de nuevo, prestó escasa atención cuando volvieron a pasar por el rellano superior para recorrer el pasillo en dirección contraria.

Antes de que pudiera ocurrírsele otra idea para escapar, hasta ellos llegaron los ecos de un rugido procedente del gran salón, cuyas distantes vibraciones retumbaron en el entresuelo de la galería de los trovadores.

—¿Cómo os atrevéis a desafiarme? ¿Acaso no me expresé con claridad meridiana?

El aterrador bramido hizo que Kate se detuviera en seco. Con los ojos muy abiertos volvió lentamente la mirada por encima del hombro hacia la escalera y se puso pálida. No podía distinguir cada una de las atronadoras palabras, pero sin duda la Bestia se estaba despachando a gusto.

—¿… malgastar mi tiempo?, ¿… deshonrar mi apellido de esta manera? ¡Imbéciles! ¡Debería dejar que os ahorcasen a todos!

Los guardias intercambiaron una mirada de preocupación, acto seguido Parker gruñó a Kate que no se entretuviera. Los esbirros del duque la levantaron en vilo y la llevaron por el oscuro corredor hasta que llegaron a una enorme puerta arqueada.

Uno de los guardias la abrió en tanto que el otro la empujaba al interior.

—¡Adentro! Ponte cómoda.

Kate entró trastabillando en la recámara privada, dándose media vuelta enseguida, con el corazón desbocado.

—¡Esperen! ¡No pueden dejarme aquí!

—Lo lamentamos, señorita. Solo seguimos órdenes. Su excelencia estará contigo muy pronto.

—Pero yo no…

Los hombres le cerraron la puerta en las narices.

—¡Oigan!

—Esa maldita muchacha piensa que está hablando con el faraón. —Kate oyó farfullar a Wilkins.

—Sí, bueno, no es asunto nuestro.

Kate se abalanzó sobre la puerta al escuchar la llave girar en la cerradura y se topó contra la madera.

—¡Vuelvan! ¡Ustedes no lo entienden! —Aporreó la puerta—. ¡Por favor! ¡Señor Parker! ¡Déjenme salir!

No obtuvo respuesta.

¿Se habían marchado ya? Kate se arrodilló rápidamente y pegó el ojo al agujero de la cerradura. Solo vio oscuridad. Podía oír el ritmo metódico de la marcha de los dos disciplinados secuaces de la Bestia al alejarse.

—Ay, Dios mío —susurró Kate cerrando los ojos y apoyando la cabeza, que no paraba de darle vueltas, contra la puerta.

Gracias a Dios la solidez de los duros tablones le ayudó a mitigar el aturdido martilleo de su cerebro. Fue entonces cuando, sin previo aviso, reparó en que la cámara a la que le habían llevado estaba… maravillosamente caldeada. Estaba recuperando la sensibilidad en sus pies entumecidos a causa del frío. Todavía tiritaba, pero no de un modo tan violento. Arrodillada junto al ojo de la cerradura, abrió los párpados, levantó la cabeza y se enderezó poco a poco y con cautela.

Mientras el dulce calor se extendía por su cuerpo congelado, se volvió lentamente para mirar de frente la cámara del duque. Para su sorpresa, no estaba tan mal. A fin de cuentas, no era la celda de una mazmorra, ni divisaba instrumentos de tortura por ninguna parte o charcos de sangre en el suelo.

El vivo fuego que ardía en el hogar sumía la estancia revestida de oscura madera en un cálido resplandor haciendo que pareciese inesperadamente acogedora. Las llamas la cautivaron. Cruzó la gruesa alfombra de vivos colores atraída hacia ellas de forma instintiva. No se detuvo hasta que estuvo sobre las pizarras calientes delante de la chimenea, exhalando un suspiro de gratitud cuando aquel agradable calor comenzó a extenderse al resto del cuerpo a través de las plantas de sus congelados pies. «Calor… al fin.»

Siguió rodeándose la cintura con los brazos mientras bajaba la mirada hacia la butaca de cuero situada frente a la chimenea, sobre la que descansaba una lujosa piel blanca que había sido arrojada al descuido.

La tentación fue mayor de lo que pudo resistir.

Se acurrucó en un santiamén en la butaca, haciéndose un ovillo bajo la piel mientras se decía a sí misma que en cuanto hubiese entrado en calor se concentraría y encontraría algún modo de escapar.

La sola idea de huir y acabar de nuevo en la gélida y ventosa noche le daba ganas de ponerse a llorar. Pero, por el momento, descansaría allí durante unos minutos para recuperar las fuerzas.

Dentro de un rato se le ocurriría un plan…

En lo que no reparó fue en que el frío había sido lo único que la mantenía despierta. Solo eso había evitado que el láudano tuviera un efecto pleno en ella. El calor que ahora la envolvía resultaba realmente reconfortante y adormecía sus sentidos.

Pasaron unos momentos… se despertó de golpe, no había notado que se estaba quedando dormida.

«¡Qué desastre!»

Apartando la piel que la cubría con ademán airado y el corazón latiéndole con fuerza, Kate se detuvo un momento para inspirar profunda y trémulamente y sopesó la desgracia que podría haberle sobrevenido si no se hubiese despejado.

Santo Dios, ¿podría ponerle las cosas aún más fáciles a la Bestia? Apuesto o no, no tenía intención de consentir que ese hombre le impusiera sus atenciones por la fuerza. Sin saber con certeza cuánto tiempo había pasado, se incorporó y buscó un reloj con la mirada.

No lo encontró, pero por primera vez reparó en la gigantesca cama, que dominaba la estancia desde las profundas sombras al fondo de la habitación.

La miró fijamente durante un prolongado momento: los postes tallados de manera ornamentada en madera envejecida por el paso del tiempo, los cortinajes de terciopelo en color escarlata. Un escalofrío le recorrió la espalda. Aquel iba a ser el lugar de su perdición; aun así, no era inmune a su atractivo natural.

Con sus almohadones y mantas, la cama del duque era la viva imagen del lujo, cálido y mullido, la viva imagen de la seguridad. Todo parecía llamarla para que se acercara.

«No.» No era tan débil. Volvió la vista al frente y sacudió la cabeza tratando de despejar las telarañas mientras el láudano la atormentaba con la necesidad de dormir.

Haciendo caso omiso de la cama, se recostó en la butaca y se tapó de nuevo con la piel prometiéndose que buscaría un modo de escapar al cabo de un rato. Pero al mirar hacia el fuego, sus danzarinas llamas no tardaron en hipnotizarla.

Su mente divagaba sin remedio y el movimiento de la habitación, fruto de los efectos de la droga, le trajo a la memoria recuerdos de la infancia, de aquellos días de antaño, los más felices de su vida, cuando vivía a bordo del barco de su padre en el mar.

Con una débil media sonrisa narcotizada y una descorazonadora oleada de nostalgia provocada por los felices recuerdos, rememoró cómo su padre solía dejarla ponerse al timón y jugar a ser su contramaestre en miniatura. Él le chivaba lo que debía decir y ella repetía sus órdenes gritándoselas a la tripulación con su aguda vocecilla de niña: «¡Vamos, condenado atajo de gandules! ¡Asegurad la gavia! ¡Orientad la mayor!».

Pensar en su padre hacía que se sintiera mejor, incluso en un momento como aquel. Era una lástima que estuviera muerto y no pudiera mover un solo dedo para ayudarla. Estaba sola.

Como de costumbre.

«Debo levantarme. He de salir de aquí. Tengo que encontrar un modo de escapar. Antes de que él venga…» Trató de ponerse en pie, pero su cuerpo parecía de plomo. El reino onírico había comenzado a reclamarla con fuerza esta vez. «Un minuto más —suplicaron sus sentidos adormecidos—. Solamente voy a cerrar los ojos…»

Rohan Kilburn, duque de Warrington, confiaba en haber dejado claro su desagrado. En el gran salón resonaban aún los ecos de su cólera pero, maldita sea, aquel desastre suponía haber desperdiciado un muy necesario tiempo.

Como uno de los sicarios más importantes de la Orden, ardía en deseos de estar de vuelta en Londres persiguiendo al mortífero agente prometeo, Dresden Bloodwell, que había sido visto en la ciudad.

Lo peor era que uno de los mejores agentes de la Orden había sido capturado.

Mientras Drake permaneciera en manos del enemigo, peligraba la identidad de todos ellos como miembros de la antigua hermandad de guerreros, la secreta Orden del Arcángel San Miguel.

Por desgracia, no tenía forma de librarse de aquella tarea.

El reciente naufragio había sido perpetrado por sus arrendatarios en su extensión de costa inglesa; por lo tanto, era asunto suyo.

Y, por esa razón, ahí estaba él, con órdenes de su instructor de no regresar a Londres hasta que la banda de contrabandistas hubiera sido capturada. Por fortuna para Caleb Doyle y sus variopintos seguidores, los contrabandistas seguían siendo un canal vital para las comunicaciones secretas de la Orden.

Durante años, los duques de Warrington y la banda local de contrabandistas habían compartido una cordial aunque clandestina simbiosis. Igual que su padre antes que él, Rohan mantenía bajas las rentas del pueblo y hacía la vista gorda con los tejemanejes de los contrabandistas en el mercado negro… dentro de lo razonable.

A cambio, el viejo Caleb Doyle, el actual jefe de los contrabandistas, se aseguraba de que los mensajes codificados de la Orden eran entregados en varios puertos extranjeros tan pronto como el viento lo permitía, sin preguntas.

Los intrépidos y veloces capitanes contrabandistas habían perfeccionado su destreza evadiendo las aduanas; eran un recurso muy útil, considerando que los prometeos tenían espías vigilando en cada puerto de Europa. Los contrabandistas eran capaces de entrar y salir de cualquier puerto antes de que el enemigo se percatara siquiera de que estaban allí.

Sin embargo el fin de la guerra contra Napoleón había suprimido los aranceles comerciales, poniendo fin al lucrativo mercado negro que había sido el pan de cada día de los contrabandistas durante veinte años. Malditos fueran, ¿cuántas veces había advertido a esos estúpidos que no despilfarrasen la fortuna que estaban amasando mientras duraban los tiempos de bonanza? ¿Que ahorrasen algo de dinero para después? ¿Acaso le habían escuchado?

Por supuesto que no. De hecho, habían provocado su cólera varios meses atrás con su vergonzosa súplica pidiéndole más dinero.

La lacónica carta que les había enviado en respuesta había zanjado el asunto, o eso había pensado. Al parecer se había equivocado. La codicia, la ambición y la desesperación habían llevado a sus indisciplinados arrendatarios a violar las sencillas reglas que les había impuesto.

Ahora habían atraído sobre ellos la atención de la Guardia Costera con sus actividades, y él era lo único que se interponía entre esos hombres y la horc

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