Prólogo
El camino del destino
Inglaterra, 1804
Nacer en el seno de una orden de caballería secreta con siglos de antigüedad que ha jurado combatir el mal no era destino para los débiles de corazón.
A sus veintidós años, Jordan Lennox, conde de Falconridge y agente novato, acababa de completar sus años de rigurosa formación en la lejana academia de estilo militar que la Orden tenía en Escocia.
Allí, junto con sus hermanos guerreros, había llegado a dominar todo tipo de actividad peligrosa. Era capaz de escalar escarpadas paredes de roca con la única ayuda de unas cuerdas y unas poleas, había cruzado a nado el canal de la Mancha, podía fabricar un explosivo con un poco de nitrato de potasio y objetos de uso cotidiano improvisados que tuviera a mano. Hablaba con fluidez seis idiomas, podía navegar guiándose por las estrellas y estaba tan en sintonía con su bien calibrado fusil que podía acertar un blanco a casi cincuenta metros de distancia con los ojos vendados.
Esos eran los requisitos básicos para cualquier joven caballero de la Orden en el desempeño de su primera misión.
No obstante Jordan, más prudente, sensato y cauto que sus testarudos compañeros de equipo que aún estaban al comienzo de sus ilustres carreras, tenía muy claro que no deseaba que su vida como espía le afectase a largo plazo.
Después de pasar años observando la huraña conducta de su entrenador, Virgil, se había prometido no acabar igual que él. Había demasiados agentes veteranos con aquel mismo talante sombrío: cínico hasta rayar la amargura, impasible e imperturbable.
Frío como el hielo.
¿Qué sentido tenía hacer el juramento de sangre de la Orden de proteger el reino y a todos a quienes amaba, familia y amigos, si un hombre acababa tan muerto por dentro como un trozo ennegrecido de madera petrificada?
Y de ese modo, independientemente de a donde le llevaran sus futuras misiones, juró que no dejaría que su trabajo para la Orden se convirtiera en el centro de su vida.
La clave, acertó a descubrir, era no perder el contacto con la gente corriente, con una vida normal, por estúpida y trivial que a veces pareciera comparado con la peligrosa guerra secreta que sus hermanos guerreros y él habían jurado librar.
Max y Rohan preferían mofarse de la sociedad, ajena a todo, pero Jordan, con sus maravillosos padres, sus adorables hermanos e innumerables primos, encontraba cierto encanto pintoresco en los asuntos cotidianos.
Participar de todos los rituales sociales le ayudaba a mantener el equilibrio; aquel era el motivo de que hubiera aceptado la invitación a la fiesta campestre.
Suponía que lo más probable era que no pudiera quedarse todo el mes de julio, ya que esperaba recibir de un momento a otro su primera misión en una de las cortes extranjeras que se encontraban bajo amenaza.
Con Napoleón sembrando el caos en el continente, todo agente era necesario, sobre todo aquellos de alta cuna, que podían acceder a lugares y conocer a gente a la que el común de los hombres no tenían acceso.
Pero esas preocupaciones quedaban para otro momento.
Por ahora disfrutaría de los picnics, de los juegos al aire libre, de recoger fresas con delicadas y jóvenes damas y de los bailes de cuadrillas con las debutantes, y tal vez de una representación teatral en la elegante propiedad campestre de sus anfitriones.
Todo aquello resultaba deliciosamente normal, la clase de entretenimientos con los que cualquier caballero joven de la aristocracia se distraería durante las largas y tediosas semanas de verano. Jordan disfrutó de la oportunidad de fingir durante un tiempo que no era diferente del resto de los jóvenes libertinos, salvo por el hecho de que él ya había heredado el título.
Estaba incluso preparado para dejar que los demás jóvenes ganasen la mayoría de los concursos atléticos. Sin embargo, no estaba en absoluto preparado para conocer a Mara Bryce…
1
Londres, doce años después
—Hay un hombre guapísimo que no deja de mirarte —repuso Delilah entre dientes y con voz lánguida mientras las dos jóvenes y elegantes viudas se encontraban sentadas en medio del acaudalado gentío reunido en las magníficas salas de subasta de Christie’s en Pall Mall—. Mmm, está muy bien formado. Es rubio, con mirada ardiente. Atuendo impecable. Vamos, echa un vistazo. Me lo quedaré yo si no estás intere sada.
—¡Chist! ¡Me estoy concentrando!
Mara, lady Pierson, ignoró los pícaros esfuerzos de su amiga por dis traerla y continuó centrando su atención en el subastador, que realizaba con elegancia la venta de la gran obra maestra de un antiguo pintor desde su podio al fondo de la galería de alto techo.
—Setecientas cincuenta, ¿alguien ha dicho ochocientas libras? Ochocientas cincuenta…
—No necesitas otro cuadro, querida —opinó Delilah—. Lo que de verdad necesitas es un amante, como ya te aconsejé hace mucho tiempo.
—Te aseguro que eso es lo último que necesito.
—Mojigata.
Mara soltó un bufido, sin apenas prestarle atención a su amiga cuando la puja subió de nuevo.
—¿Otro hombre arrogante que venga a darme órdenes? No, muchas gracias. Acabo de deshacerme de uno.
—Un amante, querida, es diferente de un esposo.
—Bueno, tú lo sabes bien.
Delilah le propinó un pequeño pellizco en el brazo por aquella ligera insolencia. Mara le lanzó una pícara mirada de reojo, y luego clavó los ojos de nuevo en el fondo de la estancia.
—No, querida mía, te aseguro que me las arreglo muy bien sin un hombre. Tengo casi treinta años y acabo de encauzar mi vida del modo que a mí me gusta. ¿Por qué debería darle la oportunidad de arruinármela a algún hombre fogoso?
—Bueno, no te falta razón. Pero los hombres fogosos tienen su utilidad, querida. Me atrevería a decir que aprenderás a disfrutar de ellos con el tiempo.
—Lo dudo. No tengo talento para esas cosas; pregúntale a mi esposo. —Miró a su mundana amiga con cinismo.
Delilah sonrió de manera comprensiva.
—Razón de más para que encuentres a un hombre que sepa satisfacer de verdad a una mujer.
—¿Acaso existe tal criatura? —murmuró Mara, observando al subastador con atención.
—¡Desde luego! Podría dejarte a mi Cole… pero, no. Entonces tendría que sacarte los ojos.
Mara rió suavemente.
—Descuida. Tu Cole está a salvo de mí. El único hombre que me interesa en estos momentos tiene dos años.
—Puede que así sea, mamá osa, pero te advierto que ahora que has dejado el período de luto te considerarán presa fácil.
Mara se encogió de hombros, mirando con inquietud a sus competidores por aquel cuadro en la sala de subastas.
—Quienquiera que lo intente solo perderá su tiempo.
—¿He oído novecientas?
Mara levantó su paleta numerada una vez más en tanto que Delilah dejaba escapar un suspiro de hastío.
—¿Por qué vas a gastarte una fortuna en ese deprimente y viejo retrato de la esposa de algún mercader alemán? Es horrenda y tiene nariz bulbosa.
—El arte no es solo belleza, Delilah. Además, el cuadro no es para mí.
Mara hizo una mueca ante el elevado precio que anunció el subastador.
—¡Mil libras!
—¿Para quién es, pues? —preguntó Delilah, sorprendida.
Su amiga aguardó expectante; Mara vaciló antes de responder a su pregunta.
—¿Y bien?
—Es para Jorge —confesó al fin, con tono grave, agitando de nuevo la paleta.
—¿Jorge?
—¿Alguien ha dicho mil cien?
Mara le lanzó una mirada significativa con cautela, tratando de ser discreta. Su amiga abrió los ojos como platos.
—¡Oooh, ese Jorge! ¡Te refieres al príncipe regente! —exclamó con voz entrecortada, dejando entrever su escandalizado deleite—. ¡Oh, estás teniendo una aventura con Prinny! ¡Lo sabía! Pero… querida, ¡es tan rollizo! Aunque, claro, es el futuro rey. ¡Aguarda! ¿Está enamorado de ti? Santo cielo, podrías conseguir diamantes tan grandes como tu puño…
—¡Delilah!
—¿Cómo es en la cama? —Se echó a reír con perverso regocijo—. ¡Oh, seguro que es terrible! Aunque no peor que otros cabezas de Estado… imagino. ¿Y el rey Luis de Francia? También está rollizo y es muy mayor. Al menos no es Napoleón, pobrecillo. —La elocuente carcajada de la alegre viuda era pura picardía.
—¡Por el amor de Dios, no alces la voz! —la reprendió Mara en un susurro, tratando de no echarse a reír ella también—. Escúchame bien, mujer demente. No estoy teniendo una aventura con el regente. Somos amigos. Amigos, ¿me explico?
—Mm-hum.
—Su Alteza Real es el padrino de mi hijo, como bien sabes. ¡Eso es todo!
—Cuéntaselo a la alta sociedad, encanto. —Delilah cruzó los brazos sobre su pecho y la estudió con conocimiento de causa—. Con todas las visitas que haces a Carlton House, ha habido muchas especulaciones.
Mara suspiró. Lo sé, pensó con cansancio. Qué mundo tan perverso. ¿Por qué la gente siempre daba por hecho lo peor?
—¡Mil cien! ¿He oído mil doscientas? —El subastador escudriñó la amplia estancia—. ¿Mil ciento cincuenta?
Con la paleta en alto, Mara se mordió el labio mientras echaba otro vistazo a su alrededor.
—Creo que acabo de comprar…
—¡Vendido! A la encantadora dama de ahí. —Tras inclinar la cabeza a Mara, golpeó con la maza.
—Bueno, bravo por mí. —Cuando Mara se volvió para sonreír a Delilah, su amiga la miraba presa de la curiosidad—. ¿Qué?
—¿Mil cien libras? Querida, acabo de redecorar mi casa de la playa en Brighton por esa suma. Por qué habrías de gastar semejante fortuna en el regente si no fuera porque es tu cher ami, ¿hum?
—Porque —respondió con un tono sumamente razonable— Gerrit Dou es su último capricho como coleccionista. Y… —Mara se detuvo, sin estar segura de cuánto le estaba permitido desvelar.
—¿Y qué? —Delilah se acercó más a ella.
—Y… resulta que poseo cierta información de que está a punto de anunciarse un feliz acontecimiento real. ¿Entiendes ahora lo lista que soy? —bromeó—. Yo ya habré elegido mi regalo mientras el resto os pelearéis cuando llegue el gran anuncio.
—¿Qué gran anuncio? —la urgió Delilah, tirándole del brazo—. ¿Van a anunciar por fin su divorcio? Porque, piénsalo, entonces podrías…
—¡No! Lo siento, mis labios están sellados. —Mara rió entre dientes ante el implorante enojo de su amiga.
—No vas a contármelo, ¿verdad? —exclamó con aire dolido.
—No puedo, cielo. Me encerrarían en la Torre.
—Cierto.
—Querida, no me atrevo. No soy quién para contar la noticia, entiéndelo. Pero muy pronto lo sabrás. Debería hacerse público dentro de quince días.
—Eres perversa.
—¡Mira quién habla! Bueno, ¿dónde está ese guapísimo hombre del que estabas hablando? ¿Cómo lo has descrito… impecable y ardiente? Me gusta cómo suena eso.
—Pensaba que no querías un hombre.
—Bueno, no me importa mirar.
Mara siguió a Delilah con los ojos mientras esta echaba un vistazo a su alrededor.
—Oh, ya se ha marchado. Ya no le veo. —Entonces Delilah hizo un pequeño mohín—. En serio, me lo contarías si estuvieras compartiendo el lecho con el regente, ¿verdad?
—¿Con lo que te gusta cotillear? Por supuesto que no —respondió Mara de manera gentil.
—Pero, querida, ¡por eso me quieres tanto!
—Cierto. En cualquier caso, no hay nada que contar. Su Alteza Real es el padrino de mi hijo y mi amigo.
—Tu amigo.
—¡Naturalmente! Ha sido muy galante con Thomas y conmigo desde que falleció mi esposo.
—Me pregunto por qué —respondió con sequedad Delilah.
—Bueno, ya sabes que está casado —apuntó Mara, encogiéndose de hombros de modo evasivo.
Delilah profirió un bufido.
—¿Y qué quieres decir con eso?
—Vamos, todo el mundo sabe que el príncipe siempre ha preferido a las mujeres de más edad. Es amable conmigo, eso es todo. —Y es toy en deuda con él por algo que no puedes entender, se dijo para sus adentros—. ¿Qué más puedo decir? Le tengo verdadero aprecio.
—Bueno, eso es muy tierno, querida. Pero puede que seas la única persona que se lo tiene en toda Inglaterra.
—Me resulta indiferente lo que todos digan de él. Adoro a Prinny. Tiene alma de artista.
—Justo lo que el país necesita. ¿Podemos marcharnos ya? —se quejó Delilah—. Hace un calor sofocante aquí dentro y huele como el desván de mi abuela.
—Me parece bien. He conseguido lo que he venido a buscar. Y estoy deseando volver a casa junto a Thomas. Ayer me despertó con un estornudo. Me tiene bastante preocupada.
—¡Qué horror! ¡Un estornudo! ¿A cuántos médicos has hecho ir a casa en las últimas veinticuatro horas para que atiendan a nuestro pequeño vizconde?
—Delilah Staunton, no sabes nada de niños.
—Sé lo suficiente como para mantenerme alejada de ellos, ¿no es así? —replicó, con ojos centelleantes.
En respuesta, Mara la miró con severidad, haciendo que Delilah riera alegremente.
—Vamos, yo enviaré a buscar nuestros carruajes si deseas ir a saldar la cuenta de tu cuadro y ocuparte de las disposiciones para su entrega.
Mara asintió; acto seguido las dos se levantaron de sus asientos.
Mientras pasaban con la máxima discreción entre las hileras de clientes sentados, recogiéndose las faldas con esmero, Mara reflexionó sobre el molesto rumor que circulaba, según el cual era la nueva querida del regente.
Como era evidente, no deseaba arriesgarse a insultar al futuro rey negando con demasiada vehemencia dicha invención, como si la idea de que él fuera su amante le repugnara. Por nada del mundo deseaba herir los reales sentimientos del muy sensible Jorge. Él era tan consciente de su peso, tan compasivo, que resultaba muy fácil hacer que se sintiera rechazado.
Gracias a los métodos de educación de sus padres, fundamentados en las críticas mordaces y el desprecio, Mara sabía de primera mano lo difícil que era intentar vivir cuando los valores sobre los que se basaba la propia existencia se cimentaban en una absoluta falta de seguridad en uno mismo. Los ataques constantes a la dignidad y a la valía personal tendían a imbuir a una persona de una desvalida sensación de fracaso.
Por esa razón podía entender al pobre regente. Él jamás había tenido ni una sola posibilidad de estar a la altura de las expectativas de su padre, el rey; mucho menos a las de sus propios compatriotas, cuyo deseo era una combinación de Wellington con un adonis real y en cambio tenían a un amante de las artes inseguro y rollizo, que no había tardado en convertirse en un aprensivo fracasado.
El regente soportaba una presión enorme y no era la clase de hombre capaz de sobrellevar esa carga. Mara sabía que necesitaba amigos a su alrededor, amigos de verdad, no aduladores hipócritas, y después de lo que había hecho por su hijito y por ella se alegraba de poder darle su apoyo con una lealtad inquebrantable, aunque su reputación se resintiera por ello.
¿Qué importaba? Ya no era una niña de diecisiete años obsesionada con la opinión de los demás, con tratar de complacer a todos.
A su modo de ver, la forma de actuar más prudente en lo referente al asunto de Prinny era reírse de los rumores y protestar sin demasiada insistencia… de manera que no hiriera el ego real. A fin de cuentas, la amistad de un monarca no estaba exenta de riesgos. Si el mismísimo Beau Brummell podía perder su favor después de contar un chiste sarcástico, cualquiera podía. Tal vez el príncipe regente fuera impopular en los últimos tiempos, pero en sus manos ostentaba el poder de condenar a cualquiera a la muerte social.
Entretanto, se aseguró a sí misma Mara, el regente no deseaba acostarse con ella. Tan solo había dejado caer alguna indirecta, poco más que un leve y frívolo coqueteo. La idea de que pudiese ir mínimamente en serio resultaba demasiado aterradora como para planteársela siquiera. No, Su Alteza Real simplemente disfrutaba de su compañía; que era más de lo que ella podía decir de su difunto esposo.
Además, las habladurías sobre su supuesta aventura con el regente obraban maravillas para mantener a raya a todos los demás aristócratas licenciosos. No se atrevían a cazar de manera furtiva en lo que podría ser considerado coto real privado.
Delilah estaba en lo cierto. Las viudas que aún conservaban cierta juventud y belleza eran a menudo las mujeres más perseguidas de la sociedad, pues a ojos de muchos seductores de alta cuna de Londres no eran más que presas fáciles. Hubo una época en que había saboreado toda la atención masculina, pero eso había sido mucho tiempo atrás. Su breve carrera como coqueta parecía haber tenido lugar hacía una eternidad.
Sus prioridades eran ahora muy diferentes. Ya no era una debutante joven e insegura, desesperada por encontrar un esposo, el que fuera, a fin de escapar del hogar carente de amor de sus padres, sino una mujer independiente que había luchado mucho por valerse por sí misma. El nacimiento de su hijo hacía dos años lo había cambiado todo. Mara se había hecho fuerte por el bien de Thomas.
Una vez llegaron al pasillo que recorría la pared de la galería, Delilah y ella se encaminaron hacia el fondo de la abarrotada sala de subastas, donde la gente se arremolinaba, yendo y viniendo de un lado para otro en silencio. Delilah saludó a varios conocidos en tanto que Mara contemplaba la lluvia golpeando contra las altas ventanas de arco de la pared contraria.
La apagada luz grisácea de finales del mes de marzo no les hacía justicia a aquellas obras maestras que, sin la menor ceremonia, eran expuestas para su venta. Docenas de óleos se apiñaban en la pared de la galería, junto con acuarelas y dibujos de todas las formas y tamaños.
Imaginaba que la mayoría de las obras de los viejos maestros habían cambiado muchas veces de manos con el paso de los años, pero aún no habían llegado a su verdadero hogar. Había algo conmovedor en verlas allí colgadas, como si tan solo aguardaran a que llegara alguien que pudiera al fin ver y apreciar su sutil belleza, no que únicamente las comprara para dar envidia a los demás o por algún arrogante sentido de autocomplacencia.
Pensó en su supuesto amante con una sonrisa irónica.
Lo más probable era que el regente las hubiera comprado todas si el país no estuviera ya indignado con sus derroches.
Su mirada vagó de forma melancólica por la pared de la galería hasta las largas mesas donde se exhibían estatuas, vasijas, joyas y otros objetos de arte, aguardando su turno en pequeños atriles junto a los libros viejos y raros y a algunos antiguos manuscritos ilustrados.
Cuando volvió la vista al frente para mirar por dónde iba, Mara se encontró inesperadamente con los ojos de un hombre apoyado contra la pared del fondo, a solo unos metros de distancia.
Se detuvo en el acto.
La sorpresa estuvo a punto de cortarle la respiración. Lo reconoció de inmediato pese a los años que habían pasado.
Apuesto, impecable y ardiente, tal y como Delilah había dicho.
¿Jordan…?
¡Jordan Lennox!
Tenía la mirada clavada en ella, pero no sonreía.
Pero ¿cómo…? ¿Qué diantre hacía él allí?
El dolor la dominó mientras le sostenía la mirada; una repentina sensación de angustia que salió de la nada.
Delilah continuó caminando, sin percatarse de que ella se había detenido.
Mara avanzó sumida en un estado de conmoción.
Cierto era que su mente lógica había sabido que era inevitable que se tropezara con él tarde o temprano, pero verle allí al cabo de tantos años…
Él entrecerró los ojos con fría curiosidad, sin dejar de observarla.
Mara se puso tensa, a pesar de que se le había secado la boca y el corazón le latía con fuerza.
Mientras trataba de mantenerse a flote en un caudal de sufrimiento soterrado y de cólera reprimida, se dio cuenta de que tendría que pasar justo al lado de él. No había otro modo de salir de Christie’s a menos que rodeara toda la estancia. Y no tenía la más mínima intención de darle tal satisfacción a ese desalmado bastardo.
«Tal vez no me dirija la palabra. A fin de cuentas, al final signifiqué muy poco para él. Ha pasado tanto tiempo que es probable que ni siquiera recuerde quién soy.»
Dado que no tenía sentido intentar fingir que no había visto a su antiguo pretendiente, aquel al que llevada por su ingenuidad había creído su verdadero amor, enmascaró el torbellino de emociones que la embargaba, enderezó la espalda y avanzó alzando la barbilla con desdén.
Sin embargo se sentía desnuda ante la fría y penetrante mirada del conde. No parecía más complacido que la propia Mara por su encuentro.
A medida que se aproximaba, sin apartar la mirada y negándose a mostrarse intimidada, a diferencia de cuando se conocieron, pensó que sus gélidos ojos azules parecían más astutos, más penetrantes de lo que recordaba.
No tan amables.
Seguía siendo increíblemente apuesto, con aquel rostro austero en el que se apreciaba su sangre nórdica, las facciones bien marcadas. Pero no daba la impresión de ser un hombre feliz.
Bien, pensó con ferocidad. Si ella había tenido que sufrir durante los años que habían pasado desde que se separaron, lo justo era que a él le hubiera ocurrido lo mismo. Todo cuanto había padecido en nueve miserables años de matrimonio podría haberse evitado si Jordan no la hubiera abandonado. Si de verdad hubiera sido distinto al resto de los jóvenes que antaño habían rivalizado por su mano.
Ah, claro que era diferente. Los otros eran simplemente superficiales. Él era mucho peor, en cierto modo más cruel que su violento marido.
Tom había sido un garrote; Jordan, un escalpelo.
—Mara. —Jordan se dignó a saludarla educadamente cuando la tuvo enfrente mientras la multitud la empujaba más cerca de él de lo que ella tenía deseos de volver a estar.
El sonido de su nombre en sus labios la hizo estremecer.
«¡Cómo te atreves a hablarme!»
—Lord Falconridge —respondió con voz glacial.
Tenía intención de continuar su camino sin tan siquiera aminorar el paso, pero él le habló de nuevo, como si no pudiera evitarlo.
—Enhorabuena por el Gerrit Dou —la felicitó de manera cortés, con un tono ligeramente provocador.
Mara se detuvo, volviéndose hacia él con recelo. Jordan contempló su figura con grosera aprobación.
—Tienes buen aspecto.
¡Dios bendito, aquel osado halago de lord Puritano la dejó estupefacta! De jóvenes siempre había sido, o fingido ser, un modelo de caballerosa virtud. Tal vez había cambiado. Quizá había renunciado por fin a comportarse como un caballero. El mundo no necesitaba más hipócritas.
—Gracias —respondió, concisa.
Una vez más, tuvo intención de marcharse y de nuevo él la detuvo con otro comentario… por lo visto muy a su pesar.
—No sabía que coleccionabas obras de arte.
«Hay muchas cosas que no sabes de mí, bastardo.»
—No lo hago, milord. Buenos días.
—Mara…
—Lady Pierson —le corrigió con mordaz reproche, aunque no pudo evitar volverse.
Cruzó los brazos sobre el pecho y le sometió al mismo grosero escrutinio con el que Jordan se había deleitado mirándola a ella.
En nada ayudó a su tranquilidad mental que tuviera tan buen aspecto. Muy bueno. De hecho, para su consternación, aquel canalla embustero estaba aún más apuesto que doce años antes. ¿Cuántos debía de tener ahora? ¿Treinta y cuatro?
El tiempo había endurecido a aquel guapo y rubio joven, convirtiéndolo en un hombre. Continuaba yendo de punta en blanco, con su cabello color arena corto y limpio, mientras que la cuidadosa disciplina en su forma de vestir había madurado en una elegancia natural. Pero no era de extrañar, pensó con desdén, puesto que aquel era un hombre que pasaba el tiempo deambulando por palacios europeos.
Apoyado contra la pared recubierta de paneles de roble, dando cuerda como si tal cosa a su reloj de bolsillo, el mundano diplomático vestía una chaqueta de montar de color verde botella, cuyo cuello enmarcaba un prístino corbatín blanco. El chaleco estaba bordado con una delicada espiguilla; los pantalones color marrón tabaco desaparecían dentro de unas altas botas negras con vuelta de gamuza.
«Eso era Jordan para ti —pensó con una punzada de dolor que nunca había llegado a desaparecer del todo—. Nada extremo. Un consumado caballero con un frío dominio de sí mismo. Todo sutileza, precisión. Un modelo de perfección impecable y despiadada.»
Años atrás, había oído a uno de sus amigos llamarle «Falcon», diminutivo de su título, Falconridge, y aquel apodo le iba como anillo al dedo. Un halcón, una criatura feroz, hermosa y solitaria que volaba fuera del alcance de los demás, mirando al resto del mundo desde la distancia, cuyos pensamientos más íntimos solo el viento conocía.
Siempre le había fascinado. Incluso en esos momentos, para su más absoluta exasperación, sentía una intensa atracción por él en las entrañas, un femenino anhelo largamente reprimido de unirse en un solo ser con aquel hombre.
Él la observó con la indiferencia de un halcón; tan cerca los dos y sin embargo tan lejos. Aquella mirada penetrante le hacía pensar que él era capaz de leer sus cavilaciones con la facilidad de un letrero callejero, pero en cambio Jordan seguía siendo un misterio para ella, desconocido e inalcanzable.
Al menos ahora que era viuda tenía idea de la libertad que él disfrutaba como hombre, con el dinero y el tiempo para hacer lo que gustara, sin tener que rendir cuentas a nadie.
Tal vez aquella fuera una de las razones por las que se había marchado hacía años. Por entonces había creído comprender que lo que a él le preocupaba era la familia y los amigos, las conexiones que acompañaban a una vida llena de comodidades; pero en cambio, para su consternación, se había convertido en un trotamundos sin raíces.
Bueno, aquello no tenía importancia. Su historia en común estaba tan muerta como Tom.
Mara se advirtió a sí misma que debía marcharse. En ese mismo instante. Y sin embargo se quedó, atrapada por su mirada.
—Con que ha vuelto del continente, ¿eh? —preguntó de mala gana, permaneciendo distante—. ¿O acaso simplemente se ha dignado a honrar a Inglaterra con una visita, milord?
Jordan se guardó el reloj; parecía divertido con la hostilidad que ella le mostraba.
—Según lo que me han dicho, he vuelto para quedarme.
Las noticias la sorprendieron. «Ah, perfecto. ¿Así que ahora tendré que verte con asiduidad en sociedad?»
Delilah se había detenido delante, pero dio media vuelta al verse sola y se acercó a Mara. Le sonrió al conde con admiración e interés, luego se volvió hacia su amiga con curiosidad expectante.
—¿Te espero?
—No es necesario. Ya voy —respondió, pero Jordan, maldito fuera, encandiló a su acompañante con una de sus sonrisas más devastadoras.
—¿No va a presentarme a su amiga, lady Pierson? —preguntó de forma pausada, con tono sedoso.
Mara rechinó los dientes.
—Señora Staunton, te presento al conde de Falconridge.
—¿Señora? —inquirió Jordan, con una chispa burlona de pesar en sus claros ojos azules mientras tomaba la mano que su amiga le ofrecía.
—Vaya, lord Falconridge, mi pobre esposo se ha reunido ya con el Señor —ronroneó Delilah.
—Qué lástima —murmuró él con una expresión cargada de intenciones pecaminosas. Inclinó la cabeza y la besó en los nudillos—. Es un placer.
Mara apretó los dientes con fuerza en tanto que su amiga le devoraba con la mirada.
—Me sorprende que no nos hayamos encontrado antes, lord Falconridge.
—El conde pasa la mayor parte de su tiempo en el extranjero —intervino Mara, estudiándole con desaprobación—. Inglaterra es demasiado pequeña para los hombres como él. Provinciana en exceso, me temo.
—¡Vaya! —rió Delilah, reparando en el tono cortante de Mara—. ¿Dónde ha estado, milord?
—Sí, se lo ruego, cuéntenos dónde, Jordan. ¿En los nueve círculos del infierno, tal vez?
—En los nueve no, aún. Hasta el momento solo he visto unos pocos. Aquí y allá —agregó, respondiendo a la pregunta de Delilah con una sonrisa.
Pero lanzó a Mara una mirada sardónica ante su envenenada referencia al escandaloso Club Inferno, del cual era miembro veterano.
Todo Londres sabía que solo a los chicos muy malos, de buena familia y con los bolsillos bien llenos, se les permitía la entrada en Dante House, el cuartel general de aquella exclusiva y muy misteriosa sociedad de granujas y libertinos de la aristocracia.
Años atrás, Jordan le había asegurado amablemente que él era el simbólico «chico bueno» del club, el único individuo responsable que se cercioraba de que los demás llegaban a casa ilesos después de pasarse la noche bebiendo y yendo con mujeres o realizando cualquier otra actividad descabellada a la que sus chiflados amigos se dedicaran en plena noche.
A los diecisiete años había sido lo bastante ingenua como para creerle. Ahora comprendía que aquello no era más que un discurso aprendido.
No cabía duda de que con ella había funcionado.
—Provinciana o no —apostilló Jordan con ligereza, observando a Mara—, ahora estoy de nuevo en Londres.
—Qué gran fortuna para el reino entero —repuso con voz lánguida, sintiéndose incómoda por su presencia y con aquella noticia—. Vamos, Delilah. Debo volver a casa con Thomas. Buenos días, milord.
—Thomas, sí, naturalmente. ¿Cómo se encuentra su encantador esposo, milady? —la desafió.
Mara le miró, pillada por sorpresa.
—Lord Pierson falleció hace dos años. Me estaba refiriendo a mi hijo.
—Ah. —Jordan no parecía en absoluto sorprendido—. Lo lamento mucho —añadió inclinando la cabeza de manera cortés y con una total falta de sinceridad.
Mara se dio cuenta de que él estaba al tanto del fallecimiento de Pierson. Por el motivo que fuera, tenía la impresión de que había preguntado simplemente con el fin de descubrir su reacción.
Le miró con recelo, dando media vuelta acto seguido… aunque, cómo no, Delilah se demoró.
—Bueno, lord Falconridge, teniendo en cuenta que acaba de regresar a la ciudad, ¿por qué lady Falconridge y usted no asisten a la velada que celebro mañana por la noche?
Mara se giró de inmediato, horrorizada al escuchar aquello.
—¿Se refiere usted a mi madre? —inquirió él con voz lánguida.
Delilah agitó las pestañas.
—Oh, ¿no está usted casado?
—Definitivamente no, que yo sepa.
El aire se cargó de una gran tensión tras su comentario.
Jordan no miró a Mara, y ella no era capaz de mirarle a él.
En aquel momento estaba paralizada por el recuerdo de la última noche que habían pasado juntos en la fiesta campestre, cuando había puesto en peligro su reputación y se había arriesgado a sufrir la ira de su madre para escabullirse y reunirse con él en el jardín, tal y como Jordan le había pedido que hiciera. Recorrió con celeridad los floridos senderos del jardín a la luz de la luna, segura de que él pretendía pedirle matrimonio y sabiendo que su respuesta sería sí. ¡Sí, sí!
Todas las horas habían sido mágicas desde que le había conocido.
Pero resultó que esa no había sido la razón de su cita, como no tardó en descubrir cuando él le tomó las manos con delicadeza.
—Quería verte en privado para poder decirte adiós.
La sorpresa y la decepción casi la dejaron sin habla.
—¿A… adiós?
—He de irme. —Escudriñó sus ojos con gran emoción—. Esta tarde he recibido órdenes del Ministerio de Asuntos Exteriores.
—Bueno, ¿cu-cuándo te marchas?
—De inmediato, me temo.
Mara luchó por asimilar el golpe.
—¿Es-estarás fuera mucho tiempo?
—Seis meses como mínimo. Tal vez ocho.
—¡Ocho meses! Oh…
—Lo lamento.
La cabeza le daba vueltas. La idea de tener que quedarse más tiempo en casa de sus padres la hizo estremecer, pero si había alguna esperanza de que pudieran estar juntos al final, tenía que reconocer que el sufrimiento merecía la pena.
—¿Pu-puedo escribirte al menos? —aventuró.
—Ah… aún desconozco dónde voy a estar.
La conmoción hacía que resultara difícil saber qué decir.
—Si me comunicas tu dirección cuando la sepas, te escribiré cada día. Tú puedes responderme cuando tengas tiempo.
—No estoy seguro de que eso sea posible, Mara —le dijo, mirándola a los ojos con sinceridad—. Pero lo intentaré. —Bajó la vista—. Señorita Bryce, sé que está