Calor asfixiante (Serie Castle 6)

Richard Castle

Fragmento

calor-3

Capítulo
1

Nikki Heat se preguntaba cómo habría sido su vida si no hubiesen asesinado a su madre. ¿Estaría pateándose el camino, como en ese momento, desde la comisaría de policía al escenario de un crimen o se encontraría ensayando en Broadway un nuevo montaje de Chéjov o algún experimento vanguardista sobre las relaciones humanas con posibilidades de optar a uno de los Premios Tony? Se detuvo en Columbus Avenue a esperar a que el semáforo se pusiera en verde para los peatones. Su vida también podría haber transcurrido de otro modo. El destino podría haberla convertido fácilmente en esa madre sibarita sentada junto al ventanal del Starbucks que tenía a la derecha que ayudaba a su hijo pequeño a tomarse un chocolate caliente. O podría haberla convertido en una mendiga, como el tipo ese que agitaba su vaso de plástico lleno de monedas en la puerta de la tienda de vinos al otro lado de la calle. No veía a ningún cantante de coros de Steely Dan a su alrededor, pero también estaría más que abierta a esa posibilidad.

Un remolino de viento urbano levantó un poco de suciedad en un minitornado y Nikki vio cómo una bolsa de plástico de una tienda de comestibles, unos envoltorios de caramelos y la página de anuncios de un periódico daban vueltas en dirección sur desde la calle Ochenta y Dos, hasta que el espectáculo perdió su centro y se desparramó convirtiéndose en algo más mundano: simple basura. Todavía eran las diez de la mañana. ¿Por qué iba a mendigar nadie en la puerta de una bodega que se encontraba cerrada?

Se giró para mirar al mendigo, pero este le dio la espalda y empezó a arrastrar los pies en dirección norte. El semáforo se puso en verde y Heat cruzó. Una esquina más abajo, los guardias de tráfico cortaban el aire con las manos enguantadas para que los mirones pasaran sin detenerse junto a la valla. Pero a ella sí que la dejarían pasar. La detective de homicidios más famosa del Departamento de Policía de Nueva York tenía una cita con un cadáver.

La llamada por radio de los primeros agentes que habían llegado al lugar de los hechos la había advertido: «No comas ni bebas nada cuando vengas de camino. En serio». En parte como desafío y en parte porque necesitaba cafeína, Heat se llevó consigo el resto del café con leche y vainilla que se enfriaba sobre su mesa y se lo acabó antes de llegar al cordón policial. Lanzó el vaso al interior de una papelera y enseñó su placa al agente que vigilaba el cordón policial.

Nada más traspasarlo, Nikki se detuvo. Para cualquiera que mirase, era como si se hubiese parado para ajustarse la funda de la pistola, que en realidad fue lo que hizo. Pero era una excusa. Esa pausa era su momento, un ritual para respirar hondo y rendir homenaje a otra vida perdida, además de para conectar con su propia experiencia con la tragedia. Aunque Heat había cerrado el caso de su madre dos años atrás, aún pensaba en su sencilla promesa cada vez que iba a ver un nuevo cadáver: las víctimas merecían justicia; sus seres queridos se merecían unos policías inteligentes. Cuando terminó, soltó el aire y siguió adelante.

Observó la calle Ochenta y Uno con ojos de principiante, vació la mente y la abrió para recibir las primeras impresiones analíticas. Los investigadores experimentados eran más proclives a pasar por alto algunas pistas, porque su trabajo se convertía en rutinario. Así que Heat redujo la marcha al ritmo de novata y se aproximó como si se tratara de su primer caso.

La primera alerta de Nikki saltó a media manzana del planetario. El equipo de paramédicos que se encontraba en primer plano estaba ocupado. Normalmente, los servicios de emergencia médica ya no estaban haciendo nada cuando ella llegaba al lugar de los hechos porque la víctima estaba muerta. En ocasiones, un tiroteo o una pelea a navajazos terminaba con una o dos víctimas colaterales que necesitaban tratamiento o que se los llevaran. Pero esa mañana el reflejo de las brillantes luces de emergencia sobre la acera mojada quedaba interrumpido por grupos de estudiantes de secundaria que se apiñaban alrededor de tres ambulancias. Incluso desde cierta distancia, Nikki había notado alguna muestra de trauma emocional —sollozos, mareos, miradas perdidas—. Había un adolescente sentado en una camilla en el interior de una ambulancia vomitando. Fuera de ella, un par de chicas se abrazaban y se secaban las lágrimas.

Pasó al lado de un autobús con matrícula de Edmonton que estaba detenido junto al bordillo. Alrededor de dos docenas de ancianos canadienses se agrupaban junto a su puerta murmurando indignados bajo la llovizna y levantaban la cabeza para intentar ver lo que pasaba a través de los árboles del parque Theodore Roosevelt. De manera instintiva, Heat miró en sentido contrario, detrás de ellos. Inspeccionó el lado este desde el hotel Excelsior, a lo largo de la manzana de lujosos edificios de apartamentos, hasta el Beresford, cuyas torres del tejado se desdibujaban siniestras entre las nubes bajas, dándole la apariencia de un castillo encantado que acechara entre la niebla con su altura de veintitrés plantas. Muchas de las ventanas de la calle se habían llenado de curiosos, algunos de ellos con sus smartphones en la mano para retransmitir en directo vía Twitter la carnicería desde sus apartamentos de tres millones de dólares. Ella sacó su propio móvil e hizo algunas fotos para, después, decidir adónde enviar a su brigada para entrevistar a testigos.

Muy por encima del manto gris, el vago estruendo de un reactor que se acercaba a uno de los aeropuertos hizo que se acordara de él. Seis días más y estaría de vuelta. Dios, aquellos meses le habían parecido una eternidad. Nikki alejó de su cabeza esa distracción y, de nuevo, ordenó a su nostalgia que fuera paciente.

En el camino de adoquines que llevaba a la entrada principal del museo lo vio con sus propios ojos y se detuvo en seco. Fascinada, Nikki estaba entre las personas evacuadas y miraba fijamente como todos los demás. Después maldijo entre dientes.

Parecía como si un meteoro se hubiese estrellado contra el tejado de la descomunal caja de cristal de seis plantas que albergaba el Planetario Hayden. Pero lo que había causado un agujero en lo alto del enorme cubo había provocado una explosión de sangre en el círculo dentado del techo. En la pared interna, trazos de color rojo se extendían hacia el suelo, manchas traslúcidas de diez metros o más que bajaban por la cubierta de cristal. La detective Heat no necesitó meterse en el papel de novata. Aquello contaba como una primera vez.

—Ten cuidado por dónde pisas, detective —dijo la forense. Pero Heat ya se había detenido en el escalón de abajo, que llevaba al nivel inferior del enorme patio interior. La doctora Lauren Parry estaba arrodillada en el suelo vestida con su traje espacial marcando pruebas bajo el Alfa Centauri—. Hay restos de este cadáver por todas partes. Algunos siguen cayendo todavía. O mejor dicho, goteando.

Nikki inclinó la cabeza hacia atrás. Treinta metros por encima de ella, la llovizna y la luz gris sin filtrar atravesaban la perforación que una bala de cañón humana había provocado. El agujero formaba una diana irregular en la corteza vidriada que enmarcaban los bordes exteriores del tejado. Bajo los destrozos del impacto, más sangre —mezclada con trozos de tejido—goteaba no solamente desde la ventana, sino también sobre la mitad de la esfera gigante situada en el interior de la Sala del Universo. Júpiter también había recibido un impacto. La maqueta de un planeta, que se encontraba más cerca del conjunto suspendido en el aire por cables en el interior del cubo, tenía ahora vetas de color rojo que atravesaban sus paralelos.

Por todas partes había trozos de ropa rasgada colgando de las varillas de tensión de la estructura, a las que se habían enganchado al caer. Mientras ella miraba, un gargajo de vísceras goteó de uno de los jirones y se precipitó desde una altura de tres pisos hasta caer sobre el suelo de mármol blanco con un sonido tan fuerte como una palmada. Cuando cayó, el detective Feller gritó con un largo «¡Aaaah!», seguido de un coro de escandalosas carcajadas de los tres agentes que estaban con él junto a la tienda de regalos. Esta vez, Heat no le reprendió por su habitual falta de decoro. Si había un escenario del crimen que se prestara a emplear el humor negro para disipar la fuerte impresión, era este. Y puesto que no había por allí familiares, medios de comunicación ni espectadores que pudieran ofenderse, lo dejó pasar.

Heat se adentró con cuidado en la enorme sala; esquivó los trozos de cristal y siguió el camino que señalaban los indicadores amarillos numerados que había ido dejando la forense al atravesar ese mismo espacio.

—No parece alguien que haya saltado, ¿verdad? —comentó Nikki cuando llegó adonde estaba su amiga.

—En primer lugar, sabes muy bien que no me debes preguntar eso tan pronto. Y segundo, gracias por no contaminar mi escenario del crimen.

—Creo que sé por dónde puedo pisar, Lauren.

—Entonces, es que contigo he sido buena profesora. Al contrario que con tu detective Ochoa, que se las ha arreglado para resbalarse con un trozo de tendón nada más llegar y se ha caído de culo. Cuando veas a Miguel, puedes informarle de que va a ser mi futuro exnovio.

Nikki observó los edificios colindantes, todos ellos eran visibles a través del cristal.

—No veo ningún sitio lo suficientemente cerca como para una caída así.

—Vas a seguir insistiendo hasta que te responda, ¿verdad? —La doctora Parry se puso de pie y enderezó la espalda—. La semana pasada trabajé en el caso de un suicida del Bronx que se había arrojado al vacío, en Castle Hill. Las azoteas de esos edificios están más o menos a la misma altura que estos, ¿no? A mi víctima se le reventaron el cuello y el abdomen y asomaban enormes protuberancias de los órganos internos, pero, por lo demás, su cuerpo estaba intacto.

»De modo que no solamente no hay edificios lo bastante cerca como para llegar saltando hasta aquí, sino que por los alrededores no hay ninguna estructura lo suficientemente alta como para que una caída le provoque esto a un cuerpo. Unas heridas tan enormes son más propias de una caída desde un rascacielos de más de cien plantas.

—¿Se conoce su identidad?

—Nuestra mejor baza será el ADN. Si tenemos suerte, quizá encontremos extremidades o dientes. ¿Alguna otra pregunta antes de que vuelva al trabajo?

—Solo una: ¿conseguirás relajarte antes de esta noche? Porque no quiero sentarme contigo a ver Las ventajas de ser un marginado si vas a estar bufando todo el rato.

—¿Las ventajas de ser un marginado? Yo quería ver a Jeremy Renner haciendo de Bourne.

—Uno: solo hay un Jason Bourne. Y dos: me toca a mí elegir. Así que eso es lo que hay, señorita. —Nikki le dirigió ese tipo de mirada seria que nadie puede tomarse en serio.

Durante los dos meses en los que Rook había estado ausente por un encargo de su revista, Nikki y Lauren habían quedado para ver una película una noche cada semana, una agradable distracción para Heat, pero un débil sustituto comparado con tenerle a él a su lado. La doctora Parry mostró su conformidad con la película diciendo a la detective Heat que sacara su libreta.

—De momento no se ha podido identificar a la víctima porque no se han recuperado restos lo suficientemente grandes para ello. Hemos etiquetado un calzado, una zapatilla New Balance de hombre que ha aterrizado en el puente de la primera planta, así que estamos abiertos a la idea de que la víctima fuese un hombre, pero no podemos confirmarlo si no encontramos una correspondencia del ADN.

—Pero es una suposición fiable.

La forense se encogió de hombros.

—Si no, habrá que ponerse a cuatro patas en el suelo o subir a las plataformas a buscar en la estructura. Es lo único que tengo.

—Entonces, te interesará esto —dijo el detective Ochoa mientras seguía con cuidado el sendero a través de los restos y las esquirlas de cristal esparcidos. Tras él, su compañero, el detective Raley, pisaba en los mismos lugares—. Lo he encontrado cerca de la ventanilla de venta de entradas para grupos. —La pareja, a los que apodaban cariñosamente los Roach, una mezcla de los dos apellidos, se giró para señalar el mostrador al otro lado de la sala—. Es un trozo del dedo de una mano.

—O puede que de un pie —puntualizó Raley.

Los tres detectives se colocaron detrás de Parry mientras ella se agachaba para examinar el espécimen con una lente de aumento.

—La punta de un dedo de la mano. Piel oscura.

Heat se arrodilló y acercó una mejilla al suelo para verlo mejor.

—Supongamos que es un hombre negro, si a esto le añadimos lo de la zapatilla de hombre. ¿Hay posibilidad de obtener una huella?

La médica forense dio la vuelta a la muestra cuidadosamente con el borde romo de sus pinzas. A Nikki le recordó al borde de una tortita.

—Es muy posible. Lo intentaremos.

—Bien hecho, Roach —dijo Heat al levantarse.

Lauren pellizcó a su novio.

—Incluso puede compensar tu caída de culo, detective torpe.

—Increíble. Me refiero a que hayamos podido encontrar un trozo entero como este —dijo su compañero mientras Ochoa le hacía una mueca.

—No es tan raro. —La doctora Parry colocó un cono para señalar dónde había aparecido la prueba y después metió la punta del dedo en una bolsa. —Cuando el cuerpo sufre un traumatismo como este, primero arranca las articulaciones al explotar.

—Esto proporciona al planetario una nueva prueba documental para la teoría del Big Bang —dijo una voz familiar detrás de ellos.

Automáticamente, Heat puso los ojos en blanco y pensó: «Rook siempre diciendo ton…». Se dio la vuelta y ahí estaba, a tres metros de distancia con su característica sonrisa de sabelotodo. Nikki trató de recomponerse, pero lo único que consiguió fue soltar un jadeo:

—¿Rook?

—Oye, si es mal momento… —Abrió los brazos señalando toda aquella carnicería—. Lo que menos necesitas es que alguien más se deje caer por aquí.

Ella se abalanzó sobre él deseando olvidar quién era y dónde estaba, solo quería lanzarse entre sus brazos y besarle. En lugar de eso, la jefa de la brigada de homicidios adoptó una actitud profesional.

—Se suponía que no volverías hasta…

—… La semana que viene. Lo sé. ¡Sorpresa!

—Eso es quedarse corto.

Le cogió las manos entre las suyas y se las apretó; de pronto, con gesto de fastidio, se quitó los guantes de nitrilo y volvió a cogérselas, sintiendo esta vez el calor de las manos. Enseguida la invadió una descarga familiar. El mismo magnetismo intenso que había acercado a Heat hacia Rook tres años atrás, la primera vez que él había aparecido en su vida. Nikki pensaba a menudo que su relación había estado a punto de no existir. ¿Que le habían endilgado a un maldito periodista para que la acompañara en una investigación? «No, gracias».

Pero enseguida Heat pasó de intentar que se lo adjudicaran a otro compañero, porque sus fastidiosos comentarios la molestaban, a desear tanto su compañía que le dejó quedarse. Con el tiempo, no solo se convirtieron en una pareja que intercambiaba noches en el apartamento de uno y del otro, sino que Jameson Rook pasó a ser un valioso colaborador en los casos más difíciles de Nikki, en particular resolviendo el homicidio de una famosa columnista de cotilleos, desenmascarando a un asesino entre los más altos cargos del Departamento de Policía de Nueva York, ayudándole a cazar a los asesinos de su madre e, incluso, a salvar a la ciudad de un atentado de bioterrorismo. Por supuesto que habían tenido altibajos en su romance, incluidos unos cuantos intentos de separación, pero no duraron mucho. La atracción, el magnetismo, la idoneidad de su unión siempre prevalecían. Y, por supuesto, estaba el sexo. Sí, el sexo.

Nikki se quedó mirándolo. En dos meses parecía más delgado, más bronceado y más en forma. Y había otra diferencia más.

—¿Así que barba?

—¿Te gusta? —preguntó posando.

Ella dio un paso atrás y lo miró con una amplia sonrisa.

—No. Claro que no.

—Te acostumbrarás.

—No me acostumbraré. Pareces…, pareces el muñeco de acción de Jameson Rook.

Él retiró una mano y se tocó el mentón en actitud pensativa.

—¿Quién te ha dicho que estaba aquí? —preguntó ella.

—Lo siento, una fuente que no puedo revelar y tengo derecho a proteger en virtud de la Primera Enmienda. Vale, ha sido Raley. —El detective la saludó avergonzado con una mano. Cuando Nikki volvió a mirar a Rook, este se acercó a ella lo suficiente como para inhalar su olor y susurró—: Había pensado secuestrarte para comer pronto. Por ejemplo, ¿en algún sitio con servicio de habitaciones?

Lo que Heat deseaba hacer era exactamente eso. Pero pasando del servicio de habitaciones, simplemente cruzar corriendo la calle, entrar en el Excelsior y dejar un rastro de ropa desde el cartel de «No molestar» hasta la cama. Pero respondió otra cosa:

—Una idea estupenda. Si no fuera porque estoy algo ocupada investigando una muerte misteriosa y todo eso.

—Si el trabajo es tu prioridad…

—Dijo el hombre que me dejó hace ocho semanas para escribir un artículo de una revista.

—Dos artículos. O, como mi editor prefiere llamarlos, investigaciones en profundidad. Y han sido siete semanas. He vuelto antes, ¿no lo ves? —Extendió los brazos y dio una vuelta sobre sí mismo, lo que provocó que ella se riera.

Condenado Rook, siempre conseguía hacerla reír. La otra cosa que siempre hacía era comprender que la dedicación se traducía en gratificaciones aplazadas. Así que, sin queja alguna, subió su bolsa de viaje al mostrador del guardarropa, que estaba desatendido pero lleno de mochilas y gabardinas que se habían dejado durante la apresurada evacuación.

Como la lluvia de la mañana había amainado, Heat decidió reunir a su brigada en la calle y dejar el interior para el equipo forense, que parecía muy poco a gusto con todo aquel personal extra contaminando el escenario del crimen. Nikki y los detectives Raley, Ochoa, Feller y Rhymer formaron un círculo irregular en la plaza que había en la entrada entre las puertas giratorias y la rotonda. Rook se sentó en un banco de piedra a un lado sin hacer ningún intento por reprimir sus bostezos por el cambio de horario. Por encima de la ladera de césped, los turistas se amontonaban en la acera detrás de la valla de hierro forjado. Como era de esperar, las furgonetas de los programas de noticias ya habían llegado. Sus antenas elevadas formaban bosques móviles a ambos lados de la calle Ochenta y Uno.

—No sé por qué nos han echado aquí fuera —se quejó Feller—. ¿No les hemos encontrado nosotros ese dedo?

—¿Nosotros? —respondieron los Roach casi al unísono.

—Toma, aquí tienes otro dedo para ti también —añadió después Ochoa.

—Qué honor, Miguel —respondió Feller—. Por fin te lo sacas de la nariz.

Eso provocó una ristra de carcajadas que Heat tuvo que acallar:

—Caballeros, ¿tengo que recordarles que estamos de cara al público en el escenario de una muerte? Más os vale que no salgamos riéndonos en la portada del Ledger esta tarde.

Observó la calle y, por supuesto, su vista se detuvo en un hombre que les hacía fotos con un teleobjetivo. Pero cuando Nikki volvía a girarse hacia su grupo, se dio cuenta de que, aunque aquel tipo le parecía familiar, no le había visto ninguna credencial ni lo reconocía como uno de los fotógrafos habituales de la prensa. ¿Dónde lo había visto antes? Volvió a mirar y vio la espalda de su chaqueta siendo engullida por la multitud, así que se desentendió con un encogimiento de hombros. Aquello era Nueva York. Las aceras estaban llenas de caras misteriosas.

—Recordad todos —empezó a decir—: mantened la mente abierta. Puede que resulte que esto ha sido un accidente, no un homicidio. En cualquier caso, vamos a enfrentarnos a este caso de un modo un poco distinto.

—O sea, que no vamos a buscar merodeadores ni sospechosos que huyen de la zona —dijo el detective Feller. Al igual que sus compañeros, había dejado las risas y se había concentrado en el trabajo.

—Exacto. Vamos a centrar nuestros esfuerzos en determinar qué ha pasado. Empezaremos con dos prioridades: la identidad de la víctima y cómo murió.

Rook levantó una mano.

—Yo me decanto por un plof.

Dios, cómo le fastidiaba a Nikki tenerlo de vuelta, tanto como le encantaba. Él observó sus reacciones y, en vez de dejar de molestar, se acercó al círculo e insistió:

—Quizá sea falta de tacto, pero, venga ya, ese tío estaba prácticamente como un bicho en un parabrisas. Salvo que este bicho, en realidad, ha atravesado el parabrisas, así que debía ir a… ¿cuánto? ¿Ochocientos kilómetros por hora?

—Ni hablar —contestó Ochoa.

—Para ser un agente de la ley, parece que dudas enseguida de las leyes de la gravedad, detective. —Se dirigió a Nikki—: ¿Con qué altura ha dicho la doctora Parry que concordaban esas heridas?

A Heat le mosqueaba que le hubiesen quitado el control de la reunión, pero respondió:

—Más de cien plantas.

—Por tanto, estamos hablando de una altura de, al menos, trescientos metros. Me sorprendería que no alcanzara la velocidad Mach 1.

—Difícil, Rook. Un objeto cae a unos nueve metros y medio por segundo al cuadrado hasta que alcanza la velocidad límite. —Ochoa consiguió que varias cabezas se giraran hacia él al decirlo—. ¿Qué? Pertenecí al cuerpo de paracaidistas. Creedme, antes de saltar por una puerta de carga te haces íntimo del viejo Isaac Newton.

Rook no pudo dejarlo pasar:

—No dudo de tu valentía, pero ¿no estamos hilando demasiado fino?

—El Mach 1 es la velocidad del sonido, que es mil doscientos treinta y cuatro kilómetros por hora. La velocidad límite para el ser humano medio en caída libre es de ciento noventa y tres kilómetros por hora y se tarda aproximadamente doce segundos en alcanzarla —explicó el detective después de sonreír.

—«Aproximadamente». Ya entiendo —dijo Rook después de una pausa para asimilar su derrota en cálculo.

—La variable es el coeficiente de arrastre. Es la resistencia que provocan aspectos como la ropa, la posición del cuerpo…

—El vello facial, como la barba de G. I. Joe —añadió el detective Rhymer.

—Muy bien —les interrumpió Heat—. Ya sé lo mucho que os gusta medir y todo eso, pero ¿podemos sin más concretar que nuestra víctima cayó desde una altura que indica que fue desde un avión y dejarlo ahí? —Todos asintieron. Seguidamente, cuando Rook abrió la boca, continuó—: Pasemos a otra cosa. —Él cerró la boca y le dedicó un saludo sonriente llevándose el dedo índice a la frente.

Nikki encargó a Rhymer que consultara la base de datos de Personas Desaparecidas para identificar al desconocido.

—Por supuesto, empieza con la ciudad de Nueva York y la zona de los tres estados —dijo—. Pero como es probable que este pobre hombre cayera desde un avión, consulta también en el FBI y el Departamento de Seguridad Nacional. Además, haz un barrido de los presidiarios huidos y las búsquedas que actualmente está realizando la policía de Nueva York, del condado, del estado y de todo el país.

A Randall Feller le encargó que sondeara el barrio empezando por los turistas que estaban retenidos entre los caballetes de la calle Ochenta y Uno.

—Pero ¿qué es lo que busco? —preguntó él—. Es decir, como no tenemos ninguna pista del asesino…

—Esta es una de esas ocasiones en las que no sabremos lo que buscamos hasta que lo encontremos —contestó ella—. Es una lotería. Lo único que necesitamos para saber algo es a una persona que viera la caída.

—O que haya oído algo —añadió Raley.

Heat asintió.

—Sean tiene razón. Un avión en peligro, un grito, un disparo…, lo que sea. Y llévate un pelotón de agentes para que llamen puerta por puerta en esos apartamentos. —Señaló el bloque de piedra clara que albergaba a los más afortunados del Upper West Side y le envió desde su iPhone las fotos de los mirones en las ventanas. A continuación, se dirigió al detective Raley—: Adivina.

—A ver, cámaras de vídeo.

—Premio.

Rales llevaba la corona de rey de las cámaras de vigilancia de la brigada. Con el paso de los años, había destacado en pasarse horas y horas examinando grabaciones soñolientas de circuitos cerrados de televisión de todo tipo, desde cámaras de tráfico de un barrio hasta las de bancos y joyerías, y había conseguido grandes resultados en muchos casos. Ahora Nikki le encomendaba la tarea de buscar en los montones de imágenes del circuito cerrado de televisión del planetario y de las tiendas y residencias de alrededor.

—Hay algo más —dijo ella—. Lo que buscas sucede en un intervalo de tiempo muy determinado.

»Detective Ochoa, te voy a separar de tu compañero para que te ocupes de los cielos. —Él abrió su libreta y tomó nota a medida que ella le ordenaba que se pusiera en contacto con la Administración Federal de Aviación y con Control de Tráfico Aéreo por si habían recibido alguna llamada de socorro, llamadas de emergencia o habían registrado alguna actividad inusual en el espacio aéreo de la zona—. Pide una lista de todos los aviones, comerciales o no, que hayan pasado cerca de aquí a eso de las diez de la mañana y pregunta por cualquier cosa fuera de lo normal, irregular o que haya llamado la atención de otros pilotos.

—Si han visto algo por ahí arriba o han oído algo raro por radio. Entendido.

—Y no te olvides de los helicópteros. No solo los de la policía, también los de televisión, radio, turistas y transporte regional. —Heat alzó la vista. El cielo estaba clareando, pero aún seguía gris—. No sé cuántos habrán subido en uno de esos, pero, de haberlo hecho, puede que alguien haya visto algo.

Rook levantó una mano, pero no esperó a que le dieran la palabra.

—Polizones. De vez en cuando se oye hablar de tíos que se montan en el tren de aterrizaje de un avión. El piloto lo abre y…, bueno, ya os podéis hacer una idea.

—No vendría mal comprobarlo, Miguel.

—Ah, y los paracaidistas de caída libre. Apúntalo. —A Ochoa le molestó que Rook golpeara con el dedo su cuaderno.

—No ha aparecido ningún casco ni paracaídas —dijo Heat.

—Puede que el avión se inclinara y él se cayera. O que saltara. —Al notar sus miradas, añadió—: ¿Alguien ha visto Le llaman Bodhi? Esa en la que Keanu Reeves salta de un avión para ir detrás de Patrick Swayze, que había saltado con el último paracaídas. ¿Nadie?

Ochoa hizo un chasquido con su bolígrafo y le guiñó un ojo a Raley.

—¿Paracaidista lleva acento?

Heat supo que había llegado el momento de mandar a Rook a casa cuando preguntó a su grupo si tenían alguna otra teoría sobre la víctima y él no dijo nada. Ninguna especulación sobre una desafortunada aplicación de la catapulta para lanzar vacas de los Monty Python. Ninguna conjetura sobre un acróbata aéreo borracho cayéndose de un biplano. Nada de nada. De hecho, había vuelto sin que se dieran cuenta a su sitio en el banco de piedra y se había sentado con la mirada perdida en el vacío.

—Quizá deberías echarte una siesta —le dijo ella cuando los demás se habían dispersado.

Las treinta y seis horas transcurridas desde el África Central hasta París, luego al JFK y, después, a ese banco al final le estaban pasando factura. Él asintió impasible y ella vio cómo se alejaba lentamente con su bolso de viaje después de haberle dado un abrazo tembloroso y prometerle que se pondría en contacto con ella después de echar una cabezadita. Aquel cabrón sabía que ella le estaba mirando, pues al llegar al final del camino de entrada se levantó el faldón de la chaqueta y meneó el culo.

—Bienvenido a casa —dijo ella en voz baja.

Cuando Heat volvió dentro, la doctora Parry levantó los ojos por encima de un desagradable contenedor de restos humanos y le dijo que estaría ocupada varias horas y que la película de por la noche quedaba totalmente suspendida.

—Aunque ya me suponía que sería así ahora que el chico guapo ha vuelto. Adelante, guarrilla veleidosa, diviértete.

—Lo haré. Creo que voy a llevarle a ver la nueva película de Bourne. —Nikki se dio la vuelta y se alejó para no mostrarle su sonrisa.

Cuando los detectives empezaron a llegar a la comisaría para presentar sus informes tras terminar el turno, Heat se sorprendió al ver que Rook llegaba con ellos.

—Una siesta corta —le dijo ella cuando él se sentó sobre su mesa.

—La siesta te deja hecho polvo. ¿Quieres saber cómo limpia el carburador un viajero experimentado? Se pone a correr en la cinta. Cinco kilómetros y una ducha caliente te dejan como nuevo durante… otros veinte minutos. —Echó un vistazo a la sala—. ¿Por qué está vacía esa mesa?

—Eh…, hemos perdido esta semana a uno de nuestros detectives. —Antes de que él pudiera continuar, ella se anticipó—: Es un tema un poco delicado y ahora hay público, ¿vale?

—Entonces, no hablaremos de ello aquí —aceptó, pero continuó—: Deja que adivine. ¿Huelo la mano de un tal capitán Wally Irons? —Ella le respondió con una mirada cortante y él levantó las manos—. Creo que será mejor no hablar de esto aquí, si te parece bien.

El detective Ochoa se acercó pasando las páginas de su cuaderno hasta llegar a la cubierta.

—No he encontrado nada en la Administración Federal de Aviación ni en Control de Tráfico Aéreo. Ningún vuelo comercial sobre esta parte de Manhattan a esa hora. Uno salió del aeropuerto de LaGuardia y sobrevoló el Bronx diez minutos antes y dos llegaron al JFK: el primero cinco minutos después, sobrevolando el Hudson; el segundo atravesó la zona oeste a eso de las diez y media. —Nikki recordó el sonido de aquel avión cuando iba hacia allá y después preguntó sobre los demás tipos de vuelos—. Nada. Tampoco señales de alerta ni llamadas de emergencia. Y sí, Rook, he preguntado si ha habido polizones. No se ha denunciado ninguno. Además me han dicho que, según el procedimiento, no se saca el tren de aterrizaje desde tan lejos.

Según Rhymer, no habían obtenido ningún resultado en Personas Desaparecidas.

—Sigo esperando a que me devuelvan la llamada varias agencias de seguridad para informarme sobre fugitivos y prófugos.

Consciente de su carácter educado y sureño, por el que a Rhymer le habían puesto el apodo de Opie, Heat le dijo que insistiera todo lo posible con esas agencias. También le sugirió que ampliara la búsqueda de personas desaparecidas e incluyera a las de la semana anterior. Nunca se sabe.

—Por supuesto. Y revisaré los informes de la policía metropolitana a lo largo de la tarde, por si alguien llega a casa esta noche y se lleva la sorpresa de encontrarla vacía. —Al decir aquello su tono parecía el de un sobrado. Opie en la gran ciudad.

Rook se puso de pie.

—Un ala delta.

Ochoa negó con la cabeza.

—¿Desde dónde? ¿Desde el Empire State?

—Tienes razón. Tendría que haberla subido hasta allí sin que la vieran. —Pero Rook insistió—: ¿Y ese gran rascacielos que están construyendo en la Cincuenta y Siete Oeste?

—¿Y qué habría pasado después con el ala delta? —preguntó Heat—. Rook, deberías haberte echado la siesta.

A Rhymer se le iluminaron los ojos.

—Podría haber sido un traje aéreo.

—Madre de Dios, esto es contagioso. —Ochoa se quedó mirando al techo mientras negaba con la cabeza.

Rook pasó un brazo por el hombro de Opie.

—¿Sabes una cosa? Las salas de esta comisaría se van a llenar de risas cuando nuestras reflexiones nos lleven a la solución de este caso.

Los detectives Feller y Raley llegaron juntos con una expresión de impaciencia en sus rostros.

—Os va a gustar ver esto —dijo el rey de las cámaras de vigilancia.

Apenas cabían los seis en el pequeño almacén que Raley había convertido en su dominio digital y que básicamente estaba formado por dos tablas apoyadas sobre unos muebles archivadores, un surtido de aparatos tecnológicos anticuados y una corona de cartón del Burger King que le había regalado unos años antes una agradecida jefa de la brigada de homicidios.

—Mientras sondeaba en busca de testigos oculares, un anciano canadiense empezó a ponerse muy nervioso junto al autobús de turistas, así que fui a preguntarle —contó el detective Feller—. Él y su mujer (por cierto, que yo creo que ella es un fichaje reciente, no sé si me entendéis), en fin, los dos estaban posando para un vídeo que les estaba grabando el conductor del autobús delante del planetario.

—Tiene sentido —dijo Rook—. ¿Qué es un viaje a Nueva York sin unas imágenes de Ur-ano?

Feller no pudo resistirse a seguir la broma y puso voz de turista:

—Dios mío, Harry, no me puedo creer que ese sea el tamaño de Urano.

—¿Quieres ver algo grande de verdad? —continuó Rook—. Fíjate en este cohete espacial.

Heat los miró.

—Chicos. —Después reprendió a Rook—: Sin duda, la próxima vez una siesta.

Raley retomó el hilo:

—La pareja de turistas se ofreció a dejarme el vídeo para que hiciéramos una copia digital. Esta parte va a cámara lenta. ¿Listos? —Rales no se molestó en esperar una respuesta. Tod

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