Capítulo
1
STORM
OCTUBRE DE 2016
El pecho del extranjero era ancho y fuerte y los brazos que le colgaban a cada lado parecían sólidos y bien acostumbrados a la defensa. Su torso se estrechaba en la esbelta cintura, por debajo de la cual sus muslos volvían a ensancharse. Coronando aquel impresionante ejemplar de macho humano había una cabeza de forma cuadrada, sobre la cual se asentaba un pelo denso, ondulado y oscuro.
En realidad, podría parecer excesivo, demasiado cliché de héroe de acción y aventuras: un imponente físico de mandíbula cuadrada y dientes perfectos, un hombre que parecía haber salido de la cubierta de una novela de Victoria St. Clair.
De no ser, claro está, por sus ojos. Eran unos ojos burlones, danzarines y cálidos aun cuando el resto de la apariencia de aquel extranjero permanecía seria. Eran ojos que habían visto muchas cosas. Eran ojos que apenas pasaban nada por alto.
Sí, era atractivo. Algunos dirían que irresistible.
El extranjero iba vestido con un equipo táctico negro, un chaleco antibalas que se ajustaba a su cuerpo de forma reconfortante. A su lado, de menor estatura y con la mitad de peso, había un hombre que vestía el uniforme verde de hombros cuadrados de la Policía Armada Popular, la mayor división del Ministerio de Seguridad Pública de China. Llevaba la camisa cuidadosamente metida por la cintura, resaltando de tal modo un vientre plano perfecto. Su insignia lo identificaba como coronel. La placa con su nombre estaba escrita con caracteres chinos que normalmente se transcriben al alfabeto latino como «Feng».
Fumaba un cigarrillo sin filtro; su extremo encendido brillaba naranja en medio de la oscuridad que precedía al amanecer. Cuando exhaló el humo, un olor a clavo inundó el aire.
Los hombres estaban de pie uno al lado del otro sobre un pequeño risco. Los prismáticos del extranjero miraban hacia un almacén que había abajo, una estructura de dos plantas y de color acero con tejado plano y sin ventanas. Las únicas salidas eran la puerta principal y una pequeña compuerta en el tejado.
El edificio era visiblemente austero, como si sus propietarios se hubiesen esforzado tanto en que pasara inadvertido que, al final, llamaba la atención. No tenía ningún letrero ni mostraba señal de cuidado alguno en la parcela de malas hierbas que lo rodeaba. En el aparcamiento, cubierto de asfalto deteriorado, había un puñado de vehículos, la mayoría viejos. Estaba iluminado por un único foco anclado en un poste. No había indicios de movimiento en el exterior. La mayor parte de los días pasaban allí muy pocas cosas.
Pero de vez en cuando, sí. Y en esas ocasiones, la actividad de aquel edificio pequeño y sobrio había llamado la atención de las más altas esferas del gobierno de Estados Unidos, al otro lado del planeta.
—Sorprende que pueda prepararse una operación como esta y que, sin embargo, pase por completo inadvertida —dijo el extranjero sin apenas molestarse en ocultar su tono irónico. Habló en un fluido mandarín, uno de los nueve idiomas que dominaba.
—Algunas veces, la mejor manera de ocultar algo es hacerlo a la vista de todos —contestó el coronel Feng con voz áspera. Una sutil sonrisa burlona apareció en sus finos labios antes de que la ocultase.
—Podrían haber supuesto que alguien lo vería y empezaría a hacer preguntas —dijo el forastero.
—Está presumiendo que hay algo que ver —respondió el coronel Feng y, a continuación, habló en inglés—: Hay un dicho americano que se refiere a los que hacen suposiciones.
—Sí. Creo que es: «Mantén cerca a tus amigos y más aún a tus enemigos» —contestó el forastero.
El coronel Feng entrecerró los ojos y dio otra calada a su cigarro. Por detrás del almacén, el río Huangpu fluía en silencio. Más allá —y rodeándolos— estaba la ciudad de Shanghái.
Al extranjero no tenían que explicarle que lo que hoy en día es la segunda mayor economía mundial —algunos dirían que la número dos y subiendo— había despegado en realidad en esta histórica ciudad del centro-este de China. Mucho tiempo atrás había sido el primer puerto chino que se abrió al comercio con Occidente tras la derrota de China en las Guerras del Opio. Más recientemente, fue allí donde el Partido Comunista chino decidió empezar a aflojar las riendas de su economía, permitiendo que las duras restricciones del marxismo desaparecieran y fuesen sustituidas por la implacable eficacia del capitalismo.
El éxito económico estadounidense había tenido mucho que ver en aquella decisión. También el antiguo y arraigado sentido chino de la excepcionalidad.
Lo que a partir de entonces se había desarrollado era una compleja y delicada relación entre las únicas dos superpotencias mundiales. Cada uno de esos dos países es el mayor socio comercial del otro. Cada uno de ellos tiene enormes inversiones en el otro. La economía de cada uno de esos países se hundiría si el otro desapareciera. Y, aun así, cada uno de ellos cree constantemente que el otro está tratando de perjudicarle.
Había en aquello una simbología: un chino y un estadounidense, el uno junto al otro, unidos de forma indisoluble y, sin embargo, con propósitos opuestos.
—Debe de estar a punto de pasar, ¿no cree? —preguntó el extranjero.
—De lo único que estoy seguro es de que no sé nada —contestó el coronel Feng—. Permita que le recuerde que estoy aquí como mero supervisor y que esta excepcional… colaboración, si se le puede llamar así…, está teniendo lugar únicamente debido a la continua insistencia de su gobierno en conocer la naturaleza de esta operación. Pero mi gobierno niega de forma categórica tener conocimiento alguno de lo que ustedes alegan que está sucediendo aquí.
—Sí, por supuesto —dijo el extranjero. Su gesto era impasible, pero sus expresivos ojos se habían iluminado—. Y por eso es por lo que ha venido usted completamente solo, sin refuerzo alguno. Para supervisar.
—Parece que nos vamos entendiendo a la perfección —repuso el coronel Feng.
El cigarrillo volvió a resplandecer. Por un breve momento, ninguno de los dos habló.
Lo que estaba a punto de ocurrir había sido puesto en marcha dos semanas atrás, con una simple llamada de teléfono entre dos personas poderosas.
Para el extranjero, era un misterio quién había iniciado aquella llamada. El receptor era un hombre llamado Jedediah Jones. Trabajaba para el Servicio Secreto Nacional de la CIA, donde ocupaba el cargo de jefe de la división interna. A veces, se refería a su cargo como «jefe oculto». Humor de espías.
Tan complicada como la relación entre Estados Unidos y China resultaba la del extranjero y Jones. El extranjero trabajaba para Jones con carácter temporal, en ocasiones especiales y de forma absolutamente extraoficial. Teniendo en cuenta solamente algunas pequeñas muestras de las interacciones de aquellos dos hombres, se podría llegar a la conclusión de que Jones consideraba al extranjero como una taza de café desechable, mientras que este último confiaba en Jones lo mismo que un consumidor sensato confía en los publirreportajes que se emiten de madrugada.
Pero lo cierto era que se necesitaban el uno al otro tanto como su nación necesitaba de sus servicios. Y ambos habían llegado a depender del otro por sus singulares destrezas, cualidades y recursos, a muchos de los cuales habían acudido para organizar aquella redada.
Con el cigarro ya apagado, el coronel Feng tosió un par de veces. Fue una tos fuerte y espasmódica y el extranjero se preguntó por un momento si se trataría de algún tipo de señal.
—Me resulta muy extraño, ¿sabe? —dijo Feng una vez aclarada su voz—. Se parece usted mucho a un agente secreto estadounidense llamado Derrick Storm, un hombre que trabaja de forma independiente para un sector de la CIA que supuestamente no existe.
—Debe de tratarse de un hombre muy atractivo —respondió el extranjero.
—Tenemos una buena colección de fotografías suyas, muchas de ellas bastante explícitas, debido a su relación amorosa con una agente nuestra hace unos años. Quizá quiera usted acompañarme a la comisaría para echarles un vistazo.
—¿A quién no le gusta mirar las fotos explícitas de otras personas? —repuso el extranjero—. Desde luego que lo haré. En cuanto hayamos terminado aquí.
—Por supuesto, sería ilegal que él estuviese en este país sin haberlo notificado debidamente a las autoridades —puntualizó Feng—. Pasaría mucho tiempo en prisión si lo detuvieran.
—Y por esa misma razón estoy seguro de que no está aquí —contestó el extranjero—. Estoy convencido de que un hombre tan atractivo e inteligente no se arriesgaría a…
El resto de la conversación quedó interrumpida cuando se oyó, procedente del interior del edificio, un pequeño estrépito. Se oyó en el aire tanto como se notó en el suelo, que ahora temblaba suavemente.
—Disculpe. Es mi señal —dijo el extranjero. Apretó a continuación un botón para activar un canal abierto de su sistema de comunicación y pronunció una palabra sobre el micrófono que estaba unido a su auricular.
—Adelante.
La primera bala salió de un arma que tenía un silenciador Alpha Dog 9 colocado en su extremo para amortiguar la potencia de sonido de más de cincuenta decibelios. Lo que debería haber sido un fuerte estallido quedó reducido a un ruido sordo.
El objetivo —la bombilla de aquel único foco— no planteaba ningún problema. Era imposible que ninguno de los hombres del interior pudiese oír su rotura por encima del rugido de las máquinas.
Con el aparcamiento sumido ahora en la oscuridad, el extranjero se puso en marcha, corriendo a toda velocidad por el risco y bajando después por un sendero que habían trazado en el lateral. Se acercó desde el flanco sur.
Otros dos hombres, entre los que se encontraba el que había dejado sin funcionamiento el foco, se acercaban desde el este. Otros dos llegaban desde el norte, donde habían estado ocultos junto al río.
Aquellos cuatro hombres eran también extranjeros, que se encontraban en China con visados de turista, oficialmente de forma extraoficial. Era ilegal que portaran armas de fuego. Probablemente, todo lo que estaban a punto de hacer era ilegal.
Si algo salía mal, cualquier funcionario de la embajada estadounidense podría declarar su ignorancia del suceso sin incurrir en falsedad alguna. El mismo embajador lo desconocía también. Llegado ese caso, sin protección diplomática, aquellos hombres tendrían que arreglárselas por su cuenta ante el sistema legal chino.
Y por eso mismo, nada podía salir mal.
Y nada saldría mal. La información del extranjero era fiable. No había indicio alguno de que el edificio estuviese vigilado. Había estado preparando a sus hombres durante dos semanas para que se aprendieran su distribución al dedillo mediante el uso de una réplica exacta durante sus repetidos ensayos. Lo tendrían todo listo antes de que los hombres que estaban dentro se dieran cuenta de lo que estaba pasando.
O, al menos, eso era lo que esperaba.
Entonces, se oyó el sonido de un disparo —este muy fuerte y sin silenciador que lo suavizara— desde el risco.
—Ha caído un hombre —oyó el extranjero por su auricular. El tono de la voz no sonó nervioso. No denotaba ninguna emoción. Eran profesionales.
El extranjero rodó por el suelo antes de quedarse agachado en medio del sendero. Habían decidido no usar gafas de visión nocturna porque eran voluminosas y las consideraban innecesarias para alcanzar su objetivo. El extranjero maldijo ahora aquella decisión.
Otro disparo. Tenía el claro sonido de un rifle. La velocidad de su proyectil era inconfundible.
—Retirada, retirada. A cubierto —oyó el extranjero que decía uno de sus hombres—. ¿De dónde narices vienen?
El extranjero se quedó en su posición. Estaba completamente expuesto ante la ladera del risco. Solo su ropa oscura le mantenía oculto en medio de la noche.
El rifle volvió a disparar. Esta vez, el extranjero pudo localizar el destello del arma. La silueta agachada que había tras él era una mancha oscura.
—Francotirador en el tejado —dijo el extranjero—. Quietos un momento. Lo tengo.
El extranjero centró rápidamente el punto de mira de su Swarovski Z6 sobre la parte de la mancha que tenía la forma de la cabeza del francotirador. No era un buen objetivo, pero era el único que tenía.
Esa noche no había viento. Y estaba a cincuenta metros de distancia, casi a la misma altura que el tejado. A la luz del día, el extranjero podría haber decidido a qué ojo disparar. En la oscuridad, seguía siendo un disparo bastante fácil.
El extranjero apretó el gatillo. A través de la mirilla, pudo ver cómo el cuerpo agachado quedaba sin vida.
—Le he dado —informó el extranjero hablando por su reloj—. ¿Cuál es nuestro parte médico?
—Me han dado en el chaleco —respondió una voz agitada—. Duele muchísimo. —Fuerte jadeo—. Y no puedo respirar bien. —Fuerte jadeo—. Pero no es grave.
—¿Puedes hacer tu trabajo? —preguntó el extranjero.
—Claro que sí, señor.
—Bien —repuso el extranjero—. Nos estamos quedando sin el poco tiempo que teníamos. Vamos allá.
—¿Y si hay otro francotirador? —preguntó uno de los hombres.
—Reza por que no sepa apuntar —contestó el extranjero.
Sin más dilación, descendió por el risco y llegó a la única puerta del almacén a la vez que los hombres que venían por el flanco norte, uno de los cuales transportaba un ariete.
Por el este solo llegó un hombre. El otro, el que había recibido el disparo, seguía por allí fuera.
Sin decir nada, dos de ellos cogieron las asas del ariete.
—Uno, dos… —dijo el extranjero.
El «tres» llegó en forma de gruñido. Los hombres tiraron de las asas. La puerta de acero se abolló, pero no cedió.
—Otra vez —ordenó el extranjero—. Apuntad más cerca del picaporte.
Empezó a contar de nuevo. En esta ocasión, la palabra «tres» fue seguida poco después por el sonido del metal al romperse.
—Una vez más —dijo el extranjero.
La poca resistencia que tenía la puerta casi había desaparecido. El extranjero le dio una última patada y se abrió.
Entraron en un gran espacio con las armas en alto. Estaba muy iluminado desde el techo con filas de tubos fluorescentes protegidos por jaulas. Pero la luz impresionaba menos que el sonido: cuando funcionaban a toda velocidad, las impresoras offset Heidelberg provocaban un enorme escándalo.
Era tan fuerte que la media docena de hombres que estaban dentro y que llevaban orejeras para protegerse del estruendo no habían oído el tumulto del exterior. Estaban demasiado concentrados en el papel que pasaba por la prensa a toda velocidad, muy atentos a cualquier ajuste minúsculo que tuvieran que hacer en los niveles de tinta o en la posición del papel.
De hecho, no se dieron cuenta de que pasaba algo hasta que el extranjero encontró uno de los interruptores rojos de emergencia de la pared más alejada y lo levantó, cortando de inmediato la electricidad de la impresora.
A medida que se iba parando, pudo verse mejor lo que salía de ella. Se trataba de una hoja tras otra de billetes falsos de veinte dólares estadounidenses de una perfección casi absoluta, con la firma del papel con mezcla de algodón y lino 75/25, la impresión en relieve de la tinta verde, la cinta de seguridad ensartada en su interior y el tintado que solo se veía en un ángulo. No eran imitaciones chapuceras de una Hewlett Packard de poca monta. Se trataba de billetes completamente imposibles de distinguir de los auténticos, creados casi de la misma forma precisa con que la Casa de la Moneda estadounidense fabricaba los billetes legales, con planchas metálicas creadas por un falsificador de excepcional destreza.
Dispuestas a los lados del almacén había otras herramientas de falsificación: un rodillo para estampados, un cortador industrial de papel, una máquina para contar y clasificar.
Se trataba de una operación extraordinaria, la mayor de este tipo en el mundo. Una vez que la prensa había quedado bien graduada y funcionaba a su máxima capacidad, podía lanzar cincuenta millones de dólares por hora. Había montones de billetes empaquetados sobre un palé en un rincón. En otro, enormes rollos de papel blanco esperaban a ser tintados. El verdadero y único problema logístico para los estafadores que había detrás de aquello era encontrar el modo de gastar el dinero.
Es normal que el extranjero se detuviera a mirar boquiabierto. No es muy común ver cómo se fabrica delante de ti una fortuna en billetes.
Pero el extranjero no había ido allí de turismo. Mientras sus hombres reducían a los operadores de la imprenta, que levantaban obedientes las manos y, a continuación, dejaban que les esposaran con bridas, el extranjero se acercó rápidamente a un pequeño despacho con aspecto de cobertizo que habían construido en el rincón trasero del edificio rectangular.
Cubriéndose el puño con la manga, dio un puñetazo a una de las ventanas. Su único cristal se hizo añicos de inmediato, permitiéndole meter el brazo y abrir el cerrojo.
Abrió la puerta de golpe, pero, cuando dio el primer paso hacia el interior, oyó un fuerte silbido y notó un pinchazo por debajo de la cintura. Bajó la mirada y vio un dardo que se le clavaba amenazante a un lado de la nalga.
Una trampa. Habían colocado una trampa en el despacho. No habían visto ninguna amenaza de ese tipo en sus investigaciones. Además, ¿quién iba a usar un dardo? Los dardos no hacen daño, a menos que estuviese…
Envenenado. El extranjero agarró el dardo y tiró de él, esperando haberlo extraído antes de que las toxinas hubiesen podido entrar en su torrente sanguíneo. Examinó rápidamente la punta y vio, para su sorpresa, únicamente restos de su propia sangre. No parecía que hubiera ninguna otra sustancia.
Eso lo explicaba todo. Debía tener un uso simplemente disuasorio para evitar que los empleados de niveles más bajos entraran a fisgonear en lo que no era de su incumbencia y para castigarles en caso de que lo intentaran.
El extranjero apartó de su mente esos pensamientos y entró en el despacho. Aquel era el verdadero objetivo de su redada. No era suficiente destruir sin más las planchas de impresión y desmantelar las prensas. Jedediah Jones había dejado muy claro que el extranjero tenía que buscar pruebas de quién estaba detrás de aquello.
Existía la creencia, tan extendida como infundada, de que aquella era una de las muchas ramificaciones de un grupo de empresarios chinos conocidos como los Siete de Shanghái. Si la historia del moderno poder económico chino tenía sus comienzos en Shanghái, la historia de la ciudad misma de Shanghái no podía contarse sin los siete miembros del Partido Comunista chino a los que se les había proporcionado el capital inicial, la libertad y la orden de comenzar a reunir un enorme conglomerado empresarial. Se suponía que los Siete de Shanghái impulsaban a China en su campaña para superar a Estados Unidos y demostrar a los demás chinos cómo se hacían los negocios en Occidente.
La primera parte ya estaba en marcha. La segunda no había ido tan bien. Otros empresarios chinos, los que se habían autoimpuesto y habían conseguido el éxito debido a sus buenas ideas y su esfuerzo, resultaron ser mucho más rentables. Los Siete de Shanghái, siempre gordos y perezosos, resultaron ser magnates mediocres, con más proyectos fallidos que exitosos. También tenían cierta afición a la delincuencia. Criados en la cultura de la corrupción incontrolada del Partido Comunista chino, se movían con bastante facilidad entre la legitimidad empresarial y la ilegalidad.
Pero saberlo y demostrarlo eran dos cosas distintas. Y habían sido demasiado escurridizos —con la bendición y el apoyo del Partido Comunista chino— como para que alguna vez hubiesen sido sorprendidos en algo lo suficientemente importante como para que las autoridades chinas se hubiesen visto obligadas a actuar, ya fuera por vergüenza o por las quejas de empresarios legítimos.
Hasta ahora.
Quizá.
El extranjero se movía con rapidez, pues sabía que tenía cada vez menos tiempo. El despacho estaba bien amueblado —aunque sin lujos— y se notaba que estaba habitado. Se trataba de un despacho que se utilizaba con frecuencia, aunque el extranjero pudo adivinar que no se trataba de la base de operaciones de ninguno de los Siete de Shanghái. Ellos jamás se habrían permitido acercarse tanto a una operación de este tipo.
No. Aquel era el puesto de trabajo de un lugarteniente de alto nivel, alguien en quien se confiaba lo suficiente como para que dirigiera aquella operación y que, sin embargo, pudiese resultar prescindible en última instancia en caso de que necesitaran un cabeza de turco.
El extranjero se acercó primero al escritorio que había en el centro. En los cajones laterales había una tetera, una petaca y algún tentempié. Al parecer, a aquel lugarteniente le gustaba estar bien provisto. El cajón de arriba estaba lleno de bolígrafos, lápices, sujetapapeles y notas adhesivas; parecía que los delincuentes también necesitaban artículos de oficina. El extranjero estaba a punto de seguir mirando en otro sitio cuando sus ojos entrevieron un destello multicolor.
Se trataba de un compact disc dentro de un estuche transparente. El extranjero lo cogió y lo introdujo en el interior de su chaleco antibalas.
A continuación, se acercó a un mueble archivador apoyado en la pared opuesta. La primera carpeta archivadora no contenía papeles, sino casetes. Se las guardó también en el bolsillo. Después abrió la siguiente carpeta, que contenía documentos que el extranjero empezó a fotografiar.
Lo hacía lo más deprisa que podía. Sin molestarse en mirar antes de disparar. Más tarde tendría tiempo de decidir si algo de aquello era útil o si estaba fotografiando un equivalente a la lista de la compra de una empresa criminal.
Entonces, de repente, su tiempo se acabó.
Desde el exterior llegó una nueva ronda de gritos. A través de las ventanas del despacho pudo ver una muchedumbre de agentes de la Policía Armada Popular, con sus uniformes verdes, entrando en el edificio. Gritaban, aunque su agitación no parecía dirigirse a los seis detenidos que estaban sentados en silencio y en fila en el suelo junto a la maquinaria apagada. No. Las órdenes las gritaban a los cuatro hombres ataviados con los chalecos antibalas y que se encontraban en plena faena de destrucción de todos los equipos de falsificación que les era posible.
El extranjero salió del despacho justo cuando el coronel Feng entraba en el almacén, precedido por su cigarrillo encendido. Lucía una amplia sonrisa de profunda satisfacción consigo mismo mientras se aproximaba al extranjero.
—Coronel Feng —le saludó el extranjero—. Veo que, al final, sí que estaba acompañado.
—El sonido de los disparos ha debido de alertar a este escuadrón —contestó—. ¿No es una suerte que se encontraran por casualidad en misión de entrenamiento por la zona?
—Desde luego —respondió el extranjero. Se estaba acercando a sus hombres, que se habían agrupado en un pequeño círculo.
—Pero ya que están aquí, pueden asumir la jurisdicción de lo que, para nuestra sorpresa, resulta ser el escenario de un delito —continuó Feng—. En nombre de mi gobierno, le doy las gracias por el descubrimiento de esta empresa ilícita.
—Ah, no hay de qué.
—Y bien, creo que su labor ha terminado. Ahora debe entregarnos todas las pruebas que haya recopilado, incluyendo el teléfono que ha usado para tomar fotografías. Nos aseguraremos de que la autoridad competente se encargue de todo y se juzgue a los delincuentes.
—Estoy seguro de que así será —repuso el extranjero.
Para entonces, ya estaba junto a sus hombres. Uno de ellos había metido la mano por debajo de su chaleco antibalas para sacar un objeto del tamaño aproximado de un zapato. O, al menos, así era hasta que el hombre apretó dos botones y, al instante, se extendió para formar una barrera de un metro ochenta por uno veinte. Los hombres se agacharon tras ella, con los dedos hundidos en sus oídos y los ojos apretados mientras Feng miraba con más curiosidad que miedo.
—Ahora —dijo entonces el extranjero.
Ocurrieron tres cosas, una tras otra.
Primero, se apagaron las luces.
A continuación, hubo una explosión tremenda con la fuerza suficiente como para provocar un gran agujero en el lateral del almacén.
Por último, la onda expansiva alcanzó a Feng, tirándolo al suelo y apagando su cigarrillo al mismo tiempo.
Cuando el polvo se desvaneció, los extranjeros ya se habían marchado y se habían llevado las pruebas con ellos.
Capítulo
2
HEAT
UNA SEMANA DESPUÉS
Tenemos que hablar de tu madre —dijo Derrick Storm.
La comisaria del Departamento de Policía de Nueva York Nikki Heat se enfundó su nueve milímetros y se quedó mirando al hombre al que momentos antes había confundido con un intruso.
Era jueves por la noche, el final de un día muy largo y, además, el final de varios días igual de largos en la vida de Nikki Heat.
Pero tenía la sensación, a juzgar por las profundas ojeras de su visitante, de que él también había sufrido recientemente la falta de sueño.
—¿Cómo has entrado? —le preguntó deteniéndose mientras trataba de asumir aquella intrusión.
—Vuestro conserje no es muy bueno —contestó él.
—¿Qué conserje? ¿Bob Aaronson?
—¿Tiene la complexión de un bolo y la cara llena de pecas de niño que pegan muy poco con su calvicie masculina?
—Sí.
—Entonces, deberías informar a tu junta de vecinos de que es un absoluto incompetente.
Storm estaba sentado en un sillón que antiguamente había sido el preferido de la madre de Heat, en un rincón de un apartamento de Manhattan que anteriormente había pertenecido a la madre de Heat. Y ahora, él quería hablar de la madre de Heat.
¿Lo sabía? ¿Sabía que, después de diecisiete años de haber sido dada por muerta, Cynthia Heat había aparecido en una marquesina de autobús dos días atrás, vestida como una vagabunda, y que después había desaparecido tan rápidamente que Nikki dudaba de lo que había visto? ¿Sabía que las cenizas que Nikki había venerado durante diecisiete años como los restos de su madre habían resultado ser, tras su análisis en el laboratorio, los restos incinerados de un animal atropellado? ¿Conocía las circunstancias que habían conducido a la desaparición de Cynthia y a su posterior y repentina reaparición, circunstancias que la misma Nikki aún no conseguía entender?
—Así que… de mi madre —repitió Nikki, aún de pie y en guardia—. ¿De qué tenemos que hablar?
Storm parecía preocupado.
—Oye, para que lo sepas, casi no consigo llegar hasta aquí. Es egoísta por mi parte traerte esto. Pero eres la única persona viva que puede ayudarme a descifrar una prueba que he encontrado y que puede ser importante. Se trata de una grabación de tu madre. ¿Te resultaría muy doloroso escucharla?
—Ya no sufro dolor por mi madre —respondió ella.
Era mentira. Y Heat sospechaba que Derrick Storm lo sabía. Pero lo dejó pasar.
—Por supuesto, es material clasificado, por lo que te agradecería que fueses discreta, comisaria Heat.
—Por supuesto que lo seré.
—Gracias —contestó él—. Primero, los antecedentes. Creo que ya sabes, por nuestro pequeño apuro relacionado con aquel traficante de divisas muerto hace unos años, que trabajo para un sector del gobierno al que le gusta actuar en la sombra.
—Recuerdo que un agente de la CIA me llamó en plena noche y no paraba de decir que, si no te soltaba, no solo le despedirían, sino que sería el final del mundo tal y como lo conocemos ahora.
—Esa es una prueba del poder del hombre para el que trabajo. Se llama Jedediah Jones. Opera de forma absolutamente extraoficial muy dentro de la CIA. Ha resuelto los suficientes problemas de suficientes personas importantes como para contar prácticamente con un presupuesto ilimitado. Y trabaja con poca supervisión, pues los de Washington son conscientes de que lo mejor para ellos es no hacer muchas preguntas en cuanto a sus métodos. Creo que la última vez que actuó de forma ética fue en la escuela primaria aunque, sin duda, sabe conseguir buenos resultados.
—Se me ocurren unas cuantas personas del Departamento de Policía de Nueva York a las que les encantaría conocerle —dijo Heat.
—Estoy seguro. En fin, el último insecto que ha llamado la atención del matamoscas de Jones ha sido un grupo de empresarios chinos conocidos como los Siete de Shanghái. ¿Sabes quiénes son?
—La verdad es que no.
Storm le habló a Heat de los Siete de Shanghái, de la operación de falsificación tras la que, según creía, estaban ellos, de su redada y de cómo las pruebas que él había recopilado se encontraron con la intromisión del coronel Feng.
—Y se limitó a quedarse allí todo el tiempo, fumando cigarrillos y negando que estuviese pasando algo…, hasta que, de repente, apareció con un escuadrón de agentes —concluyó Storm.
—Lo cual quiere decir que trabaja para los Siete de Shanghái, ¿no?
—Pues sí. Solo que no podemos demostrar su vínculo con ellos, igual que tampoco podemos demostrar que los Siete de Shanghái se encuentren realmente detrás de esas falsificaciones. Y hasta que podamos hacerlo y consigamos convencer de algún modo a los chinos de que hagan algo al respecto, nos tememos que los Siete de Shanghái continúen haciendo lo mismo en algún otro lugar —explicó Storm—. Cuentan con las líneas de suministro y los conocimientos técnicos y no tenemos muchas posibilidades de impedírselo. Aparte de las falsificaciones, también han estado involucrados en la trata de seres humanos, el contrabando de drogas y una multitud de negocios sucios durante los últimos años. No hace falta que te diga que no debe confundirse a los Siete de Shanghái con los siete enanitos.
—Entendido.
—La mayoría de las pruebas que he encontrado durante la redada no son concluyentes, por desgracia. Pero había dos cosas que quizá puedan sernos de ayuda. La primera es un compact disc que parece contener cierta información.
—¿Un CD? ¿Quién sigue utilizando esas cosas?
—No tengo ni idea. Es muy posible que sea del año 1999.
Ese había sido el año del asesinato de la madre de Heat. O, más bien, el año en que Cynthia Heat había fingido su propia muerte con la ingesta de una droga que disminuyó sus pulsaciones casi a la nada y la contratación de actores que se hicieron pasar por médicos de emergencias y se llevaron su cuerpo.
—Pero ¿por qué…, por qué no lo sabes con seguridad? —preguntó Heat.
—La información está tan encriptada que ni siquiera se puede copiar en otro ordenador sin encontrar codificaciones. Y todavía no he podido descifrarla.
—Creía que tu jefe contaba con gente que sabe hacer esas cosas —observó ella.
—Así es. Pero, sinceramente, no me fío de él. Le conozco desde hace mucho tiempo. Su forma de actuar en toda esta misión ha sido extraña, incluso tratándose de él. Hay algo que no me está contando, algo más que está en juego, algo gordo. Y hasta que yo sepa algo más sobre este juego, no voy a darle un bate de béisbol que pueda usar para darme un porrazo en la cabeza. Ni siquiera sabe lo del CD. Supongo que una persona de tu posición entiende lo importante que es tener mano izquierda.
—Sí —contestó Heat a la vez que le ofrecía una sonrisa cómplice.
Se sentó, eligiendo el asiento más próximo al de él. Por algún motivo que no comprendía del todo, se sintió de inmediato cómoda con él. Cualquiera que los viera sin poder oír el tema de su conversación podría llegar a pensar que aquel encuentro acabaría en una aventura amorosa. Desde luego, formarían una pareja increíble. Ella era una morena llamativa, de piernas largas y ojos oscuros, con esas mejillas que las agencias de modelos buscan por todo el mundo. Él era el tipo de hombres atractivos con los que los escritores se ven obligados a empezar sus libros. Sus hijos no solo serían hermosos, sino también astutos, inteligentes y fuertes.
Pero no era esa la dinámica de este encuentro. Pues por muy atractivo que él fuera, por muy guapa que fuera ella, no existía entre ellos el menor indicio de atracción. Era casi como si se reunieran unos hermanos que hacía tiempo que no se veían.
—La otra prueba que he encontrado es esta grabación de tu madre y es aquí donde te necesito —continuó Storm—. ¿Estás… estás segura de que de verdad quieres oírla?
—Lo estoy —respondió ella. Había pasado muchos años de su vida desenterrando todos los datos de la vida de su madre que había podido. Nikki estaba empeñada, tanto en calidad de hija como de detective, en querer saber más. Su corazón le empezaba ya a latir con fuerza por la mezcla de ansiedad y expectación.
Storm bajó el brazo hacia un pequeño bolso que estaba apoyado junto a su sillón. Sacó un reproductor de casete de alrededor de 1984 y, después, la cinta, que acercó a Heat para que la mirara.
—¿Sabes leer chino simplificado? —preguntó Storm.
—Nada de nada.
—Si supieras, verías que se trata de una aproximación al nombre de tu madre, transcrito fonéticamente. El mandarín no tiene el sonido «sss», así que han hecho lo que han podido. Y lleva la fecha de noviembre de 1999.
Storm pulsó el botón de apertura del pequeño compartimento del reproductor y, con suavidad, deslizó el casete en su interior. Para un par de treintañeros como Heat y Storm, resultaba bastante nostálgico estar utilizando una tecnología tan anticuada.
—Quienquiera que hiciera esta grabación había pinchado el teléfono de tu madre. La mayoría son conversaciones comunes y corrientes. Incluso tú apareces un par de veces llamando desde la universidad.
Heat meneó la cabeza.
—En mi residencia había unas cabinas de teléfono en el sótano —explicó—. Algunos empezaban a tener teléfonos móviles, pero aún se los consideraba artículos de lujo. Yo utilizaba una tarjeta telefónica siempre que la llamaba. ¿Recuerdas cómo eran?
Storm sonrió.
—Voy a dejarte el casete aquí, por si quieres escucharlo todo después. Yo ya me he hecho una copia de las partes importantes. Pero lo tengo preparado en la parte que nos compete ahora. ¿Lista?
Heat asintió con la cabeza. Storm pulsó el botón de plástico para reproducir y, por primera vez en diecisiete años, la voz de Cynthia Heat inundó el apartamento de Gramercy Park que antes había sido su casa.
«¿Sí?», preguntaba Cynthia Heat.
«Hola, soy Nicole», respondía una voz de mujer.
Nikki acercó la mano y pulsó el botón de pausa.
—Es Nicole Bernardin, la mejor amiga de mi madre y compañera de trabajo. Formaban parte de una red de trabajadoras domésticas y profesoras de alto nivel que espiaban a personas ricas y bien relacionadas…
—La red de niñeras —la interrumpió Storm—. Lo sé todo sobre ellas. Son legendarias.
—En fin, Nicole…, eh…, murió hace unos años. La mataron unos asesinos; la metieron en una maleta y la dejaron en un congelador. Fueron los mismos que asesinaron a mi madre. O, al menos, yo creía que era la misma gente que había matado a mi madre…
Heat se dio cuenta de que ya no sabía qué pensar. Para evitar que Storm le hiciese más preguntas, pulsó el botón de nuevo.
«Gracias por devolverme la llamada», decía Cynthia. «Solo quería que supieses que ya me he encargado de esos billetes falsos. He encontrado un sitio donde esconderlos».
«¿Dónde?», preguntaba Bernardin.
«Mejor que no lo sepas. Es por tu propio bien».
«De acuerdo».
«Había en ellos huellas digitales. Las he espolvoreado. Son tenues, pero están ahí».
«Entonces…, supongo que esos billetes son tu seguro de vida. Mientras sigan por ahí, en algún lugar, tienes cierta ventaja».
«Exacto», respondía Cynthia.
Esta vez fue Storm quien pulsó el botón de pausa.
—Creo que las huellas de los billetes falsos pertenecen a alguno de los Siete de Shanghái —dijo—. Eso convertiría los billetes en una prueba importante contra ellos.
Volvió a pulsar el botón de reproducción.
«¿Y estás segura de que se encuentran en un lugar seguro?», preguntaba Bernardin.
«Te lo diré de la siguiente forma: no solo confiaría mi vida a ese lugar, sino también mi mejor botella de whisky».
Storm apretó de nuevo el botón de pausa.
—¿Hay por casualidad en este apartamento algún mueble bar?
—Sí, y tienes permiso para desmontarlo. Pero, créeme, yo ya he rebuscado por encima y por debajo de cualquier rincón y rendija de este apartamento cien veces en busca de escondites, dobles forros y compartimentos ocultos. No hay nada. Además, ella no los habría escondido aquí. Mi madre se cuidaba muchísimo de no traerse el trabajo a casa. Y con ello me refiero a su trabajo de verdad, no a su fachada de profesora de piano.
Heat pulsó el play.
«Pero no lo entiendo», decía Nicole. «Si los billetes tienen esas huellas, ¿por qué no los das a conocer?».
«Porque las huellas por sí mismas no prueban nada», respondía Cynthia. «Si lo hago en un tribunal de justicia, un buen abogado podrá aducir un millón de motivos por los que esas huellas han llegado hasta allí. Este asunto tengo que rematarlo del todo. No puedo quedarme a medias con algo así. Me enterrarían. Además, son…».
La voz de Cynthia se interrumpía, como si, de repente, se sintiera abrumada por la emoción.
«Cariño, ¿qué te pasa?», preguntaba Bernardin.
«Es que… ni siquiera se molestan en amenazarme. Es como si supiesen que no pueden conmigo. Dicen que irán a por Nikki».
«Ay, Cyn… Lo siento mucho. ¿Quieres que vaya a la universidad a por ella? La mantendré a salvo. Sabes que puedo hacerlo».
«Sí, pero ¿qué vas a decirle? “Oye, ¿sabes lo de tu madre? ¿Esa que crees que es una simpática profesora de piano? Sí, pues en realidad es una espía y se ha metido en un problema muy serio, así que tienes que venir conmigo”».
«Mejor eso que dejar que vayan ellos antes a por ella», decía Nicole.
«Lo sé, lo sé. Es solo que… No dejo de pensar en que tiene que haber un modo de demostrar lo que de verdad está pasando con esos billetes falsos».
«Ten cuidado, Cyn. Ten cuidado. Si es quien tú crees que es…».
«Ya, ya lo sé. Oye, te llamaré si te necesito. Lo sabes».
«Lo sé. Te quiero. Cuídate».
«Vale. Tú también».
Storm detuvo la reproducción.
—La siguiente llamada es de tu madre a lo que ahora sé que es una cabina de teléfonos de tu residencia. Habló con una chica que te conocía y le pidió que te dejara el aviso de que la llamaras.
—Estaba intentando convencerme de que fuera antes a casa por Acción de Gracias. Yo le dije que no, que no podía, porque no podía faltar a clase —explicó Nikki, tan sumida por un momento en aquel recuerdo que suspiró de forma inconsciente.
—Lo siento —se disculpó Storm—. Sé que esto no es fácil. Pero necesito saber una cosa: ¿en qué andaba metida tu madre en 1999? ¿Qué estaba haciendo que pudiera enfrentarla a los Siete de Shanghái?
Nikki Heat estaba desconcertada. Durante varios años había estado dándole vueltas a los últimos meses de la vida de su madre. Había encontrado pruebas de que su madre estaba tratando de destapar a su antiguo formador y jefe de la red de niñeras, Tyler Wynn, como traidor que estaba intentando vender información confidencial de Estados Unidos. Durante un tiempo, Nikki creyó incluso que Wynn había matado a su madre por ese motivo. Ahora creía más probable que Wynn, que a su retorcido modo había querido a su madre como si fuese su sobrina, ayudó a Cynthia a fingir su propia muerte.
Pero ¿qué tenía que ver nada de eso con los Siete de Shanghái?
—Lo siento —se disculpó Heat—. Si supiera la respuesta a eso te la daría. Estoy tentada de decirte que ella no tenía nada que ver con los Siete de Shanghái. Pero… digamos simplemente que las cosas que he sabido sobre su vida me han sorprendido más de una vez a lo largo de los últimos años.
—Aun así, volvamos a 1999. Debe de haber algo que…
Storm empezó a formular de nuevo la pregunta esforzándose todo lo que pudo como investigador para tratar de obtener algún hilo que le ayudara a poner el broche final a una historia que, de no ser así, quedaría inconclusa. Pero lo cierto era que Heat, más que escucharle, le estaba examinando.
Hasta ese momento, ella solo le había contado a una persona lo de la increíble reaparición de su madre: a su esposo, el periodista dos veces ganador del premio Pulitzer Jameson Rook. Sabía que podía confiar en Rook, que no se tomaría la visión de su madre como algún delirio provocado por el estrés. También sabía que Rook no tendría ninguna agenda oculta que pudiera situar cualquier otra necesidad por delante de su madre.
¿Podía confiar del mismo modo en este hombre? Nikki Heat se había pasado toda su vida profesional interpretando a personas, muchas de las cuales eran delincuentes que mentían cada vez que movían los labios. Y un hombre con la ocupación de Derrick Storm tendría en su haber una buena cantidad de engaños y de estafas.
Pero Heat sabía que Storm tenía una brújula moral profundamente arraigada, y que jamás permitiría que le apuntara hacia otro lugar que no fuera el auténtico norte. Estaba tratando de sacar a la luz de una forma legítima a unos malhechores que, al parecer, tenían de verdad algo que ver con su madre. Por lo tanto, debía saber toda la verdad.
Ella regresó a la conversación justo cuando Storm decía:
—… y creo que te he perdido.
—Perdona —se disculpó ella—. Mira, hay algo que tienes que saber. Me estás haciendo preguntas sobre el año 1999 y no es que yo crea que no debamos regresar a esa época. Pero me parece que la historia de mi madre no terminó en 1999.
—¿A qué te refieres?
Heat le contó lo de la marquesina del autobús y lo de las falsas cenizas de su madre.
—Entonces, ¿de verdad sigue viva? —preguntó Storm cuando ella hubo terminado.
—Realmente no lo sé. Es decir, todavía es posible que yo esté equivocada. Puede que la viera medio segundo.
—Pero ¿en ese medio segundo estuviste segura?
Heat asintió.
—Y hay más. El hombre que ordenó que acabaran con ella es un antiguo agente corrupto del FBI y del Departamento de Seguridad Nacional llamado Bart Callan. Más tarde estuvo relacionado con una trama para propagar enormes cantidades del virus de la viruela en la ciudad de Nueva York.
—Sí, aunque nunca habría podido hacerlo. Sé que vosotros llegasteis antes, pero no erais los únicos que habían averiguado el verdadero propósito de aquel antiguo camión de bomberos —dijo Storm, añadiendo después un rápido guiño.
—Pues entonces sabrás que Callan estaba comprado por Carey Maggs.
—¿El magnate de la cerveza que también era dueño de la empresa farmacéutica que iba a enriquecerse vendiendo la vacuna contra la viruela? Sí.
—Pero ¿sabías que Maggs fue hallado muerto en su celda hace dos días? Alguien lo mató con un cable de acero.
Heat trazó una línea que cruzaba su garganta. Storm no mostró ninguna reacción ante la muerte de un hombre que habría asesinado alegremente a miles de personas con tal de conseguir beneficios.
—Y hay más —continuó Heat—. Callan había estado encarcelado en una prisión de máxima seguridad de Colorado hasta hace unas tres semanas. Después, fue misteriosamente trasladado a otra de seguridad media en Cumberland, Maryland.
—¿Seguridad media? ¿Para un antiguo agente federal que había matado a muchas personas y estaba relacionado con una trama de asesinato masivo?
—Exactamente. Y, por supuesto, después se escapó cuando se encontraba en un taller de trabajo. Sigue estando prófugo.
—Deja que adivine: esto ocurrió la semana pasada —dijo Storm.
—Sí. El martes. También hace dos días.
La piel que rodeaba los ojos de Storm se arrugó mientras los entrecerraba con una expresión de concentración que le daba una apariencia pensativa.
—No digo que esto vaya a encajar a la perfección, pero vamos a probar —propuso Storm—. Mi redada de los Siete de Shanghái tuvo lugar hace una semana. Mi equipo hizo algo de ruido cuando salimos, por lo que tardaron un poco en recomponerlo todo. No creían que iban a perder ninguna de las pruebas que yo había recopilado. Desde entonces, han estado revolviéndolo todo un poco. Cuando hicieron inventario, se dieron cuenta de que esta cinta de casete estaba entre los objetos perdidos. Sabrían que tu madre estaba en la grabación, hablando de que había ocultado esos billetes. ¿Dónde? ¿Quién lo sabe?
»Pero ¿y si los Siete de Shanghái sabían de la relación de Bart Callan con tu madre? Sé que esto puede sonar raro pero, para matar a alguien, especialmente a una profesional como tu madre, tienes que saber muchas cosas sobre ella: sus patrones de conducta, sus escondites, sus deslices… Nadie más cualificado para una b