Azul profundo (Matices 1)

Alba M. Vila

Fragmento

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Prólogo

Antes de empezar a contar nada, me vais a permitir que me ponga un poco ñoño. No os preocupéis, esto casi seguro va a ser cosa de una vez, pero me he puesto como objetivo el probarlo todo sin importar lo estúpido o malísima idea que pueda parecer. Hoy he estado leyendo poemas, he dado una clase de carpintería, he comido curry con chocolate y esta tarde me voy a hacer rafting. Por desgracia, la cursilería también es algo que tengo que probar, así que… En fin, vamos a quitarnos esto rápido. Sin dolor:

La magia existe.

Y no, no me refiero a esos ilusionistas que hacen trucos de manos inverosímiles para que compruebes que la moneda ha desaparecido de forma misteriosa y, de repente, la encuentres en el bolsillo de tu pantalón. Y tampoco a lanzar hechizos al aire solo con pronunciar unas palabras y que se ponga a llover tras un año de sequía. No, claro que no hablo de eso. Me refiero a la magia. De colores brillantes y abrazos cálidos. De lluvia de estrellas y dedos entrelazados. De momentos perfectos, sin más, en los que solo necesitas estar con la persona adecuada para ser feliz.

Pero, eh, no digo que hayáis sido desgraciados toda la vida, seguro que habéis tenido vuestros momentos, ¿verdad? Seguro que habéis salido más de una vez con vuestro grupo y le habéis tirado huevos a la casa de ese vecino que no os cae nada bien (con la excusa de que es Halloween). O habéis estado toda la tarde con el Tekken 5 parpadeando en la televisión para después salir por la noche porque era de las pocas veces que no os apetecía seguir encerrados. O habéis visto Titanic a las cuatro de la mañana, con vuestros amigos y más borrachos de lo normal, solo para ver quién era el pringado que lloraba antes.

No hablo de nada de eso; hablo de magia, pura y dura.

Y, para mí, la magia tenía un nombre. Y un color.

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Os podría contar muchas cosas sobre cómo reapareció en mi vida. Pero ahora que lo pienso, no sé muy bien por dónde empezar sin que esto parezca un vómito continuo de palabras cursis como que mi mundo se transformó en colores brillantes y abrazos cálidos[1]. Como veréis, no soy muy bueno contando mi vida a completos desconocidos, pero os voy a hacer el favor de quitarle diez puntos de arcoíris al asunto.

Y qué mejor manera de hacerlo que situarnos en el ayuntamiento de mi ciudad. No, yo no era político ni nada, si me ponéis a dar un discurso a solas frente a cuatro personas a lo mejor me desmayo en el sitio y, además, siempre he sido demasiado pobre como para saber qué hacer con una cantidad de libras de más de tres cifras. En aquel momento, yo solo estaba ahí para acompañar a mi mejor amigo Joseph, quien hacía cola para entrar al consejo semanal de los jueves por la tarde con una solicitud desesperada bajo el brazo.

El proceso para hablar en la junta del ayuntamiento era sencillo. Solo había que esperar pacientemente a que las ruedas de la burocracia rodaran a su ritmo por aquellos pasillos de color crema. Ahí nos esperaban un detector de metales y un portero que revisó la documentación de Joseph; una vez que vio que no éramos ningunos terroristas, nos dejó pasar. Pudimos sentarnos cerca de la puerta de la sala de juntas, donde los asientos más incómodos del mundo nos esperaban para chirriar bajo nuestro peso.

¿Y cómo estaba yo? Pues en mi línea, me moría de ansiedad. Además, sabía que Joseph conseguiría convencer a una piedra de que el rosa fosforito era el color que más le favorecía, así que me pregunté por enésima vez por qué estaba yo allí.

Joseph me dijo algo de unos funcionarios y un MP3, pero no lo escuché del todo, concentrado como estaba en no ponerme a chillar como una banshee recién nacida.

—¿Alan? —Joseph me miró con una mueca para hacerme reír, pero yo ni parpadeé, por lo que dejó de hacer el payaso—. ¿Estás bien?

—De lujo.

Sí, lo notaba en mi ceño fruncido y en que movía los dedos encima de las rodillas como si estuvieran recorriendo un teclado, pidiendo un mensaje silencioso de ayuda.

Era la primera vez que me enfrentaba al consejo, pero no lo era para Joseph, así que no podía entender el terror que me daba hablar con el vicesecretario del alcalde. Para él era distinto, su carisma natural le dejaba entrar a cualquier sitio. El tío podía encandilar sin esfuerzo a cualquiera que le prestara un segundo de atención, y a veces ni eso. Sabía hablar con todo el mundo y se llevaba a la gente a su terreno sin apenas despeinarse. A ver, también ayudaba que vistiera como un modelo de Dolce & Gabbana de metro ochenta, bronceado incluso a finales de mayo, cuando no habíamos visto el sol en meses, y con el pelo rubio ceniza que acentuaba los rasgos angulosos de su cara. A su lado, yo solo era una sombra gris y flacucha, un espectro de pelo negro, ropa descolorida y una bandana[2] medio rota, que tenía que levantar la mirada para hablar con cualquier persona de una altura en la media europea. Y, de alguna manera, él quería que yo estuviera como apoyo moral.

—No sé por qué te pusimos como el gerente del campamento si me necesitas para dar un discursito. —Mi cuerpo empezó a resbalar sobre la silla de plástico y agarré el asiento por debajo—. Sabes que no me necesitas para convencer a nadie para que nos den más tiempo.

—Porque estar en la sala de espera me aburre infinito —respondió con el brazo en mi respaldo—. Para esto están los mejores amigos, ¿a que sí, Alan?

—Podría estar en la asociación jugando con los críos en vez de entretenerte con mi mal humor habitual.

—No te quejes, que sabes que te he dejado el lunes que viene para estudiar. —Se estiró la espalda y palmeó las rodillas. Tuve que controlarme para no romperle la nariz—. Te voy a repetir mi fabuloso discurso convence-viejos, así te distraes, ¿vale?

—¿Desde dónde?

—Desde el principio. —Chasqueó los dedos frente a mi cara y me indicó que le mirara a los ojos. El azul violáceo de su mirada me tranquilizó un poco—. Y tú completas la segunda parte.

—Claro, para mí lo difícil —me quejé.

Se quitó una gota de sudor de la frente con la punta de los dedos, para luego limpiarse en un pañuelo de papel. Podría haberse limpiado la piel con el pañuelo, pero siempre decía que era un gesto de pijoteros, aunque él, en el fondo, lo era.

—¿Quieres contarles tú la historia de cómo mis padres construyeron la asociación para que mis hermanas y yo tuviéramos un espacio para jugar a las casitas?

—No.

—Pues cállate, y para con las manos, que me estás poniendo histérico.

Me fijé mejor, parecía preocupado, aunque yo no sabía por qué si estaba seguro de que conseguiría convencer al consejo con dos frases y su sonrisa de galán profesional.

—Adelante —concedí con las manos entrelazadas en el regazo.

Joseph bufó y cerró los ojos un segundo. Luego se

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