Una relación perfecta

William Trevor

Fragmento

RELACION_PERFECTA-2.xhtml

La habitación

—¿Sabes por qué lo haces? —preguntó él, y Katherine vaciló; luego negó con la cabeza, aunque sí lo sabía.

Nueve años casi habían curado el dolor, cada día se hacía un poco más llevadero, hasta que se vio privada del bálsamo del trabajo y, en su abrasiva ociosidad, la curación remitió. Estaba allí por eso, no se le ocurría otra razón, pero no lo dijo. En lugar de ello, preguntó:

—¿Y tú?

Él estuvo comunicativo, o esa impresión dio; en esa época, se hallaba sumido en un estado de soledad por discutir más de la cuenta con la esposa que le había dado hijos y lo había querido, quizá por eso había surgido su atracción por ella.

—Perdona por el desorden en la habitación —se excusó.

Sus pertenencias yacían amontonadas, libros y cajas de cartón, maletas abiertas, todavía sin vaciar. Había un ordenador desenchufado, con los cables en espiral por el suelo. Varias perchas con ropa colgaban apiñadas detrás de la puerta; un estudio anatómico de un elefante decoraba una pared, con flechas que indicaban la posición de ciertos órganos debajo de la piel correosa. Ese cuadro gris no era de él, había respondido cuando Katherine le preguntó, ya estaba en la habitación y, con las prisas, era el único sitio que había encontrado. Tenía un lavabo en el mismo rincón que un fregadero, un hervidor eléctrico y un hornillo en un estante, la cortina de plástico verde no estaba descorrida del todo.

—Ahora que tú estás aquí es todo un poco más especial —dijo.

Cuando Katherine se levantó para vestirse, se dio cuenta de que él no quería que se marchara. Sin embargo, era él, no ella, quien debía irse. Ella podría haberse quedado toda la tarde. Mientras se abotonaba una manga del vestido, comentó que al menos ahora sabía qué sentía una al engañar.

—Lo que sintió Phair —añadió.

Descorrió un poco más la cortina para que la luz iluminara directamente el único espejo de la habitación. Se arregló el pelo, todavía castaño, sin canas. Su madre no tenía ni una sola, y a su abuela le habían salido de muy mayor, a una edad a la que Katherine esperaba no llegar; ahora contaba cuarenta y siete años. Sus ojos castaños le devolvieron la mirada desde su imagen reflejada: tenía el carmín corrido, un vacío en las facciones que no guardaba relación alguna con la necesidad de retocarse el maquillaje. Su belleza decaía, pero lentamente, y aún era bella.

—¿Sentías curiosidad por eso? —preguntó él—. ¿Por el engaño?

—Sí, sentía curiosidad.

—¿Y volverás a sentirla?

Corrigiendo aún las alteraciones de su rostro, Katherine no contestó de inmediato.

—Si tú quieres... —dijo por fin.

Fuera, la tarde era cálida. La calle donde estaba la habitación —encima de una casa de apuestas— se veía más luminosa y elegante de lo que le había parecido al pasar antes por allí. Se advertía cierta calma vespertina pese a las tiendas y los coches. En la terraza del Prince and Dog, las mesas estaban desocupadas, y cestas de petunias colgaban a ambos lados de la figura regia del príncipe y el dálmata con la pata levantada. Al lado de un Prêt à Manger había un Costa Coffee y Katherine cruzó la calle en dirección a él.

—Latte —pidió a las chicas que manejaban las cafeteras Gaggia, y mientras esperaba eligió una galleta de frutos secos recubiertos de chocolate de la vitrina de la barra.

Apenas conocía al hombre con quien se había acostado. Había bailado con ella en una fiesta a la que acudió sola, y más tarde había vuelto a bailar con ella, arrimándose más, preguntándole su nombre y dándole el suyo. Últimamente Phair no la acompañaba a las fiestas, y ella rara vez iba. Pero, al asistir a ésa, era consciente de lo que se proponía.

Dentro, las pocas mesas estaban todas ocupadas. Encontró un taburete junto a la repisa adosada a una de las paredes. «¡Toque de queda para los adolescentes!», declaraba el titular de un periódico vespertino olvidado por alguien, insinuando cierta indignación, y por un instante ella se preguntó a qué se referiría, pero enseguida perdió el interés.

Phair debía de estar sentado tranquilamente a su escritorio en mangas de camisa, con la camisa azul jaspeada que ella le había planchado el día anterior, el pelo crespo y rojizo como lo tenía esa mañana al marcharse de casa, con la amable sonrisa con que acogía a todo aquel que se acercase. A pesar de lo ocurrido nueve años antes, su puesto no había sido declarado excedente en una reducción de plantilla, un eufemismo para decir que no lo habían puesto de patitas en la calle. El hecho de que lo hubieran mantenido era un homenaje a su éxito en el pasado, y naturalmente no estaba bien destruir a un hombre ya hundido. «Deberíamos marcharnos de aquí», recordó ahora que había propuesto ella, pero él se había negado, porque huir era algo que tampoco se hacía. Phair lo habría considerado «huir»; de hecho, así lo había llamado.

Esa noche él le contaría cómo le había ido la jornada, y ella haría lo propio, y tendría que mentir. Y escucharían por turno mientras llevaban los platos de la cena a la mesa, y Phair le serviría vino. No para él, porque ya no bebía, a no ser que alguien insistiera, y en esos casos sólo lo hacía por no parecer descortés. «Mi matrimonio se viene abajo», le había confiado el hombre con quien había hecho el amor en su alojamiento temporal mientras, aún como desconocidos, bailaban. «¿Y el tuyo?», había preguntado luego, y ella, tras una vacilación, había respondido que no, que no se venía abajo. Su marido y ella nunca habían hablado del asunto. Y cuando bailaron por segunda vez, después de tomar una copa juntos y luego unas cuantas más, cuando le preguntó si tenía hijos ella contestó que no. Ya antes de casarse sabían que ella no podría tenerlos, y eso luego se convirtió en parte del matrimonio, como su empleo en el Instituto Charterhouse lo había sido hasta hacía seis semanas, cuando éste decidió cerrar.

«La ociosidad es perturbadora», había asegurado ella mientras bailaban, y le había preguntado al hombre, que ahora la estrechaba más contra sí, si había oído hablar de Sharon Ritchie. La gente solía pensar que no la conocía, pero enseguida se acordaba. Él negó con la cabeza y el nombre seguía sin sonarle cuando ella le explicó por qué quizá sí la conociera. «Sharon Ritchie fue asesinada —dijo ella, y no lo habría mencionado de no ser por las copas—. Acusaron a mi marido.»

Sopló en el café, pero aún estaba demasiado caliente. Vertió azúcar del sobre en la cucharilla y lo contempló mientras se oscurecía al empaparlo el café.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos