Capítulo 1
Alba
La vida es caos absoluto.
Nada en ella es lineal. Ni siquiera las consecuciones que aparentemente lo son, lo son más allá de su esencia. El día sigue a la noche, sí; pero ningún día es igual que el anterior. Ni los colores de un amanecer se parecen a los de otro. No hay un azul en el cielo que sea idéntico al observado con anterioridad. Nada hay que pueda saberse con incondicional certeza, salvo la muerte. La única verdad universal en medio de este caos que somos. No obstante, ni con ella podemos estar seguros de nada: ni el cómo, ni el cuándo, ni el dónde. Ni tampoco el por qué. Por qué... Eso me había preguntado en infinidad de ocasiones.
¿Por qué no podemos retener a las personas a las que amamos si la fuerza de nuestro amor se siente como la más poderosa de las energías del universo? ¿Por qué han de marcharse cuando más los necesitamos?
Incluso aceptándola a regañadientes, había aprendido a convivir con la muerte. A asumirla con el rigor de la ciencia como parte de la vida. Sin embargo, aunque quisiera racionalizarla, dolía cuando tocaba de cerca.
Dolió cuando mi padre «se fue» de esa forma abrupta, inmerecida. Cruel. De esa forma injusta que, al menos, había hallado algún tipo de justicia. Eso había escuchado decir a mis hermanos, a escondidas. Nunca me contarían la verdad, por eso de que era la pequeña, pero solía enterarme de muchas cosas, aunque no se dieran cuenta. De haber sabido antes que el causante de la muerte de mi padre fue ese malnacido, le habría metido alacranes en la cama. Escolopendras. Lo habría ahogado en el Guadalquivir con mis manos, sin pestañear. En lo de no tener medida en estos asuntos, me parecía a Diego.
Dolió cuando mi madre se fue, pues, a pesar de que yo era un bebé, su ausencia se sentía a lo largo de los años. El parto de quien debía de haber sido mi hermana menor se las llevó a las dos. La suya fue la realidad de muchas mujeres, expuestas a ella sin elección. A este mundo veníamos para ser hijas, después esposas y más tarde madres. Esos eran nuestros tres estados de existencia. Morir en cualquiera de ellos era probable. De apatía, soledad o dolor. Morir como nuestras expectativas y sueños. Por suerte, me había criado como una Alborada, y dentro de lo que cabe, todavía se me permitía soñar. Leer, instruirme, aprender lo mismo que mis hermanos. A pesar de eso, la sombra del matrimonio sobrevolaba. Esa obligación siempre estaba ahí. «Lee cuanto quieras, pero te casarás».
Una dama a la que admiraba, y que en algo se parecía a mí, estaba jugándose la vida por sus obligaciones como mujer. Al menos, la del matrimonio la había tomado por elección. Quizá por eso dolía menos. Porque Leire Narváez se había casado por voluntad y no por necesidad. Un día le pregunté si no tenía miedo de perderlo todo cuando el bebé llegase. Si no temía que la Leire que dirigía un imperio se diluyese en pos de la Leire madre, y ella me dijo, muy serena: «Cada día, Alba. No hay un segundo en el que no lo piense. Pero ser la Narváez o la madre no son dos caras de un papel, que mientras que uno pueda verse, el otro no. Es una hoja puesta al trasluz. Dos partes de un todo. Eso soy. Y lucharé porque siempre se vean las dos».
«Entonces, ¿no te arrepientes?», le dije.
«Daría mi vida por este bebé igual que la daría por el legado de mi familia. Y por ti también lo haría, Alba, porque, aunque no hace tanto que nos conocemos, te quiero mucho. Lo sabes, ¿verdad?», contestó.
Esas últimas palabras... Esas preciosas y a la vez malditas palabras.
Yo también la quería. Era como una madre para mí. No podía perderla. Me negaba a despedirme de ella. Así que, mientras aguardaba esa nueva vida que tanto podía cobrarse en el camino, resoplé angustiada. Los partos eran siempre endiabladamente complicados.
—No pienso tener hijos —mascullé.
Diego estaba sentado a mi lado. Aguardábamos junto a la puerta del dormitorio principal de El Azahar, mientras el alumbramiento se daba. Habían pasado ya dieciséis horas desde que había empezado. Estábamos perdiendo la esperanza de que las cosas saliesen bien.
—Mico, no estés nerviosa. Irá de maravilla, ya verás —dijo apretándome la mano.
Cuchicheábamos mientras Samuel andaba arriba y abajo del pasillo, como fiera enjaulada. Las mangas subidas; la camisa a medio meter; el chaleco desabotonado; la frente perlada de sudor y el cabello despeinado. A cada poco, Beatriz se levantaba y caminaba unos pasos con él, dándole palabras de aliento. Lo abrazaba. Él rompía a llorar.
Hasta hacía una hora escasa, y a pesar de que no era lo habitual, Samuel había acompañado a Leire y sujetado su mano, pero cuando ella se había desvanecido, don Ramiro había ordenado que lo sacaran de allí por miedo a que los nervios pudieran con él. Fernanda le había dado ya tres tisanas y ninguna surtía efecto. Él no quería que don Ramiro atendiese al parto, quería que fuesen Aurora y Simón, que planeaban estar en El Azahar por las fechas previstas; sin embargo, se había adelantado.
Samuel no paraba de repetir: «Si Simón estuviera aquí... Si Aurora estuviera aquí».
Pero estaban en Madrid, con el almirante. Y aunque Pablo y Marcel habían ido con los caballos más rápidos a buscarlos en cuanto empezaron los primeros síntomas, como si fueran uno de esos mensajeros reales, todavía no habían llegado. Ni siquiera sabíamos si lo harían.
Cerca de nosotros estaban Estrella y mis otras hermanas. Lidia apoyaba la cabeza en un hombro de Elena; mi cuñada en el otro. Mi hermana mayor las rodeaba con los brazos. Miraban en silencio la puerta del dormitorio, como si esta pudiera darles respuestas. Hacía rato que no llegaba sonido alguno desde dentro.
Alejandro, a unos pasos, no dejaba de otear por la ventana, apretando sus guantes entre las manos, con tal nerviosismo que parecían naranjas que quisiera exprimir.
Se escuchó el sonido de un relincho afuera, sobresaltándonos. Al momento, Samuel fue hacia la ventana. Al ver que no era nadie, masculló una maldición.
—Llegarán —dijo Alejandro apretando su hombro.
Samuel le dio las gracias y después suspiró apenado.
Los miré, tragando saliva. Vencida por la desesperanza, dije:
—Esto es horrible, Diego. La última vez que alguien dio a luz en ese dormitorio...
Mi hermano me abrazó con fuerza, atrayéndome hacia su pecho.
—No pasará. Leire es una mujer fuerte. —Se separó de mí para mirarme serio—. Y ese niño es un Alborada.
En un sentido literal no lo era. Yo lo sabía. Pero haríamos como si lo fuese. Sería nuestro sobrino querido, llevase la sangre que llevase.
—No será niño. Será una niña. Por más que me fastidie.
—¿Y por qué te va a fastidiar que sea una niña? Tendrás una sobrina a la que enseñar a no comportarse como una señorita, para irritar a Lidia —dijo para animarme—. Piensa en lo entretenido que será.
Por un instante, sonreí.
—Quiero que sea un hombre para que tenga oportunidades de llegar lejos.
—Y yo que sea una mujer para que tenga a su tía Alba como el ejemplo de mujeres que llegaron lejos. Igual que su madre.
Lo miré con los ojos vidriosos, emocionada por sus palabras.
—Te pones sentimental de vez en cuando...
—De algo hay que morirse. —Tocó la punta de mi nariz con su dedo pulgar, y, como de costumbre, me puse bizca. En otro momento se habría carcajeado. Solo sonrió—. Qué tonta eres.
Volvió a abrazarme.
La puerta, entonces, se abrió de golpe. El médico, con el rostro congestionado, apareció por ella y cerró al momento. Había sangre en su camisa.
Nos levantamos todos como activados por un resorte.
—Su Excelencia —dijo, serio, acercándose a Samuel—. Tengo que hablar con usted.
—Q-qué... ¿qué pasa? —El gesto de mi hermano era de una desolación sin igual.
—A solas.
—No. Lo que tenga que decir dígalo aquí. Ellos son nuestra familia.
Don Ramiro, extrañado, miró a los miembros del servicio. Teodoro, Paquita, Luisa y el capataz estaban al final del pasillo, a distancia, con otros sirvientes, al tanto de lo que sucedía, llevados por la preocupación.
—Ellos también son de la familia. Hable de una vez —insistió Samuel, firme.
El médico asintió tomando aire. Nosotros, al contrario, contuvimos el aliento, como si tuviéramos miedo a respirar. Como si quisiéramos reservar para él todo el aire del mundo.
—Verá... Me temo que tendrá que tomar una decisión. —Lo miró con seriedad, no con altivez—. Lo siento. No creo que podamos salvarlos a los dos. Por mi experiencia le diría que salvase al bebé, pero parece que es una niña, podría usted prescindir de ella.
—Prescindir... —murmuró Samuel.
Apreté los dientes. Diego notó mi crispación y sujetó mi mano, dirigiéndome una mirada que me pedía calma.
—No es un objeto, señor —dijo mi hermano, guardando la compostura a duras penas—. Es un ser humano. Es mi hija.
—Sí, pero no es un varón. No es su primogénito.
Samuel tragó saliva. Un nudo pronunciado, a juzgar por lo que le costó. Sacó su reloj de bolsillo, lo miró por un segundo y, tras guardarlo, dijo:
—Quiero hablar con mi esposa.
—Su esposa está inconsciente. No puede tomar una decisión, ni tampoco le corresponde. Ella le dirá que salve a la niña y eso no es pragmático. Si todo sale bien, la señora de Alborada podría tener más hijos si quisiera.
—Siendo usted un carnicero, permítame que lo dude.
—¿Disculpe? ¡Yo lo traje a la vida! ¡No lo olvide! En esa misma habitación. A usted y a sus hermanos —bramó—. No me trate como si fuera un médico de tres al cuarto.
—Baje la voz, por el amor de Dios. ¿Dónde se cree que está? —dijo Samuel, severo—. Y olvídese: no voy a sacrificar la vida de ninguna, así que, o las salva a ambas, o tendrá que matarnos a los tres. Porque si alguna muere en esa habitación, usted lo pagará con su vida.
—¿Se ha vuelto loco? ¡No me amenace! —El médico se llevó la mano al pecho y, como si lo aquejase un fuerte dolor, contrajo el rostro. Respiró hondo y dijo—: Si no entra en razón, cogeré mis cosas y me marcharé.
—¿Qué clase de hombre es usted como para dejarnos así?
Elena, Lidia y Beatriz se adelantaron. Diego me soltó para acercarse también.
—Por favor. Cálmense —pidió Elena—. Don Ramiro, entienda a mi hermano.
—Lo entiendo —dijo el médico—. Sin embargo, no le da derecho a tratarme así.
Beatriz trató de mediar también.
—Es una situación delicada, por favor, entre ahí y haga lo que pueda.
—Ya les he dicho lo que puedo hacer, pero necesito que su hermano se decida.
Diego miró muy serio a Samuel, poniendo la mano en su hombro.
—Tienes que tomar una decisión.
Samuel apretó los dientes. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
—¿Es que no os dais cuenta de lo que me estáis pidiendo?
—Nos damos cuenta. Tomes la decisión que tomes, estaremos contigo.
—Sé la que me pide mi corazón, pero no sé si es la que Leire querría.
—No lo es —dije, acercándome.
Samuel me miró con gesto interrogante.
—¿Cómo estás tan segura?
—Ella me dijo un día que daría su vida por ese bebé.
—Pero ese bebé no es...
—Eso da igual, Samuel —lo interrumpí, acercándome más y bajando el tono—. Da igual lo que sea o no. Y eso lo sabes en tu corazón. Es lo que Leire habría querido.
—Alba tiene razón —dijo Elena.
—A menudo la tiene —Samuel suspiró. Se llevó las manos a la cara y la frotó enérgicamente—. Está bien, tomaré una decisión.
—Estamos contigo. —Lidia le dedicó una de sus sonrisas más dulces.
En el semblante turbado del duque se dibujó una leve sonrisa también.
—Hable de una vez, no podemos perder más tiempo —apremió el médico.
Samuel lo miró furibundo y después clavó la vista en los pies, pensativo por unos segundos. Iba a hablar, como juez que va a emitir un veredicto, cuando la voz de un alterado Alejandro rompió el silencio denso que se había formado.
—¡Samuel! —gritó—. ¡Samuel!
El sonido apresurado de los cascos de unos caballos se escuchó cada vez con más intensidad. Mi hermano mayor corrió hacia la ventana.
—Son Aurora y Simón. —Alzó los ojos y juntó las palmas como si implorase—. Gracias al cielo.
Se oyó un murmullo de asombro y hubo gritos de celebración.
—Saquen a este hombre de mi casa. No se merece ni respirar. —Samuel miró de reojo a don Ramiro, soltando aquellas palabras con severo rencor. Después salió con paso presto escaleras abajo en pos de recibir a Aurora y a Simón.
—Vamos a ponerle esas velas a nuestras virgencitas —dijo Beatriz, cogiendo de la mano a Lidia.
—Ya se las hemos puesto todas —murmuró la otra.
—Pues las cogemos de la casa, ponemos quinqués, lo que sea. Venga.
Estrella y Elena asintieron y se unieron al instante.
—Yo... yo también voy —dije con voz temblorosa.
Si es que existía fuerza más grande que el amor que sentíamos por Leire, morando allá en los cielos, tenía que escucharnos. Ese día no podía acabar en tragedia. Yo no podría soportar otra muerte. Pero al universo, a menudo, le da igual lo que seamos capaces o no de aguantar.
Capítulo 2
William
Northumberland
—¡William Phillip Charles Wentworth![1]
En cuanto escuché la voz de mi prima Violet supe que se avecinaba tormenta. Y debía ser de las fuertes si había abandonado Londres en plena temporada para venir a gritar mi nombre como una de las brujas de Macbeth. Me hallaba sentado, leyendo un libro, cuando irrumpió en la biblioteca.
—Te olvidas del George, querida prima —respondí, sin alzar la vista.
—No me hagas enfadar más de lo que estoy.
Pasé la página, con calma.
—Supongo que no vienes a contarme que al fin has encontrado esposo.
—Supones bien. Deja de leer y escúchame: esto que vengo a decirte es muy serio.
—¿Ha subido el precio de la muselina?
Soltando un gruñido de exasperación, tiró del libro, un ejemplar que me era muy querido —Guy Mannering, de Walter Scott—, y me lo arrebató de las manos.
—El precio de tu cabeza, eso es lo que ha subido.
La miré, ceñudo, y volví a cogerlo.
—Trata al señor Scott de forma apropiada, por favor. —Le pasé la mano como si se hubiera manchado y después lo dejé sobre mi regazo—. Te escucho.
Violet se frotó las manos, nerviosa. Su apremio por verme debía de haber sido inmenso, pues no se había quitado ni los guantes ni el sombrero.
—Cuando tu padre murió, y te quedaste tan solo y perdido al mando de tantas cosas, y recibí su última voluntad pidiéndonos que nos hiciéramos cargo de ti, te acogí aquí sin poner impedimento alguno, para que terminases de aprender lo necesario para gobernar tus tierras. —Caminó alterada arriba y abajo de la estancia—. Lo hice porque te quiero, a pesar de que sospechaba que solo agravarías los dolores de cabeza que ya me provoca mi hermano Frederic.
—Pero si Frederic es un santo. A ti te faltan los pies en la tierra que a él le sobran.
Dio un fuerte tirón de uno de sus guantes y lo sacó, para tirármelo a la cara.
—No estamos hablando de mí ahora.
—¿Esto es que me retas a duelo? —dije con sorna, cogiéndolo.
—¡William! —Furiosa, se sacó el otro y me lo lanzó—. Me estoy enfadando, de verdad.
Cacé el guante al vuelo, a punto de que se extraviara entre los troncos de la chimenea.
—Ya venías enfadada y todavía no sé por qué. Supongo que has perdido una apuesta.
—En absoluto. Yo jamás pierdo mis apuestas.
Dejé la prenda sobre el libro y la estiré con mimo, junto a la otra.
—¿Qué es lo que sucede entonces?
—La señorita Benwick sucede. Igual que hace unas semanas, al parecer, sucedía la señorita Rubinson.
—La señorita Rubinson necesitaba de mi ayuda, y se la presté.
—La ayudaste a fugarse con el caballerizo.
—Por amor.
—¿Y lo de la cocinera también fue por amor?
—En mayúsculas.
—La ayudaste a conquistar a un duque. ¡Un duque! —Trató de desanudarse el lazo del sombrero, pero no hacía más que tensarlo—. Un duque y una cocinera. ¿Dónde se ha visto eso?
—No mucho, por desgracia. No deberían existir diferencias cuando se trata del amor.
—Una sirvienta y un hombre con sangre real. Qué despropósito.
—En nombre del amor la ha convertido en su reina.
Violet resopló. Dejó caer los brazos, rendida ante el lazo de seda; y sus ojos, del color de las malvas, se volvieron más oscuros mientras me reprobaba.
—Podría haber pasado por alto todos esos arrebatos de pasión en nombre del amor, pero este último, William, te compromete a unos niveles que no podemos soportar. Y ahora, te guste o no, eres el vizconde, y señor de Norham.
—Soy consciente de mis actos y acataré las consecuencias que de ellos se deriven.
—No consentiré que tu fortuna caiga en manos de los Benwick, por más que ella, codiciosa y astuta, haya utilizado tu lado más pasional y compasivo para provocar un escándalo que te plantará en el altar en menos de un pestañeo si no lo arreglo.
—Cuando murió mi padre, dijiste: «Ya sabes cuál es tu obligación ahora. Antes de lo que esperabas, lo sé, pero su carácter inesperado no la hace menos necesaria. Hemos de buscarte una esposa para que no se pierda tu linaje».
—Adecuada —subrayó—. Una esposa adecuada. La señorita Benwick no lo es. Y no me digas que la amas, porque te...
—La amo.
—... Atizo. —Chasqueó la lengua—. No la amas, William.
—No del modo en que se han de amar los esposos, desde luego, pero lo hago, de alguna manera. Además, ¿qué sabes tú del amor? Solo vas de fiesta en fiesta, luciéndote, dando largas a todos los pretendientes que se te acercan.
—Precisamente porque sé del amor lo hago. Y porque, a diferencia de otras damas, puedo permitirme ese lujo.
—Frederic te lo consiente todo.
—Algo bueno debía tener. —Sonrió complacida, y al punto su rostro volvió a tornarse serio—. William, esto es grave. Cuando el padre de Charlotte Benwick regrese de tomar las aguas, te cogerá del pescuezo y te pondrá delan