Desde el otro lado

Bernardo Atxaga

Fragmento

libro-4

Relato del pájaro

Sobre la voz interior. Muerte y promesa. Paulo y Daniel

Existe una voz que surge de nuestro interior, y esa voz me dio una orden justo a principios de verano, cuando yo era un pájaro sin experiencia que nunca se había alejado del árbol donde vivía. Antes de oírla, conocía pocas cosas: conocía el árbol mismo y el torrente que pasaba junto a él, pero casi ninguna cosa más. Los demás pájaros de mi grupo hablaban de casas y caminos, así como de un río enorme al que van a parar las aguas de nuestro torrente y las de otros muchos torrentes, pero yo nunca había volado hasta esos lugares y no los conocía. Sin embargo, creía lo que me decían, porque las descripciones de unos y otros coincidían, y los tejados siempre eran rojos, y las paredes, blancas, y el enorme río siempre era el mar.

Existe una voz que surge de nuestro interior, decían luego los otros pájaros. Se trata de una voz diferente a cualquier otra, y tiene poder sobre nosotros.

—¿Cuánto poder? —pregunté un día.

—Debemos obedecer a la voz —me respondieron los pájaros que en aquel momento descansaban en las ramas del árbol.

Pero no tenían más noticias, ni siquiera los pájaros de más edad habían oído nunca las palabras de esa voz tan poderosa. Sabían de su existencia por lo que habían contado quienes vivieron en otro tiempo, no por experiencia propia, pero creían en ello tan firmemente como en la existencia de las casas, los caminos y el mar. Por mi parte, lo aceptaba como un cuento más, sin darle importancia, sin pensar que la voz pudiera nunca hablarme a mí. Después, aquel día de principios de verano, todo cambió.

Me sentí de pronto muy nervioso, como los pájaros que están hambrientos o enfermos, y estuve toda la mañana moviéndome por las ramas del árbol sin ningún sentido. Se unía a este nerviosismo la desagradable sensación de que mis oídos habían enloquecido y percibían los sonidos de forma desordenada: las aguas del torrente estallaban contra las piedras; los pájaros que tenía cerca parecían chillar; el viento, apenas una brisa, me aturdía como el vendaval de una tormenta. Hacia el mediodía, comencé a tener dificultades para respirar, y me quedé solo. Los otros pájaros salieron del árbol y volaron hacia otra parte.

—¿Por qué huis de mí? —le pregunté a uno de los últimos en marchar.

—Porque te estás muriendo —me respondió.

Convencido de la verdad de aquella respuesta, quise repasar mi vida. Pero mi vida había sido muy poca cosa y el repaso duró un instante. Miré entonces hacia el cielo, y su color azul me pareció más lejano que nunca. Miré luego hacia el torrente, y la prisa que llevaba el agua por bajar me asustó. Miré por fin hacia el suelo, hacia las zarzas y ortigas que lo cubrían, y me vino a la mente una historia que me habían contado acerca de una chica que se puso enferma. Por lo visto, llegó el médico hasta la cama donde yacía ella y dijo: «Una falda rota se puede remendar, pero no la salud de esta chica. Ya no hay remedio».

Ocultándole la verdad, sus familiares decidieron llevarla a un curandero. Después de examinarla, el curandero dijo: «No puedo hacer nada. Tiene las piernas hinchadas y la respiración débil. Dentro de un par de meses, morirá».

Tampoco aquella vez le dijeron nada a la chica, porque no querían que sufriera inútilmente. La montaron en un caballo y la trajeron de vuelta a casa. Pero pasó el tiempo y ella acabó por darse cuenta de que estaba desahuciada. Una tarde, su hermano la encontró en la huerta llorando.

«¿Qué te pasa, hermana?», le preguntó.

«No me pasa nada —respondió ella—. Estaba pensando que solo tengo diecinueve años y que pronto estaré bajo tierra».

Esta era la historia que tenía en la mente mientras esperaba el empujón que me echaría de la rama al suelo. Sin embargo, no me llegó la muerte. Lo que ocurrió fue que escuché la voz. Primero sentí que los sonidos estridentes cedían por completo, y que un gran silencio, como el que sobreviene cuando la nieve tapa los campos, se adueñaba del árbol y sus alrededores.

—Toma el camino de Obaba y vuela hacia la casa de Paulo —escuché a continuación.

Era una voz que parecía surgir del centro de aquel silencio y también del centro de mí mismo, de ambos lugares a la vez.

«No sé dónde está Obaba, y tampoco conozco a Paulo», pensé.

Justo en ese momento, vi un pueblo de unas cien casas, Obaba, y cerca de ese pueblo un aserradero, y más arriba, en una pequeña colina, una casa con muchas ventanas. Supe enseguida —porque la voz me daba esa facultad, la de ver y conocer las cosas con el puro pensamiento— que aquella casa era la de Paulo.

Emprendí el vuelo dispuesto a cumplir la orden que había recibido de la voz, y volé valle abajo hasta que el torrente adquirió la anchura y profundidad de un río, y luego seguí volando por encima de los alisos que, en lugares como Obaba, siempre acompañan la marcha del agua hacia el mar. Después de un tiempo, observé que el río se remansaba, y que la fila de alisos se interrumpía para dejar sitio a una construcción rodeada de troncos de madera y enormes pilas de tablones, y supe que aquello era un aserradero y que mi primer viaje estaba a punto de concluir. Atardecía ya, y el cielo era naranja y azul, naranja intenso en la parte donde se estaba poniendo el sol y azul pálido en el resto.

Después de ganar altura, miré hacia abajo y vi los dos barrios de Obaba, sus cuatro o cinco calles, su plaza, y luego, otra vez, el aserradero, la colina y la casa con muchas ventanas. El tejado de la casa era rojo; sus paredes, blancas. Pero, más que los colores, lo que me llamó la atención fue la bulla que estaban armando todos los perros de la zona. Aullaban o ladraban lastimeramente.

«¿De qué se lamentan esos perros?», pensé.

Comprendí que el causante de toda aquella bulla era el perro que estaba al cuidado de la casa de las ventanas, la casa de Paulo; sí, aquel era el perro que aullaba y ladraba con mayor ahínco, provocando la respuesta de todos los demás. Por alguna razón, inspirado quizá por la voz que oía en mi interior, asocié la intranquilidad de los perros de Obaba con la respuesta que la chica enferma había dado a su hermano: «No me pasa nada. Estaba pensando que solo tengo diecinueve años y que pronto estaré bajo tierra».

No necesité de más recuerdos. Comprendí que los aullidos de los perros anunciaban una muerte.

«¿La muerte de Paulo?», pensé. No se me ocultaba que era allí, en la puerta de su casa, donde se originaba aquel alboroto.

El cielo enrojecía por el lado por el que se acababa de poner el sol. El día terminaba. Y la vida de alguien que vivía en la casa de las ventanas también terminaba. Mientras pensaba en ello seguí con la mirada el río y vi cómo sorteaba las montañas para, al final, después de atravesar los campos plantados de maíz, entregar sus aguas al mar. En el mar —los vi perfectamente— había peces de color negro.

Sin embargo, a pesar de aquella facultad que me permitía ver en imágenes lo que estaba lejos, o lo que iba pensando, o lo que me sugería la voz, no conseguía traspasar las paredes de la casa de Paulo para saber cuál era el miembro de la familia que estaba enfermo.

«Quizá sea Paulo el que se esté muriendo. Quizá por e

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