Nacionalismo (Serie Great Ideas)

Fragmento

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El nacionalismo en Japón

I

La peor forma de esclavitud es la falta de esperanza, que encadena a los hombres a la pérdida de fe en sí mismos. Se nos ha dicho repetidamente, y no sin razón, que Asia vive en el pasado; que es como un mausoleo que despliega toda su magnificencia intentando inmortalizar a los muertos. De Asia se llegó a decir que nunca podría avanzar por la senda del progreso pues miraba indefectiblemente hacia el pasado. Nosotros aceptamos esa acusación y llegamos a creer que era cierta. Me consta que en la India gran parte de la población culta, harta de esta humillación, intenta engañarse a sí misma por todos los medios para convertir esa falta de fe en nosotros mismos en mera fanfarronería. Pero la jactancia no es sino vergüenza maquillada y en realidad no cree en sí misma.

Cuando los asiáticos, debidamente hipnotizados, empezábamos a creer que las cosas no cambiarían nunca, Japón despertó de su letargo, dejó rápidamente atrás la inercia de siglos y se puso a la altura de los mayores logros del presente. Japón ha roto el hechizo que nos había mantenido aletargados durante siglos y nos hizo creer que era lo normal para ciertas razas que vivían dentro de ciertos límites geográficos. Habíamos olvidado que en Asia se fundaron grandes imperios en los que florecieron la filosofía, las ciencias, las artes y la literatura, y que fue la cuna de todas las grandes religiones del mundo. Por tanto, no puede decirse que haya algo inherente a su suelo o a su clima que inhibe la actividad mental y atrofia las facultades que impulsan el progreso humano. Mientras Occidente dormitaba en la oscuridad, Oriente mantuvo viva la llama de la civilización durante siglos, lo que difícilmente puede considerarse un signo de estrechez de miras o de mentes embotadas.

Y luego cayó la oscuridad de la noche sobre todas las tierras de Oriente. El curso del tiempo pareció detenerse y Asia dejó de ingerir alimentos nuevos y empezó a nutrirse de su pasado, lo que equivalía a devorarse a sí misma. Era una quietud propia de la muerte, y acalló la gran voz que, como el océano de aire que endulza la tierra y la purifica sin cesar, pregonaba mensajes de verdad eterna que han salvado a la vida humana de la contaminación durante generaciones.

En la vida hay fases de sueño, periodos de inactividad en los que esta se detiene, no ingiere nuevos alimentos y vive de sus reservas. En esos momentos está indefensa, sus músculos se relajan y se sume en un aletargamiento que se presta fácilmente a las burlas. Para que la vida pueda renovarse, debe haber pausas. Consume continuamente su propia actividad, quemando todo el combustible a su disposición. Ahora bien, como este derroche no puede prolongarse indefinidamente, siempre le sigue una fase pasiva, en la que cesa todo gasto de energía y se dejan de lado las aventuras para favorecer el reposo y una recuperación paulatina.

La mente tiende por naturaleza a economizar; adora formar hábitos y moverse por surcos que le ahorran el esfuerzo de tener que volver a pensar cada uno de los pasos que da. Los ideales, una vez engendrados, la tornan perezosa, ya que teme arriesgar sus conquistas emprendiendo nuevas aventuras. Intenta gozar de una seguridad completa ocultando sus pertenencias tras la fortaleza de sus hábitos. Pero, al hacerlo, se niega a sí misma el pleno disfrute de sus posesiones y se vuelve mezquina. Los ideales vivos no deben perder el contacto con una vida que cambia y evoluciona perpetuamente; su libertad no consiste en mantenerse dentro de los límites de la seguridad, sino en aventurarse por la arriesgada senda de las nuevas experiencias.

Un buen día, Japón sorprendió al mundo entero derribando en una sola noche los muros de sus viejos hábitos y emergiendo triunfante de entre los escombros. Lo hizo en tan poco tiempo que más parecía un cambio de decorado que una estructura nueva. Hizo gala a la vez de la serena energía de la madurez y de la frescura y el potencial infinito de lo nuevo. Se temió que pudiera tratarse de una anomalía histórica, de un juego infantil del Tiempo, del estallido de una pompa de jabón, perfecta en su redondez y colorido pero hueca y carente de sustancia. Sin embargo, Japón ha demostrado de forma concluyente que la súbita revelación de su poder no es un milagro efímero, un producto del azar arrojado a la playa por la marea del tiempo desde la más profunda oscuridad y destinado a sumergirse de nuevo, en un instante, en el mar del olvido.

Lo cierto es que Japón es antiguo y nuevo a la vez. Tiene como legado ancestral la cultura de Oriente, que encarece a los hombres a buscar en su interior la auténtica riqueza y el verdadero poder, que les permite dominarse ante la pérdida y el peligro, que les lleva a sacrificarse sin tener en cuenta los costes ni la esperanza de obtener beneficios, a desafiar a la muerte o a aceptar las innumerables obligaciones que nos impone nuestra naturaleza social. En resumidas cuentas, el Japón moderno ha brotado del Oriente inmemorial con la grácil sencillez de la flor de loto que permanece firmemente arraigada en las profundidades de las que surgió.

Pero este retoño del antiguo Oriente también ha adoptado sin miedo los logros de la Edad Moderna. Ha demostrado su audacia saliendo del confinamiento creado por los hábitos, esas inútiles acumulaciones de la mente perezosa, que busca seguridad en el ahorro, en cerrojos y en llaves. Japón ha entrado en contacto con el tiempo vivo y ha aceptado con ilusión y talento las responsabilidades que conlleva la civilización moderna.

Al hacerlo ha alentado al resto de Asia. Hemos comprendido que tenemos vida y energía en nuestro interior y que solo debemos eliminar la costra muerta que las recubre para llegar a ellas. Hemos aprendido que refugiarse en los muertos equivale a morir, y que solo se vive cuando se asume plenamente el riesgo de vivir.

Por mi parte, no puedo creer que Japón se haya convertido en lo que es imitando a Occidente. La vida no admite imitaciones y la fuerza no se puede simular por mucho tiempo. Es más, la mera imitación es una fuente de debilidad, pues inhibe nuestra auténtica naturaleza y se acaba convirtiendo en un obstáculo. Es como si al recubrir nuestro esqueleto con la piel de otro hombre, los roces continuos entre esa piel y nuestros huesos dificultaran cada uno de nuestros movimientos.

Lo cierto es que la ciencia no forma parte de la naturaleza humana, pues solo es saber y experiencia. El conocimiento de las leyes que rigen el universo material no altera la esencia de nuestra humanidad. Se puede tomar prestado el conocimiento adquirido por otros, pero no su temperamento.

En la fase imitativa de la escolarización no somos capaces de distinguir entre lo que es esencial y lo que no, entre lo que es transferible y aquello que no lo es. Esto recuerda a la fe de la mente primitiva en las propiedades mágicas de las formas accidentales externas que envuelven ciertas verdades. Al dejar de lado la cáscara de la almendra tememos que se pierda algo valioso y eficaz. Y aunque nuestro apetito se deleite en la apropiación, nuestra naturaleza tiende a la asimilación, la única forma de apropiación válida para un organismo vivo. Allí donde surge la vida, esta se afianza aceptando o rechazando según sus necesidades constitutivas. El organismo vivo no se fusiona con su alimento, lo transforma en su propio cuerpo. Solo así se hace fuerte, no por mera acumulación de posesiones o renunciando a su identidad.

Japón ha importado alimentos de Occidente, pero no su naturaleza. No debe perderse en una fusión con la parafernalia cientifista que ha adquirido de Occidente y convertirse en una máquina ajena a sí misma. Tiene un espíritu propio que tenderá a afirmarse según sus requerimientos. La vigorosa energía que exhibe ha demostrado que el proceso de asimilación está en marcha. Espero de todo corazón que el orgullo que le puedan deparar sus adquisiciones extranjeras nunca lleve a Japón a perder la fe en su propio espíritu. Pues ese orgullo no es sino una humillación que, en último término, conduce a la debilidad y la pobreza. Aquel que se enorgullece más de su sombrero que de su cabeza es un petimetre.

El mundo entero está pendiente de lo que sucede en esta gran nación oriental y de lo que será capaz de hacer con las oportunidades y responsabilidades modernas que ha asumido. Si se acaba convirtiendo en un mero remedo de Occidente, la gran expectación que ha suscitado habrá sido en vano, pues Occidente ha expuesto al mundo graves cuestiones para las que no ha sido capaz de hallar soluciones, a saber: conflictos entre individuo y Estado, entre trabajo y capital, entre hombres y mujeres; la disyuntiva entre el afán de prosperidad material y la vida espiritual, entre el egoísmo organizado de las naciones y los ideales más elevados de la humanidad; el conflicto entre las feas complejidades inherentes a las grandes organizaciones estatales y de comercio y los instintos naturales del hombre, que exigen sencillez, belleza y ocio. Debemos armonizar todos estos elementos de una forma que no hemos vislumbrado ni en sueños.

Hemos visto cómo esta gran corriente civilizadora se asfixiaba entre los desechos arrastrados por sus innumerables afluentes. Hemos visto cómo, a pesar de su supuesta preocupación por la humanidad, se ha convertido en una amenaza mucho peor para el hombre que los súbitos brotes de barbarie nómada que la humanidad lleva padeciendo desde los inicios de su historia. Hemos visto cómo, a pesar de sus estridentes alardes a favor de la libertad, ha acabado generando formas de esclavitud mucho peores que las de las sociedades antiguas y cuyas cadenas son irrompibles, bien porque son invisibles, bien porque adoptan los nombres y la apariencia de la libertad. Hemos visto cómo los hombres, cautivados por un sórdido hechizo, han perdido la fe en los ideales de vida heroicos que les hicieron grandes.

Por lo tanto, no podemos aceptar alegremente los ideales de la civilización moderna ni todas sus tendencias, métodos y estructuras asumiendo que son inevitables. Debemos tener en cuenta nuestra mentalidad oriental, nuestra fortaleza espiritual, nuestro amor a la simplicidad y nuestro reconocimiento de las obligaciones sociales. Hemos de abrir nuevas vías a este pesado vehículo del progreso que chirría estridentemente al avanzar. Hemos de reducir al mínimo el inmenso sacrificio de vidas humanas y libertad que exige en todo momento. Hemos sentido, pensado y trabajado, hemos disfrutado de nuestro legado reverenciándolo durante generaciones y no podemos desprendernos de él como quien se muda de ropa. Lo llevamos en la sangre, en nuestras carnes y en los tejidos de nuestros cerebros. Tiene que modificar todo lo que pasa por nuestras manos, aunque no seamos conscientes de ello, aun en contra de nuestra voluntad. Hubo un tiempo en el que solucionaban ustedes los problemas de los hombres a su entera satisfacción, en el que tenían una filosofía de vida y desarrollaron su propio arte de vivir. La situación actual exige crear algo nuevo que no sea una mera repetición. Deben ustedes ofrecer orgullosamente al mundo lo que el espíritu de su pueblo sea capaz de crear para contribuir al bienestar humano. De entr

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