Medida por medida, Acto I, Escena I
DUQUE:
Pretender descubriros los principios de gobierno parecería por mi parte pura afectación y pura charlatanería, puesto que he tenido motivo para conocer que todas la instrucciones que podría daros mi autoridad quedarían muy por debajo de vuestra propia ciencia. No me queda, pues, sino remitir mi poder a vuestra capacidad, y dejar a vuestra virtud el cuidado de hacerles obrar de acuerdo. En cuanto al carácter de nuestro pueblo, a las instituciones de nuestra ciudad, a las formas de nuestro derecho común, poseéis de ello una información tan completa como el arte y la práctica hayan podido dar nunca al hombre de quien guardemos mejor recuerdo. He aquí nuestras órdenes, de las que deseamos no os separéis.
(Dándoselas.)
Llamad… Quiero decir, mandad a Ángelo venir a nuestra presencia.
(Sale uno del séquito.)
¿Cómo pensáis que representará nuestro personaje? Porque debéis saber que, por una muestra particularísima de confianza, le hemos designado para ocupar el puesto de nuestra persona ausente. Le hemos prestado nuestro poder de terror, le hemos investido de nuestra clemencia; y hemos dado, en fin, a su delegación todos los órganos de nuestra propia autoridad. ¿Qué pensáis de ello?
ESCALO:
Si hay alguien en Viena digno de que se le invista de un favor y un honor tan considerables, es el señor Ángelo.
DUQUE:
Vedle dónde viene.
Entra ÁNGELO.
ÁNGELO:
Siempre obediente a la voluntad de vuestra gracia, vengo a saber qué deseáis.
DUQUE:
Ángelo, hay en tu vida una especie de distintivo, que revela plenamente tu historia a los ojos de un observador. No te perteneces tanto a ti mismo ni tus cualidades son tan de tu propiedad, que te sea permitido gastar exclusivamente tu vida para tus virtudes y tus virtudes para tu vida. El cielo hace de nosotros lo que nosotros hacemos de las antorchas, que no las encendemos para ellas mismas; pues si nuestras virtudes no irradian fuera de nosotros, es absolutamente como si no las tuviéramos. Las mentes no reciben hermosos dones sino para bellos fines, y la Naturaleza no presta nunca la más pequeña parcela de su existencia sin reservarse la económica diosa los privilegios de un acreedor, y sin fijar la tasa del interés y el grado de la gratitud que le son debidos. Pero hago este discurso ante un hombre que podría ocupar mi sitio. Toma, pues, Ángelo.
(Le entrega su nombramiento.)
Durante nuestra ausencia, sé plenamente Nos mismo. Tus labios y tu corazón son en Viena los dueños del castigo y de la clemencia. El viejo Escalo, aunque el primer llamado, será tu segundo; toma tu nombramiento.
El rey Ricardo II, Acto V, Escena V
REY RICARDO:
Estoy ingeniándome cómo podría comparar esta prisión con el mundo; pero como el mundo es populoso y en la prisión no hay más criaturas que yo, no he podido salir bien de ello. No obstante, voy a intentar realizarlo. Compararé mi cerebro a la hembra de mi espíritu, y mi espíritu al varón de mi cerebro; ambos engendran una generación de pensamientos, que a su vez engendran a otros, y estos mismos pensamientos pueblan este minúsculo mundo, parecidos en verdad a las gentes que pueblan el mundo, pues ninguno se halla satisfecho. Los mejores, como los que se relacionan con las cosas divinas, están mezclados de escrúpulos y suscitan antagonismos con las palabras, como, por ejemplo: «Venid, vosotros los humildes», y todavía: «Es más difícil entrar un rico en el reino de los cielos que pasar un camello por el ojo de una aguja». Los pensamientos cuyo objeto es la ambición proyectan milagros imposibles, como, por ejemplo, que estas vanas y débiles uñas me abriesen paso a través de los costados de piedra de este duro mundo, es decir, los ásperos muros de mi prisión, y como no pueden, mueren víctimas de su propio orgullo. Los pensamientos que recomiendan la resignación nos consuelan diciéndonos que no somos el primero de los cautivos de la fortuna y que no seremos el último, como esos mendigos imbéciles que, puestos en el cepo, se consuelan de su vergüenza pensando que otros muchos lo han soportado y lo soportarán, y en este pensamiento encuentran una especie de satisfacción con llevar su propio infortunio sobre la espalda de los que han sufrido el mismo trato. Así, yo, en una sola persona, represento el papel de muchos actores, de los cuales ninguno hay contento. A veces, soy rey; entonces la traición me hace desear ser un mendigo, y eso es lo que soy; mas poco a poco vengo a reflexionar que he sido destronado por Bolingbroke, e inmediatamente ya no soy nada. Pero, quienquiera que sea, ni yo ni hombre alguno, si sólo es hombre, se verá satisfecho con nada hasta que sea reducido a nada.
Timón de Atenas, Acto I, Escena I
POETA:
Ya veis este flujo, esta gran marea de visitantes. En esta obra imperfecta he representado un hombre que este mundo sublunar acaricia y mima con la premura más afectuosa. Mi libre concepción no se detiene en un carácter en particular, sino que se mueve a su placer sobre un vasto mar de cera. Ni una alusión maliciosa envenena una sola coma en el curso de mi inspiración, sino que vuela como vuela el águila, remontándose atrevidamente y sin dejar rastro detrás.
PINTOR:
¿Cómo habré de entenderos?
POETA:
Voy a daros la clave de mis palabras. Ya veis que las gentes de toda condición, de todo carácter (así las ligeras y caprichosas como las graves y austeras), ofrecen sus servicios al señor Timón. Su vasta fortuna, apoyada en su natural bueno y generoso, somete y compra a su amor y a su sociedad los corazones de toda clase, desde el adulador, cuyo rostro es un espejo, hasta este Apemanto, que quizá nada ame tanto como aborrecerse a sí mismo; sí, este Apemanto mismo dobla la rodilla ante él y se marcha tranquilo, con el alma enriquecida por una ligera inclinación de cabeza de Timón.
PINTOR:
Los he visto hablar juntos.
POETA:
Señor, he imaginado la Fortuna sentada sobre una colina alta y encantadora. En la base de la montaña están alineados hombres de todo talento, de toda naturaleza, quienes sobre la circunferencia de esta esfera se esfuerzan por elevarse en condición. Entre esta multitud de hombres cuyo ojos están fijos en la diosa soberana, he representado uno bajo la figura del señor Timón; con su mano de marfil, la Fortuna le atrae a sí, y por esta gracia hace al mismo tiempo de sus rivales sus esclavos y sus servidores.
PINTOR:
He ahí una concepción parlante. Este trono, esta Fortuna y esta colina, con este hombre que, mediante un signo, se separa de la multitud de debajo y trepa con la cabeza baja la montaña escarpada para escalar su dicha, me parece que estaría bien expresado con nuestro arte.
POETA:
Sí, señor; pero escuchadme. Todas esas gentes, que eran sus compañeros no hace más que un instante —algunos incluso valían más que él—, se ponen inmediatamente a seguir sus pasos, van a hacer antesala en sus vestíbulos, vierten en sus oídos una lluvia de cuchicheos colmados de devociones, hacen un objeto sagrado de su mismo estribo y no respiran sino con su licencia.
PINTOR:
Sí, ¡pardiez! ¿Y en qué paran?
POETA:
De pronto la Fortuna, obediente a la volubilidad de sus caprichos, precipita al suelo a su reciente preferido; entonces todos sus secuaces, que se esforzaban en alcanzarle en la cima de la colina, incluso trepando con las manos y las rodillas, le dejan despeñarse abajo, sin que uno solo le acompañe en su caída.