PREFACIO
LOS PENSADORES DE CABECERA DEL JOVEN HABERMAS
Fernando Vallespín
Empecemos por aclarar algo al lector. ¿Tiene sentido hacer un prólogo de una obra que ya consta de dos prólogos distintos del propio autor? Uno es de la primera edición de 1971 y el otro corresponde a la ampliación que hizo Habermas en 1980. La contestación está a la vista: tiene sentido precisamente por eso, porque hace falta dar cuenta de la necesidad de su reimpresión después de tanto tiempo. O, por decirlo en términos que cualquiera entiende, el problema al final consiste en saber si esta obra puede merecer la calificación de «clásico», si todavía tiene algo que enseñarnos en estos años de desconcierto intelectual. Sobre todo porque no es uno de los ya bien conocidos tratados que marcan un hito dentro de la evolución teórica habermasiana. Aquí estamos ante otra cosa. Se trata más bien del primer Habermas confrontándose a la memoria de los autores que marcaron su educación intelectual. Desde el reconocimiento, pero, como todo en él, sin ahorrarles una crítica constructiva.
Hay que resaltar otra dimensión también en estas páginas, algo que me parece mucho más interesante: ¿cómo ha afectado el paso del tiempo a este conjunto de autores tan decisivos en un determinado periodo histórico y para la formación de nuestro autor? ¿Quiénes siguen tan vivos como entonces y quiénes se han ido desvaneciendo a lo largo de las últimas décadas? Fuera de los que ya son clásicos de la filosofía contemporánea, como Heidegger, Wittgenstein, Adorno, Benjamin, Gadamer, Scholem o Arendt, el resto necesitaría quizá de alguna justificación para que sigamos considerándolos dignos de volver a bucear en ellos. Aunque es obvio que para algunos lectores sea bienvenido el recordar a, digamos, Bloch o Marcuse, el interés será menor respecto de aquellos personajes de impacto casi exclusivo en el ámbito alemán, como Abendroth, Plessner, Löwith o Mitscherlich.
Lo interesante en todo caso no es ya tanto lo que se nos presenta de ellos, cuanto la forma en la que Habermas lo hace, su peculiar lectura. En algunos capítulos porque se fija en alguna obra específica, en otros porque detecta hallazgos que nos desvelan aspectos de la realidad social que de no ser por su mirada probablemente nunca hubieran salido a la luz; o, al menos, no con tanta fuerza. Esto último es lo que Habermas alaba en particular de los pensadores judíos alemanes: que no son «pensadores de un ordo», saben leer el presente y la historia a contrapelo, guiándoles «el sentido para los elementos repudiados y arrinconados de la historia que están necesitados de salvación». Algunos de estos son también los que mejor han resistido el paso del tiempo, en particular Benjamin y Arendt —con la excepción, claro está, de los dos grandes filósofos del siglo XX, Heidegger y Wittgenstein—.
De la grandeza de Benjamin tuvo conocimiento sobre todo por la influencia de Adorno, aunque este temprano texto de 1972, que recoge la primera ola de recepción de sus Schriften, no podía anticipar de ninguna de las maneras el inmenso impacto que habría de tener en las décadas posteriores. Y, desde luego, el actual «fenómeno Arendt» no es que Habermas no lo pudiera prever, es que seguramente nunca lo hubiera imaginado. Se conocieron en su primer viaje a Estados Unidos en 1967-1968, donde estuvo de profesor visitante en la New School for Social Research, aunque nunca llegaron a trabar amistad. De hecho, antes de conocerla pensaba que era «una persona tremendamente conservadora pero no por ello menos imponente». Y en ningún momento le cupo la más mínima duda de que «Arendt es un luminoso y muy vivo contraejemplo frente al pertinaz prejuicio de que las mujeres no saben filosofar».[1] A ella le reserva algunas de las más interesantes páginas del libro, porque es bien consciente de cómo la autora de Königsberg trabajó sobre aspectos que enlazan con algunas de sus propias intuiciones teóricas, como «la estructura de una intersubjetividad no mermada», su insistencia en la comunicación y deliberación pública como sustento fundamental de la ciudadanía; o, en la línea de G. H. Mead, en una ética de la comunicación que vincula la razón práctica a la idea de un discurso universal. En esa misma dirección estaba rotando ya la propia obra de Habermas.
Con todo, en ningún momento podemos olvidar que los capítulos de este libro abarcan piezas escritas entre 1953 y 1980; es decir, corresponden al periodo en el que nuestro autor aún no había dado el giro hacia su Teoría de la acción comunicativa,[2] el mayor punto de inflexión en toda su obra. El grueso de estas intervenciones se corresponden, además, con el impulsivo e izquierdista Habermas de sus primeras intervenciones públicas y los inicios de su fulgurante carrera académica. Catedrático en Heidelberg con tan solo treinta y dos años gracias a los buenos oficios de Gadamer, da muestras ya de una extraordinaria hiperactividad y, sobre todo, de ese infatigable deseo de abarcarlo todo. Recordemos que no es un filósofo a palo seco, su familiaridad con todas las demás ciencias sociales es asombrosa; es más, de estudiante quiso ser periodista político y de hecho nunca ha dejado de estar presente en el debate público desde entonces. Desde muy joven asumió ya el perfil de eso que hoy llamaríamos un intelectual comprometido. Por esta misma razón es por lo que muchos de estos textos están llenos de vida. Tan importante como la discusión filosófica o de teoría social es su preocupación por acercar el pensamiento al contexto. Y este, en esos momentos, no es otro que la Alemania de posguerra y la Guerra Fría. Aquí entran, por tanto, cuestiones tales como la «superación del pasado» (Vergangenheitsbewältigung) nazi y el holocausto, la redemocratización de la República Federal o el papel que haya que atribuir al marxismo después de tornarse en un férreo sistema de dominación política.
Empecemos por esto último. Por aquellos años, Habermas se consideraba «anti-anticomunista», y su proximidad a la Escuela de Frankfurt contribuyó a atribuirle el marchamo de «neomarxista», algo que no casaba exactamente con una personalidad teórica tan inquieta. Sin embargo, visto con perspectiva, esa adscripción inicial al Instituto de Investigación Social de Frankfurt reinstaurado después de la guerra en la ciudad del Meno por Adorno y Horkheimer acabaría siendo beneficioso tanto para nuestro autor como para la propia Escuela. A Habermas le vino bien al principio el imbuirse del prestigio de sus mayores como miembro de su «segunda generación»; y a la inversa, una vez que nuestro autor fue ganando en estatura intelectual, sobre todo a partir de finales de los setenta e inicios de los ochenta, evitó que se perdiera interés por quienes se suponía que estaban detrás de esta lumbrera. La situación, como él mismo nos reconoce en el primero de los prólogos de este volumen, era mucho más matizada. Su relación con la Escuela siempre fue bastante ambivalente. Su entrada en ella como asistente de Adorno entre 1956 y 1959 tuvo un efecto decisivo en el proceso formativo del autor. Y la adoración de Habermas por este personaje —el «hipopótamo», como lo apodaron en el Instituto—, siempre estuvo muy por encima de la que tuviera con Horkheimer —el «mamut»—, quien siempre mantuvo sus reticencias a que fuera contr