Emboscada

Nora Roberts

Fragmento

Capítulo 1

1

Era una gélida mañana de febrero y la lluvia brumosa empañaba los cristales mientras Devin y Rosie Cauldwell hacían el amor lentamente, todavía medio dormidos. Era el tercer día de su semana de vacaciones, y llevaban dos meses intentando concebir su segundo hijo. Su primogénito, Hugh, que ya tenía tres años, fue concebido durante un largo fin de semana en las islas San Juan, concretamente en la isla de Orcas, y Rosie estaba convencida de que la lluviosa tarde y la botella de Pinot Noir tuvieron mucho que ver.

De modo que tras pensar que la exitosa experiencia podía repetirse, decidieron regresar a Orcas y se aplicaron con esmero al proyecto mientras su hijo dormía en la habitación contigua con su querido conejito Bubbi.

Aunque era demasiado pronto para beber vino, Rosie interpretó la llovizna como un buen presagio.

Sonrió mientras se abrazaban, satisfechos y relajados después del sexo.

—¿Quién ha tenido la mejor idea de todos los tiempos?

Devin le dio un pequeño pellizco en el trasero.

—Tú.

—Pues espera, que se me está ocurriendo otra.

—Si me das unos minutillos para recuperarme…

El comentario le arrancó una carcajada mientras se apoyaba sobre su torso y lo miraba con una sonrisa.

—Deja de pensar en el sexo, insaciable.

—Para eso también me hacen falta unos minutos.

—Tortitas. Necesitamos tortitas. Una mañana lluviosa, una casita acogedora. Sí, definitivamente, faltan las tortitas.

Devin la miró con los ojos entrecerrados.

—¿Quién va a hacerlas?

—Que lo decida el destino.

Se incorporó y, tal como mandaba la antigua tradición familiar de los Cauldwell, lo echaron a suertes jugando a piedra, papel o tijera. Tres turnos; quien ganara dos, se proclamaba campeón.

—Joder —murmuró Rosie al ver que su tijera era derrotada por una piedra.

—Gana el luchador más hábil.

—Y una mierda. Pero acepto el resultado, y además, tengo que ir a hacer pis. —Se inclinó para darle un beso sonoro y bajó de la cama de un salto—. Me encantan las vacaciones —dijo Rosie mientras corría hacia el cuarto de baño.

Sobre todo esas vacaciones en concreto, precisó para sus adentros, con sus dos apuestos hombres. Si no escampaba y, por el contrario, la lluvia arreciaba, pasarían el día jugando en casa. En cambio, si dejaba de llover, darían un paseo en bicicleta con Hugh montado en el portabebés o disfrutarían de una buena caminata.

A Hugh le encantaba ese lugar con tantos pajaritos, con el lago y los ciervos que habían visto y, por supuesto, con los conejitos. Porque eran los hermanos de su fiel Bubbi.

A lo mejor él también tendría un hermanito para el otoño. Estaba ovulando. Aunque no estaba obsesionada con el tema del nuevo embarazo, claro. Contar los días no era un síntoma de obsesión, pensó mientras se recogía el pelo, enredado por culpa del revolcón y porque todavía no se había peinado. Era una señal de que conocía bien su ciclo.

Cogió una sudadera y unos pantalones de chándal mientras miraba de reojo a Devin, que parecía haberse quedado transpuesto otra vez.

En el fondo estaba segura de que habían dado en la diana.

Encantada con la idea, se puso unos calcetines gruesos y le echó un vistazo al reloj que había dejado en el tocador.

—¡Por Dios, son más de las ocho! Anoche tuvimos que dejar a Hugh agotadito para que siga durmiendo a esta hora.

—Seguro que es por la lluvia —murmuró Devin.

—Sí, seguramente.

De todas formas, Rosie salió del dormitorio para echarle un vistazo tal como hacía todas las mañanas, ya estuvieran en casa o fuera. Enfiló el pasillo sin hacer ruido para no despertarlo, porque sería una bonificación extra poder tomarse la primera taza de café antes de oír el primer «mami» del día.

Se asomó al dormitorio de Hugh esperando verlo acurrucado con su conejito de peluche. Ver la cama vacía no la asustó. Podía haber ido a hacer pipí, igual que ella. Ya sabía hacerlo solo y no necesitaba pedirlo.

Tampoco se asustó al no encontrarlo en el cuarto de baño pequeño del fondo del pasillo. Como era muy madrugador, siempre lo animaban a jugar un ratito antes de que fuera a despertarlos. Normalmente lo escuchaba trastear con sus coches o hablar con los muñecos, pero la verdad era que había estado un poco distraída disfrutando del revolcón vacacional.

¡Por Dios! ¿Y si había mirado mientras lo estaban haciendo?, pensó al tiempo que bajaba la escalera. No, porque en ese caso habría entrado y les habría preguntado que a qué estaban jugando.

Contuvo una carcajada mientras entraba en la salita, esperando encontrarlo en el suelo y rodeado de juguetes.

No verlo le provocó el primer sobresalto.

Lo llamó, mientras caminaba más rápido aun a riesgo de resbalarse con los calcetines sobre el suelo de madera.

El pánico se le clavó en el estómago como si fuera un puñal.

La puerta de la cocina estaba abierta de par en par.

Poco después de las nueve Fiona Bristow aparcaba en la preciosa casita de alquiler situada en el corazón del Moran State Park. Caía una fina llovizna cuya insistencia prometía una búsqueda bastante embarrada. Le hizo una señal a su compañero para que se quedara en el vehículo y salió para acercarse a los agentes locales.

—Davey.

—Hola, Fi. Has llegado pronto.

—Estaba cerca. Los demás vienen de camino. ¿Vamos a usar la casa como campamento base o quieres que nos instalemos en otro lado?

—No, usaremos la casa. Supongo que querrás hablar con los padres, pero te resumo lo que sabemos hasta ahora. Hugh Cauldwell, tres años, rubio y ojos azules. La última vez que lo vieron llevaba un pijama de Spiderman.

Fiona notó el rictus tenso con que pronunció la última parte. Davey tenía un hijo de la misma edad que Hugh, y era muy probable que también tuviera un pijama de Spiderman.

—La madre se percató de su desaparición sobre las ocho y cuarto —siguió Davey—. Encontró la puerta trasera abierta. No había señales de que hubiera sido forzada ni tampoco de que hubiera entrado un intruso. La madre alertó al padre. Nos llamaron de inmediato y salieron a buscarlo llamándolo a gritos por los alrededores.

Y de esa manera habían echado a perder el posible rastro del niño, pensó Fiona. Pero ¿quién podía culparlos?

—Hemos hecho una búsqueda en la casa y las inmediaciones para descartar que está jugando al escondite. —Davey se volvió hacia ella. El agua le chorreaba por el ala de la gorra—. No está en casa y su madre dice que se ha llevado su conejito de peluche. Duerme con él y tiene la costumbre de llevarlo a todos lados. Hemos avisado a los guardas forestales. McMahon y Matt también están buscando —añadió, refiriéndose al sheriff y a un agente muy joven—. McMahon me dio permiso para llamarte y me asignó a la base.

—Nos prepararemos enseguida. Me gustaría hablar con los padres ahora, si te parece bien.

Davey señaló la casa.

—Están asustados, como es natural, y quieren salir a buscarlo. Me vendría bien un poco de ayuda para quitarles esa idea de la cabeza.

—Veré lo que puedo hacer.

Regresó junto al coche mientras meditaba al respecto y abrió la portezuela para que saliera su compañero. Peck bajó de un salto y entró en la casa con ella y con Davey.

Después de que Davey le hiciera un gesto con la cabeza, Fiona se acercó a la pareja, que al verla se levantó del sofá. La mujer aferraba un pequeño camión de bomberos.

—Señores Cauldwell, soy Fiona Bristow y pertenezco a la Unidad Canina de Búsqueda y Salvamento. Este es Peck —añadió al tiempo que le acariciaba la cabeza al labrador color marrón chocolate—. Los demás vienen de camino. Vamos a sumarnos a la búsqueda de Hugh.

—Tienen que salir ya. Ahora mismo. Solo tiene tres años.

—Sí, señora. Mi unidad al completo llegará en breve. Pero nos sería de gran ayuda contar con cierta información antes de salir.

—Ya se lo hemos dicho todo a la policía y a los agentes forestales —replicó Devin, cuya mirada se desvió hacia la ventana—. Necesito salir a buscarlo. Estamos perdiendo el tiempo.

—Señor Cauldwell, le aseguro que tanto la policía como los agentes forestales están haciendo todo lo posible para encontrar a Hugh. Nos han llamado porque la prioridad de todos es encontrarlo. Estamos entrenados para realizar este trabajo y su hijo es ahora nuestra principal preocupación. Coordinaremos la búsqueda con la policía y con los agentes forestales del parque. Pero necesito asegurarme de que cuento con toda la información posible para optimizar los recursos. Se dieron cuenta de la desaparición de Hugh a las ocho y cuarto, ¿correcto?

Los ojos de Rosie volvieron a llenarse de lágrimas.

—Debería haber ido a echarle un vistazo antes. Nunca duerme hasta más tarde de las siete. Debería…

—Señora Cauldwell… Rosie —se corrigió Fiona, empleando el nombre de pila para que su actitud fuera más reconfortante—, no se culpe. Los niños pequeños son curiosos por naturaleza, ¿verdad? ¿Hugh ha salido solo de casa alguna vez?

—Nunca, nunca. Pensaba que había bajado a jugar y después me di cuenta de que no estaba por ningún lado y fui a la cocina, y la puerta… la puerta estaba abierta. De par en par. Y yo no lo encontraba.

—Si pudiera enseñármelo… —Fiona le hizo un gesto a Peck para que las siguiera—. ¿Llevaba el pijama?

—De Spiderman. Tendrá frío, y estará empapado y asustado. —Sus hombros comenzaron a agitarse de camino a la cocina—. No entiendo qué pueden hacer ustedes que la policía no sea capaz de hacer.

—Somos otro recurso. Y Peck está adiestrado para esto. Ha participado en muchísimas búsquedas.

Rosie se enjugó las lágrimas de las mejillas.

—A Hugh le gustan los perros. Le gustan los animales. Si el perro ladra y él lo escucha, es posible que vuelva.

En vez de hablar, Fiona abrió la puerta trasera y se acuclilló para ver la panorámica desde la misma altura que la vería un niño de tres años. Un niño al que le gustaban los animales.

—Apuesto a que se ven muchos animales por aquí. Ciervos, zorros, conejos…

—Sí. Sí. Es diferente a Seattle. Le encanta mirar por las ventanas y desde el porche. Además, hemos salido a pasear en bici y a caminar.

—¿Hugh es tímido?

—No, para nada. Es un niño curioso y sociable. Atrevido. ¡Dios mío!

De forma instintiva, Fiona le pasó un brazo por los hombros al ver que se echaba a llorar.

—Rosie, si le parece bien, voy a prepararme aquí en la cocina. Necesito que me ayude, que me traiga cinco prendas de ropa que Hugh haya llevado hace poco. Los calcetines de ayer, la ropa interior, una camiseta… ese tipo de cosas. Cinco prendas de ropa pequeñas. Intente no manipularlas demasiado. Guárdelas aquí. —Le ofreció unas cuantas bolsas de plástico que sacó de su mochila—. La unidad canina está formada por cinco adiestradores y cinco perros. Cada uno usaremos una prenda de Hugh para que los perros conozcan su olor.

—Van a… ¿van a seguir su rastro?

Era mejor asentir sin más en vez de pararse a hablarle de lo que era un perro de venteo, de las partículas de olor humano y del cono de olor. El niño ya llevaba desaparecido más de una hora.

—Exacto. ¿Le da algún premio en particular cuando ha sido bueno? Algo que le guste mucho.

—No sé… —Rosie se pasó una mano por el pelo mientras miraba a su alrededor con expresión perdida—. Le gustan los gusanos de gominola.

—Genial. ¿Tiene?

—No sé… sí.

—Si fuera tan amable de traerme la ropa y las chucherías, se lo agradecería mucho —dijo Fiona con una sonrisa—. Voy a prepararlo todo. Mi unidad acaba de llegar y tenemos que coordinarnos.

—Vale, vale. Por favor, por favor… solo tiene tres años… —Y salió a la carrera de la cocina.

Fiona intercambió una mirada rápida con Peck y empezó a preparar la búsqueda.

Una vez que su equipo entró en la cocina, tanto el humano como el canino, lo puso en situación y empezó a asignar sectores de búsqueda mientras estudiaba los mapas. Conocía la zona como la palma de su mano.

Un paraíso para los que buscaban disfrutar de la tranquilidad y del paisaje, bien lejos de las calles atestadas de tráfico, de los edificios y de las multitudes, pensó. Un mundo lleno de peligros para un niño perdido. Arroyos, lagos y rocas. Casi cincuenta kilómetros de pistas de tierra, más de dos mil hectáreas de bosque en las que buscar a un niño de tres años y su conejito de peluche.

—Puesto que la llovizna es constante, será mejor trazar una cuadrícula pequeña para cubrir esta zona. —Como jefa del operativo, Fiona fue la encargada de trazar la cuadrícula en el mapa mientras Davey anotaba los datos que conocían en una pizarra blanca—. Algunas partes solaparán las zonas de los demás equipos de búsqueda, pero en nuestro caso tendremos que estar bien comunicados para no solaparnos a nosotros mismos.

—A estas horas estará empapado y tendrá mucho frío. —Meg Greene, madre de dos hijos y flamante abuela, miró a Chuck, su marido—. Angelito.

—Un niño de esa edad carece de sentido de la orientación. Estará en cualquier sitio —añadió James Hutton, que comprobaba su radio con el ceño fruncido.

—Puede echarse a dormir en cualquier sitio si se cansa y le da sueño. —Lori Dyson le hizo un gesto con la cabeza a su pastor alemán, Pip—. Así que no oirá a las patrullas de búsqueda que lo llaman a gritos, pero nuestros chicos lo olerán.

—Ese es el plan. ¿Todos tenéis las coordenadas? ¿Habéis comprobado las radios y las mochilas? Aseguraos de marcar vuestras posiciones con la brújula. Como Mai está en el quirófano por una urgencia, Davey se quedará en la base y asumirá el papel de jefe de operaciones, así que mantened el contacto con él a medida que cubráis el sector asignado. —Guardó silencio al ver que entraban los Cauldwell.

—Tengo… —A Rosie le temblaban los labios—. Tengo lo que me ha pedido.

—Genial. —Fiona se acercó a la aterrada madre y le colocó las manos en los hombros—. Sea fuerte. Todos los que están ahí afuera tienen un único objetivo en mente: encontrar a Hugh y traerlo de vuelta a casa. —Cogió las bolsas y se las pasó a los miembros de su equipo—. Muy bien, vamos a buscarlo.

Salió con los demás y se colocó su mochila. Peck se mantuvo a su lado, y el único indicio de que estaba ansioso por empezar fue un ligero temblor. Los cinco miembros de la unidad canina se separaron para comenzar la búsqueda en sus respectivos sectores y lo primero que hizo Fiona, al igual que sus compañeros, fue marcar su posición.

Acto seguido, abrió la bolsa que contenía un calcetín y se lo acercó a Peck para que lo olfateara.

—Este es Hugh. Es Hugh. Hugh es un niño, Peck. Este es Hugh.

Peck olfateó con entusiasmo, era un perro que sabía cuál era su trabajo. Después la miró, levantó el morro y olfateó el aire. Volvió a mirarla a los ojos y se estremeció como si estuviera diciendo: «Vale, lo tengo. ¡Vamos!».

—Busca a Hugh. —Le hizo la señal con la que le indicaba que se pusiera en marcha y Peck alzó de nuevo el morro—. ¡Vamos a buscar a Hugh!

Se mantuvo a la espera mientras Peck olfateaba en círculos y lo dejó que se moviera por los alrededores. La llovizna era un obstáculo, pero normalmente no suponía un problema para su perro.

Permaneció donde estaba, animándolo con su voz mientras Peck olfateaba y la lluvia caía sobre su impermeable, amarillo limón.

Al ver que Peck comenzaba a moverse hacia el este, lo siguió y se internó en la espesura.

A sus cinco años, Peck era un veterano. Un labrador de color chocolate y de treinta kilos de peso. Fuerte, listo e incansable. Sabía que buscaría durante horas sin importarle las condiciones climáticas ni el terreno, ni si la persona que buscaba estaba viva o muerta. Se limitaba a seguir las órdenes que ella le daba.

Se internaron juntos en la espesura y caminaron por un suelo blando y apelmazado por culpa de las agujas de los pinos de Oregón y de los vetustos cedros. Había setas por doquier y troncos huecos cubiertos de musgo verde. Y zarzas llenas de espinas. Mientras buscaban, Fiona se mantenía alerta al lenguaje corporal de su compañero, comprobaba su posición y anotaba las marcas del terreno. Peck la miraba cada pocos minutos para hacerle saber que seguía con su objetivo.

—Busca a Hugh. Vamos a buscar a Hugh, Peck.

Peck ladró para avisarla al llegar a una zona concreta y comenzó a olfatear alrededor de un tronco hueco.

—Has captado algo, ¿verdad? Muy bien. Buen chico.

Fiona marcó el lugar con cinta adhesiva azul brillante y se colocó al lado de Peck mientras inspeccionaba la zona y llamaba al niño a gritos. Después cerró los ojos y aguzó el oído.

Lo único que oyó fue el débil sonido de la lluvia y el susurro del viento entre los árboles.

Peck le dio con el hocico y ella se sacó del bolsillo la bolsa con el calcetín, la abrió y se la colocó al perro en el morro para que volviera a olerlo.

—Busca a Hugh —repitió—. Vamos a buscar a Hugh.

Peck se puso en marcha de nuevo y ella, ayudada por las botas de montaña que llevaba, pasó por encima del tronco para seguirlo. Al ver que el perro giraba hacia el sur, comunicó su nueva posición a la base y comprobó el progreso de los miembros de su equipo.

El niño llevaba fuera al menos dos horas, pensó. Toda una vida para unos padres preocupados.

No obstante, los niños de tres años carecían del sentido del tiempo. A esa edad, los niños eran inquietos y no siempre entendían el concepto de «perderse». Vagaban atraídos por lo que veían y escuchaban, y además poseían una considerable resistencia, de modo que tal vez pasaran horas antes de que Hugh se cansara de vagar y comprendiera que quería volver con mamá.

En ese momento vio que un conejo se ocultaba detrás de unos matorrales. Peck tenía demasiada dignidad como para dedicarle algo más que una mirada de reojo.

Pero ¿qué haría un niño pequeño?, pensó. Un niño que quería mucho a su «Bubbi», un niño al que le encantaban los animales. Un niño que según su madre estaba fascinado por el bosque. ¿No intentaría coger al conejito con la esperanza de jugar con él? ¿No intentaría seguirlo? Un niño de ciudad, pensó, fascinado por el bosque, por la vida salvaje y por lo que le rodeaba.

¿Cómo iba a resistirse?

Fiona entendía que todo fuera mágico para el niño. Ella había sido una niña de ciudad, y se sintió hipnotizada y encantada por las luces y las sombras entre los árboles, por la inmensidad de los árboles, de las colinas y del mar.

Un niño podría perderse con suma facilidad en las hectáreas y hectáreas de bosque.

Tiene frío, pensó. Tiene hambre y está asustado. Quiere a su madre.

Siguieron a pesar de que comenzó a llover más fuerte. El perro, incansable; la mujer, ataviada con unos pantalones gruesos y unas botas más gruesas todavía. La coleta pelirroja le caía empapada por la espalda. Sus ojos, azules como el agua de un lago, escrutaban la penumbra.

Al ver que Peck doblaba de nuevo y comenzaba a bajar una cuesta, trazó la ruta en su cabeza. Si seguían en esa dirección, a unos cuatrocientos metros se toparían con el arroyo que marcaba el límite sudeste de su zona. Chuck y su perro Quirk eran los encargados de rastrear la otra orilla. En esa época del año el agua del arroyo que corría por la quebrada iría rápido y estaría helada, y además las orillas estarían resbaladizas por culpa del musgo y de la lluvia.

Ojalá el niño no se hubiera acercado a esa zona y no intentara cruzarlo, que era todavía peor.

En ese momento se percató de que el viento había cambiado.

¡Joder!, pensó.

En fin, tendrían que adaptarse. Volvería a enseñarle el calcetín a Peck y le daría un descanso para beber agua. Llevaban casi dos horas de rastreo, y aunque el perro había dado la alerta en tres lugares distintos, ella no había encontrado ningún rastro del niño. Ni un trozo de tela trabado en una zarza, ni una sola huella en la tierra húmeda. Había marcado los lugares que Peck había señalado en color azul, había trazado la ruta seguida con cinta naranja y sabía que habían pasado sobre su propio rastro un par de veces.

Decidió que comprobaría los progresos de Chuck. Si Peck había encontrado el rastro y el niño cruzaba el arroyo…

Nada de pensar que se había caído al agua. Todavía no.

Peck volvió a ladrar antes de que cogiera la radio. En esta ocasión incluso echó a correr después de lanzarle una rapidísima mirada para avisarla.

Una mirada que bastó para que ella captara el brillo en sus ojos.

—¡Hugh! —gritó para hacerse escuchar por encima del repiqueteo de la lluvia y del aullido del viento.

No escuchó al niño, pero Peck ladró tres veces.

Al igual que había hecho el perro, Fiona salió corriendo.

Se resbaló mientras doblaba hacia el sur en la pendiente.

Y cerca del crecido arroyo, demasiado cerca para su tranquilidad mental, vio a un niño empapado de agua y tendido en el suelo mientras abrazaba a Peck.

—¡Hola, Hugh! —Se acercó a la carrera y se acuclilló mientras se quitaba la mochila del hombro—. Soy Fiona y este es Peck.

—Perrito —dijo el niño mientras lloraba abrazado al perro—. Perrito.

—Es un buen perrito. Es el mejor perrito del mundo.

Mientras Peck meneaba la cola a modo de asentimiento, Fiona sacó una manta térmica de la mochila.

—Voy a taparte y a… a Bubbi. ¿Ese es Bubbi?

—Bubbi se ha caído.

—Ya lo veo. No pasa nada. Dentro de nada estaréis los dos calentitos, ¿vale? ¿Te has hecho daño? Oh, oh… —añadió con voz alegre mientras le colocaba la manta alrededor de los hombros, nada más ver el barro y la sangre que tenía en los pies—. Tienes pupa, ¿eh? Pero vamos a curarte ahora mismo.

Sin dejar de abrazar a Peck, Hugh volvió la cara y la miró con una expresión llorosa.

—Quiero a mamá —dijo mientras le temblaba el labio inferior.

—Claro que sí. Peck y yo vamos a llevarte con mamá. Mira lo que mamá nos ha dado para ti. —Sacó la bolsita que contenía los gusanos de gominola.

—He sido malo —dijo el niño todavía aferrado a Peck, aunque sus ojos se clavaron con interés en las chucherías.

—Mamá no está enfadada. Ni papá. Toma. —Le dio la bolsa y sacó la radio.

El niño le ofreció un gusano a Peck, y el perro miró a Fiona de reojo.

«¿Puedo, eh? ¿Puedo?»

—Muy bien, y da las gracias.

Peck cogió con mucho cuidado el gusano que el niño le ofrecía, se lo tragó sin masticar y se lo agradeció con un lametón que hizo las delicias de Hugh.

Fiona se puso en contacto con la base, conmovida por el sonido de esa risa.

—Lo tenemos. Sano y salvo. Dile a la madre que se está comiendo sus gusanos de gominola y que nos vamos de vuelta a casa. —Le guiñó un ojo al niño, que en ese momento le estaba dando un gusano a su empapado y sucísimo conejito de peluche, aunque acabó comiéndoselo él mismo—. Tiene unos cuantos arañazos y cortes sin importancia y está mojado, pero responde bien. Cambio.

—Recibido. Buen trabajo, Fi. ¿Necesitas ayuda? Cambio.

—Estamos bien. Nos ponemos en marcha. Te mantendré informado. Cambio y corto. Será mejor que bebamos un poco para bajar las chuches —sugirió al tiempo que le ofrecía la cantimplora a Hugh.

—¿Qué es?

—Agua.

—Me gusta el zumo.

—Pues en cuanto llegues a casa, te daremos uno. Bebe un poquito, ¿vale?

El niño la obedeció y después se sorbió la nariz.

—He hecho pis fuera, como me enseñó papá. No me he hecho pis en los pantalones.

Fiona le sonrió y recordó los lugares marcados por Peck.

—Muy bien hecho. ¿Te apetece volver a casa a caballito?

De la misma forma que había sucedido con las chucherías, sus ojos se iluminaron al escucharla.

—Vale.

Fiona lo envolvió mejor con la manta y después se volvió para que el niño pudiera subirse a su espalda.

—Puedes llamarme Fi. Si necesitas algo, solo tienes que decirme: «Fi, quiero esto» o «Fi, necesito aquello».

—Perrito.

—Él también viene con nosotros. Irá delante. —Fiona acarició a Peck antes de levantarse y después le dio un buen abrazo—. Bien, Peck. ¡Muy bien! ¡Vámonos!

Con la mochila al hombro y el niño a la espalda, los tres emprendieron el camino de vuelta por el bosque.

—¿Abriste tú solo la puerta, Hugh?

—Fui malo —murmuró.

Pues sí, pensó ella. ¿Quién no lo había sido alguna vez?

—¿Qué viste por la ventana?

—Muchos Bubbis. Bubbi me dijo que quería ver más Bubbis.

—Ajá.

Era un chico listo. Le echaba la culpa al conejo.

A partir de ese momento Hugh comenzó a parlotear, tan rápido y con esa lengua de trapo propia de los niños que le impedía reconocer una palabra de cada tres. Pero más o menos captó el significado.

Mamá y papá estaban durmiendo, había conejitos al otro lado de la ventana. ¿Qué iba a hacer el pobre? Después, si no lo había entendido mal, la casa desapareció y no pudo encontrarla. Mamá no vino cuando la llamó. Había sido malo y tendría que pensar un rato. Y no le gustaba cuando mamá decía que tenía que pensar un rato.

Lo entendió perfectamente, porque el simple hecho de pronunciar «pensar un rato» hizo que hundiera la cara en su espalda y se echara a llorar.

—Bueno, pero si tienes que pensar un rato, también tendrá que pensar Bubbi. ¡Hala, mira, Hugh! ¡Bambi con su mami!

El niño levantó la cabeza entre sollozos. Pero las lágrimas quedaron olvidadas con un chillido en cuanto vio a la cierva y al cervatillo. Después suspiró y apoyó la cabeza en su hombro cuando ella lo levantó un poco.

—Tengo hambre.

—Es normal. Te has ido de aventuras. —Se las arregló como pudo para sacar una barrita energética de la mochila.

Tardaron mucho menos en regresar que mientras rastreaban, pero para cuando los troncos de los árboles comenzaron a estar más separados, el niño le pesaba una tonelada.

Una vez descansado, reavivado y fascinado por todo lo que veía, Hugh hablaba hasta por los codos. Encantada, Fiona se lo permitió mientras soñaba con un tanque de café, con una hamburguesa gigantesca y con un balde de patatas fritas.

Al distinguir la casa entre los árboles, sacó fuerzas y apretó el paso. Apenas habían salido de la linde del bosque cuando vio que Rosie y Devin salían corriendo.

Fiona se acuclilló.

—Abajo, Hugh. Corre con mami. —Se quedó donde estaba y abrazó a Peck, que en ese momento meneaba todo el cuerpo por la alegría—. Sí —le dijo en voz baja mientras Devin superaba a su mujer con un par de zancadas y levantaba en brazos a su hijo. Al cabo de un instante los tres estaban abrazados y lloraban a lágrima viva—. Sí, ha sido un buen día. Eres un genio, Peck.

Rosie volvió a la casa con su hijo a salvo entre sus brazos. Devin se apartó de ellos y se acercó a Fiona trastabillando.

—Gracias. No sé cómo…

—De nada. Es un niño estupendo.

—Es… lo es todo. Muchísimas gracias. —Se le llenaron los ojos de lágrimas. La abrazó y, al igual que había hecho su hijo, le apoyó la cabeza en el hombro—. No sé cómo agradecérselo.

—Ya lo ha hecho. —Notó el escozor de las lágrimas en los ojos mientras le daba unas palmaditas en la espalda—. Fue Peck quien lo encontró. Es un perro genial. Y le alegraría mucho que le estrechara usted la pata.

—¡Vaya! —Devin se pasó una mano por la cara y respiró hondo unas cuantas veces para tranquilizarse—. Gracias, Peck. Gracias. —Se acuclilló y le tendió la mano.

Peck sonrió como solo los perros podían hacerlo y le dio una pata.

—¿Puedo…? ¿Puedo abrazarlo?

—Le va a encantar.

Devin abrazó a Peck con un sentido y entrecortado suspiro, y hundió la cara en su pelo. El perro miró a Fiona por encima del hombro de Devin con expresión alegre.

«¿A que ha sido divertido? —parecía estar preguntándole—. ¿Podemos repetirlo?»

Capítulo 2

2

Después de informar de la misión, Fiona regresó a casa mientras Peck se echaba una siesta en el asiento trasero para recuperar fuerzas. Se la había ganado, pensó, de la misma manera que ella se había ganado la hamburguesa que se iba a preparar y devorar en cuanto pasara sus notas al ordenador.

Tenía que llamar a Sylvia, decirle a su madrastra que habían encontrado al niño y que después de todo no hacía falta que la sustituyera en las clases de la tarde.

Por supuesto, una vez hecho el trabajo duro, pensó, la lluvia había decidido dar una tregua. Ya se veían unos cuantos claros entre las nubes grises.

Café caliente, decidió, una ducha caliente, el almuerzo y el papeleo, y con un poco de suerte disfrutaría de buen tiempo durante la tarde.

Mientras se alejaba del parque atisbó el tenue brillo de un arco iris a través de las gotas de lluvia. Una buena señal, se dijo. Tal vez incluso fuera el anuncio de cosas maravillosas. Unos cuantos años antes su vida era como la lluvia, aburrida, gris y lúgubre. La isla había sido su claro entre las nubes, y la decisión de mudarse allí le había dado la opción de ver el arco iris de vez en cuando.

—Ahora tengo lo que necesito —murmuró—. Y si hay más… En fin, ya se verá.

Abandonó la serpenteante carretera para enfilar el camino de entrada a su propiedad, lleno de baches. Al reconocer el cambio en la marcha, Peck gimoteó y se incorporó. El perro comenzó a golpear el asiento con el rabo mientras cruzaban el estrecho puente que pasaba por encima del cristalino arroyo. Cuando la casa apareció ante ellos, empezó a mover el rabo con más ahínco y ladró un par de veces de felicidad.

Su casita de muñecas, forrada de cedro y con numerosas ventanas, destacaba en su trocito de bosque y campiña. El patio tenía una suave pendiente, y contenía lo que ella consideraba las zonas de adiestramiento. Toboganes, balancines, escaleras, plataformas, túneles y aros combinados con bancos, columpios construidos con ruedas y rampas que daban la impresión de ser un parque infantil en pleno bosque.

No era muy distinto, pensó. Solo que era para niños de cuatro patas.

Los otros dos niños, de los tres que tenía, estaban en el porche delantero, meneando los rabos y dando saltos. En su opinión, una de las mejores cualidades de los perros era su alegría absoluta al ver regresar a su amo a casa, ya hubiera faltado cinco minutos o cinco días. Era un amor incondicional e infinito.

Aparcó y rodearon el coche presas de la emoción canina, mientras que en el interior Peck se moría de ganas por reunirse con sus amigos.

Salió del coche y fue recibida por un sinfín de caricias con los hocicos y mucho meneo de rabo.

—Hola, chicos. —Los acarició antes de abrir la puerta trasera.

Peck salió de un salto y el festival del amor dio comienzo.

Se olieron, se gruñeron juguetonamente, se chocaron los unos con los otros y después se persiguieron a toda velocidad. Mientras cogía la mochila, los tres perros se alejaron a la carrera, trazando círculos y zigzagueando, antes de regresar junto a ella.

Siempre listos para jugar, pensó mientras los tres pares de ojos la miraban con expresión esperanzada.

—Pronto —prometió—. Necesito darme una ducha, cambiarme de ropa y comer. Vamos adentro. ¿Qué decís? ¿Queréis entrar?

Como respuesta los tres perros salieron disparados hacia la puerta.

Newman, un labrador color amarillo que con sus seis años era el mayor de los tres, y el más digno, lideraba la manada. Bogart, el más pequeño, un labrador negro de tres años, tuvo que pararse un momento para recoger su cuerda.

Alguien quería jugar al tira y afloja.

Se arremolinaron tras ella, golpeando con las patas el suelo de madera. Tenía tiempo, pensó tras echarle una miradita al reloj. Pero no demasiado.

Soltó la mochila en el porche, ya que tenía que reemplazar la manta térmica antes de guardarla. Mientras los perros rodaban por el suelo, encendió el fuego que había apagado antes de marcharse y añadió otro leño. Se quitó la chaqueta mojada mientras lo veía prender.

Perros por el suelo y fuego en la chimenea hacían que la estancia fuera acogedora, se dijo. Sintió la tentación de enroscarse en el diván y disfrutar de una buena siesta.

No había tiempo, se recordó antes de decidir qué le apetecía más: ropa seca o comida. Tras el debate interno, decidió comportarse como una adulta y cambiarse de ropa en primer lugar. No había puesto un pie en la escalera cuando los tres perros ladraron para avisarla. Segundos después escuchó el traqueteo del puente.

—¿Quién será?

Se acercó a la ventana seguida de cerca por su manada.

No reconocía la camioneta azul, y en una isla del tamaño de Orcas no había muchos desconocidos. Su primer pensamiento fue que se trataba de un turista que se había perdido y necesitaba orientación.

Resignada, salió al porche y les ordenó a los perros que se quedaran allí.

Vio que un hombre bajaba del coche. Alto, abundante pelo oscuro, botas usadas, vaqueros desgastados, piernas muy largas… Guapo, se dijo, con facciones marcadas y una barba de por lo menos un día que indicaba que había estado demasiado ocupado como para afeitarse esa mañana, o que no había tenido ganas de hacerlo. Mostraba una expresión de frustración o enfado, tal vez una mezcla de ambas emociones, mientras se pasaba una mano por el pelo.

Manos grandes, se fijó, que remataban unos brazos largos.

Al igual que las botas, la chaqueta de cuero que llevaba tenía sus años. Pero la camioneta parecía nueva.

—¿Necesita ayuda? —le preguntó desde el porche, momento en el que el hombre dejó de mirar el parque de adiestramiento con el ceño fruncido para girarse hacia ella.

—¿Fiona Bristow? —Su voz tenía un deje extraño, aunque no era enfado, sino más bien irritación lo que veía en su cara.

Detrás de ella Bogart gimió.

—Pues sí.

—¿Adiestradora de perros?

—La misma. —Bajó del porche cuando él echó a andar hacia ella, con la vista clavada en sus tres guardianes—. ¿En qué puedo ayudarlo?

—¿Ha adiestrado a esos tres?

—Sí.

Sus ojos verdosos, como un mar cálido y embravecido, se clavaron de nuevo en ella.

—Pues está contratada.

—¡Genial! ¿Para qué?

El desconocido señaló sus perros.

—Como adiestradora de perros. Pídame lo que quiera.

—Vale. Abramos la negociación en un millón de dólares.

—¿Aceptaría un pago a plazos?

La pregunta le arrancó una sonrisa.

—Podemos discutirlo… Vamos a empezar por el principio. Soy Fiona Bristow —dijo al tiempo que le tendía la mano.

—Lo siento. Simon Doyle.

Manos de trabajador, pensó cuando esa mano dura y encallecida tocó la suya. En ese momento se le encendió una bombilla.

—Claro, el artista de la madera.

—Suelo hacer muebles.

—Muebles geniales. Compré uno de tus cuencos hace unas cuantas semanas. Soy incapaz de resistirme a un buen cuenco. Mi madrastra vende tus productos en su tienda. Arte Isleño.

—Sylvia, sí. Es maravillosa. —Obvió el halago, la cháchara. Era un hombre con un objetivo—. Ella me ha recomendado que venga a verte. En fin, ¿qué porcentaje del millón necesitas a cuenta?

—¿Dónde está el perro?

—En la camioneta.

Miró más allá del recién llegado y ladeó la cabeza. Por fin veía al cachorro a través de la ventanilla. Le pareció una mezcla de labrador con golden retriever… y estaba muy ocupado en ese momento.

—Tu perro se está comiendo la camioneta.

—¿Qué? —Dio media vuelta—. ¡Mierda!

Mientras salía disparado hacia la camioneta, ella les hizo una señal a sus perros para que se quedaran donde estaban y después lo siguió. La mejor forma de averiguar qué clase de hombre era, qué tipo de perro tenía y qué relación había entre ellos era ver cómo manejaba la situación.

—Por el amor de Dios. —Abrió la puerta de un tirón—. ¡Joder! ¿Se puede saber qué te pasa?

El cachorro, que no tenía ni pizca de miedo ni parecía muy arrepentido, saltó a los brazos de su amo y empezó a comerle la cara a besos.

—Ya vale. ¡Para! —El hombre lo alejó de sí y el perro comenzó a menear el rabo, a agitarse y a ladrar encantado.

—Acabo de comprar la camioneta. Se ha comido el reposacabezas. ¿Cómo se ha podido comer el reposacabezas en menos de cinco minutos?

—Un cachorro tarda unos diez segundos en aburrirse. Los cachorros aburridos muerden cosas. Los cachorros felices muerden cosas. Los cachorros tristes muerden cosas.

—Qué me vas a contar —replicó Simon con rencor—. Le he comprado un montón de mordedores, pero se empeña en cebarse con los zapatos, los muebles, las puñeteras piedras y todo lo demás… incluidas ciertas partes de mi camioneta nueva. Toma. —Le pasó el cachorro a Fiona—. Haz algo.

Fiona acunó al cachorro, que de inmediato comenzó a darle besos como si fueran amantes que se reencontraban. Captó un ligero aroma a cuero en su cálido aliento.

—¡Qué cosa más bonita! ¡Qué perrito más guapo!

—Es un monstruo —masculló Simon—. Un escapista que no duerme. Si lo pierdo de vista dos minutos, se come algo, rompe algo o hace sus necesidades en el lugar más inapropiado. No he tenido paz desde hace tres semanas.

—Ajá. —Abrazó al cachorro—. ¿Cómo se llama?

Simon le lanzó una mirada al cachorro no precisamente tierna.

—Tiburón.

—Muy apropiado. En fin, vamos a ver de qué pasta está hecho. —Se agachó con el cachorro en los brazos y les hizo una señal a sus perros para que se movieran. Mientras estos se acercaban, dejó el cachorro en el suelo.

Algunos cachorros se acobardaban, otros se escondían y otros huían. Sin embargo, había otros, como Tiburón, que eran más duros. Se abalanzó sobre los tres perros, ladrando de alegría y meneando el rabo. Los olisqueó mientras ellos lo olían, se estremeció por la emoción y comenzó a mordisquearles las patas y los rabos.

—Un soldadito valiente —murmuró Fiona.

—Es intrépido. Haz que tenga miedo.

Fiona suspiró y meneó la cabeza.

—¿Por qué tienes perro?

—Porque me lo ha regalado mi madre. Ahora no puedo librarme de él. Me gustan los perros, de verdad. Te cambio mi cachorro por uno de los tuyos ahora mismo. El que tú quieras.

Fiona guardó silencio un momento mientras observaba esas facciones tan marcadas.

—No estás durmiendo mucho, ¿verdad? —le preguntó por fin.

—La única manera que tengo de dormir una hora seguida es meterlo en la cama conmigo. Ya ha destrozado todas las almohadas que tenía. Y ahora le ha dado por el colchón.

—Deberías intentar acostumbrarlo a un transportín.

—Le compré uno. Se lo comió. O se lo comió lo bastante como para escapar. Supongo que tendría que arrastrarse como una serpiente para salir. No puedo trabajar. No sé si tiene alguna malformación cerebral o si es directamente un psicópata.

—Solo es un cachorrito que necesita muchas horas de juego, mucho cariño, mucha paciencia y mucha disciplina —señaló mientras Tiburón intentaba montar a Newman de nuevo, aferrándolo por una pata.

—¿Por qué hace eso? Intenta montar cualquier cosa. Si es un cachorrito, ¿por qué está pensando en tirarse a todo lo que se menea?

—Es el instinto… y su forma de mostrarse dominante. Quiere ser el perro que manda. ¡Bogart! ¡Trae la cuerda!

—¡Dios, no quiero colgarlo! No del todo —dijo Simon mientras el labrador negro corría al porche y atravesaba la puerta abierta.

El perro salió con la cuerda entre los dientes, se acercó a ella y se la dejó a los pies. Cuando se agachó para cogerla, Bogart se inclinó sobre las patas delanteras con el trasero en alto y empezó a menear el rabo.

Fiona cogió la cuerda y la agitó. Bogart dio un salto y agarró la cuerda, de la que empezó a tirar entre gruñidos, jugando con todas sus fuerzas al tira y afloja.

Tiburón se olvidó de Newman y cogió impulso para saltar en busca de la cuerda, pero falló y cayó de espaldas. Giró sobre sí mismo y saltó de nuevo, con el hocico bien abierto y meneando el rabo como un loco.

—¿Quieres la cuerda, Tiburón? ¿Quieres la cuerda? ¡Juega! —La bajó para que el cachorro pudiera alcanzarla y cuando este la tuvo bien sujeta entre los dientes, la soltó.

Bogart dio un tirón que levantó al cachorro del suelo. Tiburón se sacudió con fuerza, pero se negó a soltar la cuerda, como un pez peludo que estuviera enganchado en un anzuelo.

Era decidido, se dijo Fiona, y le gustó ver que Bogart se agachaba para que el cachorro pudiera tocar el suelo antes de ajustar su fuerza a la de Tiburón, más pequeño.

—Peck, Newman, coged las pelotas. ¡Coged las pelotas!

Al igual que su compañero, Peck y Newman se alejaron a la carrera. Regresaron con sendas pelotas de tenis amarillas y se las dejaron a los pies.

—¡Newman, Peck, a correr! —Se apresuró a lanzar las dos pelotas para que los perros pudieran salir en su busca.

—Buen brazo. —Simon observó cómo los perros recogían las pelotas de tenis y regresaban a toda prisa.

A continuación, Fiona imitó el sonido de un beso, logrando que Tiburón ladeara la cabeza, aunque no soltó la cuerda. Lanzó las pelotas al aire en un par de ocasiones, atenta a lo que hacía el cachorro.

—¡A correr! —repitió.

Cuando los otros dos perros echaron a correr, el cachorro salió detrás de ellos.

—Tiene un instinto para el juego muy fuerte… y eso es bueno. Solo tienes que dirigirlo. ¿Ya lo has llevado al veterinario? ¿Está vacunado?

—Tiene todas las vacunas al día. Dime que te lo vas a quedar. Te pagaré la estancia y la comida.

—La cosa no funciona así. —Mientras hablaba, Fiona recogió las pelotas de tenis que le habían devuelto y se las lanzó de nuevo—. Si lo acepto a él, te acepto a ti. Ahora sois un binomio. Si no vas a comprometerte con el perro, con su adiestramiento, con su salud y su bienestar, te ayudaré a encontrar un buen hogar para él.

—No soy de los que tiran la toalla. —Simon se metió las manos en los bolsillos mientras ella volvía a lanzar las pelotas—. Además, mi madre… No quiero ni pensarlo. Se le ha metido en la cabeza que como me he mudado aquí, necesito compañía. O una mujer o un perro. Como no puede regalarme una esposa, me ha… —Simon frunció el ceño al ver que el perro más claro dejaba que el cachorro cogiera la pelota. Con paso triunfal, Tiburón la llevó de vuelta.

—La ha cogido.

—Así es. Pídesela.

—¿Cómo dices?

—Que le pidas la pelota. Agáchate, extiende la mano y dile que te dé la pelota.

Simon se agachó y extendió la mano.

—Dame la…

Tiburón saltó a su regazo, casi tirándolo de espaldas en el proceso, y le estampó el hocico, en el que llevaba la pelota, en la cara.

—Dile «Abajo» —dijo Fiona, que tuvo que morderse la lengua para no echarse a reír, porque la expresión de Simon Doyle dejaba bien claro que la situación no le hacía gracia—. Déjalo en el suelo, sentado. Sujétalo con firmeza pero sin hacerle daño y quítale la pelota del hocico. Cuando tengas la pelota en la mano, dile «Bien». Repítelo varias veces, con entusiasmo. Y sonríe.

Simon la obedeció, aunque era más fácil decirlo que hacerlo cuando el perro en cuestión se retorcía como un gusano.

—Ya ves, ha cogido una pelota y te la ha traído de vuelta. Tienes que usar trocitos de comida y muchos mimos, y las mismas órdenes una y otra vez. Ya le cogerá el tranquillo.

—Los trucos son estupendos, pero me interesa mucho más enseñarle a no destrozar la casa. —Le lanzó una mirada rencorosa al reposacabezas—. Ni la camioneta.

—Seguir cualquier orden es un asunto de disciplina. Aprenderá a hacer lo que le pides si le enseñas jugando. El cachorro quiere jugar… quiere jugar contigo. Recompénsalo, con juegos y con comida, con elogios y mimos, y aprenderá a respetar las normas de la casa. Quiere complacerte —añadió cuando el cachorro se puso panza arriba—. Te quiere.

—Pues lo lleva claro, porque de momento nuestra relación ha sido corta y tempestuosa.

—¿Quién es su veterinario?

—Funaki.

—Mai es la mejor. Me gustaría tener una copia del historial veterinario para mis archivos.

—Te la conseguiré.

—Lo mejor es que compres recompensas para cachorros… de las que se puede tragar de golpe en vez de tener que estar masticando mucho. Gratificación instantánea. También te hace falta un collar de cabeza y una correa, además del collar normal.

—Tenía una correa. Se la…

—Comió —terminó ella—. Es muy habitual.

—Estupendo. ¿Un collar de cabeza? ¿Como un bozal?

La expresión de Simon le resultó fácil de interpretar y comprendió que estaba pensando en un bozal. Sin embargo, se llevó una sorpresa al ver que Simon fruncía el ceño y rechazaba la idea.

—No. Es una especie de arnés, y es muy suave y efectivo. Tienes que usarlo en las sesiones de adiestramiento aquí y también en casa. En vez de presionar la garganta, presiona, muy levemente, en puntos relajantes. Ayuda a convencer al perro para que camine con normalidad, sin que vaya dando tirones, ayuda a que obedezca. Él tendrá más control y a ti te ayudará a entablar una relación con tu cachorro.

—Por mí perfecto siempre que funcione.

—Te aconsejo que sustituyas o arregles el transportín y que consigas un arsenal de mordedores y de huesos de cuero prensado. La cuerda siempre funciona, pero también te vendrán bien pelotas de tenis, los huesos que te he comentado antes y demás. Te daré una lista de recomendaciones básicas y de requisitos para el adiestramiento. Tengo que dar una clase en… —Miró el reloj—. ¡Joder! En media hora. Y no he llamado a Syl. —Cuando Tiburón quiso treparle por la pierna, se limitó a agacharse y a sentarlo—. Siéntate. —Y como no tenía una recompensa que darle, lo sujetó mientras lo acariciaba y le decía lo bien que lo había hecho—. Puedes quedarte si te viene bien. Lo apuntaré.

—No traigo conmigo el millón de dólares.

Fiona liberó al cachorro antes de cogerlo en brazos para acunarlo.

—¿Llevas treinta encima?

—Seguramente.

—Treinta dólares por una sesión grupal de treinta minutos. ¿Cuántos meses tiene, tres?

—Más o menos.

—Ya nos las apañaremos. Es un curso de veintiocho semanas. Ya llevas dos de retraso. Te haré algún hueco para darte clases individuales y poneros al día. ¿Te parece bien?

Simón se encogió de hombros.

—Es más barato que comprar una camioneta nueva.

—Muchísimo más, sí. Te prestaré una correa y un collar de cabeza mientras se lo compras todo. —Sin soltar al cachorro, Fiona echó a andar hacia la casa.

—¿Qué te parece si te pago cincuenta y trabajas con él en sesiones individuales?

Lo miró de reojo.

—No trabajo así. No es el único que necesita adiestramiento. —Lo condujo a la casa antes de entregarle el cachorro—. Acompáñame. Tengo correas y collares de sobra, y te hacen falta algunas recompensas. Pero antes tengo que hacer una llamada.

Fiona pasó de largo frente a la cocina y se dirigió a la estancia que usaba como almacén, donde los collares, las correas y los cepillos estaban ordenados según tipo y tamaño, y los juguetes y las recompensas se encontraban alineados en las estanterías.

A Simon le recordó a una tienda para animales.

Fiona miró de reojo a Tiburón cuando el cachorro se retorció en brazos de su dueño e intentó morderle la mano.

—Haz esto. —Se volvió hacia el cachorro y le cerró el hocico suavemente, con el índice y el pulgar—. No. —Y sin apartar la mirada de los ojos del perro, cogió de su espalda un hueso de cuero prensado—. Esto es tuyo. —Cuando el cachorro lo atrapó con los dientes, asintió con la cabeza—. ¡Muy bien! Venga, déjalo en el suelo. Cuando te muerda o muerda algo que no debe, haz lo que yo acabo de hacer. Regáñalo, dale una orden oral y sustituye lo que sea que esté mordiendo con algo suyo. Dale refuerzos positivos. A todas horas. Elige un collar y una correa que le valgan —dicho lo cual se fue a la cocina, cogió el teléfono y apretó el botón de marcación rápida que le tenía asignado a su madrastra—. ¡Mierda! —masculló cuando saltó el buzón de voz—. Syl, espero que no vengas ya de camino. Se me ha ido el santo al cielo y se me ha olvidado llamarte. Estoy en casa. Hemos encontrado al niño. Está bien. Se puso a perseguir un conejo y se perdió, pero solo se ha llevado un susto. Al grano, si vienes de camino, nos veremos aquí. Si no, gracias por ofrecerte a sustituirme y ya te llamaré después. Adiós.

Colgó, y cuando se volvió vio a Simon en la puerta, con un collar de cabeza pequeño en la mano y una correa en la otra.

—¿Vale esto?

—Debería servir, sí.

—¿De qué niño hablabas?

—¿Cómo? Ah, sí, de Hugh Cauldwell… sus padres y él estaban en el parque natural, pasando unos días de vacaciones. Salió de la casita de alquiler y se adentró solo en el bosque esta mañana, mientras sus padres seguían dormidos. ¿No te has enterado?

—No. ¿Debería?

—Claro, estamos en Orcas. Da igual. El asunto es que está bien y que ha vuelto a casa sano y salvo.

—¿Trabajas con los agentes forestales?

—No. Soy una voluntaria de la Unidad Canina de Búsqueda y Salvamento.

Simon señaló los tres perros, que estaban tendidos en el suelo de la cocina como si estuvieran muertos.

—¿Y ellos también?

—Ajá. Están adiestrados y acreditados. Y te aseguro que Tiburón sería un buen candidato para recibir adiestramiento como perro de búsqueda.

Simon resopló, aunque podría haber sido una carcajada.

—Claro, claro.

—Juguetón, curioso, valiente, amistoso, con buena condición física… —Enarcó las cejas cuando el cachorro soltó su nuevo juguete para atacar los cordones de las botas de su dueño—. Enérgico. ¿Ya has olvidado tu adiestramiento, humano?

—¿Cómo?

—Regañar, sustituir y elogiar.

—¡Ah!

Simon se agachó y repitió la secuencia de movimientos que ella le había enseñado. Tiburón agarró el juguete antes de escupirlo y lanzarse de nuevo hacia los cordones.

—Insiste una y otra vez. Tengo que coger unas cosas. —Hizo ademán de marcharse, pero se detuvo—. ¿Sabes cómo funciona esa cafetera?

Él miró el objeto en cuestión, que estaba en la encimera.

—Seguro que puedo averiguarlo.

—Hazlo, por favor. Café solo, con una de azúcar. Estoy que me caigo.

Simon observó ceñudo a Fiona mientras se alejaba.

Aunque ya llevaba unos meses en la isla, no acababa de acostumbrarse a que la gente dejara las puertas abiertas y fuera tan amable. Le decían a un completo desconocido que entrara en su casa, pensó, y ya que estaba allí que le hiciera un café mientras lo dejaba a solas.

Esa mujer solo contaba con su palabra de que era quien decía ser, y además nadie sabía que estaba allí. ¿Qué habría pasado si fuera un psicópata? O un violador. De acuerdo que había tres perros, se dijo Simon mientras les echaba otro vistazo. Pero de momento los animales habían sido muy simpáticos, tan amables como su dueña.

Y en ese instante estaban roncando.

Se preguntó cómo podía convivir con tres perros cuando él a duras penas toleraba a uno. Bajó la vista y se percató de que el cachorro había dejado de morderle los cordones porque se había quedado dormido sobre la bota, con los cordones todavía entre los dientes.

Con el mismo sigilo que emplearía un hombre al alejarse de un oso pardo, Simon apartó la bota poco a poco, conteniendo el aliento, hasta que el cachorro se deslizó al suelo con suavidad.

Estaba fuera de combate.

Algún día encontraría el modo de vengarse de su madre, pensó mientras se acercaba a la cafetera. Algún día.

Examinó la cafetera, comprobó el depósito de café y el de agua. Cuando la puso en marcha, el estruendo del molinillo hizo que el cachorro se despertara y se pusiera a ladrar como un loco. Al otro lado de la estancia, los otros perros irguieron las orejas. Uno de ellos incluso bostezó.

El movimiento hizo que Tiburón se pusiera a dar saltos de alegría antes de salir disparado hacia la manada como una bala.

Mientras los perros rodaban por el suelo, se olisqueaban y se lamían, Simon se preguntó si podría llevarse prestado uno. Tal vez alquilarlo, se dijo. En calidad de niñera.

Como los armaritos de la cocina tenían las puertas de cristal, no le costó encontrar dos tazas de un brillante tono azul cobalto. Tuvo que abrir un par de cajones hasta dar con los cubiertos, pero así tuvo oportunidad de quedarse maravillado. Los cajones estaban ordenados y organizados.

¿Cómo lo conseguía esa mujer? Él llevaba en la casa unos pocos meses y parecía que un tornado había pasado por los cajones de su cocina. Nadie debería ser tan organizado. No era normal.

Aunque era una mujer interesante, decidió mientras echaba un vistazo a su alrededor. No era ni pelirroja ni rubia, un tono intermedio, cobrizo. Eso sí, sus ojos eran innegablemente azules. Tenía la nariz un poco respingona, salpicada de pecas, y el hecho de que tuviera los dientes superiores un poco salidos hacía que el labio inferior pareciera más voluptuoso.

Cuello esbelto, pensó mientras servía el café, de cuerpo larguirucho sin muchas curvas.

No era guapa. Ni bonita ni mona. Pero… era interesante. Y las pocas veces que había sonreído… Casi fascinante. Casi.

Le echó una cucharadita de azúcar, que cogió de un cuenco blanco, a una de las tazas antes de apropiarse de la otra.

Bebió el primer sorbo con la vista clavada al otro lado de la ventana de la cocina, situada sobre el fregadero, pero se volvió al escuchar sus pasos. Se movía con energía, con una eficiencia que señalaba cierta actividad atlética. Atlética, mejor que larguirucha, pensó.

La vio bajar la mirada, siguió sus ojos y vio que Tiburón trazaba un par de círculos antes de agacharse.

Simon abrió la boca, pero antes de poder gritar «¡Oye!», que era su respuesta habitual, Fiona dejó en la encimera la carpeta que llevaba y dio dos palmadas.

El sonido hizo que Tiburón se enderezara.

Fiona se movió con rapidez, cogió al cachorro con una mano y la correa con la otra.

—Bien, Tiburón, muy bien. Vamos a salir. Es hora de salir. Alacena, segundo estante, bote con galletas pequeñitas. Coge un puñado —le ordenó antes de enganchar la correa al collar mientras salía por la puerta trasera.

Los tres perros salieron tras ella en un torbellino de pelo y patas.

Simon descubrió que su diminuta alacena estaba tan organizada como los cajones. Sacó un puñado de galletitas para perros del tamaño de sus nudillos de un enorme bote de cristal y salió al exterior con las tazas de café en la otra mano.

Fiona aún llevaba al cachorro en brazos mientras atravesaba a grandes zancadas la distancia hasta la linde del bosque, que era el límite de su patio trasero. Cuando por fin dejó a Tiburón en el suelo, Simon ya la había alcanzado.

—¡No! —Evitó que el cachorro mordiera la correa y le acaricio la cabeza—. ¡Mira a los perros grandes, Tiburón! ¿Qué están haciendo los perros grandes? —Lo obligó a volverse y caminó unos pasos.

Como era de esperar, al cachorro le interesaban mucho más los otros perros, que estaban olfateando y levantando la pata, que la correa. Salió corriendo tras ellos.

—Le estoy dando un poco de cuartelillo. Gracias. —Fiona aceptó la taza de café, bebió un buen sorbo y suspiró—. ¡Gracias a Dios! Vale, desde ya te digo que necesitas un lugar fijo como retrete. Supongo que no querrás tener tu propiedad sembrada como un campo de minas. De modo que tienes que llevarlo siempre al mismo sitio, al que tú quieras. Después irá él solito. Tú eres quien tiene que ser constante y repetitivo. Él solo es un bebé, lo que quiere decir que tienes que sacarlo varias veces al día. En cuanto se despierte por la mañana y antes de que te acuestes por la noche, y también cada vez que coma.

Simon imaginó que su vida se convertía en un carrusel que giraba alrededor de las necesidades de evacuación del perro.

—Y cuando haga lo que se supone que tiene que hacer —continuó ella—, emociónate. Refuerzo positivo… mimos. Quiere complacerte. Quiere recibir elogios y recompensas. Mira allí, los perros más grandes ya están manos a la obra y él no quiere ser menos.

Simon meneó la cabeza.

—Cuando lo saco, se pasa una hora olfateando, revolcándose y lanzándose sobre todo lo que ve, y cinco segundos antes de que lo meta de nuevo en la casa se vuelve loco.

—Enséñale cómo se hace. Eres un tío. Sácatela y mea.

—¿Ahora?

Fiona soltó una carcajada… y sí, pensó él, era casi fascinante.

—No, me refiero en la intimidad de tu casa. Toma. —Le pasó la correa—. Ponte a su nivel y llámalo. ¡Con muchísima alegría! Usa su nombre y cuando llegue a tu lado, vuélcate con él y dale una de las recompensas.

Se sintió un poco imbécil haciéndole carantoñas al perro porque hubiera defecado en el bosque, pero pensó en la de veces que había tenido que limpiar el suelo y siguió sus instrucciones.

—Bien hecho. Ahora voy a darte unas órdenes básicas antes de que lleguen los demás. Tiburón. —Lo tocó para que se concentrara en ella y lo acarició hasta que se hubo calmado. Cogió una de las recompensas que Simon tenía, se la colocó en la palma de la mano izquierda y levantó la mano derecha por encima de la cabeza del cachorro con el dedo índice extendido—. Tiburón, siéntate. Siéntate. —Mientras hablaba, movió el índice para que el perro levantara la vista, siguiendo el movimiento. Y su trasero tocó el suelo—. ¡Bien! ¡Muy bien! —Le dio la recompensa, lo acarició y lo elogió—. Hay que repetirlo. El cachorro mirará automáticamente hacia arriba, y en cuanto lo haga, su trasero tocará el suelo. En el momento en que se siente, tienes que elogiarlo y recompensarlo. Una vez que le pille el truco, intenta usar únicamente la orden. Si no te obedece, inténtalo de nuevo y repite. Cuando lo haga, lo elogias y le das una recompensa.

Fiona retrocedió.

Como el cachorro quería seguirla, comenzó a forcejear con Simon.

—Haz que se concentre en ti. Tú eres quien manda. Hoy por hoy, te tiene por tonto.

Irritado, Simon le lanzó una mirada gélida. Aunque tenía que admitir que cuando el trasero del cachorro había tocado el suelo, sintió una punzada de orgullo y de placer.

Fiona estaba de pie, con los brazos cruzados y las piernas separadas. Lo estaba juzgando, pensó Simon mientras repetía la rutina una y otra vez. Cuando los perros se acercaron a su dueña y se sentaron junto a ella, como esfinges, se sintió ridículo.

—Intenta hacerlo sin el movimiento completo de la mano. Señala y ordénaselo. Mantén el contacto visual. Señala y ordénaselo.

Como si eso fuera a funcionar, pensó él, pero señaló con el dedo.

—Siéntate. —Y se quedó boquiabierto cuando Tiburón plantó el trasero en el suelo—. Se ha sentado. Te has sentado. Bien hecho. Buen trabajo. —Mientras el cachorro devoraba la galletita que le había dado como recompensa, sonrió a Fiona—. ¿Lo has visto?

—Lo he visto. Es un perro muy bueno y muy listo. —Sus perros ladraron para avisarla—. Es hora de empezar. Tus compañeros de clase están a punto de llegar.

—¿Cómo lo sabes?

—Ellos lo saben. —Le colocó una mano en la cabeza al perro que tenía más cerca—. Ven, deja que Newman te huela.

—¿Cómo?

Fiona se limitó a hacerle un gesto antes de cogerle la mano y sujetarla frente a Newman.

—Newman, te presento a Simon. Este es Simon. Ve con Simon. Tengo que preparar un par de cosas. Newman te acompañará mientras practicas con la correa. Coge un collar de cabeza antes de salir. Newman te ayudará con Tiburón.

Cuando Fiona se marchó con los otros perros, Tiburón dio un brinco para perseguirlos. Newman se limitó a bloquearlo con el cuerpo con suavidad.

—¿Quieres venirte a casa conmigo, muchacho? Me vendrías muy bien. A pasear, ¿no? ¡Vamos a pasear!

A duras penas y con la ayuda del labrador, Simon consiguió llevar, arrastrar y tirar del cachorro por el jardín.

Si la atlética y casi fascinante adiestradora de perros se ganaba el sueldo, pensó, podría acabar teniendo un perro tan magnífico como Newman.

Los milagros sucedían… de vez en cuando.

Una hora más tarde, exhausto ya, Simon estaba tirado en el sofá del salón de su casa. Tiburón intentaba subírsele por la pierna entre gimoteos.

—¡Dios! ¿Es que no te cansas nunca? Ni que estuviera en el ejército. —Cogió al cachorro, que se retorció, lo lamió y se acurrucó contra él—. Que sí, que sí. Que te has portado bien. Los dos nos hemos portado bien.

Le acarició las orejas.

En cuestión de minutos tanto el hombre como el perro estaban dormidos.

Capítulo 3

3

Puesto que tenía un día repleto de clases, Fiona necesitaba un buen aporte energético esa mañana. Sopesó sus opciones mientras saboreaba una taza de café solo bien endulzado. ¿Un tazón de cereales con sabor a fruta o un strudel relleno de mermelada?

Quizá un poco de cada, decidió, ya que el día anterior no pudo disfrutar de la súper hamburguesa ni de la montaña de patatas fritas por culpa de cierto hombre y de cierto perro.

Un hombre muy sexy y un perrito monísimo, pero ambos culpables de que hubiera acabado cenando

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