Tierra vieja

Antonio Pérez Henares

Fragmento

1. La mula

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La mula

Los dos hermanos, al salir de misa, se habían subido hasta el castillo. Bueno, hasta la plataforma rocosa donde aún emergían restos de la barbacana y la torre desportillada y cada vez más derruida. Su piedra venía muy bien para todo lo que se levantaba o rehacía en el pueblo. Pero le seguían llamando «el castillo» y al Valentín y al Julián les gustaba subir y sentarse a mirar desde allí. Sobre todo hacia la sierra, allá al fondo, azulando a lo lejos y cerrando el horizonte; a las lomas de Peña Blanca, al otro lado del río, al que delataba la serpiente de árboles que lo seguía, y ya, en este, la vega del Samoral, el Bacho de San Pedro y la Salía por donde el arroyo de Fuente Rey se iba encharcando y enredando en carrizales hasta ir a verter en el Henares.

Era allí donde habían estado quemando, roturando y haciendo una reguera para poder aprovechar aquella buena tierra y sembrar melones y calabazas, y también unas semillas que les había traído el Juanito desde Zorita y que llamaban alubias o judías, porque las sembraban los moros y se las vendían a los judíos que gustaban de comerlas y utilizarlas en los platos ceremoniales suyos. Las habían probado y les habían complacido mucho.[1] En el Bacho de San Pedro echarían trigo y en las franjas pegadas a la reguera se podrían poner berzas, rábanos, cebollas y cualquier hortaliza. En el Samoral ya tenían también algunas pero lo que allí medraba que daba gusto eran los frutales.

Habían contemplado, despacio y satisfechos, señalándose esto o aquello, su propia faena, que les había llevado más de una semana, y de dos, de sudores. Luego, callados, los ojos se les habían ido hacia el fondo, hacia las crestas de la sierra, más allá de por donde, aunque no se veía, caía Atienza. Contra la cordillera ya rebotaba la vista pero sus recuerdos traspasaban sus picos y los hacían viajar a otros lugares que guardaban en un rincón de la memoria. Aquellos en los que nacieron y de los que un día, ya un tanto lejano, aunque bien presente, vinieron huyendo.

El Valentín se volvió hacia su hermano y le dijo:

—¿Ves, Julián, como hicimos bien entonces en no matar a aquel mozo para robarle la mula?

—Me quitaste la idea de la cabeza, sí. Pero necesitábamos una caballería y él llevaba dos.

—Hubiera sido un crimen y nos hubieran enganchado y colgado del pescuezo. Estaríamos criando malvas hace ya muchos años.

—Sin mula también nos hubiéramos muerto de hambre.

—Tuvimos la mula al final, en préstamo, y un amigo para siempre.

—Habría que ir un día a Atienza a ver a Pedro. Quién iba a decirnos que el muchacho tenía que ver con el propio rey Alfonso.

—Él se lo tuvo bien callado al principio.

—Y tanto que se lo tuvo, si quien nos lo dijo no fue siquiera él sino el Juanillo. Tenemos que ir a verlo.

—A ver si vamos este año.

Se callaron un rato. A saber qué año les acabaría por venir bien con todo lo que había que hacer siempre. Al cabo volvió a hablar el Valentín.

—¿Sabes, Julián? No te lo he dicho en todos estos años, pero a mí también se me pasó por la cabeza matarlo. Menos mal que vencimos la tentación.

—La mula fue bien buena hasta el final. Hasta para morirse, que se rompió una pata y la tuvimos que matar. Pero al no morir de enfermedad, pudimos aprovechar la carne y comérnosla —respondió su hermano.

—Y el Maula la piel.

—El Maula lo aprovecha todo —concluyó el Julián.

Aquella mula y aquel mozo habían cambiado la vida de los dos hermanos fugitivos. Fue aquella noche de hacía ya más de diez años en la que pudo haberse acabado por despeñarse todo y que sin embargo alumbró una mañana donde se les comenzó a enderezar la vida.

Pedro de Atienza andaba entonces por los diecisiete años y ellos por la veintena, el Valentín recién pasada y el Julián a punto de cumplirla, según sus cuentas. Cuando le vieron bajar al atardecer por el camino de Fuente Rey, la única fuente con pilones de piedra escalonados que había quedado en todo aquel término casi por completo abandonado, y abrevar a las dos caballerías que traía, un caballo en el que montaba y una mula en reata, supieron solo por ello, y bien de sobra, que mejor condición que ellos tenía. Porque ellos no tenían nada. Hacía muy poco que habían llegado a las ruinas de aquel pueblo hundido, donde no parecía quedar nadie, y allí se habían resguardado. Con ellos solo había venido un perro.

Cuando el joven avanzó hasta el humo que salía de su refugio, ya entre dos luces, lo hizo con precaución pero sin mostrar miedo, aunque lo tuviera. Porque alguna conclusión habría sacado sobre ellos al topárselos allí y de aquella manera. Pero se echaba la noche ya encima, que venía recia de frío. Le propusieron para las caballerías un corral desportillado y a él su lumbre. Desmontó, desaparejó sus bestias, les echó de comer unos puñados de paja y cebada y ellos alcanzaron a vislumbrar el relucir del acero de algún arma entre los fardos. Entraron a lo que era su vivienda y le ofrecieron un pote de caldo caliente donde poco había que mascar pero que le entonó el cuerpo. Él, a cambio, compartió media hogaza de pan con aceite que les puso a ellos golosos los ojos. Luego le señalaron un rincón para dormir y allí trajo el fardo en el que habían visto el brillo del arma y una manta.

En aquel primer encuentro poco supieron el uno de los otros ni los otros del uno. Ellos porque lo mejor que podían hacer era callar de dónde venían, pues ambos lo hacían huyendo y con sangre a las espaldas. Sí alcanzaron a darle el nombre del pueblo, que habían sabido por un moro solitario que cuidada unas cabras y alguna oveja y andaba por las alcarrias. Pero allí ya no quedaban ni moros ni cristianos. Solo ruinas, ellos dos y el perro.

Él se limitó a dar su origen, Atienza, y el nombre de su abuela, Yosune, que lo había criado y acababa de morirse. Añadió que venía desde Hita, donde tenía parientes, e iba hacia Sigüenza, donde también los tenía. Nada dijo entonces de quién había sido su padre y menos su abuelo, y ni por asomo que a pesar de su humilde condición pocos habría que más tiempo hubieran pasado al lado del pequeño rey Alfonso, quien por aquellos días ya estaba cercano a la mayoría de edad pues iba camino de cumplir los catorce.

Nada dijo de aquello y más aún callaron los otros. Los hechos hablan más que las palabras de la condición de los hombres y los tres demostraron ser de los que hacen honor a las suyas.

Que eran hermanos se notaba, aunque no se lo hubieran dicho, por las trazas y hasta por el andar, aunque el más pequeño, también en corpulencia, aunque los dos la tenían sobrada, renqueaba un poco y dejaba al hermano mayor llevar el peso de la conversación. Que fue escasa. El mozo, aunque no hubiera querido dormirse, estaba rendido de cansancio y sueño y cerró los ojos con la imagen de las anchas espaldas de los otros, todavía sentados en unos troncos ante la hoguera, y el recuerdo de sus gestos secos y duros y tan solo con la esperanza de que no le asaltaran en el mirar de frente, y a los ojos, que los dos tenían. Y porque además no le quedaba otro remedio.

Si tuvo miedo no se le notó en demasía y su alivio, al amanecer vivo, tampoco mucho pero sí que puede que tuviera que ver bastante con su gesto de generosidad y nobleza de aquella mañana.

Con la luz del día el estado del pueblo revelaba, mejor y más ruinosamente, su abandono. La desportillada torre parecía a punto de desplomarse del todo, y alguno de sus lienzos ya lo había hecho y caído desde lo alto por la vertical de las rocas sobre algunas de las casas que estaban bajo la plataforma de piedra. Ellas y las demás estaban muy castigadas así como los cerrados y cobertizos que un día habían sido cuadras, apriscos o vete tú a saber el qué y ahora solo eran paredes hundidas, matojos, maderas y tejas desparramadas.

Pero donde el uno, Pedro, solo veía desolación, los otros, Valentín y Julián, veían oportunidad. Ya le contaron, mientras volvían a agradecer el pan del mozo y alegrarse con el vino con que los regaló para el primer bocado de la mañana, y que se notó que llevaban tiempo sin catar, que allí había mucho que aprovechar y que ya lo habían empezado a hacer. Rebuscando aquí y allá habían logrado componer aperos de labranza y hasta un rudimentario arado.

Fue entonces, al preguntarles si tenían algún animal de tiro, pues solo había visto al perro que le ladró al llegar, y le dijeron que no y que habrían de ser ellos por turnos los que tendrían que unirse para tirar de la reja, cuando salió lo de la mula. Fue entonces cuando al Pedro se le ocurrió aquello que iba a empezarlo todo y cuando se pronunció aquel juramento que desde entonces los había unido para siempre.

—Os hace falta una caballería.

—Ya lo sabemos. Pero no la tenemos, ni posibles para comprarla. Nos arreglaremos como sea.

Pedro de Atienza supo, seguro que lo supo, porque lo dijo, de su tentación la noche pasada.

—Me la podíais haber quitado a la fuerza, y todo lo demás también.

Y tuvo aquel repente, porque fue eso, un repente, sin pensarlo casi. Pero de esos que abren puerta y luz y a ellos, cuántas veces lo habrían recordado, les abrió la vida.

No les dio la mula. Pero fue un regalo. Se la dejó, bajo palabra, en préstamo, junto con los aparejos y algo de cebada también para acompañar al forraje que le tendrían que buscar.

Les dijo algo más, no mucho, sobre quién era. Pedro Pérez de Atienza, hijo de un frontero muerto, como su abuela, y que cuando llegara el verano los arrieros de Atienza, que andaban por todos lados, se la reclamarían en su nombre o él la vendría a buscar. Si tenían ya para entonces con qué pagarla, se la podrían quedar.

Ellos lo juraron por Dios Nuestro Señor y por la Virgen María. Y se dieron la mano después.

Luego le acompañaron un trecho, hasta remontar por el Salto y volver a coger el camino hacia Sigüenza, dando de nuevo vista al Henares, pues el pueblo, aunque cerca, está retirado un trecho del río y no tiene vista a él, excepto desde lo alto de la plataforma de roca donde se asentaba lo que queda del castillo moro.

Allí en el Salto, el Valentín, muy solemne, se despidió con una promesa.

—Por la Virgen María te juramos que lo nuestro es tuyo. De nosotros y de nuestras cosas podrás disponer siempre que quieras y en lo que podamos valerte.

Recordándolo como si fuera ayer, son las cosas que no se olvidan, le dijo ahora el Julián:

—Y lo cumplimos, Valentín. Ya lo creo que sí. Aunque cuando llegó aquel verano la mula no teníamos con qué pagarla.

—Pero seguíamos aquí y aquí aguardamos a que viniera. Que no vino ya solo y supimos de verdad con quién habíamos estado en trance de vete tú a saber el qué.

—Vino con el Juanillo, su primo.

—Que nos estará esperando ahora en la bodega de ahí abajo y que como nos descuidemos se bebe solo todo el vino.

—Todo no se lo va a beber.

—Mejor que nos bajemos, que es bien capaz.

Iban a levantarse cuando algo allá cerca del río llamó la atención de los hermanos. Era un rebaño que había asomado por detrás de la Peña Rodada, un laderón que flanqueaba por la derecha a la Salía, y parecía dirigirse hacia el Henares, aguas abajo.

—Ese es el Maula. Seguro que va por la Aguadina a los altos de la cueva de Nublares.

—Mira que le gusta al moro ese sitio.

2. El Maula

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El Maula

El Maula[2] era el único habitante de Bujalaro cuando el Valentín y el Julián llegaron. Aunque decir habitante era decir mucho porque por el pueblo ni asomaba y tardaron en echarle el ojo pues el moro se ocultaba de ellos, pese a que no podía borrar el rastro de las cagarrutas de su hato de cabras y ovejas. Se notaba que había estado cerrando el ganado en las ruinas del pueblo, pero en cuanto se aposentaron allí los dos cristianos pilló patas y traspuso por las alcarrias.

A los hermanos les costó después lo suyo dar con su refugio en medio del montarral de por allá arriba. Al fin descubrieron su cubil en La Tobilla, al otro lado del chaparral, en la base de un cantil donde la alcarria se desploma ya hacia su otra vertiente. Allí el terreno, tras formar una olla de piedra de toba, se abría hacia un valle abierto por otro río, fruto de las aguas de aquella vertiente, el Badiel, que recorría las tierras y aldeas señoreadas por la villa de Hita.

El moro los rehuía y eso fue, su temor y el convencimiento de que estaba solo, lo que les animó a encontrarlo. Lo sorprendieron la primera vez dando de beber al ganado en la fuente más baja del sopié del monte más cercano al pueblo, por encima de donde habían descubierto rastro de viejos viñedos y de algunas industrias de tejas casi enterradas, que por ello bautizaron como «los Tejares». Tenía el hato amorrado en la reguera que había formado el manadero y no pudo hurtarse de ellos. Se le acercaron y él, viendo que de huir le quitarían las pocas ovejas que poseía, aguantó a que llegaran.

El moro era más viejo y ellos dos más fuertes, pero, al verse sin escape, les plantó cara y aunque no hizo gesto violento alguno, sí asió su garrota con fuerza. Era un hombre no muy alto, seco de carnes, fibroso y su cara, afilada y barbuda; sus ojos oscuros expresaban prevención, mas también decisión de defenderse.

Entonces hablaron. Él, desde luego, los tenía más vistos que ellos a él. El mismo día que llegaron ya vio el humo, les acechó al siguiente y comprobó que estaban solos, acompañados únicamente por aquel perrucho y sin caballería. De lo que tenían pinta, más que de venir a tomar posesión de la aldea abandonada, era de estar huyendo de alguna. Pero eran sin duda alguna, por sus ropas y voces, cristianos.

No se acercó demasiado para no ser descubierto por el perro y que le echaran la zarpa encima y confió en que al cabo de algunos días se marcharan. Pero se quedaron y el humo subiendo ya fue una constante en cada uno de los amaneceres. Aquellos dos no pensaban irse. Entendió que por las cagarrutas recientes de sus cabras y ovejas sabrían que alguien merodeaba por allí, así que tiró para los llanos en alto[3] y procuró no ser visto. Pero el ganado deja mucha huella a su paso y dieron con él.

El encuentro en la fuente de los Tejares acabó mejor de lo previsto. Hablaron y se entendieron lo que decían el uno y los otros. Aunque había palabras que no comprendían, los tres hablaban lo que las gentes de a pie, y que no era ni la lengua de los mahometanos ni la de los curas. Conversaron y el moro se fue serenando y aflojó la presión de su mano en el mango de la garrota. Los cristianos le preguntaban y él respondía sobre el lugar en el que estaban y los pueblos y lugares cercanos. Les dijo que se llamaba Bujalaro,[4] eso fue más o menos lo que entendieron, y acabó por ordeñar una cabra y darles a beber su leche en un cuenco de madera que sacó de un zurrón que llevaba colgado a la espalda.

Ellos se lo agradecieron no robándole res alguna, que bien hubieran podido hacerlo pues eran dos contra uno. El moro dijo su nombre y ellos el suyo, pero los hermanos fueron incapaces de quedarse con el del musulmán.

Para congraciarse él les había contado que sus ancestros no eran moros venidos de fuera, sino gentes de aquel mismo sitio, y que ya mucho tiempo atrás los abuelos de sus abuelos o antes aún se habían hecho musulmanes.

—¡Ah! —exclamó el Julián—, entonces eres un maula.

Y con el Maula se quedó.

Así le llamaban los monjes del monasterio para el que ellos habían trabajado, a un siervo que habían comprado a un infanzón que lo trajo cautivo. Gente de baja condición por la que nadie iba a pagar rescate alguno. Así que si un tatarabuelo o lo que fuera de este lo había sido, pues él también lo sería. Un maula. Con aquel nombre se quedó y al cabo de no mucho tiempo por él respondía.

Con el Maula acabaron por ir encontrándose cada vez con mayor frecuencia y menos miedo del pastor. Lo buscaban más ellos a él por la golosina de la leche y porque era quien conocía de verdad todo aquel sitio y cada uno de sus recovecos. Comenzaron los trueques. Él les enseñó los mejores vivares donde cazar conejos y cómo ponerles losas y lazos. Los hermanos, otro día, le subieron una percha de peces en un junco y un capazo de cangrejos que habían pescado. Los cogían a mano, en los agujeros de las orillas o acariciando la barriga de los barbos hasta llegarles a la cabeza y metiendo los dedos cuando abrían los opérculos para respirar y que no se les resbalaran.

El Maula empezó a descender con su rebaño cada vez con mayor frecuencia, bien fuera por el lado de Henarejos o por el camino de Fuente Rey, y ya se estableció en el encuentro el cambio de leche a la que añadió piezas de queso por algo que los otros le pudieran llevar, aunque en realidad lo importante era, y así lo entendía el moro, que le dejaban andar por allí sin meterse con él. Lo seguía haciendo con precaución pues por el camino que venía desde Jadraque algunas veces pasaban arrieros hacia Sigüenza e incluso jinetes armados a caballo y no era cuestión de cruzarse con ellos. Observó que los dos cristianos también se guardaban de tales encuentros, sobre todo con los segundos.

Así se habían ido tratando sin que los hermanos lograran descubrir dónde vivía en el chaparral; eso ya fue después de la llegada de Pedro y del préstamo de la mula. El Maula debió de verlo, ya que estuvo una temporada sin aparecer e incluso llegaron a pensar que se había ido definitivamente pues ni oían a su ganado ni le cortaban el rastro. Estaban casi seguros de que había cogido miedo y se había ido para cualquier sitio lejos de allí, cuando una mañana lo vieron que bajaba hacia la fuente de Fuente Rey por el pico de las Casqueras.

Fueron hacia él e hicieron los pequeños trueques que acostumbraban, siempre mucho más favorables a los cristianos que eran los que menos tenían. Al Valentín y al Julián se les veía muy contentos con su mula y estaban precisamente roturando un poco más abajo, cerca de otro punto de agua, un pequeño manadero donde les pareció que la tierra sería mejor. Un sitio que les había señalado el moro, como había hecho antes con los Tejares y sus restos de las vides arrancadas de cuajo pero alguna no del todo y que había logrado retoñar.

Se restableció el contacto pero el moro seguía sin consentir volver a bajar hasta el pueblo y cobijar allí su ganado. De una forma u otra se escabullía aprovechando el atardecer y desaparecía.

—Este pájaro del moro nos lleva mucho tiempo ocultando dónde vive y para mí que lo hace porque no está solo —se malició el Julián.

—Pues habrá que dar con el sitio, no sea que un día nos encontremos con que vive una morisma por allí arriba y nos llevemos un disgusto —dijo el Valentín—. La próxima vez que le echemos el ojo hacemos como que nos vamos pero en cuanto traspongamos un poco, yo sigo con la mula pero tú, Julián, te amagas y luego le sigues los pasos.

Parecía fácil el hacerlo, se pensaron, por el rastro que siempre va dejando el ganado. Pero como este no era grande y el Maula muy hábil en ocultarlo a la vista y meterse por trochas y veredas desconocidas, les costó varias intentonas hasta que a la tercera encontraron dónde se ocultaba. El Julián dio con el lugar casi de milagro; gracias a que había muy buena luna vio a su luz blanquear a la olla bajo el cantil.

Había tenido razón el Julián al sospechar. El Maula no estaba solo allí, aunque tuvo que esperar y quedarse hasta el amanecer del día siguiente para comprobar con quién vivía. Luego bajó a toda prisa a contárselo a su hermano mayor, que ya estaba un poco preocupado de su tardanza.

—Pues sí, es verdad, el Maula no está solo. Pero no hay nada que temer. Tiene escondidos en medio del monte a una chiquilla y a un niño aún más pequeño. Los he visto cuando han salido de una choza a despedirse de él.

—Por eso no se ha ido de aquí y por eso era su miedo. Pobre hombre —se compadeció el Valentín.

Cuando se encontraron con él la vez siguiente le dijeron de cara lo que sabían y que no tuviera temor. Más aún, le aconsejaron que debería bajarse con los críos al pueblo; estarían todos mejor y ellos nada malo les iban a hacer. Pero el Maula se asustó y salió a escape intentando alejarse. Esta vez fueron sin duda tras él, lo alcanzaron y le dijeron que, quisiera o no, iban a ir con él hasta La Tobilla, no fuera a haber más moros allí además de sus chicos.

Él protestó, pero no le valió.

El sitio era, desde luego, un buen lugar para ocultarse. Tras subir por el barranco de Fuente Rey, que se iba estrechando, se llegaba a remontar a un espeso chaparral donde las trochas de las reses del pastor se confundían con las veredas de los corzos y de los jabalíes. Después había que cruzar varias cárcavas y tras meterse por un espesar de monte se llegaba, al fin, al viso de la otra vertiente de la alcarria por su lado sur. En un punto de este, el monte en vez de caer de manera suave por la ladera, se desplomaba en un cortado que rezumaba humedad y en años lluviosos llegaba a hacer una mínima cascada. En su base brotaba un manantial de buena agua que se estancaba en una charca hermosa y rodeada de verdor, al borde de la gran olla caliza que iba recogiendo todas las escorrentías de agua hasta romper en el arroyo que se deslizaba valle abajo. Hacia Hita, según les confesó el moro.

Al estar ya para llegar donde vivía, le permitieron que se adelantara y así sus hijos no se asustaran demasiado. El Maula llevó primero el rebaño a un cerrado y volvió donde estaban. Vino con la niña pegada a él y el crío más pequeño cogido de la mano de su hermana. El chiquillo los miraba con miedo y curiosidad al tiempo, pero la niña lo hacía fijamente, muy seria y con sus grandes ojos marrones y almendrados clavados en ellos y en especial en Valentín.

La vivienda tenía paredes de piedra de toba del propio lugar, puerta de troncos finos de carrasca y techo de ramas, paja y barro. Había algunas otras construcciones diseminadas por la olla, pero se notaba que estaban abandonadas desde hacía tiempo. El aprisco del ganado también contaba con otro pequeño edificio techado y con puerta.

—Osos ya no hay por aquí, pero lobos sí —dijo el Maula.

Entraron a la casa, que estaba muy limpia, y a una orden del padre la niña calentó una infusión que olía muy bien y se la ofreció en unos cuencos de madera, endulzada con miel.

—Es té de monte que recoge aquí mismo, en las piedras del cantil. Se lo enseñó a preparar su madre —dijo orgulloso el musulmán—. La miel la saco yo de unas colmenas que tengo al resguardo. En la solana, al otro lado de la olla.

—¿Y tu mujer? —preguntó el Valentín.

—Se murió cuando este acababa de cumplir los dos años. La niña es quien ha cuidado y sacado adelante al chiquillo —contestó señalando al niño.

La niña andaría por los ocho o nueve años. Muy seria y callada, pero atenta a todo y sin dejar de fijarse en cualquier movimiento o gesto de los visitantes. Se comportaba como la mujer de la casa, siempre pendiente, además, de su hermano, que debía de andar por los cuatro años.

No es que fueran bien vestidos, pero tampoco mal ni desharrapados. Y aunque iba quedando atrás el invierno, bien abrigados y calzados sí estaban y bien morenos del aire y del sol.

Algunas prendas parecían recién hechas y el Valentín le preguntó a la niña por ello; esta le respondió que su madre, antes de morirse, le había enseñado a hilar con la rueca. El Maula les mostró también, satisfecho, algunas pieles de animales, que curtidas hacían de alfombras.

El fuego estaba encendido, porque allí en lo alto aún refriaba por las noches; además era mejor mantenerlo vivo para preparar las comidas o poner lo que fuera a calentar. Fuera habían visto una buena pila de leña bien ordenada por tamaños. Dentro olía a buena comida y también a plantas de aroma que colgaban en hacecillos por las paredes. Las camas estaban en alto, sobre unas estructuras de madera y cubiertas asimismo con pieles cosidas unas a otras.

El Maula también les había señalado dónde tenía la quesera. Se emplazaba en un pequeño chozo cónico hecho de piedra no lejos del aprisco. Supusieron que guardaría allí algo más. Pero no se lo enseñó.

El Julián quiso saber si bajaba alguna vez a los pueblos y el Maula le contestó que antes sí, aunque ya cada vez menos. A Jadraque no iba nunca porque a los mezquinos se les miraba mal y se les trataba peor. Temía que le siguieran. Prefería irse, pese a que estuviera mucho más lejos, hasta Hita; allí había mejor mercado y quedaban todavía un puñado de los suyos. A ellos les cambiaba sus quesos, pieles y lana por cosas que necesitaba. Solía dejarles también producto para que se lo vendieran y en ocasiones lo hacía él mismo, pues otro moro le dejaba poner sus cosas junto a las suyas en el mercado.

—Es el hermano de mi primera mujer —se le escapó.

El Maula sabía que estaba hablando demasiado, pero se daba cuenta de que no tenía otra escapatoria que llevarse bien y ganarse a aquellos hombres que habían descubierto su tesoro más preciado y se hallaban muy cerca de él.

Sin embargo, cuando el Julián quiso indagar más, «¿Y qué fue de esa? ¿No tuviste hijos con ella? ¿Qué les pasó?», primero contestó con desgana.

—Todos están muertos.

—¿Y la gente que vivía aquí? —insistió el otro.

El Maula se cerró ya del todo.

—Se marcharon —dijo, y no respondió ya a pregunta alguna más.

Estaba claro que de aquello no quería hablar, y aunque disimulaba, se notaba que le dolía recordarlo y que algo había que prefería callar.

Los dos hermanos se marcharon con el regalo de un tarro de miel y un queso entero, bien contentos con las dos cosas. El Maula los despidió con muchas sonrisas, pero cuando le dijeron que por qué no se bajaba al pueblo, que allí podía acoplarse muy bien en cualquiera de las casas abandonadas, lo rechazó con un gesto, aunque el Valentín le insistió.

—Los niños estarían mejor allá abajo. Solos como están aquí les puede pasar cualquier cosa. Y ahora es el tiempo bueno, pero cuando vuelva el invierno...

El Valentín no había dejado de observar a la niña. El verla allí, tan desvalida y al tiempo tan firme y serena, le causaba una extraña sensación de ternura. Y el pequeñajo casi aún más. Se desataban sus recuerdos y un nombre de mujer.

En la bajada iba tan silencioso y sin prestar atención a lo que Julián le decía que casi ni se enteró de lo que su hermano relataba. Que al fin y al cabo el moro tenía más que ellos, que vivía mejor, que disponía de todo y que debían lograr que les diera o les cambiara por otra cosa algunas pieles y hacerse unas camas igual. Que ahora, ya con la mula y un poco de simiente que habían conseguido y sembrado, algo sacarían para podérselo dar en trueque. O que se lo fiara, si no.

Así iban, el uno hablando y el otro callando, metido en sus recuerdos. Ya estaban a la vista del pueblo y se divisaba la desmochada torre del castillo cuando el Valentín se paró, se quedó muy fijo mirando a su hermano y le espetó:

—¿Sabes, Julián? Tenemos que ir a por ellas. Cuanto antes. Nos las tenemos que traer aquí.

El resto del camino ya lo hicieron en silencio los dos.

3. Pedro y el Juanillo

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Pedro y el Juanillo

Cuando Pedro de Atienza, acompañado de su primo Juanillo, volvió a pasar en julio por Bujalaro el Maula tampoco se dejó ver aunque claro que los vio llegar. El moro parecía verlo todo. Los divisó desde el viso de la alcarria, el punto más hacia el naciente hasta donde solía llegar, por encima de la fuente del Puerco. Habrían venido de por donde estaba el castillo de Mandayona, por el sopié de los montes, siguiendo primero el curso del Dulce, dejando a Castejón de Arriba en la altura y al de Abajo al otro lado del río, para luego, cuando vertía aguas en el Henares, bajo el pico de las Matillas, continuar por la ribera y asomar por donde ya los estaba viendo. Venían a caballo, con una mula en reata.

El Valentín y el Julián, que andaban por lo de Henarejos, también los vieron y al reconocer a Pedro salieron a escape hacia ellos, pues mucho le tenían que agradecer. El Valentín llegó a la carrera y sofocado a recibirlos y decirles que el Julián venía detrás tras recoger las cosas y con la mula. Que fueran tirando para el pueblo que vendrían cansados.

Antes de llegar a las casas los alcanzó ya el Julián con la caballería y el perro que le había ladrado a Pedro la vez anterior; en esta ocasión, a un gesto de los amos, se guardó mucho de hacerlo. La mula no tenía mala traza pero le hacía falta un buen esquilado. Ya en el pueblo Pedro comprobó que tenían acondicionadas dos viviendas con buenos muros de piedra que se habían conservado, a los que ellos habían añadido un tapial en la parte alta y una cubierta de cañizo, barro y teja. Material, con las ruinas del castillo, las barbacanas y las casas hundidas, había de sobra.

De haber llegado solo el de Atienza quizá le hubieran hablado del Maula, pero al verlo acompañado se prefirieron callar. Tiempo habría de hacerlo y tampoco había ahora necesidad. No era cuestión de airearlo; si luego había de decirse pues se decía y ya está, pero nada les iba a los demás el saberlo y cuantos menos lo supieran, mejor.

Tampoco sabían ellos apenas nada del mozo excepto que, sin conocerlo como quien dice, les había dejado en préstamo una mula. Y esta vez tampoco hubieran sabido mucho más de no ser por el Juanillo.

Aunque nada más apearse aquel larguirucho lo primero que les soltó era que le había estado diciendo todo el camino a su primo que no soñara con encontrarlos allí y que lo más seguro era que hubieran desaparecido con la mula nada más trasponer él, resultó luego, y de inmediato, el más dispuesto a hablar y no tardó en hacer las mejores migas con los dos hermanos. Les contó que él había dejado a sus padres en Sigüenza, que eran labradores como sus hermanos, que se habían ido allí desde Hita a repoblar porque el rey les había dado tierras, fueros y vecindad. Como sabía de aquellas cosas, les ponderó lo que les había cundido a ellos en las labores que había ido viendo desde la montura.

Fueron todos, tras desaparejarlos, a dar de beber a los animales a una pequeña fuente que habían abierto muy cerca. Daba buena agua que manaba de la misma roca a los pies del castillo. Les servía de abrevadero y para regar un huertecillo que habían logrado sembrar a base de plantones conseguidos al trueque con un hortelano de Jadraque por conejos y peces.

La comida que les dieron fue bastante mejor y con más sustancia que la que le ofrecieron a Pedro la primera vez. Comieron fuera, a la sombra que hacía el roquedo del castillo. Con la tripa llena y el vino que los visitantes traían se le soltó la lengua al Juanillo, y así es como acabaron por saber quién era su benefactor o su prestamista o las dos cosas a la vez.

Les contó quién era el mozo, cuál la familia de los dos y por qué les llamaban los pardos. Eso venía de que el abuelo de ambos, Pedro el Pardo, había sido uno de aquellos feroces guerreros de Minaya, que hicieron a sus tropas las más temidas por los musulmanes.

—Fíjate cómo serían que hasta yendo ganando los moros, cuando llegaban a topar con sus filas ya daban por bueno el combate y preferían dejarlo ahí —alardeó el Juanillo echándose otro «chispo», lo llamaba así, de vino al gaznate.

El abuelo Pedro era de Atienza, o de por allí, y estaba casado con la abuela Yosune, vascona. Se establecieron en Zorita, que Minaya mandaba, y era en toda aquella zona su fortaleza y enclave principal. Álvar Fáñez había sido señor de mucha tierra y muchas villas desde allí hasta la misma Cuenca. El Pardo había sido un gigante sin miedo que había combatido siempre a su lado, ganado muchas batallas, perdido algunas y casi la vida en Uclés. Había despanzurrado a muchos moros y a algunos cristianos también. Su más leal compañero había sido un musulmán, Muzafa, un dawair[5] que había visto morir a su señor, el rey de Badajoz, Al-Mutawakkil, y juró combatir a los almorávides que le habían traicionado y asesinado. Él se cobró con muchos su deuda en sangre y los dos amigos fueron a verter la suya a manos del enemigo común en Recópolis, al lado mismo de la fortaleza de Zorita, en cuyo camposanto Yosune, la vascona, hizo que los enterraran juntos.[6]

El padre del mozo llevó también su nombre, como él ahora, y mantuvo su oficio. Establecido en Hita se convirtió en frontero y había lidiado a las órdenes de los alcaides de la villa o de los adalides de otras ciudades de la extremadura castellana hostigando y debilitando a los almorávides y llevando la guerra y el saqueo al corazón de Al-Ándalus. Lo siguió haciendo contra quienes habían sustituido a estos y eran aún más feroces, los almohades. Sus últimas batallas y su postrer combate lo fueron a librar en las mesnadas de quien fuera nieto de aquel a quien siguió siempre su padre, Álvar Fáñez, y que llevó muy dignamente su nombre, Álvar Rodríguez el Calvo. En Granada, luchando junto a las fuerzas del Rey Lobo, aliado de los castellanos, tras haber obtenido una gran victoria sucumbieron luego ante un poderoso ejército almohade que acudió desde Sevilla a socorrer la ciudad. El nieto del Minaya y el del Pardo murieron allí. Pedro, muy niño, quedó huérfano, fue recogido por su abuela Yosune y marchó a vivir a Atienza, donde se crio. El padre del Juanillo, Pablo, y otro de los hermanos, Gabriel, estaban ya por entonces establecidos en Sigüenza.

Pero lo que más le gustaba contar al Juanillo era la posterior peripecia de su primo, y la cercanía que esta le había otorgado al joven rey, el octavo de los Alfonsos, que el primo pugnaba por recrear y agrandar y Pedro protestaba y la achicaba con no poca incomodidad.

Lo cierto es que cuando el rey siendo un niño recaló en Atienza perseguido por su tío Fernando, rey de León, y la familia de los Castro que reclamaban su tutela, o sea su control y quitárselo a los Lara, fue cuando sucedió lo de los recueros y la fuga del chico disfrazado de arriero con ellos hasta alcanzar Segovia primero y la seguridad de Ávila después. Pedro, niño también pero tres años mayor que él, había sido elegido para acompañarle y había estado bastantes años a su lado.[7]

—Vamos, que es amigo del rey —exclamó el Juanillo.

Y Pedro, prudente, sosegaba.

—Los reyes, Juanillo, no tienen amigos y menos de nuestra condición. Estima me tiene, eso sí, pero más allá no. Y está bien que así sea.

—Pero si hasta te ha nombrado ya caballero —porfió su primo.

—Caballero de sierra o de villa, es verdad, y fue honor que me hizo pero yo no estoy a la par de los hijos de los condes y nobles que andan en su cercanía ni de la de un infanzón siquiera.

Pedro había regresado a Atienza al entierro de su abuela poco antes de toparse con ellos. Tras darle tierra a quien había ejercido como madre para él se llegó hasta Hita, donde vivían sus dos hermanas mayores, Ana y Estrella, casadas allí, y al ir luego hacia Sigüenza al encuentro de sus otros parientes es cuando pasó por Bujalaro y conoció a Valentín y a Julián.

Aquello había sido el invierno pasado pero desde entonces hasta ahora ya julio había otra cosa que contar y que Pedro, empujado por el Juanillo, se vio obligado a relatar.

Estando en la ciudad del obispo fue mandado llamar por el rey, ya a punto de cumplir los catorce años, que estaba cercando Zorita, el último bastión de los Castro que le quedaba por tomar. Allí había asistido a la captura traicionera y prisión por el alcaide de la fortaleza del ayo real, don Nuño Pérez de Lara, y a la decisión del jovencísimo rey de no cejar hasta liberarlo y tomar el castillo. Lo logró y aquello le otorgó ya talla y hechuras de rey. Fue allí cuando quiso recompensar a Pedro sus servicios armándole caballero con su propia mano y enviándole de vuelta con una misiva para el obispo seguntino.

Cumplida ya su misión volvía ahora, dando un buen rodeo para verlos, a Atienza a atender su hacienda, presentarse a su concejo y establecerse en la poderosa villa que dominaba centenares de aldeas y cuya mesnada concejil era de las más poderosas de Castilla. El Juanillo había decidido ir con él. Él también quería ser un día caballero de sierra, aunque no le diera espaldarazo alguno el rey. O sí, vete tú a saber.

Por el Juanillo los hermanos Gómez, tal era su patronímico, supieron en apariencia de los Pérez mucho más que los otros de ellos, Pero aunque se notaba que no querían soltar prenda, algo sí logró sacarles el larguirucho con sus tretas. Que venían de tierras del norte, que no eran castellanos sino del reino de León y, esto no lo dijeron, pero se notó mucho, que algo había que preferían que no se supiera.

Por ese lado ahí se acabó la indagación, pues era bien sabido y concedido que lo que las gentes que venían a la extremadura despoblada dejaban atrás era cosa suya. Lo que valía era lo que hicieran en estas tierras y que sirvieran fielmente al rey de Castilla.

El Valentín y el Julián quisieron desviar la cosa hacia otro lado, los otros dos hicieron como que no se daban cuenta y fueron a lo que de verdad les importaba a los cuatro. Cómo habían ido apañándoselas y qué labor habían conseguido poner en marcha.

El pueblo en ruinas les había dado lo necesario y más para acondicionar sus viviendas, el monte también lo suyo para la olla bien fuera de caza o, cada cual en su tiempo, fueran collejas, fueran cardillos, fueran berros o fueran moras o bellotas, lo que podía recolectarse en el campo.

La parte que más le gustó al Juanillo fue cómo se las habían ingeniado para tener artes de pesca y de caza y cómo con redes, con losas y tapando las bocas, con el perro al acecho sobre ellas y ellos espantando a los conejos, ir estos al refugio y acabar en la boca del can. O coger pajarillos con resina en la que se quedaban pegados o perdices con lazos hechos con pelos de crin de la mula. El Juanillo, al que los hermanos comenzaron a llamarle el Largo, fueron estas cosas las que se guardó en la memoria como lo primero que tendrían que enseñarle y aprender.

Pero eso era por el lado silvestre. El verdadero interés estaba, de verdad, por el labrantío que un día hubo allí. Lo mismo que la población, el término aparentemente estaba asolado. Pero no para quien sabía mirar.

Era una tierra vieja. Desde luego que lo era. Había sido roturada ya antes. Había sido hendida por el arado, descuajados los chaparros, desbrozado el arbusto, tirado el surco, sembrado el trigo y plantada la vid y la higuera. Pero luego, una y otra vez, habían llegado el hacha y el fuego. Había sido talada, arrancada la cepa de raíz y socarrada. Baldía de nuevo y vuelta a ser cultivada después para volver a ser arrasada hasta la entraña. Pero, aun así, algo había quedado en ella, algo que siempre pugnaba por rebrotar. Y los hermanos lo habían sabido hallar y ayudado a renacer.

Encontraron vestigios de viñas en las faldas resguardadas del monte. Habían sufrido tanto que pareciera que nada había quedado de ellas, pero la vid hunde muy profundamente su raíz y aunque se la descuaje con furia alguna raicilla pequeña aguanta allá abajo y, en cuanto puede, emerge y rebrota. Aun socarradas, con las lluvias siguientes asoma una yema, luego un pámpano y después ya hay un sarmiento. Con eso, una de aquí y otra unos pasos más lejos, enterrando ese sarmiento rastrero y luego hecho aflorar unos codos más allá, se consigue una planta nueva y tapar el hueco.

—En dos o todo lo más tres años y a base de trasplantar aunque les cuesta agarrar, hacemos viña y no hará falta que traigáis el vino cuando paséis por aquí —alardeó el Valentín.

Para dejarla señalada habían puesto, además, en las lindes retoños de almendros e higueras. Los dos árboles se daban muy bien y aguantaban aún mejor. Sobre todo, las higueras. Allí donde las había habido siempre acababa por asomar un tallo y solo era cuestión de hacerse con ellos y trasplantarlos. Ya lo habían hecho con unas cuantas en la parte por la que en invierno corría el agua que bajaba del monte por un barranquillo que se convertía en reguera y aliviaba a la tierra de convertirse en humedal.

Con los frutales había pasado algo parecido. El hacha se había cebado con ellos, otros habían sido arrancados de cuajo, pero siempre había un retoño o un viejo y tenaz tronco que rebrotaba desde su pie amputado. Ya tenían algunos lugares seleccionados para ellos, tanto donde había vestigios de plantaciones anteriores como otros nuevos en las vegas o en ciertos recodos cercanos al propio pueblo y al arroyo que desde Fuente Rey llegaba hasta el río tras bordear al pueblo.

Esa era la zona donde más se estaban afanando ahora porque en las márgenes del río, por el lado izquierdo aguas abajo, ya habían detectado un problema. El Henares, tras sobrepasar el pico de las Matillas, se serenaba mucho sobre todo tras bordear el pequeño y último roquedo de las Peñas Rodadas, el laderón que iba desde el otro lado del Vallejo, a la espalda del castillo, hasta asomarse a su corriente. Superado ese punto y por debajo de las empinadas cuestas y escarpados cantiles de Nublares, se retorcía en meandros que cuando llegaban las avenidas invernales desbordaban su cauce y encharcaban toda la vega complicando los cultivos, pues estos se perdían si permanecían demasiado tiempo bajo el agua. Mas era buena tierra y querían aprovecharla. Le pusieron el nombre de Aguadina.

Tendrían huerto, tendrían árboles y tendrían vino. Y estaban acabando de construir un horno donde cocer el pan cuando tuvieran trigo. Pero Pedro había vuelto y tendrían que devolverle la mula.

El Valentín y el Julián habían salido presurosos a recibirle con el alma en vilo, sabedores de que tenían que hacer frente al préstamo como se había convenido y no tenían con qué hacerlo. Tendrían que darle las gracias, devolverle la mula y a ver cómo se las apañaban luego. Le agasajaron a él y a su primo con lo mejor que tenían, hasta con pichones tiernos de torcaz que habían cogido del nido en los robles de Henarejos. Y tenían preparado algún regalo también, un par de pieles de zorro y una de tasugo. Podían añadir algunos conejos y, si lo querían, un cesto de cangrejos. O sea, nada que valiera lo que la caballería. Así que hablaban de lo que harían sabiendo que sin la mula no podrían llevarlo a cabo. Procuraban no mentarlo ni de refilón, a la espera de lo inevitable, resignados y sin respuesta.

Sin embargo, ni Pedro ni el Juanillo habían venido a llevarse la mula. A lo que venía Pedro era a ofrecerles un trato. Un trato ventajoso para él, desde luego, pero también para ellos, aunque les tocaría doblar doblemente el lomo.

Pedro había escuchado con mucha atención a su tío Pablo, el labrador de Sigüenza, a quien el rey, abuelo del actual, le había dado sus tierras en tiempos. A cien vecinos, nada menos, con la sola condición de que solo cuarenta pudieran venir de la lindera comunidad de tierra de Medinaceli y los otros ya de cualquier parte de Castilla, pero también de León, de Navarra o de cualquier otro sitio.

No fue aquel el único repoblamiento que el séptimo de los Alfonsos hizo allí y en muchos lugares. Sabía que el reino le iba en ello y aprendía a su vez de su abuelo, el sexto, el que tomó Toledo y llevó hasta el Tajo la frontera. Él había repoblado también. En su caso, viejas ciudades derruidas y abandonadas. Lo hizo con Salamanca, con Ávila, con Segovia, que fueron ruinas desoladas y hoy estaban pobladas de gentes, tenían campos de panllevar, menestrales, comerciantes, murallas, catedrales y mesnadas que se asomaban, corriendo el campo moro, a las mismas aguas del Guadalquivir. El nieto, el que se hizo llamar el Emperador, había seguido en esa tarea adelantándola a la Transierra en cuanto se vio libre de su padrastro el Batallador que les tuvo, primero a su madre Urraca y luego a él, tomada la mitad de su reino. Hasta la misma Atienza, aunque la recuperó pronto.

Pararle los pies al aragonés tuvo bastante que ver en su empeño con Sigüenza. Aunque esta había quedado reducida a casi nada desde sus tiempos romanos y godos, había sido sede episcopal y eso fue lo primero que restauró el rey castellano. Para frenar al otro que había hecho lo mismo con Tarazona.

Nombró un obispo, que hizo iglesia en la parte baja, a la orilla del río, y él levantó un castillo en la parte alta. Con el tiempo los clérigos alzaron un templo en la mitad y había sido aquel mismo año precisamente cuando la gran catedral recién terminada se había abierto al culto y la villa al completo había quedado al tiempo cercada de muralla. Y de gentes.

Ahora el joven rey seguía las enseñanzas de sus antecesores y en ello estaba. En llenar de cristianos y de judíos, que eran bienvenidos, y hasta de moros, si querían quedarse, toda la extremadura castellana y desbordar incluso el Tajo. Así se estaba haciendo en todas las comunidades de tierra y villa, en la de Guadalajara, en la de Medinaceli, en la de Atienza, en la de Huete, en todas las de la frontera de Castilla, por la línea del gran río hasta más allá de Talavera y bajando hasta el Guadiana incluso.

Las tierras de la obispalía de Sigüenza, los pueblos del río Dulce y algunos aledaños hasta el castillo de la Riba de Santiuste eran pequeños en comparación con las grandes extensiones y aldeas de Medinaceli y Atienza.

La comunidad de tierra de esta última comenzaba justo al acabar el cañón del río Dulce, en Mandayona, y se había anexionado Castejón, que había gozado de concejo propio. El despoblado Bujalaro y Matillas eran linderos y pertenecían por tanto a ese Común de Tierra. Podía, pues, repoblarse según el fuero atencino y de acuerdo con sus normas otorgar a cada repoblador la tierra que pudiera roturar con una yunta y cultivar por añadas, establecidas en un centenar de fanegas. Podían además tener ganados, abejas, aprovechar la caza y los peces si había río, así como derecho a pastos y cortes de leña.

Pedro había hablado mucho sobre ello con su tío Pablo. En Atienza la tierra disponible era ya muy escasa y mala. En Bujalaro sobraba y estaba pidiendo a gritos labor y manos. Así que, aunque el Valentín y el Julián no lo supieran, su suerte, y no era mala, estaba ya echada.

La mula que Pedro y su primo traían en reata venía cargada con reja de hierro para el arado, una collera, tiros, balancines, dos azadones y otras dos hoces y una dalla. Venía también simiente de trigo, cebada, centeno y avena y unos saquetes de almortas, garbanzos y lentejas regalo del tío Pablo. Lo suficiente, de entrada, para dos yugadas, una de los dos hermanos y otra para Pedro y su primo, y que un día habrían de ser cuatro, una para cada uno. El trato consistía en que el Valentín y el Julián tendrían que roturar, sembrar y recoger. Pedro ponía caballerías, aperos y simiente y el Juanillo habría de venir a la sementera y a la cosecha y traerse para ello otra yunta. La nueva mula, que en realidad era un mulo, un macho y muy fuerte, que habían traído con ellos se quedaba en Bujalaro para completar el tiro con la vieja.

Pedro de Atienza era avispado y aprendió mucho, tanto de los arrieros, como de los condes de la corte o de los labradores de Hita y de Sigüenza. La mitad de toda la cosecha de grano sería suya y él se las entendería después con su primo el Juanillo. En el trato se añadía que los hermanos le señalarían y habilitarían una casa de las más amplias, bien situadas y que en mejor estado estuvieran del pueblo; también le marcarían como suyas algunas posibles huertas y le plantarían algún frutal en ellas.

Cuando el nieto del Pardo acabó de hablar, el Valentín y el Julián se miraron el uno al otro. No era un regalo pero sí un alivio y un mañana. Se lo iban a ganar con sudor, y además tenía un plazo de finalización. Porque quedaba también establecido que a los cinco años quedarían liberados de sus deudas, propietarios ellos de la mitad de las tierras puestas en labor y también de los aperos y de su yunta, si es que la mula vieja había aguantado. Era un buen trato. Aunque el Julián al final logró algo más en el remate: un par de lechones y algunas gallinas cuando Juanillo viniera para la sementera.

A Pedro le tocaba ahora, sin embargo, resolver el asunto decisivo en Atienza, sin lo cual todo lo dicho se quedaría en agua de borrajas. O sea, en agua amarga. Porque había un problema y no era pequeño.

El Valentín y el Julián se habían establecido allí por las bravas y sin dar cuenta ni parte a nadie. Ya habían recibido incluso algún aviso de los vecinos de Jadraque. Aquellas tierras estaban bajo la jurisdicción y fuero de Atienza y su concejo, que regía en más de doscientas aldeas, desde la sierra de Ayllón, al norte, con cuya comunidad de tierra lindaba. Por el naciente lo hacía con la de Medinaceli y con la pequeña cuña de la obispalía de Sigüenza y con la paramera y los yermos fríos y baldíos que llegaban hasta el señorío de Molina, territorio por el que tenían la amenaza de las razias moras que podían venirle desde Albarracín y sobre todo de Cuenca. Por el sur abarcaba todas las alcarrias y hasta el mismo Tajo yendo por Cifuentes y cruzándolo. Por algo en Huete había una puerta, un barrio y una iglesia que llevaban el nombre de Atienza. Huete estaba bajo el señorío de los Lara, al igual que Molina.

Pedro sabía, y lo sabían todos, que el concejo y las gentes de Atienza no se andaban con bromas con los intrusos y eran muy suyos con sus derechos. A los de Cogolludo, por haberse metido a poblar sin permiso en su territorio, los echaron a palos y tuvieron que retirarse descalabrados y todavía dando gracias de que no hubiera habido cuchilladas de por medio.

Tenía que arreglarlo de inmediato y solventarlo antes de que los vecinos de Jadraque se le adelantaran con el cuento, que ya se le habrían adelantado. Así que sin demorarse, al amanecer del día siguiente cogió con su primo el camino que bajaba hacia el río, lo cruzaron por el vado del Samoral y antes del atardecer y tras haber recorrido cinco leguas dieron vista a la impresionante mole de la Peña Fort y sobre ella las almenas de Atienza.

Llegó Pedro justo a tiempo. El concejo de Atienza ya había recibido el aviso y las quejas. Pero mejor valedor que él no había. Era bien conocido y apreciado, desde muy chico, desde que siendo zagal lo metieron los recueros en el lío de la huida del rey niño, y ahora aún más siendo como era, por herencia de su abuela, propietario y vecino ilustre de la villa. Se sabía, además, que tras la toma de Zorita, donde la mesnada concejil había acudido a la llamada real, seguía en su confianza y cercanía e incluso le había armado caballero. Pero había que guardar las formas, lo que se hizo muy puntillosamente; los plazos, que los había para cosa tan seria, y luego reunirse y deliberar el concejo. Tardó su tiempo y más siendo tiempo de cosecha, que tenía prioridad sobre cualquier otra cosa. A Pedro, cada vez que se interesaba, le respondían muy cumplidamente que no tuviera cuidado con la protesta de Jadraque, que eso también estaba en suspenso.

Pero al fin, metidos ya en agosto, hubo un hueco, se produjo la reunión convocada al efecto en el pórtico de la iglesia de la Trinidad y la cosa tuvo arreglo. Valentín y Julián Gómez, representados por Pedro Pérez de Atienza, solicitaban acogerse al fuero, declaraban acatar las normas en él expuestas y la obediencia a su concejo y pedían el derecho a roturar y repoblar lo que ya, por otra parte, estaban repoblando. Fue aprobada su demanda y se convirtieron en los primeros dos vecinos de la nueva aldea.

Pedro pidió por su parte y para que figuraran a su nombre, tras explicar la relación pactada, las tierras que roturarían para él, así como la casa y las huertas. Tampoco hubo en ello problema. Es más, no solo se lo concedían con gusto sino que fue elegido, a propuesta de la cofradía de arrieros, para cubrir una vacante en el Concejo de Hombres Buenos sin que nadie levantara voz en contra en el pórtico de la iglesia de la Trinidad donde estaban reunidos.

El lío llegó con el Juanillo. Pues este era de Sigüenza y aunque la primera intención de Pedro fue que lo hicieran vecino de Atienza eso ya chocó con resistencias y no era nada bueno entrar imponiendo cosas mal vistas. Entonces al alcalde,[8] viejo amigo y protector en la niñez del Pardo nieto, conocido como el Manda, se le ocurrió una solución intermedia. Que se avecindara en Bujalaro y por tanto con derecho allí a tierras, que era de lo que se trataba. Eso ya pareció mejor y así quedó acordado.

A partir de ahí entraron las prisas y se le encomendó que cogiera al día siguiente el caballo, saliera por la puerta de Arrebatacapas y enfilara para Bujalaro con parada en Jadraque a comunicar, provisto del escrito donde se recogía lo dicho, lo acordado. Que Bujalaro ya no era despoblado, que ya tenía tres vecinos, que se abstuvieran los linderos de ejercer hostilidad alguna contra ellos y que quedaba nombrado Valentín Gómez como alcalde de la pedanía. Y que sería este, desde ahora en adelante, quien tendría que irles dando cuenta si algunos otros llegaban pidiendo avecindarse y que se les concedieran tierras. Por descontado, el concejo de Atienza sería el que aprobara o rechazara las solicitudes.

Esas eran las buenas nuevas que el Juanillo llevaba cuando, con el caballo al galope, apareció de nuevo por Bujalaro. Y las prisas entonces a quienes les entraron fue a los dos hermanos que ya podían intentar poner remedio a lo que les llevaba años mordiéndoles las entrañas.

4. La Tobilla

4

La Tobilla

Desde el día que los hermanos habían visto a los hijos que el Maula cuidaba en La Tobilla su relación con el mezquino sufrió un gran cambio. En lo que atañía al Valentín, sobre todo. No dejaba de pensar en aquellas dos criaturas desamparadas y solas en el monte. Y en la suya.

—En el fondo, el Maula y nosotros estamos casi a la par —le dijo un día al Julián.

—Pero él es un moro.

—Y nosotros unos huidos. ¡Qué más da! Me dan pena esos críos. Y el mío, Julián. El mío y quién sabe si uno tuyo. Y nuestras mujeres... —Pareció que iba a decir algo más pero dejó colgada la frase y agachó la cabeza, abatido y para ocultar que se le habían humedecido los ojos.

El Valentín era hombre de mucho nervio y empuje pero al que no se le daba bien esconder lo que sentía y menos aún que con la palabra, con la mirada.

—¡Pues hay que ir a por ellas cuanto antes! —respondió su hermano.

—Cuanto antes, sí. Pero cuando podamos y que estén aquí seguras. Para eso tenemos que ser antes vecinos. A ver cuándo aparece por aquí el Juanillo y nos dice algo.

Pero el Juanillo llevaba casi un mes ya sin asomar y la ansiedad los consumía.

Los encuentros con el Maula menudearon, la relación se fue estrechando; el moro les iba poniendo al tanto del lugar, de los sitios mejores y lo que allí hubo y que podía aprovecharles. Con su ayuda, incluso pudieron recoger algo de paja, de avenas locas y de otras hierbas para las caballerías.

Cada cierto tiempo los hermanos subían hasta La Tobilla y además de peces y cangrejos, que nunca olvidaban para los niños, empezaron a llevarles lo que ya iban sacando en el huerto. En La Tobilla, aunque al resguardo de la pared de roca la niña plantaba algunas cosillas, no se daba bien el verde. Donde daba gusto ver cómo hermoseaban en los caballones las cebollas, las calabazas, los pepinos, los melones, los puerros, los rábanos y todo lo que se quisiera era en la tierra oscura y con sustancia junto a la fuente bajo el castillo.

Esa había sido su cosecha, pues otra, aparte de unas cuantas gavillas de pajunas, muy poca habían tenido; ni les había dado tiempo desde su llegada ni tuvieron con qué sembrarla excepto cuatro puñados de cebada que les dejó el Pedro en su primer paso y que, en vez de dársela toda de comer a la mula, echaron un par en un pedazo cercano y algo habían sacado. Su primera sementera de verdad ya sería la que venía y para la que debían afanarse en preparar la tierra.

No tenían, por ello, ni medio rato libre. Ahora, con las dos caballerías, se pasaban el día en el campo, de sol a sol, y hasta con él sin nacer o ya puesto. Por la sequedad del terreno aún no era tiempo de roturar, pero sí de desbrozar donde hubo en su día cultivos, descuajar tocones, ir haciendo la viña, cavar los huertos, deslindar los comprometidos con Pedro, acondicionar regueras y limpiar cipoteros.

Las horas, aunque eran muchas las de luz, se hacían pocas, los días corrían y el Juanillo no aparecía. Y lo que temían era que quienes lo hicieran fueran los de Jadraque para echarlos. El hortelano, al que habían trocado semillas, pipas y plantones por caza, les había dicho que ya había ido a Atienza a presentar la queja contra ellos.

Un día el Maula se decidió por fin a bajarse hasta el pueblo con el ganado y con los chicos. Al Valentín le pareció que la niña había tenido que ver en ello. Ella y su hermanillo se quedaron con el Valentín y el Julián en los huertos mientras su padre lo hizo en las cercanías, por la Salía, el Vadillo y el Vallejo, con las ovejas. Comieron juntos y le instaron a que se quedaran a pasar la noche, pero no lograron convencerlo. El Maula, al atardecer, señaló una luna enorme, que en cuanto se hiciera de noche iluminaría las veredas, puso rumbo a la alcarria y se volvió con sus hijos para La Tobilla.

Fue la primera vez pero no tardó en volver de segundas y ya sí se quedaron a dormir. Les acoplaron en una de sus dos casas y los hermanos durmieron en la otra.

Al Maula le tranquilizaron diciéndole que daba igual si aparecía el Juanillo, que ellos ya saldrían como sus valedores y que no iba a pasar nada y sería bueno para los niños. Que lo mejor que podía hacer era acondicionarse en el pueblo una vivienda y un cerrado para las cabras y las ovejas, como había hecho antes de que ellos llegaran, y que eso no quería decir que abandonara La Tobilla. Los dos perrillos careas del Maula ya se conocían con el suyo y harían mejor guardia los tres juntos.

—Ahora con el buen tiempo se está bien, como dices, allí arriba y en cualquier lado, pero llegará el malo y estas criaturas tuyas no pueden estar solas allí —le insistía el Valentín.

El Maula no replicaba; sonreía y lo pensaba. Empezó a carear el ganado día sí y día también cerca del pueblo; se bajaba con los chicos y aprovechaba para ir techando una casa y poniéndole una talanquera nueva al aprisco. Los dos hermanos se volvían un poco antes con las mulas y le ayudaban a colocar algún poste más pesado o a mover piedras.

Fue en una de aquellas cuando se presentó el Juanillo con el caballo a las cuatro patas a darles la gran noticia, y fue él quien se topó con la que no se esperaba al ver al moro y a los dos críos. La niña, asustada, cogió de la mano a su hermanillo y salió hacia donde estaba su padre. Pero el susto duró poco. El Valentín se adelantó a explicárselo.

—Bien os lo teníais guardado, pájaros. Pero ¿de dónde ha salido el moro y dónde han vivido estas criaturas?

Se lo fueron contando mientras el Juanillo, amén de la noticia, descargaba también un cochinillo que no dejaba de chillar como un demonio y unas gallinas que le había dado tiempo a coger y que llevaba como adelanto de lo prometido. La niña lo miraba con los ojos muy abiertos pero el morillo le perdió muy pronto el miedo y al cabo no tardó en andar siempre rondándole. Juanillo el Largo siempre tuvo, además de con otras cosas, mucha mano con los chicos.

Pero lo importante es que Valentín y Julián Gómez, y el propio mensajero, Juan Pérez, eran ya vecinos de Bujalaro, aldea del Común de la Tierra de Atienza, sometidos y amparados a su fuero y tenían hasta alcalde, el Valentín. Así lo ponía el escrito que les entregó con mucha solemnidad, aunque ninguno de los tres supiera leerlo. Ni el moro tampoco. Habían dejado de ser fugitivos, eran hombres libres y el consejo de Atienza y a través suyo el rey de Castilla los acogía como tales y sus súbditos.

Aquella noche los dos hermanos no durmieron. La decisión de salir inmediatamente en busca de las mujeres estaba tomada pero le dieron mil vueltas a cómo hacerlo, ahora que ya podían ponerse en marcha. Tantas que casi discutieron, y al día siguiente decidieron no guardar más el secreto y contárselo todo al Juanillo y al moro.

Que habían venido huyendo de León, que eran siervos en un monaster

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