El Todo

Fragmento

El 20 de abril de 1957, cuatro jóvenes dirigentes del Directorio Revolucionario, supervivientes del fallido asalto al Palacio Presidencial del dictador cubano Fulgencio Batista, fueron cercados y luego acribillados por la policía en el apartamento 201 del número 7 de la calle Humboldt de La Habana. Este hecho fue conocido como «El crimen de Humboldt 7».

El 14 de marzo de 1964, cuando habían transcurrido más de cinco años desde la victoria de Fidel Castro, se abrió el juicio por el crimen de Humboldt 7. Los autores que no lograron huir fueron fusilados en los días que siguieron al triunfo revolucionario. El único acusado que se sentó en el banquillo fue Marcos Armando Rodríguez, «Marquitos», joven comunista compañero de estudios de los asesinados. Marquitos fue sentenciado a muerte por un delito de delación al término de un proceso que conmovió a la opinión pública cubana dentro y fuera de la isla y por el que desfilaron las máximas autoridades del nuevo régimen, incluidos el presidente de la República, Osvaldo Dorticós, y el primer ministro y hombre fuerte, Fidel Castro.

El juicio dejó al descubierto las tensiones internas en el seno del poder revolucionario, debilitó a la vieja guardia comunista y salpicó a dos de sus exponentes más destacados, el matrimonio Joaquín Ordoqui-Edith García Buchaca. El viceministro de las Fuerzas Armadas y la ministra de Cultura testificaron bajo la sospecha de haber encubierto o amparado al delator. Estos hechos fueron conocidos como «El caso Marquitos».

El 16 de noviembre de 1964, seis meses después de concluido el proceso, Joaquín Ordoqui fue detenido y encarcelado bajo la sorprendente acusación de haber colaborado con la CIA norteamericana. El veterano dirigente comunista pasó el resto de su vida en prisión domiciliaria y falleció en 1973 reivindicando su inocencia hasta el último momento. Estos hechos fueron conocidos como «El caso Ordoqui».

Este libro está escrito con el propósito de responder a la multitud de interrogantes que rodearon los tres episodios. Lo hace a través de los testimonios de numerosos supervivientes, a partir del análisis de la documentación disponible y mediante datos nuevos, procedentes de los archivos de la CIA y también de la Seguridad checa. Todos los hechos recogidos son ciertos, aunque, por motivos de seguridad, los nombres de algunos testigos aparecen alterados.

Es el resultado de una investigación que se prolongó durante ocho años a través de Cuba, México, Guatemala, República Checa, Gran Bretaña, España y Estados Unidos. Da cuenta de una cadena de historias de crimen y traición, cuyas principales víctimas fallecieron hace tiempo. Y desenmascara por vez primera a varios de los culpables, que todavía hoy no han sufrido castigo alguno por sus actos.

I. El caso

I

EL CASO

La mentira se asienta seguramente sobre un fondo insignificante de verdad.

ERIC AMBLER, El proceso Deltchev

Capítulo 1

1

–Es un asunto sensible. Aquí, todavía, ese caso que a usted le interesa es un asunto sensible.

«Aquí» es La Habana, Cuba.

«Todavía» es noviembre de 2006.

«Ese caso» es el proceso a Marcos Armando Rodríguez, «Marquitos», un joven comunista, condenado y ejecutado en 1964 por haber delatado siete años atrás el refugio de cuatro dirigentes del Directorio Estudiantil Revolucionario. Una nube de policías al mando del comandante de la Quinta Estación, el sanguinario Esteban Ventura Novo, rodeó el número 7 de la calle Humboldt y acribilló a los cuatro jóvenes el 20 de abril de 1957.

«Usted» soy yo, el narrador.

Y «un asunto sensible» significa que, por alguna razón, la Seguridad cubana no desea que nadie remueva ese caso.

El autor de la frase, mi interlocutor, es Philip Burnett Franklin Agee, ex agente de la CIA a quien le queda poco más de un año de vida. Mientras la pronuncia no mueve un músculo. Lo único que se altera en mi campo visual es la ropa tendida que se ondula con la brisa en un balcón cercano. Estamos en la cocina de Agee, sentados frente a dos tazas de café denso y amargo.

Decir que la CIA detesta a Agee es quedarse corto. Agee es la bestia negra de la CIA, su enemigo jurado. Para empezar, fue su primer y único desertor ideológico: Agee abandonó una prometedora carrera escandalizado por la connivencia de la Agencia con las sanguinarias dictaduras latinoamericanas de los setenta. Para continuar, publicó Inside the Company. CIA Diary, un relato minucioso de las operaciones secretas de la Agencia en América Latina durante los sesenta. Para terminar, reveló los nombres de dos mil agentes encubiertos que operaban en Europa oriental y África. Y, por si faltaba una razón más, uno de esos dos mil agentes, Richard Welch, fue asesinado poco después por un grupo radical cuando ejercía como primer secretario de la embajada americana en Atenas.

El odio persiste más allá de los años, más allá de las distancias, más allá de la vida incluso; y trasciende también las tecnologías. En el buscador de la web de la CIA (www.cia.org) aparecen hasta veintinueve referencias a Philip Agee. Una de ellas corresponde a un discurso repleto de insultos pronunciado en 1999. El calificativo más suave es traitor, «traidor». Su autor fue George Bush, antiguo director de la Agencia, ex vicepresidente de Estados Unidos, ex presidente del país y padre del también ex presidente George W. Bush, así como de Jeff, gobernador de Florida, a su vez, segunda patria (aunque en ocasiones parece la primera) de los exiliados cubanos.

El último domicilio conocido de Philip Agee está en Cuba, a poca distancia de la Oficina de Intereses de Estados Unidos. La vieja embajada yanqui se alza en pleno Malecón de La Habana, a medio camino entre el monumento a las víctimas del acorazado Maine y la estatua ecuestre del general de las guerras de la independencia Calixto García. Y justo al lado, entre ese macizo de hormigón y cristal y el mar Caribe, desde una valla publicitaria que ilustra la mayoría de los reportajes tópicos sobre la Cuba revolucionaria, la viñeta de un miliciano desafía a la caricatura del tío Sam y proclama: «Señores imperialistas sepan que no les tenemos absolutamente ningún miedo». (El humor habanero completa la consigna: «Lo que les tenemos es mucha envidia».)

Agee desembarcó en Cuba después de patear medio mundo durante veinte años con la CIA en los talones. Fue expulsado de Inglaterra, Holanda, Alemania, Francia y España en los setenta. Fue despojado más tarde del pasaporte americano. Resolvió entonces cambiar de continente. Se refugió en Grenada cuando gobernaba en la isla antillana el marxista Maurice Bishop, que le otorgó una nacionalidad de conveniencia.

A Philip Agee le persigue la CIA, pero le persigue aún con más saña la mala suerte. A los dos años de desembarcar en Grenada, los marines invadieron la islita caribeña. No tuvo tiempo siquiera de hacer las maletas antes de dar un nuevo salto para refugiarse en la Nicaragua de la Revolución sandinista. Es sabido cómo acabó aquello. Agee volvió a escapar por los pelos antes de caer en manos de sus antiguos colegas.

Cuando mantenemos nuestra entrevista, la ocupación oficial de Agee es la de agente turístico. Dirige www.cubalinda.com, una agencia de viajes por internet especializada en ofertas turísticas para norteamericanos que burlan el embargo y saltan a la isla a través de Cancún (México) o Nassau (Bahamas).

Las páginas amarillas del listín telefónico de La Habana atribuyen el número 55-39-80 a Cubalinda.com. Un contestador informa que el número está fuera de servicio. En el teléfono de información 113 no les consta uno nuevo. Pero ese servicio no es del todo fiable. Como sucede casi siempre en La Habana, el mejor método para conseguir cualquier cosa es callejear y preguntar.

El antiguo espía ha cumplido ya setenta años. No refleja temor; a lo sumo, cautela. Como si quisiera emular al miliciano de la valla que desafía la representación diplomática yanqui, ha instalado su domicilio a cinco cuadras escasas de la sede de sus eternos perseguidores.

Habita un piso en una torre de apartamentos del reparto habanero de El Vedado. Está localizado en la pequeña zona comprendida entre la Maternidad de Línea y la antigua Funeraria Rivero; el tramo que en otras épocas se conocía con una expresión que bien podría resumir sus andanzas: «El espacio entre la vida y la muerte».

Agee me cita a las cinco de la tarde frente al portal de su casa. Los bajos albergan un registro del Ministerio de Justicia y distraigo la espera observando la cola que se churrusca bajo el sol y aguarda el forcejeo burocrático. Juego a adivinar el tipo de trámite que atormenta a cada cual. Agee llega con media hora de retraso a bordo del coche más común en la isla: «Un Lada es mejor que nada», proclama la publicidad popular habanera. Este Lada es de color rojo y lo conduce un mulato barbudo de mediana edad, rostro ametrallado de granos y tórax prominente que resalta una camiseta granate muy ceñida. El espía me saluda con un gesto y enfilamos juntos el sendero empedrado que lleva al portal. El mulato no abre la boca. Sólo nos sigue.

Entrevisté a Agee casi treinta años atrás en Barcelona, y su aspecto ha cambiado poco. Entonces tenía la apariencia de un dinámico profesor universitario yanqui. Ahora tiene el aire de un agotado profesor universitario yanqui. En lo demás, sigue igual: pantalones chinos, mocasines náuticos, camisa a cuadros con botonadura en el cuello, peinado con raya lateral. Se desplaza con lentitud, ha perdido vista y tiene dificultades para encajar la llave en la cerradura. Hace treinta años, titulé la entrevista con una de sus respuestas: «A los espías les importa un bledo la ética».

Por aquel tiempo, yo estaba fascinado por el mundo de los espías, los agentes dobles y triples y le pregunté: «¿Cómo puedo estar seguro de que realmente usted abandonó la CIA; que no sigue trabajando para ella?». Ahora esa pregunta sería tan superflua como la primera que le hice en La Habana:

–¿Funciona el elevador?

–Nunca se sabe –responde arqueando las cejas.

Funciona. Asciende renqueando varios pisos. Pero la luz mortecina y el inquietante crujido de los cables al rozar con las poleas producen la sensación de un tétrico descenso. No cruzamos más palabras hasta que hemos franqueado una reja, descorrido un cerrojo, liberado un candado y abierto una cerradura. Pienso en las noticias que corren sobre el aumento de robos y la inseguridad en la capital.

–Parece que hay muchos robos…

No me ha oído. Por lo menos, no contesta. El mulato sigue en silencio. Sólo observa con atención, como si estuviese haciendo prácticas para radar de tráfico. Agee se agacha para saludar a varios gatos blancos de distintos tamaños que se ondulan con las caricias.

El interior del apartamento es amplio y luminoso. Desde el pasillo contemplo un salón tapizado de libros y, al fondo, el mar. Con una inclinación de cabeza me invita a pasar a la cocina.

Nos acomodamos frente a dos tazas de café fuerte y oscuro. El mulato ha desaparecido de mi campo de visión pero llega el sonido de sus pisadas desde el office contiguo. Siento que Agee me está examinando. Me pregunta por mi llegada, por mi partida, por mi hotel. Podría decirse que me interroga con su mirada y con sus preguntas. La costumbre.

Evoco entonces nuestro anterior encuentro en Barcelona. Su libro Diario de la CIA acababa de traducirse al español.

–¿Recuerda quién lo publicó?

–Fue la editorial Laia –contesto seguro.

Cualquier hipotética ventaja que hubiese adquirido con mi veloz respuesta quedó anulada al instante, porque Agee apostilla sin pausa:

–La gente del PSUC… –deja la frase sin terminar y, tras evocar a los antiguos comunistas catalanes, vuelve a preguntar entornando los ojos, como si necesitara concentrarse para escarbar en ese yacimiento de recuerdos–: ¿Cómo se llamaba el director?

Me hace esa pregunta y un par más. Le doy la respuesta acertada a las tres. Calcula y me mira fijo a los ojos.

–De modo que es la segunda vez que usted y yo coincidimos…

–Así es –confirmo.

No le digo que he tenido noticias suyas de vez en cuando a través de la prensa, que le vi hace poco en Comandante, la película de Oliver Stone sobre Fidel Castro.

–¿Usted conoce la frase de Ian Fleming, el creador de James Bond? –me espeta.

Lo que me acaba de lanzar es más que una pregunta; es un preámbulo, porque no aguarda mi respuesta y continúa–: Once is happenstance. Twice is coincidence. Three times is enemy action. Una vez es casualidad… dos es coincidencia. Tres, una acción del enemigo.

Traduce con buen vocabulario y un rictus muy leve en los labios que quiero interpretar como un atisbo de sonrisa. Habla español con un marcado acento americano. Igual que en las fotos, igual que hace treinta años, tiene un rostro anguloso, como una esquina. Un perfil rapaz que la edad no ha suavizado. Y unos ojos claros que descifran las intenciones detrás de las palabras y los gestos. Me parece más práctico explicarle la verdad:

–Estoy empezando un relato ambientado entre Miami y La Habana a principios de los sesenta y he tropezado con el caso Marquitos. Me ha llamado la atención la resonancia pública que tuvo aquel juicio y sus repercusiones políticas. He leído las actas del proceso y hay muchas cosas que sigo sin entender sobre las motivaciones del delator, sobre la demora de años en procesarle…

Corta en seco:

–Es un asunto sensible. –Y recalca–: Aquí, todavía, ese caso que a usted le interesa es un asunto sensible.

Tiempo después, repasé las notas de aquella conversación y concluí que las palabras de Agee me habían proporcionado a la vez la clave del caso y el título de este libro. Pero para que sucediera eso faltaba aún bastante tiempo. Aquella tarde de noviembre de 2006 yo era sólo alguien cargado de dudas sentado en una cocina habanera inundada de sol frente a un espía al que restaba poco más de un año de vida.

Capítulo 2

2

Acabé de escribir mi novela Amanecer con hormigas en la boca en 1998. Es un libro que se puede leer de varios modos: como relato histórico, como novela negra… Para mí es, antes que nada, un drama que versa, como todos los dramas, sobre alguien que miente a alguien. El tema es doble: la amistad traicionada y, ante todo, la Revolución. Así, con mayúsculas. Acudí a la Revolución cubana porque era la más próxima, en la cultura y en el tiempo. La que había encendido la imaginación de generaciones recientes. Personas que han pasado un tercio de sus vidas preguntándose si es posible la Revolución, otro tercio si es deseable y la última parte si es reparable.

Aunque la acción de la novela transcurría en Cuba, trataba de la revolución en general, de cualquier revolución. Mientras la escribía intentaba responderme a estas preguntas: «¿Qué es una revolución para quienes la viven? ¿Qué signos preceden su llegada?». Me importaban poco las definiciones académicas. Me interesaba saber qué siente y qué piensa la gente cuando está a punto de estallar una revolución: ¿se percatan de lo que va a suceder?, ¿actúan en consecuencia?

Escribir la novela me sirvió para comprender que la respuesta en todos los casos es la misma: No.

Tengo entendido que Luis XVI anotó el 14 de julio de 1789 en su diario una sola palabra: «Nada». El dictador Batista puso pies en polvorosa en un avión cargado de dólares y acompañado de un puñado de secuaces la noche de fin de año de 1958. Los barbudos entraron en La Habana a las pocas horas, el primer día de 1959. Pero el horóscopo de la última semana de 1958 aconsejaba «aprovechar las oportunidades que se abren de hacer negocios con el gobierno». Está claro que los autores del zodíaco no aciertan siempre y tampoco son buenos analistas políticos. Pero Coca-Cola (y Coca-Cola sí tiene en nómina sagaces analistas) publicaba este anuncio en los primeros días de enero: «Coca-Cola saluda al pueblo cubano y le felicita por la recuperación de su libertad».

Casi nadie en Cuba, y desde luego nadie en La Habana, era consciente de estar viviendo una revolución. Por lo menos, no una revolución en el sentido marxista, un cambio radical de las estructuras de propiedad, del sistema económico y social. La palabra «Revolución» había cristalizado en Cuba como una voz retórica desde tiempos de José Martí y la lucha por la independencia. Podía significar reforma, también progreso, o, simplemente, cambio; era incluso sinónimo de la noción de dignidad. Otras veces servía para describir un revolico, un despelote, una choricera, ferretreque, guararey, recholata, timbeque, bayú. O sea: desorden, caos.

Mientras me documentaba para mi novela, comprendí que la Revolución, el cambio que convirtió la Cuba capitalista y republicana en un baluarte comunista por espacio de medio siglo, no se impuso súbitamente un día. Se abrió paso durante meses, años. El primero de enero de 1959 huyó en avión o en yate un puñado de gerifaltes batistianos, ardieron dos o tres edificios, se lanzaron por la ventana unas pocas ruletas y se derribaron a golpes de bate unos cuantos parquímetros. Pero los días 2, 3 y 4 de enero se vendieron más Oldsmobiles, se brindó de nuevo con sidra El Gaitero, se proyectaron nuevos negocios, se escrituraron flamantes apartamentos, Bola de Nieve continuó amenizando con sus boleros extremados las noches del Monseigneur, se apostaron fortunas en los casinos, las radionovelas arrancaron nuevos estremecimientos a las amas de casa, se exhibieron más y más superfluos abrigos de pieles. La Revolución vendría después. Fue, como se decía en la época, «un proceso».

Mi curiosidad se proyectó hacia delante y traté de comprender cómo vivió la gente ese «proceso». Decidí ampliar mi visión de la Cuba revolucionaria con una segunda novela, el segundo elemento del díptico. Poblada por los mismos personajes y ambientada entre La Habana y Miami, siguiendo el movimiento de esa parte de Cuba que, tras la Revolución, se desgajó de la isla y se dislocó a Florida. Ese segundo proyecto, aún en pie, se llama Huracán sobre el azúcar. Tomé el título prestado de una serie de artículos que Jean-Paul Sartre publicó a principios de los sesenta en France Soir tras una prolongada visita a Cuba.

Pasé el verano de 1999 encerrado en el Instituto de Filología y Lingüística de La Habana. Ocupa las antiguas dependencias de la desfalleciente Sociedad Económica de Amigos del País, en la avenida Carlos III. Un edificio de fachada jónica con un amplio y refrescante patio central. Dispone de una de las hemerotecas más surtidas y accesibles de la isla, unas bibliotecarias solícitas y una sala de lectura ventilada y luminosa. Son las condiciones ideales para documentarse a salvo de los frecuentes apagones.

Hojeaba la colección encuadernada de la revista Bohemia sin buscar nada definido. Acaso la cartelera cinematográfica, o el eco de los estertores de la noche habanera; quizás el reflejo cada vez más pálido del ambiente callejero, la declinante publicidad comercial, o bien las cada vez más exuberantes consignas políticas. Ese amasijo impreciso de información que entre los escritores se denomina documentación y en periodismo, «color».

Al llegar al segundo volumen de 1964, a la altura del número 12 de la revista fechado el 20 de marzo, tropecé con un amplio reportaje encabezado por el titular «Pena capital para el delator de los mártires de Humboldt 7». La crónica ocupaba seis páginas ilustradas. La primera estaba presidida por la toma frontal de un muchacho enfundado en una camisa blanca almidonada y vestido con un traje dos tallas por encima de su escuálida complexión; las manos entrelazadas en un gesto más de abatimiento que de reposo y los ojos y buena parte del rostro ocultos por unas gafas de carey de cristales tintados y dimensiones descomunales. El pie de foto sentenciaba: «Marcos Rodríguez: EL DELATOR». La segunda página del reportaje reproducía retratos de «los mártires de Humboldt 7».

Página de Bohemia con el reportaje sobre el crimen de Humboldt.

Cuatro muchachos encorbatados, con el aspecto característico de una época en que los jóvenes se esmeraban en parecer adultos y no al revés, como sucede ahora. Al lado, aparecía una fotografía que puedo describir con los ojos cerrados: un niño de unos cinco años con los pies juntos y las manos recogidas en la espalda observa el charco de sangre largo y espeso que se ha formado en el vestíbulo del edificio de la calle Humboldt, el escenario de la matanza. El reguero procede de algún punto invisible situado fuera de encuadre y desciende a lo largo de una quincena de escalones. «Los esbirros de Ventura arrastraros [sic] los cadáveres hasta la calle. El niño observa el rastro de sangre.» Así decía el pie de foto.

Tenía referencias vagas de la masacre o «crimen de Humboldt 7» por lecturas anteriores. La copiosa literatura oficial que siguió al derrumbe de la dictadura reservaba un espacio destacado a este caso al rememorar las atrocidades de la policía batistiana.

El 13 de marzo de 1957, cuatro estudiantes de poco más de veinte años, jóvenes dirigentes del Directorio Revolucionario, habían participado junto con decenas de compañeros en un espectacular asalto al Palacio Presidencial que estuvo a punto de costarle la vida a Batista y de cambiar el curso de la historia de Cuba. Sucumbieron en la acción más de la mitad de los asaltantes, entre ellos el primer dirigente del Directorio, José Antonio Echeverría, el popular «Manzanita». Los organizadores del asalto sólo contemplaban dos desenlaces: el triunfo o la muerte. «Seremos libres o caeremos con el pecho constelado a balazos», dejó escrito precisamente uno de ellos. Por eso los supervivientes, perseguidos por una policía rabiosa, tuvieron que buscar refugios improvisados en domicilios de amigos y familiares. Tras cinco semanas dando tumbos por la ciudad, los cuatro se ocultaron en el escondite que se convertiría en su tumba: el apartamento 201 del número 7 de la calle Humboldt.

Más de medio centenar de policías de la Quinta Estación de La Habana al mando del teniente coronel Esteban Ventura Novo rodearon el edificio por sorpresa y acribillaron a los cuatro revolucionarios. Los esbirros se comportaron en todo momento como si supieran a la perfección a quiénes buscaban y dónde encontrarlos. Por eso, siempre se sospechó que un delator había facilitado a la policía el crimen de Humboldt 7.

Capítulo 3

3

Esta historia arranca, pues, en agosto de 1999. En la Biblioteca del Instituto de Filología y Lingüística de la Universidad de La Habana, frente a un ejemplar de Bohemia. Exactamente el número 12 de 1964.

Para reponerme de la sorpresa levanté la vista y contemplé el cuadro que acaparaba la pared opuesta: La inspiración, de Eduardo Chinarro, retrataba a un hombre maduro en ademán contemplativo. Paseé luego la mirada por los grandes nombres del saber que presidían sin orden ni lógica la estancia: Shakespeare, Cervantes, Copérnico, Linneo, Pasteur, Confucio, Aristóteles, Leonardo, Erasmo… El reloj eternizaba las 9 y 58 minutos de algún día remoto.

Continué absorto la lectura de la crónica judicial:

«¡Éste fue el delator de sus compañeros…!» La voz dolida y enérgica a la vez de la viuda de Fructuoso Rodríguez se alzaba en el recinto de la Audiencia habanera, donde tenía lugar el juicio –sensacional e inesperado a la vez– contra Marcos Rodríguez, por haber delatado a los mártires de Humboldt 7.

El acontecimiento, sin lugar a dudas, evocaba una gran tragedia y una vil traición, la peor ocurrida en los convulsos tiempos de la lucha clandestina por la libertad de Cuba. Porque el acto infame llevó a la muerte a cuatro revolucionarios: Fructuoso Rodríguez, Juan Pedro Carbó Serviá, Joe Westbrook y José Machado.

Todos recordaban la amarga tarde del 20 de abril de 1957: el siniestro Esteban Ventura, al frente de una jauría de esbirros, llegando con infalible tino, guiado por la delación, al escondite de los cuatro dirigentes estudiantiles; el cerco implacable; el intento de escape; la matanza de jóvenes, a pocos pasos de la calle, por los policías apostados ventajosamente y con superioridad abrumadora de armamento.

Luego, el desolado periplo de padres y madres de estación en estación, burlados por las hienas policiales, sin saber dónde estaban sus hijos, mordidos ya por la sospecha de varios cadáveres. Y el encuentro imborrable con el despojo de lo que más querían, acribillado a balazos.

La crónica, sin firma, proseguía en tono vibrante:

De todo aquel despliegue de crimen y pena era responsable el hombre, joven aún, que se sentaba en el banquillo de los acusados, Marcos Armando Rodríguez, el hombre que, inverosímilmente, había escapado durante siete años al justo castigo por su monstruosa acción.

Pero toda la acusación actual revestía carácter secundario, de pura confirmación, frente a la actitud del acusado, que confesaba ser culpable del hecho repugnante porque [sic] se le juzgaba.

Con la cabeza y la voz bajas, escondiendo la mirada de los testigos de la acusación –todos ellos miembros del Directorio Revolucionario y compañeros de los mártires– Marcos Rodríguez, ex miembro de la Juventud Socialista,[1] relataba los pormenores de su traición.

El párrafo completaba la primera doble página del reportaje. Me detuve en este punto y tomé aire. Llevaba ya semanas procesando periódicos y revistas del período revolucionario y lo que acababa de leer resultaba absurdo, un sinsentido. Si una cosa había aprendido examinando toneladas de impresos es que para la fecha del juicio, cinco años después del triunfo revolucionario, no existía en Cuba un solo medio de comunicación independiente del poder. Diarios, radios y estaciones de televisión habían sido nacionalizados a principios de 1960. Y desde mucho antes nada de lo que se publicaba en la prensa aparecía por azar o fuera de control. Ese asombro quedó reflejado en mi cuaderno: «Es mucho más que “sensacional e inesperado”, como dice el cronista. Es incomprensible. ¿Cómo es posible que la prensa vincule abiertamente a un militante comunista con un caso de traición?», anoté.

Había transcurrido un lustro desde el derrocamiento de Batista; se habían cumplido tres años desde la fallida invasión de bahía de Cochinos y la proclamación del carácter socialista de la Revolución; dos, desde el alineamiento incondicional con el campo soviético, y poco menos desde la crisis de los misiles que colocó al mundo al borde de la guerra atómica. Las tres principales fuerzas antibatistianas –el Movimiento 26 de Julio de Fidel Castro, el Directorio Revolucionario, ya muy debilitado, y el viejo partido comunista prosoviético (PSP)– habían emprendido un proceso de unificación tiempo atrás hasta confluir en el Partido Unido de la Revolución Socialista de Cuba (PURSC) regido por una cúpula integrada por miembros de las tres facciones y encabezada por el líder máximo, Fidel Castro.

De pronto, el semanario de mayor circulación de la isla daba cuenta de un juicio público a un militante comunista acusado de delación. Desfilaban, además, por el estrado como testigos de cargo un ministro y varios militares de alta graduación procedentes del Directorio Revolucionario.

Sentimientos difíciles de describir se reflejaban en los semblantes de los magistrados y asistentes cuando escuchaban al Judas –pálido, correctamente vestido, con enormes espejuelos que parecían subrayar el equívoco de su aspecto– narrar cómo utilizó la confianza que en él tenían depositada los líderes estudiantiles escondidos para poner en conocimiento de Ventura la dirección de aquéllos.

El resto de la crónica se ilustraba con imágenes de varios testigos y del fiscal; con instantáneas del escenario del crimen (la entrada desportillada del apartamento 201, la fachada del bloque); y con escenas del duelo popular que envolvió el entierro en la Necrópolis de Colón. Pero mi asombro fue máximo al llegar al pasaje que insinuaba como origen de la delación la acerba rivalidad política entre el Directorio Revolucionario y el viejo partido comunista (PSP).

Uno de los puntos más trascendentales del proceso afloró en el interrogatorio: el de los móviles de la traición. ¿Qué diferencias existían entre al acusado y las víctimas?

–Principalmente obedecían a que discrepábamos sobre los métodos de lucha –expresó el acusado.

El presidente de la sala, Jesús Valdés García, quiso conocer cómo esas discrepancias estorbaban las relaciones de Rodríguez con el grupo del Directorio. Respuesta del acusado:

–Es que yo quería influir políticamente sobre ellos.

Intervino el fiscal:

–¿En qué organización militaba usted?

–Durante dos años o más milité en la Juventud Socialista…

En 1964 hacía tiempo que no existía prensa independiente. Otro tanto sucedía con el poder judicial independiente, muy maltrecho ya durante el régimen de Batista. La Constitución de 1940, y junto con ella todas las garantías judiciales, había sido frecuentemente atropellada durante la dictadura batistiana y cancelada por el nuevo régimen revolucionario. Nueve de cada diez magistrados del Tribunal Supremo y más de dos tercios de los jueces y abogados del país colgaron la toga y pasaron a ejercer como porteros de noche, aparcacoches o jardineros en Florida. Tres años antes del juicio de Humboldt 7 se había declarado oficialmente «abolida la doctrina burguesa de la separación de poderes y de la independencia y neutralidad política de la justicia».

Había tropezado con algo desconcertante: una crónica en la prensa oficial acerca de un proceso celebrado en los tribunales del poder que fustigaba la negligencia del poder («Marcos Armando Rodríguez, el hombre que, inverosímilmente, había escapado durante siete años al justo castigo por su monstruosa acción») y que insinuaba la connivencia comunista en un monstruoso crimen perpetrado contra mártires revolucionarios.

La crónica concluía en tono trágico:

Cuando el fiscal comenzó su informe, destacó la coincidencia del proceso con la efeméride del 13 de marzo, de cuyas acciones heroicas habían sido sobrevivientes los dirigentes inmolados más tarde por la policía.

Con palabras emotivas pidió que se hiciera justicia revolucionaria a través del fusilamiento.

–Para los mártires de la patria, la muerte es el salto a la gloria eterna en la memoria de su pueblo, mientras que para los traidores, la muerte es el oscuro final con que pagan sus crímenes y su infamia –dijo el fiscal.

Tan abrumadoras eran las circunstancias para el acusado que su mismo defensor sólo pudo solicitar clemencia.

Al cierre de esta edición, el juicio quedaba concluso para sentencia. Pero era fácil anticipar cuál sería ésta.

Anoté esta última frase y la subrayé. Y más abajo: «¿Qué significa el equívoco de su aspecto?».

Recogí mis papeles y caminé hacia el mostrador para devolver la colección de Bohemia. A través de los ventanales abiertos irrumpía el bullicio de un círculo infantil. A la izquierda, en un banco del patio, conversaban dos ancianos frente a un estanque verde rodeado de aspidistras y sin gota de agua. Consulté los diarios correspondientes al mes de marzo de 1964 disponibles en la biblioteca.

–Tenemos las colecciones completas de Hoy y de Revolución. Eran los únicos que aparecían por aquellas fechas –me informó cansinamente la bibliotecaria, una mujer cetrina y enjuta, reclutada seguramente ya para la muerte.

–¿Me los puede tener listos para mañana?

–Eso va a estar complicado.

–¿Y pasado mañana? –dije, resignándome a la parsimonia local.

–No es cuestión de tiempo. El problema es que para manejar los diarios de todo ese período se necesita una autorización especial.

La caída pronunciada de ojos denotaba que no hablábamos de cualquier problema ni de cualquier autorización. Ese gesto equivalía a una negativa.

–¿De qué período?

–En realidad, desde diez años para atrás…

–¿Quién concede la autorización?

La funcionaria alzó la mirada hacia un punto impreciso del techo y respondió:

–Depende del Consejo de Estado… Son las instrucciones que bajaron…

Todavía no sé si aquel día de agosto buscaba algo o ese algo me buscaba a mí. Al cabo del tiempo esa duda no importa gran cosa. Fuera, un sol feroz requisaba todas las superficies disponibles e imprimía un tono de amargura luminosa a la mañana.

Capítulo 4

4

El «Crimen de Humboldt 7», acontecido en 1957, y aireado con profusión por la prensa tras el derrocamiento de Batista en 1959, se había transformado en 1964 en el «Caso Marquitos». Y fue justamente «Caso Marquitos» la referencia que utilicé para archivar las fotocopias de la crónica del juicio. Proseguí la documentación de mi proyectada novela durante el resto del verano y, a ratos perdidos, todo el curso siguiente. Mis escuetas notas sobre Humboldt y Marquitos quedaron relegadas. Finalmente, sin embargo, la escritura hirviente se impuso. Fue el resultado de una evolución sosegada que transformó mi sorpresa en obsesión.

Aproveché las siguientes vacaciones para viajar a Miami. Planeaba recoger informaciones sobre el exilio cubano de principios de los sesenta, antes de que cuajara el paisaje actual de Little Havana.

El éxodo cubano inicial arribó a Miami en tres oleadas. La primera estaba formada por militares, policías y políticos batistianos y por una gavilla de malversadores y desfalcadores. Ambos grupos eran tan inseparables que en realidad formaban uno solo y asomaron en Florida con el año nuevo del 59.

La segunda oleada se registró a lo largo de los meses siguientes y se alimentó de los damnificados por la reforma agraria y por la reforma urbana, también con profesionales y empresarios. La tercera ya incorporaba representantes de casi toda la sociedad cubana, con predominio claro de los medios urbanos sobre el campo, de los blancos sobre los negros, de los católicos sobre los no creyentes y de la clase media sobre los trabajadores. Se disparó en 1961, al fracasar el intento de invasión de bahía de Cochinos. Ése fue el momento en que para muchos se desmoronó un mito que había mantenido vivas las esperanzas de los enemigos de la Revolución. Ese mito proclamaba: «Los americanos no permitirán que arraigue el comunismo a noventa millas de su suelo».

En poco tiempo se asentaron en Florida más de cien mil cubanos. Se amontonaban en el Riverside, la parte más desvencijada de lo que sería con los años la Pequeña Habana. Ocupaban las efficiencies, pequeñas casas plantadas sobre pilotes que antes habían evacuado los white trash, los americanos pobres. Con el primer dinero que conseguían, los isleños revistieron la madera exterior de las casas para conjurar el recuerdo de los bohíos miserables habitados por los guajiros de su tierra. Tabicaron los porches para sacar habitaciones suplementarias en las que alojaban a los familiares recién llegados. «Nos llaman gusanos –bromeaban–, pero vivimos como sardinas.»

Los domingos coincidían todos en la misa matinal de la iglesia jesuita del Gessú; a la salida hojeaban los periodiquitos de los doscientos grupos rivales del exilio, todos ellos financiados de un modo u otro por la CIA. Cualquier lugar era bueno para porfiar de política. El Lila’s, por ejemplo, donde tomaban una mentirita (un cuba libre); o el súper de la calle Ocho; también el Royal Castle donde los más tragones se despachaban las hamburguesas gigantes. También el parque, entre ficha y ficha del dominó. El Patria, el periodiquito de mejor presencia, editado por nostálgicos de Batista, publicaba una rúbrica semanal con la lista de ex fidelistas fugitivos bajo el título «Siguen llegando» y con epigramas mortificantes: «Quién te iba a decir entonces /que tan pronto te iba a ver /en la puerta del Refugio / y hablando mal de Fidel».

Dediqué varias jornadas a recorrer aquellos parajes y a evocar aquel ambiente de Flagler Street, donde algunos comercios llegaron a prohibir el ingreso a «dogs, blacks & cubans». Conversé con veteranos del exilio; rastreé en La Moderna Poesía, Libros Españoles y en Universal, las mejores librerías hispanas de la zona, además de puntos de encuentro y tertulia. Y desemboqué, al fin, donde terminan todos los que buscan información solvente sobre Cuba: la Cuban Heritage Collection.

La CHC es el reverso del Instituto de Filología y Lingüística de La Habana, que tan bien conocía. Fondos meticulosamente microfilmados, cómodamente consultables en dependencias funcionales, radicadas en un despejado campus universitario de vegetación frondosa y enclavado en un barrio apacible, lindante con el distrito residencial de Coral Gables.

Allí se custodia la otra mitad que completa la escindida historia de Cuba. Igual que las familias, con una parte a cada lado del Caribe, existen dos versiones del futuro, pero también del pasado. La oficial, plasmada en la prensa editada en la isla; y la otra, la del exilio. En ocasiones –como sucede también con ciertas librerías, o restaurantes, o confiterías que se han expatriado siguiendo los pasos de sus dueños–, las publicaciones también se dividen en dos. Ése fue el caso, por ejemplo, del semanario Bohemia. Su propietario, Miguel Ángel Quevedo, preservó durante la dictadura de Batista un precario espacio de libertad. Tras la victoria de la Revolución, se alineó resueltamente con Fidel Castro.

El 22 de mayo de 1960 Bohemia apareció con un editorial que proclamaba: «La Revolución ha dado pan al cubano hambriento, ha dado tierras al cubano despojado, letras al cubano ignorante, ha dado medicinas al cubano enfermo, esperanza y orgullo al cubano fiel …». Algo debió de escasear en ese reparto, porque el cubano editor del semanario, Miguel Ángel Quevedo, se refugió una semana después en la embajada de Venezuela y se exilió a continuación en Caracas.

Allí fundó Bohemia Libre, semanario itinerante entre Puerto Rico y Caracas. Aguantó así un tiempo. Después, la nostalgia y la desesperación pudieron con él y practicó el tiro al blanco en su propia cabeza.

Pero eso ocurrió más tarde. En 1964, Bohemia Libre aún aparecía. Y, por alguna razón que todavía me cuesta entender, al igual que tantas esquinas de esta historia, cuando rellené el formulario, la primera publicación que pedí en la biblioteca fue el Bohemia Libre correspondiente a marzo de aquel año, a las semanas del juicio de Humboldt 7.

Página de Bohemia Libre con reportaje sobre el crimen de Humboldt.

Allí estaba la crónica, bajo el título «UN COMUNISTA AL PAREDÓN». Ni rastro del lirismo de la Bohemia gemela. Sí, en cambio, muchas preguntas, abundantes conjeturas y algún que otro dato nuevo.

El reportaje refería primero «los hechos»:

Durante la segunda semana de marzo, un tribunal constituido en la Audiencia de La Habana condenó al paredón de fusilamiento al señor Marcos Armando Rodríguez Alfonso. Sobre él gravitaba la acusación de delatar en abril de 1957 a cuatro miembros de la organización insurreccional Directorio Revolucionario: los delatados fueron asesinados por la policía represiva del régimen de Batista el 19 [sic] de abril de 1957.

El condenado, Marcos Rodríguez, pertenecía desde el año 1954 al Partido Comunista. Durante el proceso, el acusado enfatizó que había entregado a los cuatro miembros del Directorio Revolucionario «por razones ideológicas».

Los acusadores durante el proceso fueron los comandantes Faure Chomón, ministro del Transporte, Raúl Díaz Argüelles, Alberto Mora y Guillermo Jiménez, la señora Martha Jiménez y otros destacados miembros del Directorio Revolucionario.

«La primera vez que lo vi –testificó un comandante del Directorio– fue en la Universidad. Me llamaron la atención su gesto arrogante, su camisa roja y sus sandalias amarillas, porque en Cuba es raro ver a alguien con semejantes sandalias.»

Subrayé este párrafo y anoté: «Coincide con la alusión al aspecto equívoco de la Bohemia oficial». Continué leyendo:

El acusado fue hallado culpable y condenado a la pena máxima que imponen las leyes cubanas actuales.

Resultaban llamativas las coincidencias entre las dos Bohemia gemelas: 1) confirmación de la delación en el crimen de Humboldt 7; 2) admisión de la culpabilidad de Marquitos; 3) filiación comunista del acusado; 4) insistencia en los móviles ideológicos del delito; 5) alusión al aspecto equívoco del procesado.

La próxima sorpresa me aguardaba en el siguiente renglón:

Pero el caso no se cerró con la condena: los miembros del Directorio Revolucionario exigieron en cartas a la prensa el esclarecimiento total del caso, basándose en los siguientes puntos:

Tras el triunfo de la Revolución, Marcos Rodríguez regresó a Cuba y en vez de ser sometido a la justicia por su traición, recibió una beca del comandante Joaquín Ordoqui para estudiar en Checoslovaquia.

Las palabras y los hechos deducidos del proceso comprometían a Edith García Buchaca, miembro como su esposo Joaquín Ordoqui del comunismo tradicional, por haber proporcionado amparo al acusado y recibido tras el crimen, ya en el exilio mexicano, la confidencia de su delación, que ella disculpó diciéndole que, laborando arduamente en el futuro, podía purgar su pena y ser un comunista puro.

En la crónica publicada en Cuba se deslizaban vagas alusiones a la responsabilidad de los comunistas. Esta nueva versión de Bohemia Libre iba más lejos. Ponía nombre a esa implicación: Edith García Buchaca y Joaquín Ordoqui. La primera desempeñaba en el momento del juicio la secretaría del Consejo Nacional de Cultura (equivalente a ministra); su esposo ostentaba el grado de comandante (máximo en la jerarquía militar cubana) y era nada menos que el viceministro primero del Minfar (Ministerio de las Fuerzas Armadas Revolucionarias), el brazo derecho de Raúl Castro. Aquello tenía toda la apariencia de una batalla entre facciones opuestas del poder revolucionario:

En los círculos cubanos, en el seno de los organismos estudiantiles y –a media voz– en toda Cuba, las pruebas de la coincidencia de los comunistas con los agentes policiales del régimen anterior eran el diálogo obligado. Se agudiza la vieja pugna existente desde la Sierra entre los revolucionarios de origen democrático y los miembros del comunismo isleño.

La crónica se cerraba con las preguntas que, según su autor, quedaban sin respuesta tras el juicio:

¿Por qué el delator en vez de ser sometido a juicio tras el triunfo de la Revolución recibió una beca para que estudiara en Checoslovaquia? ¿No se prueba así que los comunistas eran capaces de colaborar con el régimen de Batista «por razones ideológicas»? Y, sobre todo, ¿por qué permitió Castro la celebración pública de un proceso que ha desprestigiado al tradicional Partido Comunista de Cuba?

Tiempo después intentaría responder a estos y otros muchos interrogantes. Por el momento, aquel episodio, o mejor, aquella cadena de episodios de la que entonces sólo conocía algunos eslabones, ganaba espacio en mi cabeza. Aquella singular combinación de crimen sanguinario, ruin delación y despiadada intriga política comenzaba a desplazar mis proyectos originales de escritura. Anoté escuetamente: «¿Qué hay detrás de este juicio?».

Capítulo 5

5

Esa misma noche cené con un grupo de cubanos. Entre ellos, Eddy Castejón, un ejemplar exótico incluso entre la variopinta fauna del exilio miamense. Corpulento y atlético, pese a sus setenta años largos, sigue en activo y se gana la vida proyectando instalaciones de aire acondicionado. Habita solo una casita en Hialeah (Pradera Alta, en lengua semínola) y frecuenta el Versalles y otros restaurantes del South West (Sagüesera, en lengua cubana), donde despotrica contra el «Insepulto», término con que alude a Fidel Castro, guardándose de pronunciar su nombre. Observa el mundo a través de unas gafas redondas bifocales y cultiva en todo momento la institución más arraigada en Cuba: el choteo. Eddy es decididamente un jodedor, es decir, un bromista, y para él no existe en el universo una sola pena tan atroz que merezca un gesto grave.

Hasta ahí, Eddy tiene todo en común con miles de cubanos de su edad que deambulan por las aceras de la calle Ocho o que discuten con sofoco sobre béisbol (en cubano, pelota), en el Parque Central de La Habana. Lo original, lo extravagante, lo singular, es que Eddy se exilió de Cuba porque era y es libertario. Es decir, anarquista. En realidad, ha consagrado su vida a recopilar y difundir la historia del anarquismo en Cuba a través de artículos, charlas, conferencias, libros. Es poco lo que un anarquista puede hacer por su causa en una ciudad como Miami. En realidad, resulta imposible imaginar un territorio más dominado por la búsqueda frenética del dinero y del éxito y, por tanto, menos fértil para las doctrinas de Bakunin. De modo que Eddy canaliza su activismo en las reuniones semanales que celebra en la librería Universal de la calle Ocho con media docena de correligionarios locales, en las frecuentes visitas a los compañeros españoles de la CNT-FAI y en ocasionales desplazamientos a Toulouse, París o Roma, generalmente para pronunciar conferencias de temática histórica y para participar en debates.

Estamos en el Versalles, en la confluencia de la calle Ocho y la avenida Treinta y cinco, en el mismo centro geográfico y social de la Pequeña Habana, a sólo dos cuadras del cementerio Woodlawn, que guarda los restos de muchos cubanos célebres, entre ellos el despiadado dictador Gerardo Machado. El Versalles es la catedral local de la gastronomía y del picuísmo, la cursilería cubana. Del Cuban kitchen y del Cuban kitsch. La decoración de escayola y espejos se inspira en una especie de estilo persa-colonial-Luis XV, salpicado de un toque nostálgico que corre a cargo de fotografías coloreadas evocadoras de una Habana idealizada.

Damos cuenta de un aperitivo de frituritas de malanga, más el plato combinado número 3, compuesto de picadillo y tamales. Todo regado con Hatuey helada. Algunos veteranos de bahía de Cochinos trasiegan en el mostrador posterior un café bien cargado en un vasito de plástico, de los que usan en la Social Security para dosificar grageas. En la barra, alguien lee los obituarios del día y un corrillo puja por fijar la fecha de la caída de Castro.

–Miami ya no es lo que era –suspira Eddy.

–¿En qué notas el cambio?

–Figúrense que hace unos días durante toda una tarde de conversación y mojitos ninguno de mis amigos mencionó Cuba o al Insepulto. El tema fue exclusivamente esa pequeña píldora azul que puede conseguirse en el mercado negro por la mitad del precio normal… ¡Mi hermano, las prioridades cambian, ahora el Viagra puede con el Insepulto! ¡Miami ya no es lo que era! –Estalla en una carcajada.

Eddy incide de inmediato en su tema favorito.

–A veces se ha criticado al anarquismo cubano porque llegó de Europa, porque no era autóctono. Pero ¿qué otras ideas en Cuba no han venido del otro lado del mar? ¡Coño, si somos una isla! Los ideales de la independencia –continúa– procedían de Estados Unidos. Y el reformismo autonomista venía de Canadá; y ¿de dónde más que de Galilea venía el cristianismo? En Cuba no hay nada autóctono, porque a los indios los mataron ustedes. ¡A todos! –Me apunta con un índice acusador. Y remata airado su razonamiento–: Así que decir que las ideas anarquistas vinieron de allende los mares es muy marxista. Claro, yo les pregunto a los marxistas: ¿Y de dónde vino el marxismo a Cuba, o es que éste –señala el busto arrogante del indio Hatuey de la botella de cerveza– era marxista cuando ustedes le dieron candela? –Eddy libera otra cascada de risas que apaga con un trago de cerveza a pico.

Le relato entonces mis lecturas en la Cuban Heritage Collection. Eddy, como se habrá adivinado, es un anticomunista visceral, ferviente, rabioso. Odia a los comunistas como sólo se detesta a los parientes muy próximos que disputan una herencia. Es un odio acaso tan feroz como el de los ultraderechistas más furibundos. Y en Miami se encuentran anticomunistas tan ofuscados que sostienen que Batista era, en realidad, un comunista camuflado y facilitó a propósito la victoria de Castro. Puede que sea cierto que el odio es una forma de intimidad, porque el anticomunismo de Eddy no es hijo de un resentimiento paralizador y sofocante. Eddy Castejón se quedó en Florida aprovechando su luna de miel y no perdió tierras, ni apartamentos, ni negocios. Dejó atrás a unos cuantos camaradas detenidos en el presidio de La Cabaña y unos sueños juveniles hechos trizas. Eddy odia a los comunistas por razones distintas:

–Estos de aquí, son unos criminales, unos imperialistas, lo que tú quieras… ¡unos fascistas! –Acentúa el último adjetivo. Lo proclama en voz alta y traza con la zurda un gesto vago que no se sabe si abarca el comedor del Versalles, Little Havana, la península de Florida o el hemisferio completo–. ¡Pero al menos éstos han construido, coño, han puesto en pie cosas! El Insepulto lo único que ha hecho ha sido destruir mi país. Hay gentes que se extrañan de que un libertario critique tan duramente a Castro porque suponen que ha distribuido, que ha repartido riqueza. Yo les riposto que ha distribuido miseria y la miseria es la única cosa que repartida entre más, toca a más –concluye con sorna.

–A propósito de comunismo, tengo un par de consultas –le anuncio a Eddy.

–Dispara –responde solícito.

–La primera duda es sobre el significado de una referencia a un personaje que encontré en un Bohemia Libre de 1964.

–¿Qué personaje?

–Marcos Rodríguez, un muchacho que juzgaron por delatar a los cuatro estudiantes de Humboldt 7.

–¿Marquitos, el comunista? Lo descangañaron, lo hicieron talco.

–Entonces, ¿seguro que era comunista?

–¿Tiene barba el Insepulto? ¿Qué tú quieres saber?

–Trato de entender una alusión a la indumentaria de Marquitos. –Leo mi cuaderno: «La primera vez que lo vi fue en la universidad. Me llamaron la atención su gesto arrogante, su camisa roja y sus sandalias amarillas, porque en Cuba es raro ver a alguien con semejantes sandalias»–. ¿Cómo lo interpretas?

–Yo no pisé la universidad, porque ayudaba a mi tío en su negocio; pero sí te puedo decir que uno que llevara sandalias amarillas y camisa roja en aquella época, de seguro era cherna –sentencia.

–¿Cherna? –repito.

–Aviador, ganso, marinero, mula, pájaro, pargo, pato, yegua, champe, cundango, flojo… Dile como quieras, gallego: ¡maricóóón! ¿Tú me entiendes ahora? –estalla a reír de nuevo–. Tira ahí la segunda, a ver si es igual de fácil.

Me intereso por su opinión sobre el trasfondo de las disputas que se adivinan en el juicio a Marquitos y por las acusaciones contra Joaquín Ordoqui y Edith García Buchaca.

–¿Cómo es posible que desde los tribunales y la prensa oficial se vertiesen acusaciones de ese porte contra dirigentes revolucionarios?

–Déjame que te haga un poco de historia. Fidel llega al poder el uno de enero de 1959. Bien. Se pasa los dos primeros años asegurando que su Revolución es democrática, que es humanista, que es tan verde como las palmas, que aquello no es comunismo… Insinuar lo contrario, denunciar la creciente influencia comunista era, según él, contrarrevolucionario… Así dos años. –Hace una pausa para señalar la botella vacía al paso de una camarera y prosigue–. De pronto, en 1961, todo cambia. La ruptura con los yanquis es total después que estos mongos organicen el despelote de bahía de Cochinos, o Playa Girón, como le dicen allá en la isla. Ahí proclama el carácter socialista de la Revolución y el veintiséis de julio de ese mismo año 1961 (quédate con la fecha, porque es el día que conmemora el aniversario del asalto del Cuartel del Moncada en Santiago de Cuba, aquella gesta suya que acabó en tremenda matazón) anuncia la fusión de las tres organizaciones revolucionarias reconocidas en las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas). Y empieza a gestar un partido comunista a su medida, a la vez que estrecha al máximo las relaciones con la Unión Soviética. Al frente de la organización de ese embrión de partido, de las ORI, queda un veterano comunista, Aníbal Escalante.

–¿Cuánto dura eso?

–Unos meses. Al año siguiente, el trece de marzo de 1962 (repara también en el simbolismo de la fecha, porque el Insepulto adora los símbolos y ese día se conmemora el asalto a Palacio que protagonizó el Directorio Revolucionario) lanza un speech y de pronto denuncia que el maestro de ceremonias del acto se acaba de saltar unas frases del testamento de su líder, José Antonio Echeverría, «Manzanita».

–¿Qué decían esas frases?

–Nada, una bobería, algo así como «Ojalá Dios nos ayude a establecer el reino de la justicia en nuestra tierra». El caso es que se habían saltado la palabra «Dios». Explota de ira y arremete contra «ellos», no dice quiénes, pero sí dice que están pervirtiendo el sentido de la Revolución con su dogmatismo.

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