Oro viejo (Matices 2)

Alba M. Vila

Fragmento

oro_viejo-3

Prólogo

12 de febrero 2006 - the final countdown*

*tiruriruuu tiruriruriiii

Había una promesa, o más bien un reto, que oscilaba entre nosotros como un péndulo que se quedaba sin energía. Algo de lo que no había podido hablar con él, ni siquiera cuando estábamos solos. Algo que me escondía y me callaba y tapaba bajo capas y capas de negación. Algo que me esforzaba en repetir todos los días, a todas horas, con la esperanza de creérmelo.

«No va a decir nada, no va a hacer nada, no va a pasar nada».

Pero yo sabía que él no podía, no quería, dejarlo ir.

—En honor al cumpleañero. —Joseph dejó en la mesa una botella de José Cuervo adornada con un lacito amarillo, y se sentó junto a Alan como si el esfuerzo de caminar por el Trafalgar con el tequila le hubiera quitado años de vida—. Beberemos tequila toda la noche.

—Lo siento, chicos —me compadecí de ellos y abracé la botella contra mi pecho. Sin embargo, a pesar de las bromas y mi amor por el tequila, seguía dándole vueltas a lo que se venía—. Os vais a quedar sin alcohol hoy.

—No vas a explotar por compartir, ¿sabes? —David dejó el vasito en la mesa y lo arrastró hacia mí sin ningún disimulo—. Un chupito, dos como mucho. —Y el muy capullo añadió—: Y ya puedes beber hasta reventar, como el año pasado.

Se me pasó la idea de darle una patada bajo la mesa. Pero había cinco pares de piernas y estaba claro que, con mi suerte, le daría a otro.

—Es mi cumpleaños, es mi regalo y lo compartiré con quien yo quiera. Si quieres medio chupito, y da gracias, pídele al camarero un limón y el salero. —Le quité el vaso de las manos y lo llené hasta el borde—. Este es para Rob.

—No, gracias. —Su expresión atenta y concentrada no cambió ni un milímetro bajo las luces fluorescentes—. Quiero estar sobrio esta noche.

La música alta parecía querer perforarme los tímpanos y el ambiente del bar estaba cargado de gente, sudor y gritos. Pero con una mirada suya, me puse a temblar como si estuviera en la calle sin ropa. Sus ojos eran negros y serios y dulces y asustados y firmes. Eran tan confusos y complicados como él. Y me hacían sentir en carne viva.

—Más para mí —anuncié, terminándome el chupito de un trago. El calor del alcohol me devolvió a la vida. «No va a decir nada, no va a hacer nada, no va a pasar nada», me repetí. Y después de giré para hablar con otro, con cualquiera que no me mirara de esa forma—. Alan, vamos a bailar.

—Yo no bailo —gruñó él, tan simpático como siempre.

—Que cumplo dieciocho, venga. —Me puse detrás de él y le quité la bandana de la cabeza—. Me dijiste que ibas a hacer todo lo que yo te pidiera.

—Eso lo has tenido que soñar, Brian.

—Eh, pero, por la ley universal del cumpleaños, debes hacer todo lo que quiera. Así ha sido siempre desde el principio de los tiempos. —Le agité la cinta negra en la cara y se la aparté cuando intentó cogerla—. Un bailecito solo. Uno pequeñín, diminuto. Apenas te vas a enterar. Va a ser entrar y salir, como a ti te gusta.

Al final accedió, claro, y todo gracias al poder de los cumpleaños. Debería ser una cosa mensual, el mundo iría mejor convirtiendo mis órdenes en realidad.

Sin embargo, antes de empujar a Alan hasta el rincón más oscuro del bar, un brazo me cortó el paso. Y su dueño me volvió a dejar sin aire.

—No te alejes demasiado —me pidió Robert con toda la educación que le había dado su colegio de curas—. Treinta minutos.

Media hora y la cuenta atrás llegaría a su fin.

Pero, hasta entonces, yo era un depredador libre.

Este jueguecito entre nosotros había comenzado un año atrás, en aquel mismo lugar. Joseph me retó a entrar al bar sin enseñar el carné de identidad y yo, con mis diecisiete primaveras, conseguí despistar al portero y colarme en el espacio minúsculo que había dejado entre su cuerpo y la puerta. Como recompensa, Joshie-Josh me invitó a uno de sus inventos[1].

—¿Qué dices que lleva? —había preguntado yo, inocente y puro, con la mirada clavada en la pócima azul que había dejado en la mesa.

—Vino blanco, limón, vodka azul, azúcar, otro chorrito de limón, más azúcar… —Asintió con cara de estar hasta arriba de su brebaje radiactivo—. Te va a encantar.

Joder si me gustó.

Hostia puta madre. Santa María bendita que me parió mil veces, cómo estaba eso.

Dejé de contar cuando llegué a los diez, ya que esa poción del demonio pasaba por mi garganta como el agua. Pero, al acabar la noche, me dio un pelotazo tan gordo que me dejó atontado. No poté vida y media en la carretera de milagro, me conformé con vomitar solo dos veces en la soledad de mi baño cuando llegué a casa. Rob fue el único al que escuché cuando dijo que era el momento de ir a la cama. El único al que dejé que me quitara las zapatillas de deporte (desanudando las cordoneras primero, como los niños buenos) y al que le pedí que se quedara conmigo hasta que mi habitación decidiera parar de jugar al hula-hoop.

Y en aquel momento, empezó mi martirio.

—Oye, Robert —me acomodé en la almohada. Le di la mano y no se la solté, aunque estuviera más pasado que la leche agria—, ¿te cuento un secreto? La verdad es que los diecisiete son una mierda. Yo solo quiero ser mayor de edad.

—¿Para qué quieres tener dieciocho? —Yo tenía los ojos cerrados, pero notaba una sonrisa. Y joder, cómo me gustaba esa sonrisa, habría matado por verla una vez más, pero el cuerpo me pesaba sobre el colchón como un saco de piedras y sentía las pestañas pegadas con superglue—. Si conduces, bebes, fumas. Haces todo lo que haría una persona adulta.

—No, todo no. —Tanteando la oscuridad, conseguí quitarle las gafas. En mi cabeza, ya había accedido a quedarse a dormir, así que nos tapé a los dos con la colcha—. Aún no puedo besarte.

Me quedé dormido en aquel momento. Y no desperté hasta que la resaca me obligó a ir al baño, casi arrastrándome por el suelo.

Al volver, encontré el pósit pegado en una de las estanterías. Lo cogí y volví a la cama, no había más que tres números escritos con una letra recta y elegante que conocía muy bien.

365

El dolor de cabeza me estaba matando, pero conseguí entender lo que quería decir. «Queda un año para mi dieciocho cumpleaños». Y, cuando lo hice, recordé la confesión que le había hecho de madrugada, como una niña hablando con su cuelgue sin mirarle a la cara.

—Seré gilipollas. —Me escondí bajo la almohada y empecé a dar puñetazos a la cama de pura impotencia—. Dos años a la puta mierda, joder, joder.

Sip, en aquel momento ya llevaba dos años con la tontería. Había estado sufriendo de mi crush e

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