HERMANAS
El bosque se extendía, inmenso, enorme, ante ellas...
Eran las diez y media de un tibio crepúsculo de junio que se negaba a ceder paso a la noche. Casi había anochecido, pero no del todo. No del todo. Pese a que la oscuridad iba ganando terreno, todavía quedaba suficiente claridad para que las jóvenes pudieran distinguir, como una tapicería de colores desvaídos, el mosaico delicado del follaje en la penumbra, las manchas blancas e inmateriales de las florecillas que salpicaban la hierba, semejantes a palomitas de maíz, sus propias manos, pálidas, y sus vestidos claros y evanescentes que flotaban tras de sí como fantasmas. Bajo los árboles, en cambio, la negrura impedía ver nada. Se miraron y se sonrieron, pero sus corazones, sus corazones de adolescentes, ávidos e inflamados, latían demasiado deprisa, con demasiada fuerza. Avanzaron entre los troncos de los robles y los castaños, bajaron la suave pendiente hasta la vaguada, en medio de los helechos, cogidas de la mano. No corría ni el menor soplo de aire, ni la más mínima brisa. La noche mantenía una inmovilidad absoluta entre los árboles; las hojas no temblaban siquiera. El bosque parecía estar muerto. Muy lejos, más allá de la foresta, un perro ladró en el patio de una granja; después, un motorista pasó raudo por una carretera, reduciendo la velocidad en una curva para luego volver a acelerar. Una de ellas tenía quince años, la otra dieciséis, aunque cualquiera habría podido pensar que eran gemelas. Los mismos cabellos de color de la paja mojada, el mismo rostro alargado, los mismos ojos grandes que devoraban la cara, la misma silueta espigada... Eran bonitas, sin duda alguna; incluso hermosas, a su manera algo extraña. Sí, extraña. En sus miradas y en sus voces había algo que producía desasosiego. Un murciélago rozó el cabello de la que se llamaba Alice, que dejó escapar un grito ahogado.
—¡Silencio! —reclamó Ambre, su hermana mayor.
—¡Si no he dicho nada!
—Has gritado.
—¡No he gritado!
—¡Sí has gritado! ¿Es que tienes miedo?
—¡No!
—Mentira... Claro que tienes miedo, hermanita.
—¡Te he dicho que no! —protestó la menor, con una voz apenas salida de la infancia a la que, sin embargo, intentaba imprimir un tono de firmeza—. Sólo ha sido el susto.
—Pues deberías tener miedo —dijo Ambre—. Este bosque es peligroso. Todos los bosques lo son.
—Entonces ¿qué hacemos aquí? —replicó con tono provocador Alice, mirando a su alrededor.
—¿No quieres verlo?
—Claro que sí. Pero ¿de verdad crees que va a venir?
—Lo ha prometido —dijo Ambre con gravedad.
—Los hombres hacen promesas que se olvidan de cumplir.
Ambre soltó una risita.
—¿Qué sabrás tú de los hombres a tu edad?
—Sé lo suficiente.
—¿Ah, sí?
—Sé que papá se acuesta con su ayudante.
—¡Fui yo quien te lo dijo!
—Sé que Thomas se masturba.
—¡Thomas no es un hombre, sólo es un chico!
—¡Tiene dieciocho años!
—¿Y qué?
De esta manera avanzaban en medio del silencio del bosque, inmersas en una de aquellas pugnas verbales a las que se entregaban desde la infancia, hasta donde alcanzaba el recuerdo.
En pleno día, se habría distinguido mejor lo que las diferenciaba: la frente abombada de Alice, el semblante obstinado, los rasgos que se iban perfilando sobre los residuos de la infancia y, en contraste con ella, la espléndida belleza de Ambre, su cuerpo ya de mujer, que florecía y atraía las miradas, sus facciones más nítidas y definidas.
—¿Y por qué iba a venir? —preguntó la menor—. Para él sólo somos un par de idiotas.
—Te equivocas —respondió Ambre tocada en su amor propio, mientras rodeaban un viejo roble caído entre las madreselvas.
Sus raíces cargadas de tierra negra se erguían, como dedos retorcidos, hacia las estrellas. Un árbol robusto, vencido por algo más débil que él —el viento o un parásito—. Siempre ocurría lo mismo: los débiles siempre acababan derrotando a los fuertes.
—Para él somos otra cosa —declaró.
«Al menos yo, porque tú, claro, no eres más que una niña», le dieron ganas de añadir, pero se contuvo.
—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que somos? —preguntó Alice con voz aguda, impregnada de curiosidad.
—Dos jóvenes muy inteligentes, las más inteligentes que ha conocido nunca.
—¿Y ya está?
—Por supuesto que no...
—¿Qué más somos? —quiso saber su hermana, con el mismo tono de expectación.
Ambre se detuvo para volverse hacia ella, con la mirada más acerada, más sombría, y las pupilas dilatadas.
—Mírame, hermanita.
Alice la observó.
—Te estoy mirando —dijo—. Y deja de llamarme «hermanita», que sólo nos llevamos un año.
—¿Qué ves?
—Una chica de dieciséis años con un vestido blanco anticuado —se mofó.
—Te he dicho que me mires.
—¡Ya te estoy mirando!
—¡No, porque no ves nada!
Ambre se desabrochó un botón del vestido.
—Unas tetas —respondió Alice más despacio.
—Sí.
—Un cuerpo de mujer...
—Sí.
—Una chica muy atractiva...
—Sí. ¿Y qué más?
—No sé...
—¡Piensa!
—¡No lo sé!
—¿Qué somos nosotras para él? —la ayudó Ambre, mostrándole el libro que tenía en la mano derecha.
—Unas admiradoras —respondió al instante Alice, con una excitación patente en la voz.
—Exacto, admiradoras, fans. Y a él le encanta eso de los fans, sobre todo si tienen tetas y coño.
Ambre retomó la marcha, haciendo crujir una rama seca bajo sus pies, y Alice la siguió.
—¿No somos un poco jóvenes para él? —preguntó mientras la alcanzaba—. Ya ha cumplido los treinta.
—Ahí está el quid de la cuestión.
Se abrieron paso entre los arbustos; ahora entreveían ya la mole del palomar, su sombra entre las hojas, erguida en el centro del claro. La luna iluminaba las tejas redondas y la piedra pálida, que le conferían un aire de torre de vigilancia.
—Dos chicas muy guapas, solas de noche con él, y que lo adoran, lo veneran. Eso es lo que él ve, y por eso va a venir.
—Se cree fuerte, guapo, inteligente, genial... —añadió Alice, siguiéndole el juego.
Ambre apartó una última rama, y el palomar apareció ante ellas.
—Sí. Pero nosotras somos más listas que él, ¿verdad, hermanita?
• • •
Él las observaba, escondido entre los arbustos. Caminaban en círculos, se estaban poniendo nerviosas, empezaban a discutir. No tardarían mucho en arrepentirse y echarse atrás. Se humedeció los labios con la lengua y luego tanteó con ella en el hueco de esa muela, la de arriba a la derecha, que le daba punzadas por la noche cuando estaba acostado en la cama. Hizo una mueca de disgusto. «Una caries...» Aun así, ver a las dos muchachas vestidas de primera comunión le devolvió la sonrisa. Tras espantar la mariposa nocturna que revoloteaba en torno a él, se enderezó.
—Ambre, vámonos. No va a venir. Estamos solas... en este bosque.
Alice se puso aún más nerviosa después de decirlo. Ése era el tipo de datos que convenía no pronunciar en voz alta, el tipo de cosas en las que uno prefiere no pensar.
—Tienes miedo —dijo Ambre.
—Sí, tengo miedo. ¿Y qué?
Le dieron ganas de sincerarse con su hermana: ¿Y si había alguien más escondido en ese bosque? ¿Y si en realidad él se había olvidado de aquella cita? ¿Y si por ahí rondaban animales peligrosos? Sabía que los animales más grandes que vivían en ese bosque eran jabalíes, zorros y ciervos. También había en la espesura algunos gavilanes, pájaros carpinteros y algún que otro búho real, que ya había ululado muy cerca de ellas con un grave «uuuh uuuh...». Un macho, sin duda, con su solemne entonación de notario de los bosques, oculto tal vez en el palomar. Le respondieron las tres notas de un autillo, que pareció burlarse de su dignidad de gran rapaz.
El bosque era también un mosaico de riachuelos, charcas y estanques, y las ranas y las rubetas cantaban a pleno pulmón en la tibia oscuridad de junio.
—¿En serio creías que iba a venir? —insistió Alice.
—Va a venir.
En la voz de Ambre comenzaba a despuntar la impaciencia... y también la duda, cosa que no dejó de captar su hermana pequeña.
—Cinco minutos más y me voy —anunció.
—Como quieras.
—Y te quedarás aquí sola.
Esta vez no hubo respuesta.
De repente, unos matorrales cercanos se agitaron —como por efecto de una ráfaga de viento, sólo que no había viento— y ambas dieron un respingo. Se volvieron en dirección al ruido.
Su figura surgió de entre la maleza. Tras apartar una rama con un suave roce, avanzó despacio hacia ellas vestido con su traje de lino blanco, tan poco adecuado para deslizarse entre los arbustos.
—¿Nos estabas espiando? —le espetó Ambre.
—Os observaba... Habéis venido... Eso está bien. —Las examinó, primero a una y después a la otra—. No son exactamente vestidos de primera comunión —señaló con una sonrisa.
—Es lo más parecido que hemos encontrado —respondió Alice.
—Estáis espléndidas —les dijo en un tono apreciativo—. Me conmueve que hayáis venido, y también que hayáis tenido este... detalle.
Las cogió de una mano a cada una.
—Nosotras somos tus mayores fans —dijo Ambre con ingenuidad, al tiempo que le mostraba el libro y apretaba la cálida mano en la suya.
—Tus mayores fans —reiteró Alice con convicción, estrechándole la otra mano.
Eran sinceras. Habían empezado a leerlo a los doce años; novelas para adultos llenas de una violencia casi insoportable, de escenas impactantes y escandalosas, de asesinatos y mutilaciones. Lo que les gustaba era que los culpables a menudo salían impunes y que las víctimas nunca eran del todo inocentes. En sus novelas reinaba una atmósfera decadente; todos sus personajes actuaban movidos por pulsiones malsanas, móviles sórdidos y perversiones muy creativas. Y, por supuesto, estaba el sexo.
—Lo sé —dijo él.
En ese instante, con los ojos ligeramente húmedos bajo sus largas pestañas negras, pareció que estaba emocionado. No tenía un rostro especialmente agraciado, pero sus rasgos eran armoniosos y expresaban una avidez casi perpetua que algunos podrían encontrar atractiva.
De pronto se levantó el viento, y allá arriba, en los grandes árboles, se produjo un estruendoso estremecimiento. Al notar cómo se sobresaltaban las dos, su sonrisa se ensanchó.
—«Estas señoritas temen las sombras del bosque» —declamó.
Era una cita de El manantial de la doncella, de Ingmar Bergman. Tras asentir con la cabeza, fingió que miraba en torno a él, con el ceño fruncido.
—Es un sitio tan silencioso y solitario...
—¿Por qué íbamos a tener miedo? —replicó Ambre—. Estamos contigo.
—Es verdad —dijo él.
—Y tú estás con nosotras —prosiguió ella—. ¿Qué haces a estas horas en un bosque con dos chicas de dieciséis años?
—Quince —precisó Alice, con un tono que sonaba como una acusación.
—Nada malo, ¿no? —ironizó él, pasando de una a otra la mirada. Esta vez, cuando frunció el ceño no hacía teatro. Saltaba a la vista que se estaba preguntando cuál era la trampa. Inspeccionó los alrededores—. ¿Os ha seguido alguien?
—No.
—¿Estáis seguras?
Ambre le sonrió con calma.
—Vaya, vaya —se burló de improviso—, el hombre que narra en sus libros los crímenes más atroces, el autor famoso por sus escenas escalofriantes, tiene miedo de dos jovencitas.
—No tengo miedo —protestó él con dulzura.
—Pero estás nervioso.
—No son nervios, sino prudencia.
—Todos vestimos con palabras nuestras emociones, pero siguen siendo emociones. ¿Cómo has podido escribir libros tan horribles, tan fascinantes? —Ambre hundió la mirada en sus ojos—. ¿Cómo has sido capaz de escribir todas esas páginas tan deliciosamente... venenosas? Pareces tan... normal.
Ahora su voz tenía un tono sombrío, igual que el bosque. Sus moradores parecían haber captado la tensión en el aire, y las lechuzas y los búhos comenzaron a darse la réplica de un árbol a otro. Un poco más allá, un ciervo bramó en la espesura, o tal vez era un corzo —él no entendía de eso— y un matorral se agitó... Era como si todo el bosque se despertara de golpe y los animales, cual instrumentos de una orquesta antes de un concierto, se afinaran preparándose para una sinfonía nocturna.
—¿Nunca has tenido ganas de llevar a la práctica tus ideas? —preguntó Ambre.
—¿A qué te refieres?
—Bueno, a todos esos asesinatos, esas torturas, esas violaciones...
La observó perplejo.
—Estás de broma, ¿no?
Examinó la expresión de la adolescente y comprobó que hablaba en serio.
—No tienes ni idea del efecto que tus libros tienen en nosotras —añadió ella.
La volvió a mirar. Ambre se acercó un poco más.
—Somos tus mayores fans, no lo olvides... —murmuró, y él sintió la caricia cálida de su respiración en la oreja—. Puedes pedirnos lo que quieras.
La delicadeza de esa voz, de ese aliento, le envolvió el cuello y notó que se le erizaba el vello de la nuca. La chica se apartó y vio con satisfacción cómo la mirada del hombre se volvía negra, poseída por una negrura que ya había percibido en muchas otras miradas, una negrura que le agradaba suscitar. Adivinó su turbación interior. Era tan fácil manipular a los hombres que hasta resultaba casi decepcionante. No había necesidad de ser guapa ni muy inteligente. Bastaba sólo con darles lo que querían... pero no demasiado deprisa.
Ni demasiado a menudo.
—¿Y bien? —dijo la joven.
Incluso con aquella oscuridad, alcanzaba a ver que él tenía la cara enrojecida. Las observó, con una amplia sonrisa y los ojos chispeantes, llenos de avidez y crueldad.
—Sois unas jovencitas muy malas —susurró.
1993
1
DONDE ENCUENTRAN A DOS CHICAS VESTIDAS DE PRIMERA COMUNIÓN
Le gustaba ese momento. Tres veces por semana, ya fuera verano o invierno: surcar el agua, deslizarse a la velocidad del viento a lo largo de las islas del Garona. El Grand Ramier, el islote de Moulins, la isla de Empalot... Al amanecer, justo cuando la ciudad empezaba a despertar. Eran las seis y media de la mañana, y la temperatura era ya de quince grados.
Vestido con un pantalón corto azul marino y una camiseta blanca, con las piernas flexionadas, los brazos extendidos y el torso levemente inclinado hacia delante, propulsaba su esquife afilado, de espaldas a la proa, con las nalgas pegadas al asiento, hipnotizado por el movimiento del agua que pasaba veloz bajo los remos. Una cadencia distribuida en cuatro fases: poner en movimiento la embarcación —tomando impulso tras presionar con las piernas y estirar los brazos—, sacar los remos del agua, trasladarlos hacia atrás flexionando despacio y a una las piernas para no alterar el deslizamiento, y hundirlos de nuevo en el cauce. La fluidez era la clave. Un puro deslizamiento que debía promoverse por todos los medios: fuerza, finura, potencia y relajación. Un deporte que exigía la contribución de todos los músculos: espalda, hombros, brazos, muslos, glúteos, abdominales... y también concentración.
Bordeaba a buen ritmo la orilla oeste de la isla del Grand Ramier —con su estadio y su campus universitario levantado sobre pilotes—, rodeado de árboles, solitario en medio de la vasta extensión de agua, porque detestaba remar en equipo. A la izquierda, a un centenar de metros, unos grandes bloques de edificios coronaban un dique de cemento. A la derecha, más cerca, una vegetación densa y unos brazos de agua que recordaban un poco a la Luisiana. Su embarcación alargada se deslizaba rumbo a la alta chimenea pintada de verde de la fábrica azf, a la que los vecinos llamaban «la Torre Verde», que escupía humo de nitrato de amonio hacia el pálido cielo azul. Él era químico. Sabía perfectamente que la torre de granulación de azf debería estar equipada con un sistema de descontaminación como la mayoría de las torres de prilling, pero no era el caso. La asociación de Amigos de la Tierra había denunciado hacía poco la «bomba de relojería» que representaba la existencia de una central química en pleno corazón de Toulouse. Como químico, sabía muy bien a qué se referían. Aparte de que las instalaciones estaban demasiado cerca de las viviendas, durante la Primera Guerra Mundial se había fabricado allí una ingente cantidad de pólvora y explosivos. Una vez concluida la guerra, con el brusco descenso de la demanda, la fábrica se había encontrado con unos excedentes de nitrocelulosa que había optado por sumergir en los cuatro estanques próximos, situados entre el Saudrune y el Garona. Por lo que se sabía, aquellos excedentes seguían allí, en el fondo del agua, esperando desde hacía ochenta años a que alguien se interesara por ellos. «Una cantidad de pólvora suficiente para hacer volar la comarca entera.» Hasta ese momento, nadie se había planteado cómo neutralizarla. Y en ochenta años, se preguntó, ¿por cuánto se habría multiplicado la población de los alrededores?
Antes de llegar a la zona de la fábrica, se desvió a estribor por un estrecho ramal del río. Con los dos muros de vegetación que lo flanqueaban, ahora era como si navegase por los pantanos de Nueva Orleans. Igual que cada vez que pasaba por allí, le asombraron el silencio y la paz que reinaban en el lugar. Era una calma casi religiosa. Como si de repente hubiera abandonado la ciudad para entrar en un universo paralelo. Redujo la velocidad. Aquél era su momento preferido. Cerca de la orilla flotaban algunos desechos, y las bolsas de plástico se enganchaban a las ramas, pero, aparte de eso, sólo faltaban un violín y un acordeón. Born on the Bayou. En verano se veían por allí milanos negros, libélulas azules y ranas dalmatinas, que soltaban un chorro de orina cuando uno conseguía atraparlas.
Pese a los edificios que se entreveían detrás de los árboles, allí —en el brazo de agua— estaba solo. Seguía deslizándose por el río, aminorando la velocidad para disfrutar de aquel apacible interludio, cuando de pronto a su derecha apareció algo que no estaba allí la última vez que había pasado por aquella zona. Dos grandes formas blancas al pie de los troncos, como dos sacos de plástico gigantes. Pero no parecían bolsas de plástico... Oh, no... Virgen santísima. Aquella blancura diáfana que destacaba sobre el follaje y los arbustos eran vestidos que se mecían al viento. Y en la prolongación de esos vestidos había cuatro brazos, cuatro piernas, cuatro pies..., dos cabezas. Dos seres humanos... o lo que quedaba de ellos... Notó que se le aceleraba el pulso. El remo es un deporte excelente para el corazón. Con el correr de los años había adquirido unas capacidades considerables, tanto aeróbicas como anaeróbicas, pero no por ello su cerebro dejó de interpretar lo que veía y de enviar de inmediato un mensaje de alarma a las glándulas suprarrenales, que se pusieron a segregar adrenalina a toda velocidad, generando —por muy atleta que fuera— tres efectos fisiológicos inevitables: el aumento del ritmo cardíaco y de la presión arterial, la dilatación de los pulmones y la desviación del riego sanguíneo del sistema digestivo hacia los músculos, los pulmones y el cerebro. Todas aquellas reacciones inscritas en nuestra memoria corporal tienen, en principio, el objetivo de preparar a nuestro organismo para huir o combatir el peligro.
Y en efecto, François-Régis Bercot reaccionó.
En primer lugar, hundió los remos en el agua, en posición vertical, y presionó para detener la embarcación.
Acto seguido, sacó los remos del agua y, acercando los brazos al pecho, volvió a sumergir los remos en el cauce. Después estiró los brazos para retroceder hacia los vestidos blancos (y lo que hubiera dentro, fuera lo que fuese). Las dos formas blancas se acercaron.
Se dejó llevar por la inercia hasta detenerse casi a su altura.
Y, desde luego, lo que vio no contribuyó de ningún modo a restablecer el funcionamiento ideal de su metabolismo. Los dos vestidos blancos parecían hábitos religiosos, con su cordón anudado en torno a la cintura, o incluso podrían ser vestidos de novia muy sobrios, y —por Dios santo...— quienes los vestían eran ni más ni menos que dos jóvenes de larga cabellera del color de la paja mojada. Atadas a dos troncos, cara a cara, en posición sentada, con las barbillas apoyadas en el pecho, a unos tres metros una de la otra, muy cerca de la orilla. Unas recias cuerdas les rodeaban el torso; y el rostro de una de ellas —la que tenía una cruz de madera colgada del pecho— parecía horriblemente aplastado y deforme bajo la cortina de cabellos empapados. Notó el sabor de la bilis que le subía a la garganta y reprimió la náusea. Le faltó poco para vomitar, inclinado sobre el agua, e incluso estuvo a punto de hacer que la embarcación zozobrara.
Tuvo la absurda ocurrencia de decirse a sí mismo que aquélla sería la última vez que tomaba ese canal; tal vez incluso la última vez que remaba por aquel río del demonio e incluso que practicaba el remo, joder. En todo caso, sabía que ya no podría volver a pasar nunca más por delante de ese árbol sin que aquella visión regresara para atormentarlo. Se preguntó qué clase de monstruo sería capaz de hacer algo así y, a pesar de la agradable temperatura, un escalofrío lo recorrió de arriba abajo.
Tenía que hacer algo... De ningún modo podía quedarse ahí pasmado...
Un trueno resonó en algún lugar, por el oeste. Todavía con escalofríos, Bercot se sacudió de encima la conmoción. Hizo girar el esquife, remando de un lado y empujando el remo del otro, con una repentina impericia de novato ocasionada por los nervios. Con la maniobra entorpecida además por la angostura del canal, en ese momento lamentaba no disponer de una canoa.
Un teléfono... Tenía que localizar urgentemente un teléfono, pensó mientras remaba más deprisa de lo que había remado nunca.
2
DONDE SE ENCUENTRA A UN PADRE (1989)
«La colina inspirada», pensó el joven al verla surgir bajo el sol. El pueblo más cercano se llamaba, además, Sion, como en el libro de Maurice Barrès. La casa familiar parecía dormida. Los postigos de casi todas las ventanas de la planta baja —las habitaciones que su padre había condenado desde la muerte de su madre— estaban cerrados, aunque no los de la primera planta. Una brisa que no aportaba frescor alguno agitaba las copas de los árboles en el bosque y los trigales rubios de detrás de la casa. El trigo aún no estaba del todo maduro. Al cabo de un mes y pico, las cosechadoras trabajarían a toda máquina y por encima de los campos se elevarían nubes de polvo dorado.
Martin Servaz paró el motor del Fiat Panda, abrió la puerta, salió al camino de grava bordeado de plátanos centenarios y tomó una profunda bocanada de aire. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde la vez anterior? ¿Un mes? ¿Quizá dos? Sintió aquella bola en el estómago, semejante a las bolas de pelo que vomitan los gatos. La sentía siempre que iba allí, cada vez más gruesa a medida que pasaban los años.
Se encaminó hacia la vieja granja inundada por el sol. Hacía calor, mucho calor. Aunque apenas estaban en mayo, parecía una sofocante tarde de verano; el sudor le pegaba la camiseta a la espalda.
Había intentado hablar con su padre antes de salir, desde el teléfono de la universidad, pero el viejo no había respondido. Probablemente, estaba echándose una siesta... o durmiendo la mona. Martin vio el Renault Clio familiar aparcado en su lugar de costumbre, cerca del cobertizo, donde la maquinaria agrícola se iba oxidando desde hacía diez años. Su padre no había sido campesino, sino profesor de francés.
Un profesor sobrio, querido por sus alumnos.
Eso fue antes de que dos individuos se introdujeran en su casa, violaran a su mujer y la dieran por muerta. El elegante profesor de francés, delgado y apuesto como un joven, se parecía ahora a uno de esos pobres desgraciados que visitaban con regularidad las celdas para borrachos de la comisaría; un sitio de donde precisamente el propio Martin había tenido que ir a sacarlo en más de una ocasión. Uno de los gendarmes era un antiguo compañero de colegio. Así como Martin se había orientado hacia los estudios literarios, su amigo había elegido el camino, mejor considerado socialmente, de las fuerzas del orden. Cuando Martin se presentaba para llevarse a su padre, su compañero adoptaba un aire de profunda conmiseración. Sin duda imaginaba lo que habría sentido él en su lugar: con frecuencia la empatía no es más que una forma indirecta de autocompasión.
La gravilla crujió bajo sus pies. Martin espantó varios insectos y por fin se detuvo delante de la vieja puerta de madera, cuyos restos de pintura se desprendían como la piel de las serpientes en la muda. Dudó un instante antes de empujarla. Cuando se decidió, los goznes reclamaron un poco de aceite, y el chirrido herrumbroso se propagó en el interior de la silenciosa vivienda, saturada de sombras.
—¿Papá?
Avanzó por el pasillo, que olía a cerrado y a humedad incluso en pleno verano. El silencio, el frescor, la distribución de las habitaciones... Era como quedar atrapado en otra dimensión espaciotemporal, como si un arpón perverso lo arrancara del presente, como si su madre fuera a surgir de pronto y a acariciarlo con la hermosa y cálida mirada de sus ojos castaños mientras le sonreía. La bola aumentó de tamaño. Fue hasta la cocina, la única habitación de la planta baja que su padre aún utilizaba, pero la gran cocina de estilo antiguo —con sus baldosas blancas parecidas a las del metro de París y todo aquel espacio desaprovechado que habría hecho las delicias de cualquier agente inmobiliario— estaba vacía cuando encendió la luz. Todavía flotaba en el aire un olor a café. Martin advirtió que su padre lo había dejado quemar, una vez más, en el fondo de la cafetera. Y no se había tomado la molestia de abrir las ventanas para ventilar. Lo imaginó, con su café solitario a las cinco de la mañana, en la vasta cocina, bajo la luz de la bombilla desnuda, fiel a la única costumbre a la que no había renunciado nunca, ni siquiera cuando el alcohol había sustituido al café a partir de las tres de la tarde y a veces incluso mucho antes.
Se sirvió un vaso de agua, salió, continuó por el pasillo e inició el ascenso por la maltrecha escalera.
—¡Papá, soy yo!
Tampoco obtuvo respuesta. Los escalones emitieron un tenue gemido bajo su peso. El silencio que reinaba en la casa le ponía los nervios de punta. Aquel lugar transmitía tal sensación de abandono que le dieron ganas de salir corriendo de allí.
Al llegar al rellano del primer piso, no obstante, oyó algo. Una música familiar... Mahler. Los do mayor y los la menor de la coda de La canción de la tierra, la estremecedora despedida que agonizaba con aquella única palabra ewig («eternamente»), ewig ewig ewig... repetida siete veces por la voz pura de Kathleen Ferrier al son lánguido de la celesta. Antes del silencio... Dolor, contemplación y silencio... Recordó que el propio Mahler se había preguntado más de una vez si la gente se suicidaría después de haberla escuchado; y recordó también que era la pieza favorita de su padre.
—¡Papá! ¡Eh, ¿hay alguien?!
Se detuvo. Aguzó el oído. La música salía, como única respuesta, a través de la puerta del despacho, al final del pasillo. Estaba algo entreabierta, y el sol que bañaba la habitación dibujaba un rayo de fuego sobre el suelo polvoriento, una diagonal luminosa que dividía el pasillo en dos masas de sombra.
—¿Papá?
De repente, lo asaltó la inquietud. Un gnomo malicioso descargaba golpes en su pecho. Siguió adelante, franqueando la raya de luz. Apoyó la mano en el batiente y empujó un poco. La música había parado. Sólo quedaba el silencio.
Su padre no habría podido sincronizar mejor las cosas ni aunque lo hubiera hecho a propósito. Más adelante, Martin calculó que, puesto que la cara de aquel disco duraba alrededor de media hora, su padre había debido de perpetrar el acto fatal poco después de haber puesto el disco en la platina, más o menos cuando Martin estaba a medio camino. Aquello no tenía nada de fortuito. Con el tiempo, eso fue sin duda lo que más le dolió. Que su padre lo hubiera orquestado todo, preparando la escena para un único espectador: él, Martin Servaz, de veinte años. Su hijo.
Al hacerlo, ¿era consciente de las consecuencias? ¿De la carga que le dejaba?
Por el momento, allí estaba: sentado en su sillón detrás del escritorio, con todos los papeles en orden y la lámpara de anticuario apagada encima de la mesa de trabajo, con el raudal de sol que inundaba el cuarto acariciándole la cara y el torso. Tenía la barbilla caída sobre el pecho, pero aparte de eso, la muerte le había sobrevenido en una postura bastante erguida, con los dos antebrazos apoyados en los brazos del sillón: los estrechaba con las manos como si todavía se aferrara a ellos. Se había afeitado aquella maraña barbilampiña que le hacía las veces de barba, y se notaba que se había duchado y se había lavado el pelo. Llevaba un traje azul marino y una camisa de color azul claro que estaban impecablemente planchados, algo muy poco habitual en los últimos tiempos, e incluso la corbata de seda estaba anudada de forma irreprochable... La seda era negra, como si llevara luto por sí mismo.
Martin notó que acudía a sus ojos, pero no llegó a llorar. Las lágrimas se quedaron en el borde de los párpados, negándose a desbordarse.
Había detenido la mirada en la espuma blanca que se había deslizado desde la boca abierta hasta la barbilla, dejando algunas gotas lácteas en la corbata. «Veneno...», pensó, como en la Antigüedad. Igual que Séneca, que Sócrates. «Un suicidio filosófico, qué te parece.»
«Maldito viejo idiota...», pensó, con un nudo en la garganta. Luego se dio cuenta de que había pronunciado aquellas palabras en voz alta, y percibió el furor, el desprecio y la rabia que impregnaban su voz.
El dolor llegó después, como un mar de fondo que lo dejó sin aliento. Su padre, por su parte, mantenía la misma calma imperturbable. En aquella habitación asfixiante, de repente tuvo una sensación de ahogo. Al mismo tiempo, en su pecho se hinchó algo; algo que tal vez salió volando sin que él se percatara: una parte de sí mismo carente de sustancia real, evaporada para siempre en aquella tarde tórrida, en aquel despacho donde los dorados de los libros antiguos relucían bajo los rayos de sol.
Se había cerrado una etapa.
A partir de ese instante, se encontraba en primera línea, mirando a la muerte a la cara; esa muerte que, cuando uno es niño y después adolescente, sólo existe para los demás, y de la cual nos protegen los padres, que son los primeros objetivos antes de que nos toque el turno a nosotros, según el curso natural de las cosas. A veces, sin embargo, ese curso no se respeta, y son los hijos los que se van primero. A veces, también ocurre que los padres se marchan de forma algo prematura, y entonces hay que afrontar en soledad ese vacío que dejan entre nosotros y el horizonte.
En la planta baja, el reloj de pared sonó tres veces.
—Papá, ¿yo me voy a morir?
—Todos morimos tarde o temprano, hijo.
—Pero ¿seré viejo cuando me muera?
—Claro, muy viejo.
—Entonces será dentro de mucho tiempo, ¿no?
Había hecho esas preguntas cuando tenía ocho años.
—Sí, hijo mío, dentro de mucho, muchísimo tiempo.
—¿Mil años?
—Casi.
—¿Y tú, papá? ¿También te vas a morir dentro de muchísimo tiempo?
—¿A qué vienen todas esas preguntas, Martin? ¿Es por Teddy? ¿Es eso?
Teddy era un perro de Terranova de pelaje oscuro que había muerto un mes antes de aquella conversación. Lo habían enterrado al pie del gran roble, a diez metros de la casa. Era un animal afectuoso, dulce, alegre y tranquilo, aunque también testarudo, con una mirada más expresiva que la de muchos humanos. Habría sido difícil precisar si era Martin quien adoraba más al perro o viceversa... y también cuál de los dos mandaba sobre el otro.
Ese 28 de mayo de 1989, Martin deja la mente en blanco, respira hondo y se dirige hacia el tocadiscos Dual. Levanta con cuidado el brazo y deposita la aguja en el surco, en el borde del vinilo. Aguarda a que cese la crepitación y a que la música vuelva a llenar, con toda solemnidad, la habitación entera.
Después descuelga el teléfono con la sensación definitiva de que nunca más va a poder saborear la felicidad.
3
DONDE HAY UNA MUDANZA
28 de mayo de 1993. Cuatro años ya desde aquello. La mentira de la memoria, los detalles que no sabía con seguridad si eran inventados o verídicos, la habitación conyugal —en la que se había despertado casi todas las mañanas durante aquellos dos últimos años— como escudo frente a los embates del pasado. Incomprensión, confusión, náusea... Incluso al cabo de cuatro años. Con la nuca hundida en la almohada, volvió la cabeza hacia el radiodespertador. Las 7.07 h. Todavía estaba tratando de dilucidar qué parte del recuerdo era auténtica cuando Alexandra entró en el cuarto.
—¿Todo bien?
Eso fue lo único que dijo: «¿Todo bien?»
Pese a que no habían hablado de ello el día anterior, Alexandra tenía tan claro como él qué día era aquél. Había regresado de un vuelo de ida y vuelta Toulouse-París-Nueva York, y había llevado un regalo para cada uno: para Margot, un unicornio de peluche, y para él, un ejemplar de 1953 de El ángel que nos mira, que había encontrado en una pequeña librería de viejo en Manhattan, cerca del hotel. Cuando llegó, todavía llevaba el pelo recogido hacia atrás y ese moño del que escapaban algunas mechas rebeldes. Para ser sinceros, a él le encantaba ese moño, que le daba un engañoso aspecto de seriedad. Esa mañana, no obstante, su cabello caía en cascada sobre los hombros. Tres días de recuperación antes de volar a Hong Kong... ¿O esta vez era Singapur? La mitad de la vida en aviones, aeropuertos y hoteles; la otra la pasaba en compañía de Margot y de él. Ella le había hablado de las relaciones «especiales» que se establecían a veces entre azafatas y comandantes de a bordo; en el argot de la compañía, llamaban «sobrinas» a las azafatas que sucumbían a los encantos de los pilotos; a él le parecía un término más bien feo y condescendiente. Pese a que ambos se habían reído al comentarlo, se le había hecho un nudo en el estómago al preguntarse si algún día acabarían llamando así a Alexandra. No era un ingenuo: sabía que más de un miembro del personal de vuelo debía de cortejarla, igual que lo hacía más de un estudiante cuando se conocieron en la facultad. Los trayectos, las escalas, los hoteles... ¿Había acaso un entorno más propicio a la consumación del adulterio? Por otra parte, también sabía que se trataba de una generalización injusta.
Oyó un trueno. Amanecía y ya hacía calor, pero el cielo se había oscurecido y presagiaba lluvia. Alexandra se había sentado en el borde de la cama, con la falda subida, y él se disponía ya a acariciarle las rodillas cuando ella anunció, con tono neutro e indiferente:
—Margot se ha levantado.
No fue tanto el comentario como la ausencia de frustración en su voz lo que lo contrarió. «Dos meses de abstinencia», pensó, aunque reprimió las ganas de decirlo en voz alta.
—¿Todo bien? —repitió ella, como si quisiera compensar su reacción anterior.
«Sí, todo va bien. Perfecto, gracias.» ¿Acaso comenzaba a detestarla? Era posible... ¿Se puede amar y odiar a alguien a la vez? Sin duda. Se disponía ya a levantarse cuando Margot, su hija de dos años, acudió corriendo y se abalanzó sobre la cama, para aterrizar encima de él.
—¡Papá!
Martin acogió a la pequeña, que se hundió como un tornado entre sus brazos, y juntos rodaron por la cama, riendo. Tenía veinticuatro años y mucho amor para dar y regalar.
• • •
Llovía a cántaros —una lluvia tupida y cálida, como le gustaba a él— cuando entró en la calle de Rempart-Saint-Étienne, en la sede de la Policía Judicial, a las 8.59 h. Se había desatado la tormenta, y el cabello empapado le goteaba sobre el cuello de la camisa abierta. No llevaba corbata, a diferencia de la mayoría de sus colegas de la Brigada Criminal, que tenían todos al menos veinte años más que él y que lo consideraban —no sin razón— un mocoso. Después de pasar tan sólo dos años en París, Martin debía su rápido traslado al sur de Francia a un tío suyo, bien colocado en la dirección central, quien, después de haber acogido con escepticismo inicial su deseo de ingresar en la policía, había seguido con tanta curiosidad como asombro sus excelentes resultados en la academia de Cannes-Écluse (excepto en tiro, donde tenía las peores notas de su promoción) y sus buenos comienzos en la dirección regional de París.
Sabía a la perfección qué pensaban de él algunos veteranos del cuerpo. Que no tenía madera para ese oficio. Que debería haberse cortado el pelo y puesto corbata (prácticamente todo el mundo la llevaba, salvo los de Estupefacientes). Y también que iba demasiado deprisa. No entendían por qué Kowalski lo había colocado allí y lo había tomado bajo su protección, haciéndolo pasar por delante de otros investigadores mucho más expertos.
Llamó al ascensor mientras se sacudía el agua de lluvia del pelo, igual que lo haría un perro mojado. Al entrar en la cabina, inhaló el olor a tabaco y a loción barata para después del afeitado.
Léo Kowalski. La primera vez que vio al jefe de la brigada, Servaz pensó en el capitán Larsen, el personaje de Jack London, con su barba pelirroja y su aire de lobo de mar. Kowalski poseía la misma fuerza bruta, la misma autoridad, el mismo temperamento tiránico. La comparación no era absurda: en otra época y bajo otros cielos, Kowalski habría podido encontrarse perfectamente frente al timón de una de aquellas goletas que iban a la caza de focas. Aunque Kowalski no era un hombre alto, cuando estaba en una habitación llena de policías uno sabía de inmediato quién era el macho dominante. Servaz se había extrañado al ver su Kawasaki Z1 roja delante del edificio esa mañana. El día anterior el jefe le había dicho que no llegaría hasta última hora de la tarde, porque aun cuando era viernes, no se trataba de un viernes cualquiera. Durante el fin de semana, una empresa privada iba a trasladar la totalidad de los muebles, expedientes y material de oficina al número 23 del bulevar de l’Embouchure, donde estaba la nueva sede de la Policía Judicial, de modo que las detenciones preventivas y las audiencias de testigos iban a evitarse en la medida de lo posible. Por su parte, el inspector Kowalski había considerado que tenía cosas más importantes que hacer que ponerse a llenar cajas, así que, mientras colgaba la cazadora en la percha, Servaz se preguntó qué le habría hecho cambiar de opinión. Luego miró de soslayo la etiqueta pegada en el respaldo de su asiento:
Servaz
2.º piso
despacho 212
También lucían la misma etiqueta la máquina de escribir eléctrica Brother, el armario metálico que tenía enfrente, el perchero... Y por supuesto, los grandes ordenadores individuales Dell que todavía no habían puesto en funcionamiento y que tenían almacenados desde hacía meses. Por una vez, estaban haciendo las cosas a conciencia. Servaz se encaminó al fondo del pasillo. La Brigada Criminal ocupaba toda la planta. Como siempre, el ambiente era caótico; sin embargo, ese día, el caos parecía adoptar proporciones desconocidas hasta entonces. Todo el mundo cabalgaba de aquí para allá; por los pasillos iban pasando individuos con corbata, unos cargados con una caja bajo el brazo, otros con pilas de carpetas que procuraban colocar en alguna parte antes de la llegada del desbarajuste total. En los despachos, los agentes de policía se dedicaban a vaciar archivadores metálicos y cajones, a seleccionar los papeles que se iban a llevar y a tirar el resto a las papeleras, que ya se desbordaban como las alcantarillas en un día de lluvias torrenciales.
Encontró a Kowalski en plena conversación con Mangin, uno de los inspectores del grupo, un tipo alto y calvo de aspecto enjuto y enfermizo. Los dos levantaron la cabeza cuando entró, y al instante Servaz se puso en tensión. En sus miradas había algo extraño. El teléfono sonó de pronto, y Kowalski se precipitó hacia él.
—Sí... entiendo... ¡Ya vamos! —rugió antes de colgar.
Se volvió hacia Servaz, pero antes de que pudiera decirle nada el teléfono volvió a sonar. Descolgó, escuchó, respondió «Vale» con su potente voz y volvió a colgar con violencia. En un despacho cercano retumbó un teléfono. Servaz se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. ¿Qué demonios estaba pasando?
—Servaz —dijo Kowalski—, tú...
—¡Jefe! —llamó alguien desde el despacho de al lado.
—¡Un momento, joder! —vociferó el jefe de la brigada.
Viendo el brillo de excitación en sus ojos, el joven policía se sintió poseído por el mismo estado febril, como tocado por una enfermedad contagiosa o por una corriente eléctrica. El teléfono sonó una vez más y faltó poco para que Kowalski arrancara de cuajo el auricular.
—¡He dicho que ya vamos! ¡No toquéis nada! ¡El primero que meta las zarpas en el escenario del crimen tendrá que vérselas conmigo!
—Dos mujeres jóvenes —dijo el jefe de la brigada—. Entre veinte y veinticinco años. Sin duda alguna estudiantes, y tal vez sean hermanas. Las han encontrado muertas en la isla del Ramier, atadas a un árbol y vestidas de... primera comunión o algo por el estilo.
Servaz procesó la información. Doble asesinato. Dos estudiantes. El equivalente de una semifinal en los juegos olímpicos para un inspector de la Brigada de Homicidios. Si a ello se le sumaba el disfraz y la puesta en escena, entraban en la categoría de una final.
Notó cómo su pulso se aceleraba aún más.
—¿Quién las ha encontrado?
—Un tipo que estaba remando por el Garona. —Kowalski consultó sus notas—. François-Régis Bercot. Menudo nombre.
—¿Se sabe algo más?
Kowalski sonrió. Le gustaba cómo el novato hacía trabajar el cerebro. Enseguida había captado el potencial que tenía el chico... y también su manera poco convencional de razonar, cosa que, en un oficio como el suyo, constituía a la vez una ventaja y un inconveniente.
—Por ahora nada.
—Una puesta en escena... —pensó Servaz en voz alta.
Kowalski se acarició la barba con una sonrisa de tigre. De tigre hambriento.
—Esperemos a ver; nada de conclusiones precipitadas... Si me apuras, hasta sería posible que los agentes se hayan montado una película y que las chicas sólo lleven vestidos de ese estilo estúpido... ¿Cómo se llama? —preguntó volviéndose hacia Mangin—. Ese que se inspira en un tipo de música...
—¿Grunge? —sugirió el inspector, mientras tecleaba con dos dedos en la máquina de escribir.
—Sí, eso es, grunge...
El teléfono sonó de nuevo. Servaz reparó en que los timbrazos eran exasperantes, tal vez para impedir que los viejos del servicio se durmieran. Tras escuchar durante un momento, Kowalski respondió con un simple «Gracias», colgó y se puso en pie. Cogió su cazadora de cuero de motorista, llena de rasponazos, abrió un cajón de su escritorio y sacó un cuaderno y su arma reglamentaria.
Un instante después, tenía su cara de fauno barbudo casi pegada a la de Martin, quien percibió su aliento a tabaco y al repugnante café de la máquina dispensadora.
—Éste es tu primer caso de verdad, chaval. O sea, que escucha, observa y aprende.
4
DONDE DESAPARECE UNA CRUZ
La pesadilla —que iba a durar veinticinco años— comenzó, pues, en forma de dos jóvenes vestidas de blanco. Aquella mañana, con su paleta de grises que iban del gris perla al negro de los nubarrones llegados de poniente, el cielo lluvioso componía un lienzo inmisericorde que sólo transmitía desesperanza. El chaparrón, que crepitaba ya sobre los techos de los vehículos cuando aparcaron en el pequeño aparcamiento de la ciudad universitaria, los acompañó hasta la cinta que delimitaba el perímetro de seguridad, en el bosquecillo del sur de la isla. Más allá, detrás de los árboles, unos agentes intentaban tender, en medio de una confusión enorme, una lona destinada a proteger el escenario del crimen del aguacero. Entretanto, dos de ellos blandían dos paraguas por encima de las dos muertas. De repente, la lona se hinchó como una vela y escapó de las manos que la sujetaban para ir a enrollarse alrededor de un tronco. Los agentes corrieron tras ella. Indiferente a aquella agitación, un técnico de la Científica tomaba fotos, y la luz macilenta de los flashes restallaba sobre los dos cuerpos, los vestidos empapados de agua, los troncos relucientes, el suelo mojado, la propia lluvia y las siluetas oscuras de los policías de uniforme. Martin pensó que, con semejante tiempo, iba a ser imposible no contaminar el escenario del crimen.
Nada más llegar, Kowalski se dedicó a poner un mínimo de orden en aquel caos y a restablecer la jerarquía que, implícitamente,