De tu mano a la luna (Júpiter en Saturno 1)

Zahara C. Ordóñez

Fragmento

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Capítulo 1

Después de encadenar una relación desastrosa tras otra, empezaba a pensar que el amor no estaba hecho para mí, que quien fuera el Cupido que los dioses me habían asignado, se pasaba el día hasta arriba de mojitos y, cuando le tocaba disparar, siempre iba a dar en algún imbécil.

Tenía tendencia a acabar con hombres presuntuosos y egoístas que solo pensaban en sí mismos. Hombres que excusaban su comportamiento en vidas tormentosas o en historias en las que siempre eran la víctima. El problema ya no era que mi Cupido fuera un borracho, o que esos tíos fueran así, el problema era que yo me creía la heroína de su historia; el rayo de luz que sería capaz de cambiarlos, de salvarlos de su arrogancia y conducirlos a un lugar donde la vida no pudiera hacerles más daño. Sin embargo, al final de ese camino todo era mentira, y durante el proceso descubría, demasiado tarde, que eran ellos quienes me habían cambiado.

Sebastián era uno de esos hombres.

Mi relación con él había sido como una noche de fiesta: deseable, pero con consecuencias al día siguiente. Cada vez que estábamos juntos me decía a mí misma que no debería volver a verlo, que nuestra relación no iba a ninguna parte. Sin embargo, el deseo me arrastraba a sus brazos de nuevo, echando de menos el subidón que me provocaba estar a su lado. Era una adicción que no podía negar a pesar de todas las alarmas. Porque él sabía bien lo que decir para contentarme; para que cada excusa salida de sus labios hiciera dulce todo lo amargo. Me había vendido, una y otra vez, que yo era todo su mundo, y al final había demostrado que no era más que un pedacito de tierra para él.

Cuando me enteré de que estaba liándose con alguien más, estaba sentada en mi cafetería favorita, con el móvil en una mano y un té helado de frutos rojos en la otra. Una gota cayó despacio por el vaso, arrastrando consigo la humedad que el hielo había creado en el cristal. Terminó por resbalar hasta derramarse sobre mi pierna. La sentí pesada, como si fuera enorme. Hacía tanto calor que apenas tardó en evaporarse. Las ganas de desaparecer con ella me sobrevinieron.

Volví a mirar la foto que una conocida me había enviado por mensaje. Sebas se besaba con otra en medio de una pista de baile. Las manos de ella rodeaban su cuello; las de él le agarraban el trasero con ganas. La conocía, era Sonia, una modelo de lencería con la que Sebas había trabajado en muchas ocasiones. Era estilista y solía relacionarse con mujeres así. Viéndolo rodeado de tanta belleza, no podía evitar compararme con ellas y sentirme inferior. No había parte de mi cuerpo que no odiase y que no quisiera cambiar. Siempre veía mis piernas más gordas, mis pechos más pequeños, mi barriga más grande. Así que pasaba la mayor parte del tiempo tratando de parecerme a ellas, olvidando incluso que, al hacerlo, dejaría de ser yo. Pero era difícil no intentar alcanzar el ideal de lo que él consideraba la perfección. Lo que muchos pensaban que lo era. Me preguntaba cómo era posible que, después de verlas a ellas, pudiera quererme a mí. Ahora sabía la respuesta: tenía amor para todas.

Lo peor es que lo había tenido delante de mis narices y no había querido verlo. Me había resistido a creer los rumores sobre Sonia y él, diciéndome a mí misma que eran a causa de la envidia que despertaba nuestra relación. Pensé que venían de boca de mujeres que lo deseaban y que querían separarnos. Él alimentaba mis ideas, buscando excusas y achacándolos, como yo, a la maldad de la gente. Como si fuéramos unos Romeo y Julieta modernos y todo el mundo estuviera en nuestra contra. Y así, convertía una tragedia en algo romántico y deseable: los amantes que luchan por su amor hasta la muerte. Yo le creía. Siempre lo hacía.

Ahora, el estómago me dolía ante la evidencia, y respirar con normalidad empezaba a convertirse en una proeza. Tragué saliva intentando que la vida me pesase menos. Una segunda gota cayó sobre mi pierna. Sin quitar la vista del móvil, dejé el té sobre la mesa. Con los ojos clavados en la fotografía, sentí que una parte de mí que no podría recuperar se había quedado en ese momento. Me levanté de un salto, con unas ganas terribles de salir corriendo. Estaba tan sumida en mis tribulaciones que no me di cuenta de que alguien pasaba por detrás, y el movimiento de mi silla lo hizo tropezar. Su vanilla latte se derramó sobre mí. Estaba helado y solté un grito de asombro. Me giré y mis ojos dieron con el chico que había provocado tal desastre. Quise estrangularlo allí mismo.

—P-perdón. Lo siento mucho —balbuceó, cogiendo a puñados unas servilletas y disponiéndose a limpiarme.

—¡Ya lo hago yo! —gruñí, quitándoselas de las manos.

En buena parte había sido mi culpa, pero en ese momento estaba tan disgustada que me costó asumirlo. Miré al joven, de reojo, mientras me limpiaba.

Iba vestido con un traje de chaqueta impecable, en un tono azul oscuro. Tenía el cabello corto y peinado con gomina, de un negro azabache al que las luces blancas del café arrancaban tonos azulados. Sus ojos eran negros e increíblemente bonitos. De sus labios, finos, salió de nuevo una disculpa. Por un instante, en mi mente resonó una voz que decía: «Ya se me podía haber tirado encima él, en vez de su café». Esa clase de hombres no vivían en este plano de existencia, por lo que era probable que, a causa del cambio brusco de temperatura, estuviera viendo alucinaciones. O tal vez...

Lo miré de arriba abajo, confirmando que era real.

—¿Está bien? —preguntó, sacándome de mis pensamientos.

Su voz era como el murmullo de las olas en un día en calma.

«Encima me habla de usted como si fuera una señora», pensé.

—Tendré que tirar la blusa a la basura. ¿Tú qué crees?

Tuve la impresión de que habría querido que se lo tragara la tierra.

—Lo siento, de verdad —dijo apurado.

Sonreí intentando mostrarme tranquila, aunque tenía la garganta seca y la sensación de que el mundo a mi alrededor comenzaba a desaparecer.

—Roberto, ¿qué ha pasado? —Una chica, tan guapa como él e igual de arreglada, llegó junto a nosotros y se llevó las manos a la cabeza. Después me miró con un gesto de disculpa y dijo—: Lo siento mucho. Pediré a alguien que venga a limpiar este desastre.

El suelo y la silla estaban llenos de café. Por suerte mi portátil, sobre la mesa, se había salvado. La muchacha se marchó en dirección al mostrador. Dejé las servilletas sucias junto al vaso de té y guardé el ordenador en la funda de forma torpe, casi a punto de volcar el vaso. Total, ¿qué importaba otra catástrofe más?

—De verdad que lo siento —repitió él—. Le pagaré la tintorería.

—Deja de hablarme de usted, por favor —dije—. Y no hace falta que pagues nada. Ha sido mi culpa; me he levantado sin mirar.

—Yo también iba un poco despistado. Insisto en pagar la limpieza.

—Es solo una camisa.

—Por favor, deja que me haga cargo. —Sacó una tarjeta de visita del bolsillo interior de la chaqueta y me la dio—. Envía la factura a esa dirección de e-mail y te lo reembolsarán sin inconveniente.

Miré la tarjeta. Era de un bufete de abogados. El nombre de Roberto Valero se hallaba rubricado en el cen

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