Sophie Foster 1 - La guardiana de las ciudades perdidas

Shannon Messenger

Fragmento

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PREFACIO

Recuerdos borrosos, despedazados, surcaban la mente de Sophie y no los podía encajar. Probó con abrir los ojos y solo encontró oscuridad. Algo rugoso le apretaba las muñecas y los tobillos, privándole de movimiento.

Un intenso frío penetró en su cuerpo mientras se daba cuenta del horror.

Era una rehén.

El paño atado a la boca le impedía gritar para pedir socorro y el aroma dulce a sedante se le clavaba en la nariz con cada respiración. Le zumbaba la cabeza.

¿Iban a matarla?

¿De verdad que el Cisne Negro iba a destrozar su propia creación?

¿Para qué servía el Proyecto Alondra de Luna, entonces? ¿Para qué servía Everblaze?

La droga la arrastraba hacia una despreocupada serenidad, pero ella se resistía, aferrándose a cualquier imagen de su recuerdo que arrojara un rayo de luz en la espesa y oscura niebla. Unos ojos azul marino.

Los ojos de Fitz. El primer amigo de su nueva vida. Su primer amigo.

Quizá, si no se hubiese fijado en él aquel día en el museo, nada de ello habría ocurrido.

No. Sabía que, aun así, habría sido tarde. El fuego blanco ardía, envolvía la ciudad y llenaba el aire de un humo dulce y pegajoso.

La chispa antes de la llamarada.

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CAPÍTULO UNO

—¡Señorita Foster! —La voz nasal del señor Sweeney atravesó la música atronadora al quitarle a Sophie los auriculares—. ¿Ha decidido usted que es demasiado lista para escuchar?

Sophie se obligó a abrir los ojos. Intentaba evitar una mueca de disgusto al sentir como los intensos focos fluorescentes reflejados en el azul centelleante de las paredes del museo amplificaban el punzante dolor de cabeza que intentaba serenar.

—No, señor Sweeney —musitó, encogiéndose detrás de las miradas de sus atónitos compañeros.

Se tapó la cara con su media melena rubia, deseando esconderse. Precisamente evitaba llamar la atención de esa manera. Por eso vestía de gris, se sentaba en la última fila y se ocultaba entre los demás, que le sacaban una cabeza. Era la única manera de sobrevivir para una chica de último año de secundaria.

—Entonces quizá debería explicarme por qué escucha su iPod en lugar de atender en clase. —El señor Sweeney sostenía en alto sus auriculares como si estuviese mostrando las pruebas de un delito. Seguro que, para él, significaban eso. Había arrastrado a la clase a visitar el Museo de Historia Natural del Balboa Park, dando por sentado que sus estudiantes estarían entusiasmados por pasar un día entero en el campo. No parecía darse cuenta de que, a menos que esas enormes réplicas de dinosaurios cobraran vida y empezaran a comerse a todo el mundo, nadie haría caso.

Sophie se tiró de una pestaña medio suelta —un tic nervioso— y se miró los pies. No había manera de hacerle entender al señor Sweeney que necesitaba música para ahogar el ruido. Él no era capaz de oírlo.

El parloteo de docenas de turistas producía un eco en las paredes decoradas con fósiles y se desparramaba por el espacio cavernoso. Aunque el verdadero problema eran sus voces mentales.

Trozos dispersos e inconexos de pensamientos penetraban directamente en el cerebro de Sophie. Era como estar en una habitación con cientos de teles encendidas emitiendo cientos de programas a la vez. Le rebanaban la conciencia y despertaban un fuerte dolor en su estela.

Era una friki.

Este había sido su secreto, su losa, desde que se cayó y se golpeó la cabeza a los cinco años. Había intentado bloquear el ruido. Ignorarlo. Nada lo aliviaba. Y no se lo podía decir a nadie. No lo entenderían.

—Como veo que está por encima de la clase, ¿por qué no la da usted? —le preguntó el señor Sweeney, mientras señalaba al gigantesco dinosaurio naranja con pico de pato que había en el centro de la sala—. Explique a la clase la diferencia entre el lambeosaurus y otros dinosaurios que hemos estudiado.

Sophie reprimió un suspiro mientras su mente recuperaba rápidamente la imagen del panel informativo delante de la pieza. Lo había mirado cuando habían entrado en el museo, y su memoria fotográfica había captado todos los detalles. Mientras iba recitando los datos, la cara del señor Sweeney se retorcía en una mueca de resentimiento y ella empezaba a oír los pensamientos de todos sus compañeros, creciendo en una amarga intensidad. No eran exactamente admiradores de esa niña prodigio sacada de Resident Evil. La llamaban la Notas.

Acabó con su respuesta y el profesor murmuró algo parecido a un «yo lo sé todo» mientras caminaba a grandes zancadas hacia otra sala de la exposición. Sophie no los siguió. Las finas paredes que separaban las dos salas no silenciaban el ruido, pero lo amortiguaban. Agradeció ese pequeño alivio.

—Muy bien dicho, so friki. —Garwin Chang, que llevaba una camiseta con la frase «¡Atrás! ¡Me voy a tirar un pedo!», le dedicó una sonrisa burlona mientras se restregaba contra ella al pasar—. Te van a dedicar otro artículo: «Niña prodigio experta en lamesauros».

Garwin seguía resentido desde que Yale le había ofrecido a Sophie una plaza becada para todo un curso. A él le había llegado la carta de desestimación pocas semanas antes.

Pero Sophie no tenía permiso para ir.

Sus padres habían decidido que era demasiada exigencia, demasiada presión, y que ella era muy joven. Fin de la discusión.

Así que al año siguiente asistiría al pequeño y familiar Instituto San Diego, anécdota que, el día anterior, un indignado periodista había considerado lo bastante importante como para recogerla en el diario local: «Niña prodigio escoge instituto público en favor de la Ivy League*», rematándolo con su foto de estudiante. A sus padres les dio un ataque cuando lo vieron. «Un ataque» no bastaba para describirlo. La mitad de sus preceptos estaban destinados a conseguir que Sophie no «llamara mucho la atención». Un artículo en portada era bastante como para convertirse en su pesadilla. Incluso llamaron al diario para quejarse.

El editor parecía tan disgustado como ellos. Se había publicado esa noticia en lugar de un artículo sobre el pirómano que tenía a la ciudad atemorizada, y el editor seguía sin entender cómo se había producido semejante error. Más tarde, lo que de verdad captó toda la atención fueron unas esperpénticas hogueras con llamas blancas que despedían un humo que olía a azúcar quemado; no la crónica de una jovencita mediocre que todo el mundo ignoraba.

Hasta el momento.

Al otro lado del museo, S

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