PRÓLOGO
Tiempo atrás, los mundos de los dioses, los hombres y las hadas coexistían. En época de paz, en época de guerra, en época de abundancia y en época de carestía, todos se mezclaban libremente.
A medida que la rueda del tiempo giraba, hubo quienes dejaron a un lado a los viejos dioses para adorar a los de la codicia, para dejarse llevar por el deseo de dominar tierra y aire y de alcanzar la gloria de lo que algunos consideraban progreso.
Del estercolero de la codicia, la ambición y la gloria brotaron el miedo y el odio. Algunos dioses entraron en cólera ante aquella pérdida de respeto y homenaje, y, en algunos, esa ira tornó en una sed de posesión y destrucción. Sin embargo, en su mayoría eran más sabios y templados, así que vieron que la rueda del tiempo giraba como debía y expulsaron a aquellos de los suyos que usaban sus grandes poderes para asesinar y esclavizar.
Mientras los mundos de los hombres convertían a los dioses en objeto de mitos, los que se consideraban santos perseguían a cualquiera que decidiera adorar según las costumbres antiguas. Tales actos, antes tan comunes como las flores silvestres de un prado, se castigaban con tortura y una muerte desagradable.
El miedo y el odio no tardaron en alargar sus frágiles dedos hacia las criaturas feéricas. Las sabias, antes veneradas por sus poderes, de repente se consideraban seres malvados, igual que los sidhe, que no se atrevían a extender las alas por miedo a la flecha de un cazador. Los cambiaformas se convirtieron en monstruos malditos que devoraban carne humana, y las sirenas, en criaturas que tentaban a los marineros para procurarles la muerte.
Con el miedo y el odio, las persecuciones sacudieron los mundos y enfrentaron a hombres contra hombres, hadas contra hadas y hombres contra hadas en una época sangrienta y brutal alentada por los que afirmaban pisar suelo sagrado.
Así que, en el mundo de Talamh y en otros, llegó el momento de tomar una decisión. El líder ofreció a los seres feéricos, a todas sus tribus, la misma elección: darles la espalda a las costumbres antiguas y seguir las leyes de los hombres o conservar las suyas y su magia y aislarse de los otros mundos.
Las hadas eligieron la magia.
Al final, después de los largos y justos debates que tales temas requerían, el taoiseach y el consejo llegaron a un acuerdo. Escribieron leyes nuevas. Se animaba a todos a viajar a otros mundos, a aprender de ellos, a probarlos. Quien decidiera vivir fuera cumpliría las normas del otro mundo y una única ley inquebrantable de Talamh: la magia nunca debe usarse para hacer daño a los demás, sino para salvar vidas. E incluso en ese caso era obligatorio regresar para un juicio en el que se aclarase la pertinencia de tales actos.
Así que, generación tras generación, lograron mantener la paz en sus fronteras. Algunos se marcharon a otros mundos; otros se trajeron parejas de esos mundos y se asentaron en Talamh. Los cultivos crecían en los verdes campos, los troles trabajaban en las profundidades de las minas, los animales deambulaban por los densos bosques y las dos lunas brillaban sobre las colinas y los mares.
No obstante, los lugares tan pacíficos, verdes y fértiles siembran el hambre en los corazones oscuros. Con el tiempo, un dios desterrado se coló entre los mundos y llegó a Talamh con ansias de venganza. Se ganó el corazón de la joven taoiseach, que lo veía como él deseaba que lo viera: alguien guapo, bueno y cariñoso.
Juntos tuvieron un hijo, puesto que eso era lo que él buscaba: un niño por el que corría la sangre de la taoiseach, que era sangre de las sabias con unas cuantas gotas de la de los sidhe, y la suya, la sangre de un dios.
Todas las noches, mientras la madre dormía un sueño encantado, el dios oscuro se bebía el poder del bebé, lo consumía para añadirlo al propio. Pero la madre despertó y lo vio por lo que era. Salvó a su hijo y lideró las tropas de Talamh en una gran batalla para expulsar al dios caído.
Cuando lo consiguieron y cerraron con hechizos los portales para evitar que volvieran a cruzarlos él y sus seguidores, la taoiseach entregó el bastón y lanzó de nuevo la espada al Lago de la Verdad para que otra persona la empuñara, para que otra persona liderara.
Crio a su hijo y, cuando llegó la hora, tal y como decretaba la rueda del tiempo, el joven sacó la espada de las aguas del lago para ocupar su lugar como líder de las hadas. Y, como líder sabio que era, mantuvo la paz estación tras estación, año tras año. Durante sus viajes, conoció a una mujer humana y se enamoraron. La llevó a su mundo, a su gente, a la granja que era de su madre y de él, y que había sido de la familia de su madre, y de la familia de su familia, antes de eso.
Fueron días felices, tanto que juntos tuvieron un bebé. Durante tres años, la niña creció sin conocer nada más que el amor, la magia y la paz que su padre predicaba con la misma fuerza con la que la tomaba de la mano.
Aquella niña tenía un valor incalculable, ya que no se conocía a nadie más que llevara la sangre de las sabias, los sidhe, los dioses y los seres humanos. El dios oscuro fue a buscarla usando los retorcidos poderes de una bruja traidora para atravesar el portal. La encerró en una jaula de cristal que colocó en las profundas aguas verde pálido del río en el que pensaba dejarla hasta que sus poderes crecieran un poco más. Esta vez no tendría que beberse un bebé poco a poco, sino tragarse otro de golpe, cuando estuviera maduro.
Sin embargo, ella ya era más poderosa de lo que él sospechaba. Más de lo que incluso ella sospechaba. Sus gritos atravesaron el portal y llegaron hasta Talamh. Su rabia rompió el cristal embrujado e hizo retroceder al dios incluso antes de que las hadas, conducidas por su padre y su abuela, entraran en batalla.
Aunque la niña estaba a salvo, el castillo del dios había quedado destruido y se alzaron protecciones nuevas en el portal, la madre de la niña no descansaba tranquila. Exigió que regresaran al mundo de los hombres, sin la magia que ahora consideraba perversa, y que mantuvieran allí a su hija sin que recordara su lugar de nacimiento.
Desgarrado entre el amor y el deber, el taoiseach vivió en ambos mundos, creando el mejor hogar posible para su hija, regresando a Talamh para gobernar y, así, mantener a salvo tanto su mundo como a su niña.
El matrimonio no sobrevivió y, con el girar de la rueda del tiempo, tampoco lo hizo el taoiseach a su siguiente batalla, en la que su propio padre lo asesinó.
Mientras la niña crecía pensando que su progenitor la había abandonado y sin saber lo que albergaba su interior, criada por una madre cuyo miedo la empujaba a socavar la autoestima de su hija, otro joven sacó la espada del lago.
Y así crecieron en mundos distintos, de niña a mujer, de niño a hombre. Ella, desgraciada, hacía lo que le ordenaban. Él, decidido, mantenía la paz. En Talamh, esperaban, ya que sabían que el dios era una amenaza para todos los mundos. No tardaría en volver a buscar a la sangre de su sangre, y la rueda seguiría girando hasta que llegara el momento en el que ningún talamhés pudiera detenerlo.
Ella, el puente entre los mundos, debía regresar y despertar, abrazar su naturaleza y decidir darlo todo, arriesgarlo todo por ayudar a destruir al dios.
Cuando llegó a Talamh, sin saber todo lo sucedido antes, estaba empezando a conocerse a sí misma. Después de que el buen corazón de su abuela la condujera hasta allí, aprendió, pasó su duelo y se aceptó.
Y despertó.
Como su padre, tenía amor y obligaciones en ambos mundos. Ese amor y esas obligaciones la llevaron de vuelta al lugar en el que se había criado, aunque con la promesa de regresar.
Con el corazón dividido, se preparó para abandonar lo que conocía y arriesgar todo lo que era. En el filo de la navaja, con el taoiseach y Talamh a la espera, se lo contó todo a su hermano de corazón, a un amigo como no había otro igual. Al entrar en el portal, él, tan fiel como siempre, saltó con ella.
Atrapada entre mundos, entre amores y entre obligaciones, la joven empezó su devenir.
1
Con el viento azotándolos en el portal, Breen notó que se le escapaba la mano de Marco. No veía nada, ya que la luz, de repente, era cegadora. Tampoco oía por culpa del rugido del viento.
Como empujada por el vendaval, se tambaleó; Keegan la sujetaba con mano de hierro por un lado mientras, por el otro, ella se aferraba como podía a los dedos de Marco. Entonces, como si hubieran accionado un interruptor, cayó. El aire se volvió fresco y húmedo, la luz se apagó y el viento amainó.
Aterrizó con tanta fuerza que le crujieron los huesos, y lo hizo en una carretera de tierra que estaba mojada por la suave lluvia que todavía caía y que le olió a Talamh. Sin aliento, rodó hasta agacharse junto a Marco, que yacía despatarrado y quieto, con los ojos muy abiertos, conmocionado.
—¿Estás bien? Deja que te mire. ¡Marco, eres imbécil! —Le pasó las manos por encima para examinarlo—. No hay nada roto.
Después le acarició la cara mientras se volvía para rugirle a Keegan:
—¿Qué narices ha sido eso? Ni siquiera la primera vez que crucé fue así.
Él se pasó una mano por el pelo.
—No tuve en cuenta al pasajero de más. Ni tampoco tu puñetero equipaje. Y, aun así, he conseguido que llegásemos, ¿no?
—¿Qué coño ha pasado?
Cuando Marco empezó a moverse, Breen se volvió de nuevo hacia él.
—No intentes levantarte todavía. Vas a marearte y a sentirte algo inestable, pero estás bien.
Él la miró con sus enormes ojos castaños, que se habían vuelto vidriosos por la conmoción.
—¿Es que toda esta locura te ha convertido también en doctora?
—No exactamente. Tú recupera el aliento. ¿Qué hacemos ahora? —le gritó a Keegan.
—Pues protegernos de la dichosa lluvia, para empezar. —Se levantó, un hombre alto e irritado con una melena oscura que se le rizaba con la humedad—. Pretendía volver al patio delantero de la granja. —Hizo un gesto—. Y no me he desviado mucho, teniendo en cuenta la carga que hemos traído.
Breen vio la casa de piedra, cuya silueta se adivinaba a pocos metros, al otro lado de la carretera.
—Marco no es una carga.
Keegan se acercó al otro joven y se agachó.
—De acuerdo, hermano, siéntate. Tómatelo con calma.
—¡Mi portátil! —exclamó Breen. Lo vio tirado en la carretera y corrió a recoger el maletín.
—Bueno, está claro que tiene sus prioridades.
En el camino, bajo la lluvia, la chica lo pegó contra su pecho.
—Esto es tan importante para mí como la espada lo es para ti.
—Si se ha dado algún golpe, lo arreglarás. Así —le dijo a Marco—, despacito.
Su forma de hablarle a Marco (despacito) le recordó a Breen que Keegan podía ser amable. Cuando quería.
Se colgó el maletín cruzado y volvió corriendo con ellos.
—Vas a sentirte mareado y raro. La primera vez que crucé, me desmayé.
—Los tíos no nos desmayamos —dijo Marco, y dejó caer la cabeza sobre las rodillas para ver si dejaba de darle vueltas—. Podemos perder el conocimiento, pueden dejarnos noqueados, pero no nos desmayamos.
—Así se hace —comentó Keegan alegremente—. Vamos a ponerte de pie. No nos vendría mal otro par de manos, Breen.
—Deja que recoja mi maleta.
—Por los dioses, ¿qué les pasa a las mujeres? —exclamó Keegan mientras agitaba una mano y hacía desaparecer la maleta.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Marco con la voz entrecortada y los ojos en blanco—. ¿Adónde ha ido?
—No te preocupes, todo va bien. Venga, arriba. Apóyate en mí y te llevaremos hasta la casa.
—No siento las rodillas. ¿Están ahí?
—Justo donde deberían.
Breen corrió a rodear con un brazo a Marco por el otro lado.
—No pasa nada. Estás bien. No estamos lejos, ¿ves? Vamos justo ahí.
Él consiguió dar unos cuantos pasos temblorosos.
—Los hombres no se desmayan, pero sí que vomitan. Creo que voy a hacerlo.
Breen le apretó el estómago con una mano y le sacó parte de la agitación. Hacerlo la mareaba un poco, pero se dijo que sería capaz de soportarlo.
—¿Mejor?
—Sí, supongo. Creo que estoy teniendo un sueño muy raro. Breen tiene sueños raros —le explicó a Keegan con una voz que sonaba un poco a borracho—. Sueños de miedo, a veces. Este es solo raro.
Keegan agitó una mano y la puerta del patio se abrió de golpe.
—Raro como eso, sí. Aunque huele bien. Como en Irlanda. ¿Verdad, Breen?
—Sí, pero no lo es.
—Sería rarísimo que estuviésemos en nuestro piso de Filadelfia y, de repente, apareciésemos en una carretera de Irlanda. Rollo «¡Súbeme, Scotty!».
—Esas historias son muy buenas —dijo Keegan mientras abría la puerta con otro gesto—. Ya hemos llegado. Te vamos a tumbar un rato en ese diván de ahí.
—Tumbarse me vendrá bien. Oye, Breen, ahí está tu maleta. Esto es muy acogedor. Muy de otra época. Está bien. Ay, gracias, Señor —concluyó cuando lo tumbaron en el sofá—. ¿Veis? No me he desmayado ni he vomitado. Todavía.
—Voy a prepararte una infusión —dijo Breen.
Él negó con la cabeza.
—Preferiría una cerveza.
—¿Y quién no? Te buscaré una. Quédate con él —ordenó Keegan—. Sécalo, tranquilízalo.
—Debería tomarse la infusión, la que me disteis cuando crucé.
—Lo que se le echa puede echarse en la cerveza.
—Drogas, ¿verdad? —preguntó Marco cuando Keegan salió de la habitación—. Porque nos ha tenido que dar muchísimas drogas para que estemos compartiendo este sueño tan raro.
—No, Marco, es real.
Acercó una mano al fuego, que ardía bajo en la chimenea, y ordenó a las llamas que se alzaran y crepitaran. Encendió las velas de la habitación desde donde estaba, arrodillada junto al sofá.
—Pues yo voto por que es un sueño loco.
—Sabes que es real. ¿Por qué saltaste conmigo, Marco? ¿Por qué te agarraste a mí y saltaste?
—No pensaba permitir que te fueras sin mí por un agujero de luz que se acababa de abrir en nuestro salón. Y estabas alterada. Habías llorado. Estabas… —Miró hacia el techo—. Oigo algo. Hay alguien más en la casa.
—Harken, el hermano de Keegan, vive aquí. Es granjero. Esta es su granja. Era de mi padre. Nací en esta casa.
Marco volvió a mirarla.
—Eso es lo que te dijo, pero…
—Mi abuela me lo dijo, y es la verdad. Ahora empiezo a recordar cosas. Y te lo explicaré todo, te lo prometo, pero…
Se calló cuando Harken y Morena bajaron por las escaleras… con la ropa puesta a toda prisa, ya que la camisa de ella, por ejemplo, estaba del revés.
—¡Bienvenida a casa! —Con el pelo de girasol sin trenzar y enredado, Morena corrió hasta Breen y la envolvió en un feroz abrazo—. Nos alegramos muchísimo de verte. —Después, con un brillo bailarín en el azul de los ojos, sonrió a Marco—. Y te has traído a un amigo. ¿Este es Marco? Mi abuela me dijo que eras guapo, y ella nunca se equivoca. —Le cogió la mano para estrechársela—. Mi abuela es Finola McGill. Yo soy Morena.
—Vale.
—Yo soy Harken Byrne, y eres bienvenido en nuestra casa. Aunque ha sido un viaje accidentado, ¿no? Enseguida te dejamos como nuevo.
—Estoy en ello —dijo Keegan, que entraba con una jarra de metal en la mano.
Marco miró a uno y a otro. Estaba claro que eran hermanos, el parecido resultaba evidente en los fuertes pómulos y la forma de la boca.
—¿Cerveza? —preguntó Harken, pensativo—. Bueno, siempre que hayas recordado…
—Es una poción básica, Harken. Sé manejarme con lo básico tan bien como cualquiera.
—¿Poción? —Marco empezó a levantarse, pero su cálida piel oscura se volvió algo grisácea—. Me niego a tomar pociones.
—Es una especie de medicina —le aseguró Breen—. Te sentirás mejor.
—Breen, puede que estos tres tengan muy buena pinta, pero podrían estar captándote para una secta. O…
—Confía en mí. —Alargó la mano y cogió la jarra de Keegan—. Siempre hemos confiado el uno en el otro. Sé que cuesta creerlo o incluso comprenderlo, pero creo que para ti será más fácil que para el resto de la gente que conozco. Tú ya crees en los multiversos.
—Podrías ser un ultracuerpo y no mi Breen de verdad.
—¿Sabría un ultracuerpo que cantamos un dueto de Lady Gaga mientras te tatuaban un arpa irlandesa en Galway? Toma, dale un trago. ¿O tú crees que un ultracuerpo habría metido en la maleta la rana rosa que me hiciste cuando éramos pequeños?
—¿La has metido en la maleta? —Le dio un trago a la jarra mientras ella se la sostenía—. Esto me ha dejado la cabeza hecha un lío.
—Conozco la sensación. Bebe un poco más.
Después de hacerlo, Marco examinó a las tres personas que tenía delante.
—Entonces… sois todos como brujas.
—Yo no —respondió Morena, sonriente, y extendió sus alas de color violeta con las puntas plateadas—. Yo soy un hada. Breen tiene también un poco de sidhe, pero no lo bastante para que le salgan alas. Cuando era pequeña, estaba deseando tenerlas. —Morena se sentó al borde del sofá—. Éramos muy buenas amigas, como hermanas, cuando éramos niñas. Sé que tú también has sido un muy buen amigo para ella, como un hermano, al otro lado, durante mucho tiempo.
Breen se puso en cuclillas y dejó que Morena tomase la iniciativa con su voz alegre y su mirada comprensiva.
—Te echó de menos este verano, pero, sobre todo, le pesaba no haberte contado todo esto a ti, su mejor amigo. Ahora, como buen amigo que eres, permanecerás a su lado, con ella y para ella. Como haremos todos.
—Lo has hecho muy bien —dijo Harken en voz baja mientras le ponía una mano en el hombro a Morena—. Te sentirás mejor con la poción y te entrará mucha hambre. Un viaje como este te deja vacío.
—Diría que esa parte va por todos. No hemos cruzado por el Árbol de la Bienvenida —le dijo Keegan—. Tuve que crear un portal temporal, y, encima, solo para dos.
—Ah, bueno, entonces estaréis muertos de hambre. Queda suficiente estofado de la cena para llenar esos agujeros. Voy a calentarlo.
—¿Aquí todo el mundo es muy muy guapo? —comentó Marco.
Morena le dio un puñetazo suave en el brazo.
—Qué graciosillo. Bueno, yo no sirvo para nada en la cocina, pero ayudaré en lo que pueda a Harken con la comida. Entiendo que os quedáis a pasar la noche, ¿no? Hay sitio de sobra.
—No quiero que Marco cruce de nuevo tan pronto, así que no nos podemos quedar esta noche en la casita. Y preferiría no despertar a la yaya y a Sedric. —Breen miró a Keegan—. Si pudiéramos quedarnos aquí, os lo agradecería.
—Sois bienvenidos, por supuesto. ¿Estás ya mejor, Marco? —le preguntó Keegan.
—La verdad es que sí. Me siento bien. Mejor que bien. Gracias. —Después frunció el ceño y miró la jarra mientras se levantaba—. ¿Qué llevaba esto?
—Lo que necesitabas. Termínate la cerveza, hermano, y después Breen te llevará a comer. Harken es un cocinero más que decente, así que no pasarás hambre.
Cuando Keegan los dejó, Marco miró de nuevo su cerveza.
—Tú y yo tenemos que hablar largo y tendido, chica.
—Lo sé y lo haremos. Y está todo en la memoria USB que te di. Lo escribí mientras sucedía, desde que conocí a Morena y a su halcón en Dromoland.
—¿Ella es la chica del halcón?
—Sí.
—Vale, préstame tu portátil y leeré lo que has escrito. Después hablaremos.
—No funciona aquí. En Talamh no hay tecnología.
Durante un instante, él, un adorador de la tecnología, se limitó a mirarla.
—Me tomas el pelo. Puedes viajar por el multiverso, encender velas que están al otro lado de la habitación y volar con tus propias alas, pero ¿no hay wifi?
—Tiene su propia historia. Te lo explicaré todo, lo prometo. Mañana cruzaremos de vuelta a la casita, a nuestro hogar junto a la bahía. Y podrás leer y llamar a Sally. Vas a necesitar un par de noches libres. Le diremos… Le diremos que decidiste regresar a Irlanda conmigo unos días para ayudarme a instalarme. No le puedes contar nada de esto, Marco.
—¿Vamos a cruzar otra vez por uno de esos portales? —preguntó él, con cara de miedo.
—Sí, pero será más sencillo, de verdad. Vamos, necesitas comida y dormir. Mañana… Mañana nos encargaremos de todo lo demás.
—¿Cuánto más hay?
—Mucho —respondió Breen mientras le acariciaba la cara y la cuidada barbita—. Mucho más.
—Te daba miedo volver. Me di cuenta. Si es todo magia y alas de hada, ¿por qué tenías miedo? —Miró hacia Keegan y los demás—. No era por ellos, eso está claro.
—No, no era por ellos. Es una larga historia, Marco. Por esta noche, dejémoslo en que hay alguien muy malo.
—¿Cómo de malo?
—De lo peor. Sería una estupidez no tener miedo, pero soy más fuerte de lo que era. Y voy a serlo aún más.
Marco le cogió la mano después de ponerse de pie.
—Siempre has sido más fuerte de lo que creías. Si este lugar te ha ayudado a verlo, ya se ha ganado unos cuantos puntos positivos.
—Este lugar, estas personas y otras que quiero que conozcas antes de irte a casa. —Le apretó la mano—. Ahora, vamos a comer, porque estoy oliendo ese estofado y me muero de hambre.
Él lo dejó pasar, sobre todo porque ya no le cabían más cosas nuevas en la cabeza. Aunque no esperaba ser capaz de dormirse después de comer, cayó redondo en cuanto se metió en la cama que le enseñó Keegan.
Lo despertó el gallo, lo que ya era extraño de por sí. Encima, amaneció en una habitación que no era la suya, con un fuego bajo en la chimenea, la luz del sol entrando a través de las cortinas de encaje de la ventana y la inquietante sensación de que nada de lo ocurrido la noche anterior había sido un sueño. Quería ver a Breen, tomarse un café y darse una larga ducha con agua caliente, y no estaba seguro de lograr ninguna de las tres cosas.
Se levantó y, escrupuloso como era, Marco se dio cuenta de que había dormido con la ropa puesta. Quizás uno de los hermanos buenorros pudiera prestarle algo después de la ducha. Consultó su reloj, uno que le permitía llevar la cuenta de lo que dormía y de sus pasos, además de darle la hora, y frunció el ceño al ver la pantalla en blanco. Salió con sigilo de la habitación, porque a saber qué hora era, y bajó de puntillas las escaleras. Oyó voces de chica y las siguió hasta la cocina que había visto la noche anterior. Breen y Morena estaban sentadas a una pequeña mesa de trabajo que hacía las veces de pequeño comedor.
—Estás despierto —dijo Breen al levantarse—. Creía que dormirías más.
—He oído un gallo. Creo.
—Bueno, es una granja. Siéntate, te serviré un té.
—Café, Breen. Mi vida por un café.
—Eh, bueno…
Marco no pudo más que taparse los ojos con una mano.
—No me digas eso —repuso.
—Esta mezcla de té es muy fuerte. Casi tan buena como un café. ¿Tienes hambre?
—Necesito una ducha.
Ella le puso de nuevo la misma cara de pena.
—Eh, bueno…
Marco se sentó y se sujetó la cabeza con las manos.
—¿Cómo sobrevive aquí la gente sin café y sin duchas?
—Tenemos váteres —respondió Morena—. Y unas bañeras estupendas.
—Marco no es de bañera.
—Te quedas ahí sentado entre tu propia porquería —dijo él.
—La verdad es que tienes algo de razón —respondió Morena—. Te puedo hacer una ducha fuera.
—¿Puedes?
—Las hadas estamos conectadas con los elementos. Si quieres una lluvia de agua cálida, puedo ayudarte. Fuera, claro.
—Claro, por supuesto. Fuera. —Aceptó la taza que le ofrecía Breen y se bebió de golpe el té. Parpadeó—. Creo que acaba de derretírseme el esmalte de los dientes. ¿Podríais darme algo de ropa limpia?
—Creo que tienes menos cuerpo que Harken, pero puedo conseguirte una camisa y unos pantalones. Vamos a buscarte un buen sitio para la ducha. —Abrió un armario y sacó una pastilla de jabón marrón—. Me gustan tus trenzas —dijo Morena mientras abría la puerta de atrás—. Yo no tendría la paciencia necesaria para hacerme tantas… Creo que lo haremos al otro lado del granero pequeño. Es bastante privado.
—Te lo agradezco.
—El amigo de mi amiga es mi amigo. Es mejor hacerlo sobre la hierba, para que no acabes con los pies llenos de barro. Bueno —añadió mientras se ponía en jarras—, ¿a qué temperatura la quieres?
—Caliente. Vamos, que no queme, pero bien caliente.
—Pues que sea caliente —dijo ella, y le pasó el jabón.
En pantalones y botas, y ya con la camisa del lado correcto, Morena alzó las manos con las palmas hacia arriba. Después flexionó los dedos en el aire, como si tirara de algo hacia ella. Empezó a caer una lluvia ligera como una pluma. Ella siguió tirando y el agua ganó fuerza y mojó una zona de no más de medio metro cuadrado.
Marco sabía que se le había abierto la boca, pero no conseguía cerrarla.
—Puedes probarla con las manos si quieres, para ver si está lo bastante caliente para ti.
Marco alargó la mano y notó el calor y la humedad, maravillado.
—Sí, está bien. Es… asombroso. Madre mía, no sé cómo asimilar todo esto.
—Creo que lo estás haciendo mejor que bien. —Morena dio un paso atrás—. Te traeremos ropa limpia y una toalla.
—Gracias. Estoooo, ¿cómo la apago?
—La he invocado para que dure quince minutos. Así que será mejor que empieces.
Después de que se alejara, él no perdió ni un minuto más observando la ducha mágica antes de desnudarse y disfrutar de ella. Una vez vestido con lo que catalogaría de un look de granjero chic y fortalecido por una tostada con un huevo frito encima, se sintió casi normal.
—Sé que tenemos que hablar —empezó a decir Breen— y regresar a la casita, pero primero necesito ver a mi abuela. Y también recoger a Botarate.
—Quiero conocer a ese perro y, sí, a tu abuela.
—No vive lejos. Es un paseo agradable.
—Vale. Estoy intentando dejarme llevar. —Salió con ella—. Se parece a Irlanda. Suenan a irlandeses. ¿Seguro que no es…?
—No lo es. Has intentado usar el móvil, ¿verdad?
Marco se restregó uno de los bolsillos de los pantalones prestados.
—Sí. Nada. Y sí, me he dado una ducha de hada hace una hora. La mejor de mi vida. No parece real.
—Lo sé.
—Es decir, está la bahía, pero no es en la que estuvimos en Irlanda. Y veo montañas por allí, pero no son las mismas. Y flores por todas partes, muchas ovejas y vacas. Caballos. Están en la granja. ¿Aprendiste a montar en uno de esos?
—Sí. —Breen decidió no señalar el área de la granja en la que había aprendido a usar (mal) la espada, entrenada por el implacable Keegan—. Aquí tienes que saber montar. No hay coches.
—No hay coches.
—No hay tecnología ni máquinas. Eligieron la magia.
—Ni tostadora —recordó—. Tuestan el pan en una parrilla sobre la cocina de leña. El agua la sacan de un pozo… o de un hada. ¿Tú no tuviste ningún problema con todo esto?
—Tenía la casita al otro lado del portal para trabajar. Pero también hay formas de escribir aquí, formas mágicas. Y es un lugar puro, Marco. Y tranquilo y vivo. Supongo que me enamoré.
—La memoria de los sentidos, ¿te acuerdas? Me has dicho que naciste aquí. ¿Son esos de ahí los hermanos buenorros?
—¿Los hermanos buenorros? Ay. —Se rio y se colgó de su brazo—. Sí. Harken es granjero de los pies a la cabeza. Keegan es más soldado, pero le encanta la granja y la trabaja cuando puede. Tiene muchas responsabilidades como taoiseach.
—¿Como qué?
—Significa líder. Es el líder de Talamh, de las hadas.
—¿En plan rey Keegan?
—No, no funciona así. —Breen se dio cuenta de lo raro que era explicarle las cosas que ella acababa de aprender (o recordar) hacía pocos meses—. Aquí no hay reyes ni gobernantes. Él es un líder. El elegido que elige serlo. Es una larga tradición que forma parte del acervo popular. Hay un lago… —empezó a explicar, pero Marco la agarró.
—Joder, Breen. Corre. Hacia los árboles.
—¿Qué…? Ah, no, no, no pasa nada. Es el dragón de Keegan.
—¿Su qué?
—Tú respira. Tienen dragones, pero no son de los que se comen princesas, como en algunos cuentos. Yo he montado en ese, de hecho.
El brazo de Marco seguía agarrándola como si fuera un cepo de hierro.
—Ni de puta coña.
—Pues sí, y fue increíble. Son leales; cuando crean un vínculo con alguien le guardan lealtad. Y son preciosos. Mi padre tenía uno.
—Puede que tenga que sentarme. No quiero parecer un gallina, chica, pero otra vez se me doblan las rodillas.
Antes de hacerlo, justo donde estaban, sonó un ladrido alegre. Botarate, con el copete y la barbita dándole botes, corría hacia Breen.
—¡Hola, bonito! Hola. —Entre risas, retrocedió, tambaleante, cuando el perro saltó sobre ella meneando todo el cuerpo, desde el copete hasta su enclenque rabito—. Oye, has crecido. Mira qué grande estás. Yo también te he echado de menos. ¡Te he echado mucho de menos! —Se sentó a su lado para darle besos, abrazos y caricias—. Este es Botarate.
—Me lo he imaginado. Tía, es casi morado, como decías. Tendrías que haberlo llamado Hendrix, como en la canción esa de la niebla morada, ¿cómo era? ¡Purple Haze! ¡Pero qué mono eres, bebé! Eres tremendo.
Olvidado el dragón, Marco se agachó y Botarate se lo recompensó con un montón de lametones mientras agitaba el rabo.
—¡Le gusto!
—Es el perro más dulce del mundo. La yaya sabe que estoy aquí. Él lo sabe, así que ella también. Vamos. Te presentaré a mi abuela.
Botarate corría unos metros por delante, agitaba el rabo, esperaba y seguía corriendo.
—Qué perro más alegre. Tu abuela, eh, ¿qué es?
—Una sabia. Una bruja con un poco de sidhe. Fue taoiseach hace tiempo.
—Así que el puesto tiene un límite.
—No, es que renunció y la sustituyeron por otro. Y después le tocó a mi padre. Ahora es Keegan. Ya te lo explicaré.
—¿Y tu abuelo?
—No está aquí y así queremos que siga siendo. Es el malo. —Le dio la mano a Marco y tomó el camino que llevaba a la casa de Mairghread—. Tengo muchas cosas que contarte.
—Se nos acumulan.
—Mi abuela me dejó marchar, aunque le dolió. Después de la muerte de mi padre, envió el dinero que me escondió mi madre. Y, por varios motivos que ya te explicaré y uno que te digo ahora, que sabía que yo no era feliz, se las ingenió para que yo lo encontrara. A partir de ahí, la elección era mía: dejar la enseñanza y viajar a Irlanda. Y ella construyó la casita y me envió a Botarate. Él me condujo hasta aquí.
»Me quiere de una forma que me cuesta recordar en mi padre. Como me queréis Sally, Derrick y tú. Por quien soy. Y me ha abierto los ojos al mundo.
—Entonces, supongo que también la querré a ella.
Bancos y campos enteros de flores prestaban su aroma al otoño. La casa, de piedra robusta bajo su tejado de paja, tenía abierta de par en par la puerta azul chillón. Mairghread salió por ella luciendo uno de sus largos vestidos color verde bosque. Su cabello rojo era como una corona. Y, con los ojos azules empañados, se llevó una mano al corazón
—Te pareces mucho a ella —murmuró Marco—. Y ella no parece la abuela de nadie.
—Lo sé. ¡Yaya!
Marg abrió los brazos y Breen corrió hacia ellos.
—Mo stór, bienvenida a casa. Bienvenida, mi dulce niña. Estás bien. —Le sostuvo la cara entre las manos—. Lo noto y lo veo. Me rebosa el corazón de alegría.
Volvió a apretar a Breen contra su pecho y sonrió a Marco por encima de su hombro.
—Y este es Marco, ¿no? —preguntó.
—Sí, señora.
—Aquí eres bienvenido. —Alargó una mano para estrechar la del chico—. Mi puerta siempre estará abierta para ti. Has hecho un viaje extraño.
Le sostuvo la mano un momento más mientras le examinaba la cara, los ojos oscuros y profundos, la cuidada perilla y la sonrisa ansiosa.
—Eres un buen amigo de mi Breen Siobhan y también un buen hombre —dijo—. Lo veo y doy gracias a los dioses por ello. Entrad y sentaos.
Los condujo por el salón, con su fuego bajo y el sofá repleto de cojines con bonitos bordados, hasta llegar a la cocina.
—Las cocinas son para la familia. Tomaremos un té, y creo que Sedric ha hecho galletas de limón esta misma mañana.
—¿Dónde está?
—Bueno, por ahí —le dijo Marg a Breen.
—No, yaya, yo me ocupo del té —repuso Breen—. Tú siéntate con Marco.
—Pues eso haré. —Se sentó a la mesita cuadrada y le dio una palmadita a la madera para que él se sentase a su lado—. Así que eres músico.
—Lo intento. —Marco veía a Breen en su abuela, y al padre de Breen…, un hombre al que había querido mucho—. Trabajo detrás de una barra para pagar el alquiler.
—En Sally’s. Breen me lo contó todo sobre Sally, Derrick y su negocio. Sedric dice que saben cómo montar una fiesta.
—¿Ha estado allí?
—El hombre de pelo gris que creías que me había imaginado —dijo Breen, sacando las hojas de té de un tarro del estante.
—Ah. Lo siento.
—Verás, es que estábamos preocupados por ella —explicó Marg—. En el último par de años, cada vez más. Se arrastraba a clase a pesar de no sentirse preparada para enseñar.
—No lo estaba.
Breen cogió el hervidor de cobre del fogón, vertió el agua en la tetera azul y después dejó las hojas infusionándose.
—Cierto, pero eras una buena profesora de todos modos, mucho mejor de lo que tú te crees. Esa era nuestra preocupación —siguió contándole Marg a Marco—: Se tenía en muy poca estima, esperaba muy poco de su vida.
El parecido entre ambas había servido para romper el hielo y sus palabras terminaron de derretirlo por completo.
—Está usted predicando a un converso.
Eso hizo que Marg se riera y se acercase más a él, como si compartieran un secreto.
—Se pintaba de marrón su precioso pelo para no llamar la atención y vestía ropa aburrida para ocultar su preciosa figura.
—Amén.
Marg se rio de nuevo y Breen puso cara de fastidio.
—¿Queréis que os deje solos?
Marco no le hizo caso, y ella dejó la tetera en la mesa y volvió a por las tazas y los platillos blancos.
—Su madre la presionó para que fuera así. La señora Kelly siempre fue buena conmigo, pero…
—No me oirás hablar mal de ella. Una madre es una madre, y cuando Eian y ella la crearon lo hicieron con amor verdadero.
—Yo también quería mucho a su hijo. Y quería decirle que siento mucho su pérdida. Él me dio la música y me enseñó. Me regaló una guitarra cuando cumplí nueve años y eso cambió mi mundo.
—Hablaba de ti.
—Ah, ¿sí?
—Oh, sí, y muy a menudo. Yo también te conocía cuando eras pequeño, gracias a mi hijo. Me decía que tenías mucho talento, que eras pura luz. Y el amigo más bueno y leal que pudiera desear su hija. Te quería, Marco. —Cuando las lágrimas le asomaron a los ojos, Marg le dio la mano—. Breen te llevará a su lugar de descanso, ya que estás aquí. Es un sitio sagrado. Sé que no tenías planeada esta visita, pero, si te soy sincera, me alegro mucho de que hayas venido. Me alegra mucho conocer al mejor amigo de Breen en el otro lado.
—No consigo acostumbrarme.
—Bueno, son muchas cosas que asimilar, ¿no?
—Ha pasado muy deprisa y no he tenido tiempo de contárselo todo —dijo Breen mientras sacaba las galletas y servía el té—. Tenía pensado ir a la casita, si te parece bien.
—Por supuesto, es tuya. Finola te la está preparando ahora mismo. Y está deseando volver a ver al bello de Marco.
Él se ruborizó un poco.
—No tenía por qué molestarse. Podemos ir al pueblo a por provisiones. Ay, tengo que cambiar dinero, Breen. No sé cuánto llevo encima.
—No vas a necesitar nada en Talamh —respondió ella mientras se sentaba y cogía una galleta—. Aquí no usan dinero.
—Bueno, ¿y cómo conseguís cosas?
—Hacemos trueques e intercambios —respondió Marg mientras bebía su té—. Y para nosotros es un placer prepararos la Casa de las Hadas.
—Breen me dijo que su padre y después usted le enviaron dinero.
—Así es. Siempre hay formas de conseguirlo. Los troles trabajan las minas, y tenemos artesanos y demás. También tenemos gente al otro lado, en otros mundos, que compran y venden.
—Señora, eso le cambió la vida. No solo el dinero, sino saber que su padre se preocupaba por ella. Que podía usarlo para dejar de hacer algo que no le gustaba e intentar dedicarse a lo que sí. —Marco bajó la vista hacia Botarate, que mordisqueaba alegremente la galleta que le había dado Breen—. El libro que escribió sobre este chico es genial. ¿Lo ha leído?
—Sí. Rebosa alegría y diversión, como el perro que le da nombre.
—Está escribiendo el otro, el de adultos. No me deja leerlo.
—A mí tampoco.
—Todavía no está terminado —intervino Breen—. Sigo pensando que debería irme a dar un paseo y dejaros solos.
—Tenemos que ponernos al día de muchas cosas, ¿verdad, Marco?
—Sí, señora.
—Llámame Marg, como casi todo el mundo. O, como eres un hermano para mi nieta, puedes llamarme yaya.
Mientras hablaba, se abrió la puerta de atrás y él vio por primera vez al hombre del pelo plateado. Breen se levantó de un salto para abrazarlo y Marco vio que el otro se sorprendía y alegraba a la vez con su reacción.
—Bienvenida a casa, Breen Siobhan. Y bienvenido, Marco Olsen.
—Es real de verdad. Lo siento, creía que no lo era.
—Ah, bueno, no serías el primero.
—Siéntate. No, siéntate —insistió Breen—. Voy a por la silla del escritorio de mi cuarto. ¿Sigue ahí?
—Siempre estará ahí —le aseguró Marg.
Breen sacó otra taza y otro platito.
—Cuando regresé a Filadelfia y me enfrenté a mi madre… No fue fácil.
—Lo sé, cielo —dijo Marco.
—Me di un largo paseo al salir de su casa, para intentar calmarme. Ella me ocultó todo esto, todo, mi herencia y mis dones, me encerró en una caja. Sé que lo hizo porque temía por mí —añadió antes de que Marg hablara—, pero, cuando por fin me senté, en la parada del autobús, Sedric estaba allí. Estaba allí porque yo necesitaba a alguien a mi lado. No lo olvidaré. Y no olvidaré lo que me dijo Keegan: que mi madre también me teme a mí. Lo que soy y lo que tengo. Y creo que, precisamente por eso, algún día seré capaz de perdonarla. Voy a por otra silla.
Cuando se fue, Marg suspiró.
—Notará el corazón más ligero cuando sea capaz de perdonar. —Levantó la tetera y sirvió el té de Sedric—. Bueno, Marco, has cruzado el portal sin poder pararte a preparar lo que necesitarías o querrías para tu estancia. Si le das una lista a Sedric, él se encargará de traerte lo que necesites.
—¿Puedes hacer eso?
—Puedo y lo haré con sumo placer.
—Porque eres una… ¿bruja? ¿Mago?
—Solo un poquito. Soy un cambiaformas.
A Marco se le quedó paralizada la mano a medio camino del plato de las galletas de limón.
—¿Eres un hombre lobo?
—En absoluto, aunque he conocido a varios. Y te prometo que no se vuelven devoradores de carne y sangre cuando sale la luna llena. En realidad, soy un hombre gato.
—¿Como un león?
Marg soltó una risita y agitó la mano.
—Venga, Sedric, enséñaselo al muchacho.
Sedric se encogió de hombros y sonrió. Y se transformó en gato. Debajo de la mesa, Botarate movía el rabo, encantado.
—¡Oh! —exclamó Breen, que apareció en ese momento con la silla; Marco lo miraba con los ojos como platos—. Es la primera vez que te veo transformarte. Parece que lo haces sin esfuerzo.
El gato se convirtió en hombre y el hombre bebió de su té.
—Somos uno, el hombre y el espíritu animal. La sangre bruja de mi linaje me ayuda con los viajes entre mundos. Dime lo que necesitas y te lo traigo.
Marco levantó un dedo.
—Luego nos vamos a tomar unas buenas copas —dijo el chico.
—Tenemos un vino muy rico —empezó a decir Marg.
—Gracias, pero, incluso con todo esto, es un poco temprano para mí. Pero sí, más tarde, unas copas bien llenas. Y, en cuanto a lo que necesito, supongo que depende. Breen tenía miedo de volver. Estaba muy decidida, pero asustada. Keegan dijo que… Fue todo muy deprisa y muy confuso, pero dijo algo sobre liberarla de su deber, de su promesa.
—¿Eso dijo? —preguntó Marg.
—Sí, y Breen me dijo que hay alguien muy malo y que me lo contará, pero no sabré qué necesito hasta entender por qué esa persona quiere hacerle daño a Breen.
—¿No le has hablado de Odran? —preguntó su abuela.
—Yaya, no sabía que iba a saltar al portal, y, como comprenderás, al salir estaba mareado y conmocionado. Lo tengo todo escrito y quiero que Marco lo lea, y pienso contárselo todo.
—Pues eso es algo que debe saber aquí y ahora, y, sea temprano o no, un trago de vino de manzana nunca ha hecho mal a nadie.
Sedric le dio una palmadita en el hombro a Marg y dijo:
—Yo me encargo.
2
Cuando era joven —empezó Marg—, más joven que tú, saqué la espada del lago, acepté el bastón y me convertí en taoiseach. Odran llegó a la Capital y yo solo vi lo que él quería que viera: un muchacho guapo y amable, encantador y romántico. Así que me enamoré de aquella ilusión y nos casamos.
Le habló de su regreso a la granja familiar en el valle, de los meses que su familia y ella pasaron engañadas, del nacimiento de su hijo y de lo contenta que estaba con el bebé. Y de la noche en la que, al despertar de su sueño inducido por las drogas, descubrió el objetivo de Odran: beberse el poder de su hijo para aumentar el suyo. Después le habló de la guerra contra el dios oscuro y sus demonios y esclavos, y de todo lo que vino detrás, hasta llegar al secuestro de Breen cuando todavía era una niña.
Al final, Marco llegó a la conclusión de que el vino no era tan mala idea.
—Pero Breen es más poderosa que su padre, ¿verdad? También tiene a su madre, que es humana.
—Eres muy listo, Marco. Nuestra Breen es el puente entre los reinos de las hadas, los humanos y los dioses, hija de los tres, y se liberó de la jaula de cristal precisamente por lo que es, que es más incluso de lo que Odran pensaba. Más de lo que ella piensa, creo. Así que, después, Eian, como taoiseach, lideró la Batalla del Castillo Negro, destruyó la fortaleza de Odran, bloqueó todos y cada uno de los portales con su mundo e hizo todo lo que podía hacerse.
—Pero mi madre quería que eligiera entre nosotras o Talamh —añadió Breen—. ¿Cómo iba a hacerlo? Le dio la granja a los O’Broin, la familia de Keegan. Su padre había muerto en la batalla por protegerme. Era su mejor amigo. Estaba en Brujería, la banda, la de la foto que Tom Sweeney nos dio en el pub de Dublín, ¿te acuerdas?
—Ir allí era nuestro destino —respondió Marco mientras bebía otro trago de vino—. Está claro que debíamos conocer a Tom y escuchar la historia del encuentro de tus padres.
—Se querían. Creo que desde siempre. Como él la amaba, fueron a Filadelfia e intentó ser lo que ella deseaba y lo que su pueblo necesitaba.
—Todos esos viajes fuera de la ciudad no eran para tocar. Venía aquí, ¿no? —preguntó Marco.
—Sí, y ella lo sabía, claro, y eso aumentó su resentimiento. Se divorció de él, y creo que debió de decirle lo que me dijo a mí cuando regresé para contarle que sabía todo esto: que no quería esa «aberración» en su casa; así es como se refería a mis dones… y a mí, en realidad.
Marco alargó la mano para darle un apretón a la de Breen.
—Creía que me protegía —siguió ella—, se convenció de eso, pero, en el fondo, se protegía ella. El mundo debía ser como ella necesitaba verlo.
—Lo siento, Breen —le dijo Marco mientras le apretaba más