Ay, pecados

Fragmento

CRISTINA BAJO

CRISTINA BAJO nació en Córdoba, Argentina, en 1937. Educada entre la literatura, la historia y el arte, comenzó a escribir siendo niña, fue maestra rural, se casó, tuvo dos hijos, abrió una librería y siguió escribiendo. En 1995, Ediciones del Boulevard publicó Como vivido cien veces (primer tomo de la saga de los Osorio), que agotó varias reediciones; le siguieron En tiempos de Laura Osorio y Sierva de Dios, ama de la muerte. Recopiló leyendas para adolescentes (La señora de Ansenuza) y para niños (El guardián del último fuego, La madre del agua). En Sudamericana publicó Tú, que te escondes (relatos histórico-góticos), además de La trama del pasado, Territorio de penumbras y Esa lejana barbarie. El jardín de los venenos (antes Sierva de Dios…) se tradujo a cuatro idiomas. En 2008 lanzó Elogio de la cocina —memorias y recetas de su casa natal—, que obtuvo el Primer Premio de la Cámara Argentina de Publicaciones a los libros mejor impresos e ilustrados en Argentina. Recibió el Premio Literario Academia Argentina de Letras, el Jerónimo Luis de Cabrera, el Ricardo Rojas de la Ciudad de Buenos Aires y el Reconocimiento de la Facultad de Arquitectura (UNC). Es miembro de la Academia Argentina de Historia de la Gastronomía y Madrina de la Manzana Jesuítica. Sus trabajos son de Interés Provincial y diversas universidades sudamericanas y de los Estados Unidos estudian su obra. Ha sido seleccionada, entre otros, por la Real Academia Española para participar en el VIII Congreso Internacional de la Lengua Española celebrado en Córdoba en 2019. En la actualidad escribe nuevas historias, da cursos y colabora con distintos medios periodísticos.

La Niña Josefina siempre fue muy mandona, pero pienso que era necesario en aquellos años, con el patrón ya muerto y esos hermanos varones que no servían para nada.

Doña Sabina —que en paz descanse— solía decirme: “Felisa, la Ñata debió nacer macho; otra cosa hubiera sido esta casa”, hablaba ya en la vejez la señora, “si ella hubiera sido hombre y cabeza de familia”.

El tiempo le dio la razón. Miren, si no, lo que nos hizo José Ramón, vendiendo la quinta y llevándose de la casa grande los cuadros y los muebles para venderlos al anticuario cada vez que la Niña y yo nos ausentábamos.

Claro que a veces se pasaba de patrona ella, pero no por maldad, por más que alguna de las locas de sus primas lo diga. En realidad, ella siempre hacía lo que debía hacerse, y punto.

Como lo que pasó con el perro de su hermano, el Mecho que le decían sus tíos para burlarse, porque la señora tuvo la idea de ponerle Joaquín, pero lo arruinó agregándole de las Mercedes, pues era devota de la Virgen del General Belgrano.

Allá en el campo, el señorito tenía una jauría. La gente les tenía miedo a esos perros, porque él los había enseñado muy bravos. Y como le gustaban muchísimo los autos, les había puesto nombres como Jeep, Austin, Rover, Buick.

Ese hombre no respetaba nada; le daba lo mismo matar una vaca ajena pasada a sus campos, que a pumas, zorros y chanchos del monte. Siempre pensé que no le hubiera hecho ascos a cazar algún cristiano que lo molestara.

A mi ver, andaba de vago, como todos los hombres de esta familia. Acá, las fuertes son ellas, que más mandadas a hacer no he visto. Salvo la menor, Aurorita, que era como una pichoncita de buena.

Volviendo al Mecho, quería una barbaridad a uno de sus perros, el Austin; lo hacía dormir con él, y entonces una no podía llevarle ni el mate de la mañana, ni la carqueja de la noche a la cama, porque era un perrazo que de nada atacaba.

A veces él lo chumbaba para que nos mordiera —a las criadas, digo—, aunque también lo hacía con las hermanas y las visitas si se le daba la loca.

Pero fíjense, a mí, ese perro nunca me mordió; a la Juana sí, y la pobre se tragó el susto, el mal rato y la pata hinchada. Si me lo hubiera hecho a mí, mucho antes hubiese muerto el desgraciado: lo hubiera envenenado sin que nadie supiera cuál fue la mano que le paró las patas.

En fin, que después que Mecho se encerraba a dormir con el perrazo, nadie, pero nadie, podía pasar siquiera por delante de la puerta de su dormitorio.

Una vez que el señorito Octavio vino más enfermo que de costumbre —a Josefina no le gusta que digamos borracho—, se equivocó de puerta y el mastín casi lo mata. Por suerte atinó a mandarse el brazo para el cuello, y como era invierno, tenía puesto el saco y el sobretodo… pero así mismo, por poco lo descuartiza. ¡Qué susto, Virgen Santa!

Lo recuerdo porque eso pasó cuando apareció por el campo un pobre hombre, un polaco, decían, que había estado en la guerra y había quedado medio loco. Vaya a saber Dios cómo llegó a la Argentina, y menos aún cómo fue a dar a Despeñaderos. El infeliz no hablaba el idioma, pero quería conchabarse para trabajar de algo.

Mientras hablaba —ni jota le entendíamos— yo le miraba las manos y le dije a la señora que ese no era hombre de campo, sino de escritorio; pero doña Sabina, que era de tenerle lástima a cuanto necesitado llegaba a la estancia, lo mandó a ver qué podía hacer con el gallinero, donde José Ramón había metido, entre las pobres batarazas, unos gansos prepotentes y unas pollitas graciosas con cresta —creo que les decían martinetas— y andaban todas locas, peleándose y sacándose sangre y poniendo huevos en cualquier parte.

Eso me recuerda a la Niña Aurora, que era la encargada de recogerlos y que le tenía mucha paciencia al pobre infeliz que se nos había allegado.

Mientras ella les daba de comer el grano a la mañana y las sobras de la cocina a la tarde, conversaba con el polaco.

No sé cómo se habrán entendido, porque nunca escuché qué decían, de suavecita que tenía ella la voz. ¡Era tan tímida! La hija de la vejez de la señora; había nacido, pensaba yo al mirarla, con su pelito castaño claro, sus ojos suaves, su boquita siempre rosada, con las últimas fuerzas de doña Sabina.

O, pensaba otras veces, se la habrían cambiado en la Maternidad, porque fue la única que tuvo fuera de su casa.

El pobre polaco comenzó a entenderse con las gallinas; les hablaba bajito, las acariciaba, las alzaba. Separó los gansos y los dejó libres, para que gandulearan a gusto y asustaran a los extraños. Luego preparó un pequeño gallinero para las copetudas, así que las coloradas y las batarazas comenzaron a poner los huevos donde debían, y no en cualquier parte.

Las cosas parecía que iban bastante bien; doña Sabina nos mandaba darle buena comida al infeliz aquel, que una vez lavado, vestido con alguna ropa que había quedado del Lalo y recortada la barba y el pelo, no era ni tan viejo ni tan feo como nos pareció al principio. Era bien lindo, muy blanquito, pero de ojos oscuros y pelo rubión.

Una vez recogí un papel que le dio a Aurorita, y aunque no entendí nada de lo que decía —creo que era su nombre y apellido, por las mayúsculas— y aunque soy medio bruta, me di cuenta de que tenía muy buena letra: no me había equivocado, era hombre de escritorio, y me dije: “También de estudios”.

Pero cuando todo parecía andar mejor, empezaron a aparecer gallinas y conejos muertos, y todos le echamos la culpa al Austin. Andábamos pobres entonces, la seca nos tenía mal y la langosta había arruinado todos los sembrados, así que comíamos pollos, conejos y huevos.

Para peor, el Mecho le tomó ojeriza a la Aurorita y comenzó a tratarla mal, a no dejarla salir de la casa y a rigorearla por demás. La pobrecita lloraba por los rincones y para peor, la señora se había tenido que ausentar a Córdoba porque había muerto alguien de la familia. Y Josefina, que debió apañar a su hermana menor, no hizo nada: no era de tener paciencia con las lloronas.

Un día desapareció el polaco, y los peones comenzaron a decir que el tipo se había largado, a lo mejor por los líos con los perros, que mataban los animales que él cuidaba, o por el mal carácter del Mecho, que un día le había cruzado la cara al pobre de un rebencazo, cuando trató de quitarle al Buick un ganso de entre los dientes.

Así que Josefina, una mañana en que se levantó con la loca y encontró las tripas de los conejos desparramadas por todo el patio, decretó que su hermano tenía que matar al Austin.

Discutieron mucho, pero Josefina se impuso. Cómo estaríamos de pobres que no había ni una bala en el campo; tuvo que llevárselo lejos de la casa y ahorcarlo. Volvió muy mal el Niño —bueno, ya era un hombre, calculo que por los cuarenta andaba— y se encerró sin comer por varios días.

Una semana después llegó el comisario a hablar con José Ramón. Desde la galería notamos que algo malo pasaba, porque lo vimos llevarse la mano a la frente. Cuando entró para ponerse el saco y seguir al comisario, le dijo a Josefina:

—Parece que han encontrado al polaco por Las Hondonadas.

—¿Y qué hace ahí? —preguntó ella, medio burlona.

—Está muerto —dijo él secamente y mirándome a mí, me ordenó—: Decile a Joaquín que se levante, que tiene que venir con nosotros.

Y los dos se fueron con la policía, a caballo, hasta Las Hondonadas. Volvieron al anochecer.

—¿Qué pasó? —preguntó Josefina, en cuanto su hermano se bajó del caballo.

—Al pobre se lo comió un puma.

—Habrá que comprar balas para matar ese bicho —dijo la Niña—, no sea que se coma los potrillos y las terneras. —Y se fue para adentro de mal humor.

Luego Aurora, que hacía varios días andaba medio descompuesta, preguntó qué habían hecho con el cuerpo del polaco, y su hermano le dijo que era un indo… indocumentado, así que lo habían enterrado ahí nomás, en el campo.

Esa noche, muy tarde, temiendo haber dejado el fuego muy vivo en el fogón, me sorprendí al encontrarla en la cocina, con el rosario en la mano. Le dije que mejor se acostaba, y ella contestó con su vocecita que en cuanto terminara de rezar por las Almas del Purgatorio.

A la mañana siguiente, a pesar de la muerte del Austin, encontramos de vuelta conejos y gansos destripados, y el Mecho se enfureció con su hermana y comenzó a discutir con la Fina porque le había hecho matar al perro siendo que nunca había tocado ningún animal de la casa.

Resultó que el matrero era un perro cimarrón que se había cebado. Mecho mismo le puso una trampa y después lo mató a palos, de rabia. ¡Qué amargura tenía ese hombre! Le dijo de todo a Josefina.

Ella le contestó que si él pensaba que ella podía adivinar, más vale hubiera adivinado él, que era el interesado en que su perro viviera.

Nunca más se dirigieron la palabra. Cuando Mecho vino del campo, para el velorio de una de las tías, a pesar de que daba vergüenza verlo, tan mal vestido y con cara de loco del monte, ella se le acercó a abrazarlo, pero él le dio la espalda delante de todos. ¡Tan amigos que habían sido! Desde chicos delinquían juntos la Fina y el Mecho.

A pesar de que su cuñado trató de amigarlos, Mecho murió malamente, en el campo, sin querer siquiera oír el nombre de ella.

¿Por qué digo malamente? Porque lo pisó el tren. Ya para entonces bebía mucho y cada vez se volvía más huraño. Aurora lo esquivaba cuanto podía, pero él siempre se metía con ella.

La chica había estado mal unos años antes, casi se nos muere: doña Sabina la sacó del trance, pues era muy curandera la señora, pero Aurorita se volvió más callada, no dormía de noche, le tuvieron que dar pastillas y tomó la costumbre de quedarse horas sin salir de su pieza.

Y cada vez que podía, se iba a Alta Gracia a visitar a Blanca, que ya de vieja pudo tener un hijo y ella le ayudaba a cuidarlo.

Cuando hacía poco que había muerto su madre, una noche yo estaba preparando la carqueja para el Mecho, cuando se me apareció en la cocina y me pidió que le planchara la mantilla para ir al otro día a misa.

—Yo le llevo la taza a mi hermano —me dijo.

Al pasar con la mantilla para su pieza, la escuché hablar con él. Escuchar es un decir: su voz era un chorrito. La voz de él era más recia y alcancé a oír que le dijo algo como: “¿Y qué pensás hacer?”.

A mí me sonó a burla.

Me calenté una sopa y me quedé con los gatos, en la cocina, al lado del fuego pensando en muchas cosas.

Estaba un poco inquieta y ya me iba a la cama cuando se me aparece de nuevo la Aurorita y se queda parada en la puerta, dura como una estaca.

La noté rara y me atreví a mirarla a los ojos. Parecía con fiebre, y estaba muy pálida y respiraba fuerte. Y entonces me dijo que me necesitaba, que tenía que ayudarla. Y me dijo para qué me necesitaba. Y por qué había hecho lo que había hecho, e iba hacer lo que íbamos a hacer.

¿Cómo podía decirle que no? Yo también tengo un secreto bien guardado, pero tuve la suerte de no necesitar ayuda de nadie.

Me saqué el delantal, fui por la carretilla al cobertizo y cuando volví a la cocina, la Aurora estaba encendiendo un farol.

—Mejor no —le dije—. En un ratito podremos ver en la oscuridad.

—¿Y los perros? —dijo ella. Temblaba entera.

—Los encerré en el galpón; van a ladrar, pero no hay quien los escuche. Es sábado, los peones se fueron al pueblo.

No querría volver a hacer lo que hicimos, pero debía hacerse. Muchos años me pregunté cómo pudo, y me dije que debió juntar aquellas pastillas para dormir y las puso en la carqueja que, con lo amargo, disimuló el sabor.

Volvimos transpiradas, enfermas de miedo. Nos quedamos rezando los tres misterios del rosario en el altarcito que fuera de su madre hasta que oímos pasar el tren del alba.

A media mañana vino el comisario a avisarnos que el tren se había llevado por delante al señorito Joaquín. Le dije que yo iría a reconocerlo, para que la Niña no pasara un mal rato; y a él le pareció bien: todos querían a la Niña Chica, siempre con la mano extendida para ayudar o dar.

Cuando salí de la comisaría, me fui a misa. El viejo auto descapotado, que a veces usaban las gallinas para dormir, estaba afuera de la iglesia y al entrar nomás, distinguí los zapatitos de Aurora saliendo del confesionario.

Decidí que no iba confesarme ese día, y que mejor lo hacía en otra parroquia, o mejor todavía, en Córdoba.

Esperé que la Niña se hiciera la señal de la cruz, y la dejé salir a la plaza antes de seguirla. El cura abrió la puertita del confesionario y se quedó mirándole la espalda, pálido y con la boca abierta.

Entonces me levanté y la seguí. Ella estaba poniendo en marcha el auto. Me senté a su lado y volvimos a la estancia.

El lunes la Niña fue al almacén de Ramos Generales y se compró dos cajas de balas. Esa tarde ella misma mató a todos los perros de su hermano.

—Son un peligro —me dijo—. Les gusta matar gente.

Solo nos quedamos con los de casa, que eran buenazos y solamente servían para ladrar.

Creo que durmió casi un día entero, y yo tuve que darles de comer a las gallinas, a los gansos y a las martinetas; incluso, a la tarde, encerrar las cabras.

Cuando la vi aparecer en la galería de la cocina, donde me entretenía en desgranar el maní, el corazón me dio un vuelco de alegría. Era otra persona, más adulta, ya no parecía débil, tenía el rostro sonrojado y los ojos brillantes.

Se sentó a mi lado, se sirvió un mate, ya helado, pero lo tomó con gusto. Luego se puso a ayudarme con el maní y me dijo:

—Más luego me ayudas a hacer las valijas.

—¿Se vuelve a Córdoba? —pregunté, aunque creo que ya sabía la respuesta.

—No, me iré a Alta Gracia, a vivir con Blanca y el niño.

—Hace muy bien —dije, y ella me sonrió como si yo fuera el sol en un día nublado.

Porque, cualquiera sabe, que es deseable que una madre vea crecer a su hijito.

GLORIA V. CASAÑAS

GLORIA V. CASAÑAs es abogada y docente en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, en la cátedra de Historia del Derecho Argentino. Estudió Antropología en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y cursa la carrera de Intérprete Naturalista en la EAN, con sede en la Asociación Aves Argentinas de la ciudad de Buenos Aires. Enseñar y escribir son dos pasiones que la acompañan desde siempre, pero recién dio a conocer su obra literaria en 2008, cuando publicó En alas de la seducción, una novela patagónica que tuvo muy buena acogida entre el público. Luego vinieron La maestra de la laguna (2010), un best seller que narra la epopeya de las maestras que Domingo Faustino Sarmiento trajo a la Argentina, enlazando la ficción con datos históricos reales y que dio inicio a la serie histórica de la autora, llevándola a dictar clases semestrales en Massachusetts; Y porã (2011), ambientada durante la Guerra de la Triple Alianza y ganadora del Premio del Lector 2012 que otorgó la Feria del Libro de Buenos Aires; El ángel roto (2012), una novela del tiempo de Nicolás Avellaneda, y La canción del mar (2013), que revela el nacimiento y esplendor de Mar del Plata como destino veraniego de los argentinos. Por el sendero de las lágrimas (2014) y La salvaje de Boston (2016) nos llevan de la mano de personajes que viven en diferentes culturas, aunque siempre ligados a lo más íntimo de la condición humana, donde el lector puede reconocerse y sentirse parte de la trama. La tríada compuesta por Noche de Luna Larga, Luna Quebrada y Sombras en la Luna fue un suceso a lo largo de tres Navidades consecutivas. La mirada del puma (2018) es su segunda novela patagónica y un clásico entre los lectores. En 2019 publicó En el huerto de las Mujercitas en homenaje a Louisa May Alcott, después de dos viajes a Concord, lugar donde vivió la icónica escritora. Y en 2021, Corazón de Amazonita, tercera novela de la serie contemporánea, que transcurre en plena selva paranaense, en las cataratas del Iguazú. Todos sus libros se convirtieron rápidamente en éxitos de venta. A partir de 2017, la autora colabora semanalmente con la columna “Historias de otro tiempo” del diario La Nación, con cuentos históricos, un género que siempre cultivó. Gloria V. Casañas se ha convertido en una referente de la novela romántica en América Latina, y actualmente lleva vendidos más de 500.000 ejemplares de sus obras.

Mi estimada señorita:

Me ha pedido usted que le refiera esta historia que me quema dentro del pecho. Por capricho de su juventud, quizá, y no me puedo rehusar.

Soy un viejo, y mis penas me pesan tanto como los años, tal vez más.

Lo que voy a contarle en estas cuartillas no es un secreto para algunas personas, aunque sí lo es para mi familia. Por ello, mi estimada, le ruego que sea discreta con estos papeles cuando los reciba.

He sido un tonto muchas veces, pero nunca tanto como cuando rechacé el amor que llamó a mi puerta. Un hombre se completa cuando se refleja en los ojos de una mujer, y eso es algo que supe a fuerza de equivocarme y de ser un tonto, como le digo.

Aprenda algo de esta historia, que en todo caso será lo que justifique que salga del armario de mis recuerdos. Me asiste la edad para decirle estas cosas como si fuera un padre o un abuelo. Yo tendría unos veintitantos años cuando ocurrió.

El doctor Alsina estaba construyendo su famosa zanja, que, pese a la andanada de críticas que obtuvo, cumplió su cometido de estorbarle el paso al indio. Había que ser muy bicho para encontrar una brecha y traspasarla, porque los fortines estaban a una legua nomás, y el tape que caía preso debía cantar de lo lindo para decir dónde estaba el resto del malón.

Mire si seguiré siendo zonzo, que la aburro y hasta molesto con estas descripciones de la vida de frontera, pero es que así fue toda mi existencia, y me cuesta desprenderme de los recuerdos. El caso es que teníamos la zanja a nuestro favor, aunque todavía no ganábamos la guerra. Sarmiento decía: “Pretender que el indio no la cruce es como pretender que no la cruce el viento”.

Pincén era nuestro enemigo. ¡Qué hombre aquel! Le teníamos respeto, sí señor, porque el coraje en el desierto es lo único que se tiene. No hay nada más: ni ropa, ni comida decente, ni comodidades, ni otra cosa que no sea pampa y cielo para galopar a gusto, si es que no se recibe un chuzazo en el intento.

Ya me estoy perdiendo otra vez. Mi cabeza no da para vivir el presente, se queda en el pasado, donde una vez pude ser feliz y no lo supe ver.

Le decía que Pincén era nuestro problema. El cacique combatía con sus lanceros formando una v como las aves, para que no los mataran a todos juntos, así iban eludiendo las balas mientras avanzaban. Viento en contra, para no denunciarse antes de tiempo. Pícaro el indio.

Su fama crecía de boca en boca. ¡Hasta los Anales de la Sociedad Rural lo mencionaban!

Debo reconocer que le tenía admiración. En los fogones se narraban hechos formidables, y no faltaba el soldado fabulador que le inventaba alguna hechicería como las que se mentaban de Calfucurá, que era adivino y qué sé yo cuántas cosas más.

Ahí aprendí que los indios, además de enviar bomberos para espiar, leían los diarios de Buenos Aires para enterarse de los preparativos del huinca. Así fue como supo Pincén de nuestra ofensiva, y como vine a caer en las redes de mi destino.

¡Malhaya la suerte del pobre soldado!

Estábamos a las órdenes del Toro Villegas. Si yo admiraba a Pincén en secreto, al Toro lo veneraba en público. Era un machazo, si me perdona la expresión. Ese apodo de “Toro” se lo puso el propio Pincén, en honor a su bravura. El indio también respeta el coraje.

Andábamos todos medio envalentonados porque las tribus habían sufrido algunos reveses, y porque teníamos el rémington que nos daba mucha ventaja. Antes, con el fusil de un solo tiro, el indio sabía que se precisaba un tiempo después de la descarga y lo tenía calculado para irse al humo en ese momento.

Nosotros nos encontrábamos en Trenque Lauquen cuando nos avisaron que se venía algo gordo del lado derecho de la línea de defensa. Habían visto al ejército de Pincén florearse ante el fortín del Batallón 2. Y cuando el indio se florea así, delante mismo de la tropa, es porque la tiene jurada.

Arribamos cuando ya había tenido lugar la primera carga del malón. No voy a describirle la escena de heridos y de muerte que nos aguardaba porque sería impropio de un caballero, pero sí decirle que se me subió el corazón a la garganta al ver tanta sangre desperdigada.

Villegas montó en cólera al saber que los indios se habían retirado victoriosos, pues el Batallón 2 se tenía en alta estima.

Usted me dirá qué tiene que ver todo esto con mi historia, y he aquí que la furia del Toro marcó mi suerte. Enojado como nunca lo vi, insultando a diestra y siniestra, nuestro coronel organizó ahí nomás una partida en persecución de la indiada.

Bien dicen que la ira es mala consejera, y que hay que airearse antes de actuar.

Yo formé parte de la pequeña escolta que se lanzó al desierto con ciega determinación.

Tal vez era lo que Pincén esperaba, no lo sé. Lo cierto es que le devolvió al Toro la jugarreta con la que solía hacerle caer en una trampa: lo hizo salir de la madriguera para ponerlo a su merced y echársele encima.

¡Madre mía, qué celada! Perseguíamos como chorlitos al grupo que teníamos delante, sin apercibirnos del que dejábamos atrás del médano, unos doscientos lanceros.

Tarde piaste, diría mi viejo compadre. Esquivamos bolazos y lanzazos como pudimos, mientras virábamos en dirección contraria. Dos de mis camaradas cayeron en la arena, y los demás huíamos a todo galope en pos de Villegas, que disparaba su revólver como poseído. Fue cuando un tape boleó a mi pobre patrio, haciéndolo rodar en el polvo.

Ahí encomendé mi alma al Señor. Vi las caras de los indios tapándome el sol, y pude sentir las chuzas en mi cuerpo una y otra vez, hasta que una voz fuerte y clara gritó:

—¡Déjenlo! Es un cristiano.

¡Como si eso los fuera a detener! Sin embargo así ocurrió, y unos brazos me arrastraron hacia la grupa de otro caballo, me arrojaron boca abajo y me llevaron, saltimbanqueando, hasta la toldería donde se refugiaban.

Llegué creyéndome muerto. Me bajaron a los trompicones y me empujaron al interior de un toldo sin que supiese todavía a quién debía la vida que empezaría a vivir a partir de ese momento. Recién al atardecer, en medio de la gritería de los teros, llegó mi primera visita.

Nunca como entonces creí hallarme en el cielo.

La que me traía un tazón de caldo grasoso en sus manos finas y temblorosas era la muchacha más linda que jamás vi. Rubia como las barbas del choclo, la frente despejada y los ojos claros, de ese color que toman las lagunas al amanecer, medio platinado.

—¿Qué hacés acá? —recuerdo que le dije, desconcertado por su aspecto en medio de las indias greñudas.

—No hables —me respondió con una voz dulce pero firme—. Yo soy la esposa de

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