Siempre estuve ahí

Oliver Nash

Fragmento

1
A veces las cosas empiezan cuando menos lo esperás

El ruido del agua me da paz, es una de las pocas cosas que me permiten desconectarme de todo, de todos. No escuchar nada más. Solo el agua y yo. Ese día bajaba desde lo profundo de las sierras, helada y caudalosa como después de cada tormenta, pero hacía tanto calor que ni siquiera me importó. Llené mi gorro hasta rebalsar y me lo tiré en la cabeza. Delante de mí estaba la playa, con esa arena brillante formada por minúsculas piedras desgastadas por el paso del tiempo, típica de las sierras cordobesas. El río venía de lejos, era ancho y fuerte, estaba rodeado por árboles verdes y arbustos secos y recorría las rocas formando pequeñas cascadas hasta chocarse con la orilla y con mis pies. Mi mayor placer siempre fue llegar a esa época del año y poder olvidarme de todo. Hasta incluso dejar ir por un rato a mi reflejo, que por suerte se perdía en esa corriente cristalina, río abajo.

Estaba concentrado leyendo el diario mientras escuchaba a la gente en el río, un cuarteto a lo lejos, a unas chicas hablar sobre lo que habían hecho la noche anterior y a una familia discutir sobre el partido del fin de semana. Me hubiese gustado estar metido en el agua y disfrutar como los demás. A veces lo hacía, pero estar en bikini frente a tanta gente me ponía incómodo. No entendía del todo por qué. Lo único que sabía era que no me veía de manera femenina como las chicas que estaban ahí. Era como estar queriendo hacer algo que no iba conmigo. Me parecía que las estaba imitando, aunque no tuviera sentido, porque yo era una más. Intentaba esquivar esa situación de todas las formas posibles. En general me sacaba la remera recién una vez al lado del agua (o ya adentro), con mucho cuidado y de espaldas a la gente. Me sentía observado, aunque nadie me mirara. Me paraba torcido, como si llevara en mi pecho una carga muy pesada. Los hombros estaban lo más adelante posible y la espalda siempre curva, escondiéndome para que nada se notase. Me daban vergüenza mis tetas, como si no fueran algo mío, como si estorbaran, como si no debieran estar ahí. Nunca encajaba al lado de las chicas que se mostraban plenas y espléndidas siendo ellas, siendo chicas, incluso aunque no estuvieran del todo cómodas con su cuerpo. Se veían como se suponía que debía verse una chica. En cambio yo, cuando me miraba, no entendía qué veía. Pensé que a todas les molestaban sus tetas, solo que otras ya se habían acostumbrado a llevarlas. Incluso muchas deseaban tenerlas más grandes, algo que me parecía increíble porque yo soñaba con que fueran invisibles. El problema seguro era mío, por eso quedaba fuera de lugar y desentonaba al lado de la mayoría. Encima, el paso del tiempo, en vez de lograr que me acostumbrara, me iba haciendo peor y mis intentos de ser una más no funcionaban. Cada vez era más diferente.

Fui directo al suplemento deportivo para ver los resultados de la fecha del fin de semana. Siempre fui fanático del fútbol y ahora tenía un trabajo en la televisión, más precisamente una pasantía en un canal de deportes a nivel nacional en el que mi tarea era ver partidos de fútbol sin parar, horas y horas frente a una pantalla, quemándome los ojos. Había inundado mi vida de trabajo porque me gustaba y, en teoría, era lo que había soñado siempre, y porque, no podía engañarme, me servía para desbordar mi tiempo y no pensar en nada más de lo que sentía. Ese día, en las sierras de Córdoba, a la orilla de ese río, todo estaba radiante y a pesar de eso siempre había una nube oscura acechándome, que se iba acercando cada vez más. Mi vida era una constante calma llena de la tensión que antecede una tormenta.

El agua seguía fluyendo mientras miraba el celular para distraerme y no pensar. No lo usaba mucho, y menos en mis vacaciones. Tenía Facebook por los grupos de la universidad, pero no me gustaban las redes sociales. Ni siquiera subía fotos porque me ponía incómodo tener que postear algo sobre mí. Tampoco compartía mi cara en internet: solo era un avatar virtual al que nadie conocía y nadie veía, y al que esperaba que todos olvidaran. No quería que se notara mi existencia y de alguna manera, sin siquiera darme cuenta, tampoco quería dejar registros de mi vida. Pasando entre las publicaciones, hubo una que me llamó la atención. Una chica a la que apenas conocía compartió que había encontrado “la carrera de sus sueños”, así que entré, de curioso, para ver de qué se trataba. Era una nota en un diario sobre una nueva carrera en la Universidad Nacional de las Artes: Licenciatura en Artes de la Escritura. Me ilusioné y, por un momento, pensé que podía ser escritor. Siempre me gustó escribir y hacía unos meses me había recibido de periodista deportivo. Aunque, quizás, era un gusto generado solo para aferrarme a algo que me diera ganas de vivir.

Eran los últimos meses del contrato de la pasantía en el canal de deportes y sentía una gran incertidumbre. ¿De qué iba a trabajar y cómo iba a subsistir? Y aunque ser productor y periodista era “el trabajo de mis sueños”, también se había convertido en el de mis pesadillas: me pagaban poco y el ambiente era demasiado machista, homófobo y cerrado, como casi todos los ambientes deportivos. No era una novedad para mí, aunque lo había subestimado. Me aguantaba siempre “chistes” discriminatorios como si fueran graciosos, para intentar ser parte, para lograr que me contrataran. Los ignoraba o me reía con ellos porque si les contestaba, después me hacían el vacío. En ese entonces era la “única mujer” en esas producciones, que encima de todo se veía masculina, rodeada solamente de hombres cis heteros. Si hay algo que no aguanta un periodista deportivo promedio es que una mujer sepa más que él. Y menos aún, que sea una mujer masculina. Deben sentir que les compiten en esa masculinidad y se la ponen en juego. Nunca hay lugar para nadie que no sea igual a ellos. A pesar de mis ganas de trabajar de eso, tuve que dejar de lado mis sueños y ser realista. Era un ambiente expulsivo, no solo por mujer, sino por la forma en que me veía y expresaba, por mi masculinidad. Siempre creí que ser una persona masculina me iba acercar a los hombres, pero, al contrario, me alejó mucho más, porque justamente no me veían como uno de ellos. Había gente que me respetaba e intentaba incluirme, pero eran la excepción. Ese mundo estaba dominado por los otros y yo ya no tenía fuerzas para seguir peleando. Ellos no me veían “linda y consumible” ni tampoco como un igual. Deseché las últimas ilusiones que me había hecho sobre esa profesión y seguí otro camino, por lo menos hasta saber qué hacer.

Luego de unas semanas en las sierras de Córdoba, volví a Buenos Aires, y me anoté en Artes de la Escritura en cuanto abrieron la inscripción. No me quería quedar sin lugar. No sé si deseaba ser escritor. De lo que estaba seguro era de que mi único objetivo no iba a ser estudiar: quería ver si podía disfrutar algo, lo que sea, de nuevo. Las clases empezaban en marzo y todavía faltaba un mes. Los que nos anotamos estábamos tan entusiasmados que hicimos un grupo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos