El Corsario Negro (Colección Alfaguara Clásicos)

Emilio Salgari

Fragmento

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Una recia voz, que tenía una especie de vibración metálica, se alzó del mar y resonó en las tinieblas lanzando estas amenazadoras palabras:

—¡Eh, los de la canoa! ¡Deteneos si no queréis que os eche a pique!

La pequeña embarcación, tripulada solo por dos hombres, avanzaba trabajosamente sobre las olas color de tinta. Sin duda huía del alto acantilado que se delineaba confusamente sobre la línea del horizonte, como si temiese un gran peligro de aquella parte; pero, ante aquel grito conminatorio, se había detenido de manera brusca. Los dos marineros recogieron los remos y se pusieron en pie al mismo tiempo, inquietos, y fijando sus ojos sobre una gran sombra que parecía haber emergido súbitamente de las aguas.

Ambos hombres contarían alrededor de cuarenta años, y sus facciones rectas y angulosas se acentuaban aún más con unas espesas e hirsutas barbas que seguramente no habían conocido nunca el uso de un peine o de un cepillo.

Llevaban calados amplios sombreros de fieltro, agujereados por todas partes y con las alas hechas jirones, y sus robustos pechos quedaban apenas cubiertos por unas camisas de franela, desgarradas, descoloridas y sin mangas, que iban ceñidas a sus cinturas con unas fajas rojas reducidas igualmente a un estado miserable y que sujetaban sendos pares de aquellas grandes y pesadas pistolas que se usaban a finales del siglo dieciséis. También sus cortos calzones aparecían destrozados, y las desnudas piernas y los descalzos pies estaban completamente rebozados en un barro negruzco.

Aquellos dos hombres, a los que cualquiera habría podido tomar por dos evadidos de alguna de las penitenciarías del golfo de México si en aquel tiempo ya hubieran existido los penales de las Guayanas, al ver aquella sombra que se destacaba sobre el tenebroso azul del horizonte entre el centelleo de las estrellas, se miraron con gran inquietud.

—Mira, Carmaux —dijo el que parecía más joven—. Fíjate bien, tú que tienes mejor vista. Hemos de saber inmediatamente qué es lo que tenemos ahí delante. Es cuestión de vida o muerte.

—Es un barco, y aunque no está a más de tres tiros de pistola, no podría decirte si viene de La Tortuga o de las colonias españolas.

—¿Serán amigos…? ¡Hum! ¡Atreverse a venir hasta aquí, al alcance de los cañones de los fuertes y corriendo el peligro de encontrarse con alguna poderosa escuadra de las que escoltan a los galeones cargados de oro!

—Quienesquiera que sean, ya nos han visto, Wan Stiller, y puedes estar seguro de que no nos dejarán escapar. Si lo intentásemos no tardarían en mandarnos a hacer compañía a Belcebú con una buena ración de metralla en el cuerpo.

La misma voz, sonora y potente, volvió a resonar en la oscuridad y su eco fue apagándose sobre las aguas del gran golfo.

—¿Quién vive?

—¡El diablo! —masculló el llamado Wan Stiller.

El otro marinero se subió en uno de los bancos de la canoa y a su vez gritó con todas sus fuerzas:

—¿Quién es ese tipo tan audaz que quiere saber de dónde venimos? Si tanto le quema la curiosidad, que venga aquí. Nosotros se la calmaremos a fuerza de plomo.

Aquel desafío, en lugar de irritar al hombre que les interrogaba desde la cubierta del velero, pareció divertirle, porque contestó:

—¡Venid a dar un abrazo a los Hermanos de la Costa!

Los dos hombres de la canoa lanzaron un grito de alegría.

—¡Los Hermanos de la Costa! —exclamaron.

Luego, Carmaux añadió:

—¡Que el mar me engulla si no conozco la voz que nos ha hecho tan amable invitación!

—¿Quién crees que sea? —preguntó Wan Stiller, que había vuelto a tomar el remo y lo movía con gran brío.

—Solo uno entre los valerosos hombres de La Tortuga puede atreverse a llegar hasta los fuertes españoles.

—¡Por mil demonios! ¿De quién estás hablando?

—Del Corsario Negro.

—¡Truenos de Hamburgo! ¡El mismísimo Corsario Negro!

—Sí, y tenemos tristes noticias para ese audaz marino —murmuró Carmaux suspirando—. ¡Su hermano ha muerto!

—¡Y quizá él esperaba llegar a tiempo para rescatarle vivo de las manos de los españoles! ¿No crees, amigo?

—Sí, Wan Stiller.

—¡Es el segundo que le ahorcan!

—El segundo, sí. ¡Dos hermanos, y los dos colgando de la misma horca infame!

—¡Serán vengados, Carmaux!

—El Corsario Negro les vengará. Y nosotros estaremos con él. El día en que vea estrangular a ese maldito gobernador de Maracaibo será el más feliz de mi vida. Ese día venderé hasta las dos esmeraldas que llevo cosidas en los calzones y con el dinero que obtenga, que seguramente serán más de mil pesos, lo celebraremos en un gran banquete con nuestros camaradas.

—Ahí está el barco. ¡Lo que suponía! ¡Es el del Corsario Negro!

El barco, que poco antes apenas podía distinguirse en la oscuridad, no estaba ya a más de medio cable de la canoa.

Era uno de aquellos veloces veleros usados por los filibusteros de La Tortuga para dar caza a los grandes galeones españoles que llevaban a Europa los tesoros de América Central, de México y de las regiones ecuatoriales.

Magníficos navíos, de alta arboladura, que sacaban el máximo provecho hasta de las más suaves brisas. Su proa y su popa eran altísimas, como en la mayor parte de los barcos de aquella época, y estaban formidablemente armados.

Doce piezas de artillería, doce espléndidas carronadas, mostraban sus amenazadoras bocachas a babor y a estribor, y en el alto alcázar estaban emplazados dos grandes cañones de caza, sin duda destinados a destrozar a golpes de metralla los puentes de los navíos enemigos.

El buque corsario se había puesto al pairo y esperaba la llegada de la canoa. A la luz del fanal de proa se distinguían diez o doce hombres armados con mosquetes y que parecían dispuestos a abrir fuego a la más leve sospecha.

Al llegar al costado del velero, los dos marineros cogieron un cabo que les fue echado desde cubierta con una escala de cuerda, retiraron los remos, aseguraron la canoa y treparon hasta la borda con sorprendente agilidad.

Una vez en el barco, dos de los hombres armados les apuntaron con sus mosquetes mientras un tercero se acercaba hasta ellos con un farol en la mano.

—¿Quiénes sois?

—¡Por Belcebú, señor! —exclamó Carmaux—. ¿No os acordáis de los amigos?

—¡Que un tiburón me devore si este no es el vasco Carmaux! —gritó el hombre del farol—. En La Tortuga se te creía muerto. ¡Rayos! ¡Otro resucitado! ¿No eres tú el hamburgués Wan Stiller?

—En carne y hueso —repuso este.

—De modo que también has conseguido escapar de la soga…

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—La muerte me ha rechazado. Además, creo que es mejor seguir con vida unos años más.

—¿Y vuestro capitán?

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