Capítulo 1
Existe una palabra en noruego, gjensynsglede, que significa la alegría de encontrarse con alguien a quien no habías visto hace mucho tiempo. Ese alguien, en ocasiones, somos nosotros mismos. Vamos por la vida dejando a cada paso un poco de nuestra esencia hasta que no queda nada, hasta desdibujarnos como lo hacen las huellas que se dejan en la orilla. Y después, cuando pretendemos encontrarnos, volver atrás, no siempre hallamos la forma.
No me di cuenta de lo perdida que estaba hasta que no contemplé aquel último atardecer en Finisterre. Después de tantos días lejos de todo, fui consciente de que, aunque tenía un destino en la vida, no tenía un rumbo. Había olvidado la ilusión por muchas cosas, dejándome arrastrar de un lado a otro. Poniendo un pedazo de mí en cada lugar en el que se me requería. Un poco de Cristina en España; otro en Noruega. Un poco en mis estudios; otro en la empresa. Un poco en Jairo, otro... en ninguna parte. Porque a él tendría que habérselo dado todo, pero esas idas y venidas nunca me dieron la oportunidad plena de hacerlo. Jairo y yo, en el fondo, habíamos jugado a tener una relación más que tenido una. Aunque lo quisiera con toda mi alma, esa era la realidad.
El asunto de la diferencia de edad fue lo de menos. Él nunca fue un chico corriente. Sabía estar a mi lado en los momentos de madurez y hacerme reír como una niña si lo necesitaba. Me habría gustado que lo nuestro fuera para siempre. Oírlo hablar mal el noruego el resto de mi vida. Despertarme con su olor a naranja y café; dormirme acunada por su voz cuando cantaba. Pero si había algo que me importaba más que nuestra relación amorosa era la de amistad. Por ello, la decisión de tomar caminos separados no fue tan complicada. Eso no quería decir que no le llorase un río. Que no lo extrañase. Que no me costase, durante un tiempo, no ver su sonrisa reflejada en todos los espejos. Porque Jairo dejaba huella por donde pasaba.
A pesar de ello, me parecía bonito poder sonreír al pensar en lo que tuvimos, porque siempre habría una parte de él en mí; una parte de mí en él. Y una amistad que perduraría.
Después de casi dos años desde nuestra ruptura, su vida y la mía estaban tomando el cauce que les correspondía. Él, con todas esas giras para el musical. Yo, rodeada de libros. Los dos donde siempre habíamos querido estar. Solo que él ya se había encontrado y yo todavía estaba en ello.
No obstante, me sentía cerca. Mi gjensynsglede particular, antes un eco lejano, era ahora un susurro. Tenue, pero más próximo. Sabía que llegaría, que estaba en el camino correcto.
Málaga me estaba ayudando. La ciudad tenía algo de terapéutica. A ratos había en ella un sabor a la antigua y la veía como una especie de abuela muy española, de esas de mesas camilla; de las que te cuentan sus historias mientras van tejiendo otras. A ratos era una especie de sueño sin proyectar. Siempre con ganas de más. Con ideas nuevas. Era difícil ser Málaga, a medio camino entre lo viejo y lo nuevo. Los malagueños peleaban mucho por ese asunto. El turismo masivo, los edificios modernos... Y la abuela, entretanto, haciendo croquetas. O mejor dicho, espetos. Los espetos se habían convertido en parte esencial de mi existencia. Eran mi cita de fin de semana. Mi pareja más estable.
A los pocos días de vivir en ella ya me sentía una malagueña más. Jugaba con la ventaja de parecer guiri, pero sin serlo del todo. Así que me querían mucho por lo primero, por ser la que viene de fuera, y también por lo segundo, porque ya había un pedazo de su país en mí. La gente de Málaga ha sido siempre muy acogedora. Y muchos viajeros que estaban de paso acabaron por hacerla su hogar. De las primeras anécdotas que me contaron fue el origen de algunas palabras en las que los extranjeros tenían que ver, como «aliquindoi» o «merdellón». El responsable de que llenase mi vocabulario de palabras malagueñas fue Guille, mi compañero de trabajo, al que pronto pasé a llamar «mejor amigo». Tenía solo veintiún años y algunas ocurrencias que me recordaban a Jairo, así como su gusto por bailar y cantar. Entró como becario, pero al final se quedó. Era muy trabajador.
A poco de conocernos, me dijo:
—En verdad mi nombre es Guillermo Jesús, pero no me llames así, que no me gusta. Me hace parecer del siglo pasado. Llámame «Guille», que me da un aire más moderno.
—A mí me gusta Guillermo Jesús, creo que tiene mucha solera.
—Solera... —Se rio—. Mira la guiri, lo rápido que aprende.
Tenía una risa muy contagiosa, y me reí también.
—Que solo soy medio guiri.
—Si tuviera que aprender noruego, menudo espectáculo. Es hablando inglés y parece que voy invocando demonios.
—No es tan difícil.
—A ver, dime una palabra en noruego. Algo sencillito.
—Hei.
—Chiquilla, sencillito, no nivel guardería.
—Hvordan går det?[1] —dije tras reírme.
—Eso va a significar... —Miró al techo, pensativo—. Que tienes ganas de comer unos churritos.
—Los churros engordan mucho.
—Los malagueños no. Bueno, algunos te engordan de nueve meses. Ten cuidao.
Desde ese momento, supe que con Guille nunca me faltarían risas ni buenos momentos. Me llevó a Casa Aranda, una churrería que nos quedaba cerca del trabajo, en el centro, y desde entonces no faltábamos a desayunar.
Por eso, aquel día, mientras estaba enterrada en papeles que firmar, asomó por la puerta del despacho con la precisión de un reloj suizo, y tan bien arreglado con una de sus americanas, para recordarme que nos tocaba salir a desayunar.
—Vamos, que nos esperan los tejeringos y ya los oigo llorar por nuestra ausencia.
En Málaga tenían un tipo de churro al que llamaban así. Eran los que más nos gustaban.
—¿Ya es la hora? Se me está pasando la mañana volá.
—La mañana... Si solo son las diez y media.
—Llevo aquí desde las seis. ¿No te has enterado del problema de goteras que tenemos?
—Algo he oído. Es que este edificio es muy bonito, pero tiene sus añitos. Yo creo que hay hasta fantasmas.
—El de Canterville, para empezar. Es una biblioteca, claro que hay fantasmas. En un montón de títulos.
Era, mayormente, una biblioteca académica especializada en el estudio de las Humanidades y las Artes, y un centro de investigación. La tercera que la fundación para la que trabajaba abría en España, pero en esta además habían incorporado nuevos intereses, como la difusión de la literatura de género.
—No, Cristina. —Miró a un lado y al otro, con gesto misterioso, y se acercó a la mesa—. Fantasmas de verdad. Y no te estoy hablando del conserje, que es muy de contar batallitas. —Tuvieron un lío de una noche, que acabó en desastre, y desde entonces no se miraban bien—. Me refiero a fantasmas de los del Cuarto milenio.
Guille estaba muy enganchado a ese programa.
—Tú sabes que yo me quedo aquí sola muchas veces, ¿no?
—Pues ojito. Pon una vela a algún santo. De este sitio se cuentan historias truculentas.
—Como la de la noruega que mató al malagueño. —Intercambiamos un gesto burlón—. Yo no he visto nunca nada raro.
—Serás la única. ¿Nos vamos o qué?
—Sí, vámonos —rezongué—, porque está claro que te hace falta un poquito de azúcar para el cerebro.
El día estaba soleado, como casi todos, salvo cuando le daba por llover. Cuando los cielos de Málaga decían «aquí estoy» era un no parar. En el tiempo que llevaba allí, había vivido varias inundaciones. Una de ellas me tuvo incomunicada en casa: las calles parecían canales.
Caminamos hacia Casa Aranda, disfrutando de la mañana. Era primeros de febrero, pero era uno de esos días invernales de calor, así que las calles estaban llenas de gente que paseaba sin sus abrigos. Malagueños y foráneos, cada uno en sus asuntos.
Como de costumbre, la churrería estaba a rebosar, pero pudimos coger una mesita. El edificio donde se emplazaba, de los que conservaban su pátina de antaño, hacía esquina. Una parte daba a una calle más ancha; la otra, la que más me gustaba, a una estrecha en la que apenas cabían las mesas redondas del local, pegadas a la pared, y el espacio para los peatones. Guille y yo nos sentábamos allí fuera, y, como si estuviéramos en un café parisino, encarábamos la silla hacia la calle y observábamos a la gente pasar mientras hablábamos, entre churro y churro, mezclando nuestras palabras con las del resto de conversaciones que hacían al lugar un tanto bullicioso.
—¿Qué vas a hacer este fin de semana? —me preguntó, cuando ya nos habían servido.
—Seguir con la pintura. —Le di un sorbo al chocolate. Me encantaba darle ese primer tiento cuando aún estaba muy caliente—. Ya sabes que lo tengo todo a medias.
—No sabes parar, eh. Como no tienes bastante con el trabajo, te da por redecorar la casa.
—Cuando estoy inquieta me ayuda mover muebles.
—Y vaciar el Ikea. A ti lo que te hace falta es un churro malagueño, y no de estos. De los de...
—Ya, ya —lo detuve a tiempo de decir una burrada—, me queda claro.
—Pues eso. —Se lo llevó a la boca y lo mordió con ganas—. Este finde hay fiesta en La Comedia, vente. Mi primo el guapo se apunta, y desde que te vio en mi cumpleaños no para de preguntarme por ti.
—Siempre quieres hacer de celestina, y como mi soltería indica, te sale mal.
Le metió un bocado al churro y negó con la cabeza.
—No hablaré si no es en presencia de mi abogado.
—Voy porque me lo paso bien contigo allí, pero nada de intentar liarme con él.
—Ya veremos.
Resoplé. Acababa de mojar un tejeringo en el chocolate y estaba a punto de metérmelo en la boca, cuando me dio un codazo. Terminé con media cara llena del espeso líquido.
—¡Guille! —Solté el tejeringo.
—Nena, ahí hay uno que te está mirando.
—¿Dónde? —Fui a coger una servilleta; sin embargo, el servilletero estaba vacío.
—Mira para Atarazanas. —El icónico mercado podía verse al final de la calle, a nuestra izquierda—. No te quita ojo, eh. El caso es que me suena.
—Hablas con todo el mundo; no me extrañaría que lo conocieras. —Rebusqué pañuelos en el bolso, sin éxito. Debía de haberlos dejado en el despacho—. ¿Me he manchado mucho?
Miré a Guille y esperé que él hiciera lo mismo.
—Te has hecho un contouring que ni la Kardashian.
—¿Tienes pañuelos?
—No. Ese muchacho me suena muchísimo, de verdad... —De repente exhaló un suspiro de asombro—. Viene para acá. Y no viene solo. ¿Quién es ese? Están tremendos, eh.
Estiré la mano hacia el servilletero de la mesa contigua, que acababa de quedarse vacía, más preocupada en limpiarme la cara que en las indicaciones de mi amigo.
—Si tú lo dices...
—Hija, qué entusiasmo —se quejó—. Otra cosa no, pero para la belleza tengo un filtro que ni el Instagram.
—Eso es verdad. Joder —chasqueé la lengua—, aquí tampoco hay servilletas.
Guille se quedó callado, mientras yo despotricaba. Estaba a punto de levantarme cuando un hombre me ofreció un pañuelo. Primero vi su mano, que lo sujetaba. De dedos largos y uñas bien recortadas. Su muñeca, adornada por un reloj plateado y una esclava fina del mismo metal, y la manga de una camisa cerúlea que se adivinaba bajo un precioso abrigo tipo marinero, de doble abotonadura, oscuro y de corte elegante.
—Toma —dijo, con voz profunda.
Alcé la mirada y me encontré con los ojos más azules que había visto en toda mi vida. Y eso, siendo de Noruega, era decir mucho. Nuestra mirada se prolongó mientras nos observábamos. Era un chico joven; de mi edad, supuse. Nariz alargada, ojos rasgados, labios finos curvados en una amable sonrisa. Tenía el cabello y la barba recortados, que en la sombra del callejón se veían oscuros, pero que al sol debían de ser de un castaño más claro.
Estiré la mano para coger el pañuelo y mis dedos tocaron los suyos. Eran cálidos y suaves. Él se alejó unos pasos y cogió un servilletero cargado, de otra mesa más alejada, para ponerlo en la nuestra.
—Gracias —musité, sumida en ese extraño momento en el que tuve la impresión de que, de repente, el bullicioso callejón había enmudecido.
—No hay de qué.
El chico que lo acompañaba señaló la mesa que había a nuestro lado.
—Carmona, ¿nos sentamos fuera?
—Debe ser su apellido —susurró Guille a mi oído, mirándolos de arriba abajo.
—Supongo —dije en igual tono. Me limpié y clavé la vista en el suelo al ser consciente de que me había quedado mirándolo embobada con toda la cara llena de chocolate—. Fy!
Guille se rio. Le hacía mucha gracia oírme maldecir en noruego. El del pañuelo y su acompañante se sentaron al lado. Entre las mesas no había espacio, así que estábamos cerca. Su silla estaba colocada perpendicular a la mía, por lo que me dio la espalda, pero cuando se quitó el abrigo y se giró para colocarlo en el respaldo, nuestros ojos se encontraron de nuevo y me sonrió. Se había arremangado y me llamaron la atención las venas marcadas de su antebrazo. A Guille también, tenía fijación con eso.
—Qué brazos, nena, y qué ojos —cuchicheó mi amigo, mientras el otro se giraba—. No he visto ojos así en mi vida. Pídele el número y de camino le pides el del amigo.
—Guille. —Me crucé de brazos—. Que soy noruega y...
—Medio noruega.
—Lo que sea. Unos ojos azules no me van a impresionar. —Esos sí lo habían hecho, la verdad, pero no quería darle a Guille arsenal para usar en mi contra—. Me dijeras ojos negros, como los del otro...
—El otro no juega en tu liga.
Lo miré de reojo.
—No sé cómo puedes darte cuenta así a simple vista.
Bebió un sorbo de chocolate con aire de autosuficiencia.
—Hay que estar pendiente para que no se escapen los trenes.
—Pues es más mi tipo. Soy más de pelo y ojos negros.
—Como los de tu Jairo, claro. Qué guapo es el condenao. ¿Cómo le va?
—Pues con su novia, y bailando mucho. Haciéndose famoso.
—Y tú todavía vistiendo santos y sin hacer nada cuando tienes un ojazos al lado.
—Calla, que te van a oír.
Miré de soslayo. Ellos se habían enfrascado en una conversación y no parecían prestarnos atención. A juzgar por lo que decían, eran amigos que no se veían desde hacía mucho tiempo y se ponían al día, recordando anécdotas de la infancia.
—Mejor, así se dan por aludidos y te lías con él.
—¿Es que no puede una mujer adulta ser feliz sin pareja? —refunfuñé—. Tengo éxito en otras cosas y estáis todos muy pesados con lo de que me eche novio... Como si toda mi valía se redujese a eso.
—Oye, a mí no me vengas con discursitos. Sabes que no te lo digo por eso. —Alzó un churro ante él con gesto amenazador—. Te lo digo porque sé que ganas de enamorarte no te faltan. Cada vez que lees una novela romántica suspiras.
Tocada y hundida.
—Eso es verdad.
—Ea. Una puede ser muy digna, muy independiente, y querer que la empotren como si no hubiera un mañana. —Soltó una carcajada y, al momento, repuso—: Que la abracen, quiero decir.
Me hizo reír. Pensar, una vez más, que menos mal que lo había conocido. Sin su compañía, todo lo que viví al llegar me habría resultado abrumador. Era como un hermano para mí. Una mezcla de Marín y de Jairo, pero con acento andaluz y adicto a las americanas de diseño.
—Si no le pides el teléfono tú se lo voy a pedir yo.
—Te tiro el chocolate por encima como te muevas un centímetro.
Hizo amago de levantarse y eché mano a la taza.
—Pero si te estaba mirando todo el rato mientras venía. Seguro que le pides el número y le falta tiempo para dártelo.
—Igual es miope y no ve de lejos.
—Qué tonta eres. —Se terminó el último churro y después miró el reloj—. Nos quedan cinco minutos.
—Voy al baño. Creo que no aguanto de aquí al trabajo.
—Como si hubiera diez kilómetros.
—Ayer compré un té nuevo en El Reloj y es de esos diuréticos.
—Para depurarte de los espetos que te zampas, ¿no?
—Básicamente. —Me reí, mientras me ponía en pie—. No tardo.
Dejé solo a Guille y, cuando regresé, vi que la mesa de nuestro lado estaba vacía.
—Qué rápido han desayunado, ¿no?
—Los ha llamado no sé quién y se han ido. —Me tendió una servilleta—. Toma.
—Ya me he secado las manos.
—No es por eso. Es el teléfono del ojazos.
—¡Guille! No me puedo creer que...
—No he tenido que pedirle nada, me lo ha pasado él sin que yo dijera una palabra.
—No te creo.
—Tendrás que llamarlo para averiguarlo.
—No pienso llamar a un desconocido, así como así.
—Tiene los ojos bonitos.
—Y eso lo salva de ser un chalado, ¿no? Los periódicos: «Tenía una motosierra y ocho cadáveres en un congelador». Guille: «Ya, pero es que sus ojos eran bonitos».
—Ya me vas conociendo. —Se rio—. No creo que sea ningún chalado; y si lo es, te habrás alegrado la vista. Llámalo.
Miré a la servilleta: era un trozo mal cortado. Había un teléfono, sin nombre.
—Solo viene el número.
—Es que estaba mirándolo y ha venido aire y se me ha caído a la taza. He intentado salvarlo, pero nada. La parte del nombre ha muerto.
—¿Y no te acuerdas de cuál era?
—Algo con F. Fernando. Francisco. Felipe. Fabián. Alguno de esos.
—Son nombres bonitos. —El recuerdo de sus ojos me asaltó—. Mucho. ¿Dices que te lo ha dado él sin que se lo pidieras?
—Ya te he dicho que te había echado el ojo desde hacía rato. Llámalo.
—Ahora no, que voy a parecer desesperada.
—Es que estás desesperada.
Le di un codazo.
—No te pases.
Guille me besó en la mejilla.
—¿Cuándo?
—Mañana o pasado.
Me miró descontento; sin embargo, no insistió.
Después de la jornada de trabajo, cuando llegué a casa, pegué la servilleta a la nevera con uno de los muchos imanes que tenía. Ese que reproducía el faro, o como aquí lo llamaban: la Farola de Málaga. Me lo había regalado Jairo la última vez que estuvo aquí.
Miré el número como si su secuencia pudiese revelarme algún tipo de secreto trascendental. El nombre de su dueño, para empezar.
«¿De verdad voy a llamarlo?».
Ni siquiera en mi época universitaria había hecho una cosa así. Tirar del teléfono de un chico con el que solo había intercambiado tres palabras. Pero esa mirada entre nosotros había sido muy particular. Incluso cuando yo tenía la cara llena de chocolate.
Abrí el chat Júpiter en Saturno en busca de consejo.
Cristina
Tengo un dilema.
Jairo
(Emoji de ojos atentos)
Kathy, que se había incorporado al grupo desde que Jairo nos la presentó, Nerea y Roi enviaron el mismo emoji. Roberto, desconectado con los exámenes, no dio señales de vida.
Eli
Te escuchamos, hermana, cuéntanos.
Les conté el asunto del número.
Nerea
El Señor F.
Eli
Interesante.
Kathy
Me parece superromántico.
Jairo
¿Tenemos servilletas en casa?
Kathy
(Emoji de corazón)
Y te ha dado un pañuelo. Jairo me dio su pañuelo.
Qué bonito.
Jairo
(Emoji de corazón)
Eli
Ya empiezan estos dos.
Cristina
Ja, ja. Bueno, este no era de tela.
Jairo
Siempre ha habido clases.
Marín
Yo creo que deberías llamarlo.
Cristina
¿Y si es un tío raro?
Eli
A ver, algo raro es.
Te ha dado su teléfono sin haber hablado contigo.
Cristina
Nos hemos dicho «toma», «gracias»
y «no hay de qué», eso es hablar.
Marín
Eli, así se ligaba antes. Tampoco le veo nada malo.
Nerea
Igual es un señor mayor en un cuerpo joven.
Kathy
¿Un Jairo?
Jairo
Cristina, hagas lo que hagas,
no salgas con otro yo, por favor.
Cristina
Voy a quemar la servilleta ahora mismo.
Risas generales.
Cristina
Me da un poco de vergüenza.
Tenía toda la cara llena de chocolate.
Kathy
¿Y aun así te ha dado el teléfono? Llámalo.
Escuché revuelo en la calle y me asomé. Un camión de mudanzas estaba aparcado y los operarios comenzaban a descargarlo. Sabía que había un piso vacío en el bajo, así que supuse que ya lo habían alquilado. Yo vivía en la quinta planta de un edificio situado en una urbanización de Pedregalejo, un barrio de la zona Este, con zonas verdes y vistas al mar. Solo tenía una habitación y el alquiler costaba una fortuna, pero cuando llegué no encontré otra cosa y lo cogí de forma provisional. Al final me enamoré del sitio y me había acostumbrado tanto a estar allí que pensar en marcharme me daba escalofríos.
Cristina
No sé...
Nerea
Hagamos porra. Yo digo que la F es de Francisco.
Marín
Fernando.
Eli
Fulgencio.
Kathy
(Emoji riendo a carcajadas). Voto Fulgencio.
Nerea
Eli, ¿en serio?
Jairo
Nereíta, Fulgencio es un nombre de enjundia.
Nerea
Enjundia... Jairo, deja de inventarte palabras.
Eli
Fulgencio Enjundio. Ja, ja.
Jairo
Ja, ja. Ahora en serio: yo digo
que tiene que ser Felipe.
Cristina
¿Por qué?
Marín
¿Por lo de Cristina y Felipe?
Jairo
Sí. Cristina de Noruega y Felipe de Castilla.
Nerea
Tiene sentido.
Kathy
Me gusta la idea. ¡Llámalo!
Cristina
Voy a consultarlo con la almohada
y mañana os cuento.
Jairo
Llamar o no llamar, esa es la cuestión.
Besos generales y deseos de suerte.
Del chat de Guille me llegó una notificación.
Guille envío una canción: Ojos así, Shakira.
Cristina
Los ojos de esta canción son negros.
Guille
Licencia poética.
Cristina
Mándasela tú al otro.
Guille
En cuanto tenga su número lo haré.
No soy tan cobardica como tú :p
Cristi