Plantéate esto

Chuck Palahniuk

Fragmento

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INTRODUCCIÓN

Me he pasado la mayor parte de mi vida sin mirar el saldo de mis cuentas bancarias. Me resultaba demasiado deprimente ver el poco dinero que había ahorrado. Lo poco que había conseguido en la vida.

Siempre y cuando me llegara para pagar las facturas, no me interesaba saber con exactitud cómo de pobre era. Por la misma razón, siempre he dejado para más adelante escribir un libro sobre la escritura. No quería hacer frente a lo poco que puedo ofrecer sobre ese tema. A lo tonto que sigo siendo después de tanto tiempo y tanta práctica.

Mi formación se reduce a un máster de escritura modalidad mesa de cocina, ya que me lo saqué sentado primero en la cocina de Andrea Carlisle, luego en la cocina de Tom Spanbauer y por fin en las cocinas de Suzy Vitello y Chelsea Cain. Empecé los cursos en 1988 y todavía no he terminado. No hay ceremonia de graduación ni tampoco diploma.

El primer taller de escritura que hice fue el de Andrea, y lo integraba una gente bastante agradable. Al cabo de un par de años, Andrea se me llevó aparte. Aquella semana yo le había mandado una escena donde un hombre luchaba por consumar el acto sexual con una muñeca inflable que no paraba de desinflarse. Terminaría usando esa misma escena en mi novela Snuff, quince años más tarde. De parte de los demás escritores, Andrea me dijo que yo no encajaba en el grupo. Que, debido a mi narrativa, nadie se sentía seguro conmigo. A modo de consuelo, me sugirió que estudiara con otro escritor, Tom Spanbauer, que se acababa de mudar de Nueva York a Portland.

Tom. El taller de Tom era distinto. Nos reuníamos en una casa declarada en ruina que se había comprado con el plan de renovarla. Nos sentíamos como delincuentes ya solo por deso­bedecer el letrero grapado a la puerta que decía: PELIGRO. PROHIBIDA LA ENTRADA. El anterior propietario había sido un ermitaño que forraba el interior con láminas de plástico transparente y mantenía el aire constantemente caliente y húmedo para cultivar su enorme colección de orquídeas. La casa se había podrido de dentro afuera, hasta quedar solo unos cuantos tablones en el suelo capaces de soportar el peso de una persona. La escritora Monica Drake se acuerda de la primera vez que llegó a una clase allí y se encontró con que se habían hundido todos los porches. Deambuló alrededor de la casa, sin saber muy bien cómo llegar a ninguna de las puertas, que quedaban bastante por encima del jardín invadido de maleza y lleno de chatarra. Para Monica, ese salto imposible por encima de los cristales rotos y los clavos oxidados siempre ha representado el desafío de llegar a ser escritora profesional.

Hablando del jardín, Tom nos dijo que cortar los tallos de las zarzamoras y llevarnos con carretillas los montones de basura sería algo que nos uniría como equipo. No bastaba con traer nuestros manuscritos para someterlos a crítica. También teníamos que pasarnos el fin de semana desenterrando latas de sopa con los bordes dentados y gatos muertos y llevándolo todo al vertedero. ¿Y qué sabíamos nosotros? Teníamos veintipocos años, así que obedecíamos, y Tom nos preparaba aceitosos sándwiches de atún para almorzar. Las sesiones del taller en sí eran más convencionales, aunque no mucho más. Si nos sentíamos creativamente bloqueados, a veces sacaba las monedas del I Ching o nos mandaba a consultar a sus médiums favoritos de Seattle. Traía a otros escritores, entre ellos Peter Christopher y Karen Karbo, que pudieran enseñarnos lo que él no podía. Lo que se llevaba a cabo allí no eran tanto clases como diálogos. Y eso mismo es lo que me gustaría que fuera este libro: un diálogo. No soy solo yo quien os habla. Hay que dar crédito a quien lo merece: son también mis maestros, y los maestros de sus maestros, remontándonos hasta la era de las cavernas. Hay lecciones que tienen eslabones en el pasado y en el futuro. Alguien, que puedo ser yo o cualquier otro, las tiene que organizar y seleccionar.

Aun así, me siento dividido.

Uno de los factores que me han llevado a escribir este libro es el recuerdo del Peor Taller de Escritura de Todos los Tiempos. Lo impartió un editor de la Costa Oeste que capta a sus alumnos por correo. Sus panfletos satinados lo anuncian como una especie de Editor de las Estrellas, e incluyen una lista de legendarios escritores muertos a los que afirma que cogió cuando eran algarrobas y los convirtió en canela fina.

Esa formación le cuesta a cada candidato varios miles de dólares, que se han de pagar varias semanas por adelantado. El Editor de las Estrellas llega con gran pompa a la ciudad anfitriona para pasar allí un fin de semana de tres días; se aloja en un hotel de lujo y da sus clases en una sala de conferencias del hotel. No hace falta decir que la única gente que se puede permitir sus tarifas es rica. En su mayoría son esposas de hombres ricos, junto con un par de profesores universitarios titulares… y yo. En cada una de las tres sesiones los alumnos nos juntábamos, leíamos nuestro trabajo y esperábamos. Todo el mundo miraba al Editor de las Estrellas, que suspiraba profundamente y nos pedía que comentáramos la obra en cuestión.

Esta estrategia permitía a los demás alumnos sentirse inteligentes y a la vez ayudaba a que corriera el reloj. Llovían las opiniones, pero no abundaban los consejos prácticos. De hecho, normalmente no había ningún consejo práctico. Las opiniones chocaban, y las discusiones resultantes consumían más tiempo. Durante aquel festival de la cháchara, el Editor de las Estrellas se dedicaba a actualizar sus listas de correo, echar vistazos a los mensajes de su teléfono y asentir sabiamente con la cabeza.

En los últimos momentos del debate, el Editor intervenía aportando alguna variación de «Este divertido texto demuestra una gran sensibilidad, deberías alargarlo y convertirlo en novela». O bien: «Tu obra es tan prometedora como lo era la de [insertar a algún escritor muerto al que el Editor afirmaba haber descubierto e instruido hasta alcanzar la grandeza: Hemingway, Faulkner, Harriet Beecher Stowe]. Por favor, persevera».

Muchos momentos en que te tomaba las manos. Muchos elogios. Cuando llegaba el domingo por la tarde, cada uno de sus veinticinco alumnos había recibido una palmadita amable en la cabeza pero ninguna información útil. Y el Editor de las Estrellas se marchaba de la ciudad con cuarenta mil dólares en el bolsillo.

Después de ser testigo de aquella estafa, decidí que escribiría un libro. Algún día. Un manual amable pero sin zalamerías que ofreciera más información práctica de la que solían dar una docena de aquellos gurús de la escritura infladores de precios. Pese a todo, seguía percibiendo un conflicto.

Lo que me frenaba eran los muertos. Cuando hago recuento de la gente que me ha ayudado, de los libreros y colegas escritores, me encuentro con que muchos han muerto. Me encanta conocer a mucha gente, pero la desventaja que eso tiene es que hay que ir a muchos funerales. Escribir este libro significaría rendir homenaje a esa gente. Pero sería una tarea triste.

Otra razón para no avanzar era mi mejor maestro. En el momento de escribir esto, Tom Spanbauer ha dejado la enseñanza. Me dice que se siente un fraude. Se ha pasado tres décadas defendiendo la idea de que la gente normal, la gente con trabajos de ocho a cinco, la gente de familia obrera, podía escribir historias que llegaran al mundo. Y muchos de sus alumnos han tenido é

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