Besos de fresa para Gema (Pacto entre amigas 2)

Ángeles Valero

Fragmento

besos_de_fresa_para_gema-2

Capítulo 1

De mal en peor

Barcelona, un mes antes

Gema trató de tomar aire mientras se secaba las lágrimas con rabia. Llevaba dos horas sentada en ese banco en mitad de la avenida del Tibidabo y ya había empezado a anochecer. Frente a ella estaba uno de los palacetes que se repartían por la calle, con la verja negra y los muros rodeándolo, haciendo imposible que los simples mortales vieran lo que escondían, como si no tuvieran derecho.

—Soy una estúpida —murmuró—. ¿Qué creía que iba a pasar?

Negó con la cabeza con rabia mientras otro torrente de lágrimas llegaba a sus ojos.

Durante todo el viaje se había negado a pensarlo, pero ahora, sentada delante de la casa, se veía incapaz de seguir. ¿Qué iba a hacer? ¿Tocar la puerta? ¿Y luego qué? En su cabeza se empezó a formar otra escena, ella se levantaba y llamaba. Un hombre muy parecido al de la foto que sujetaba entre sus manos abría y le sonreía con dulzura.

—No seas idiota, Gema —siguió hablándose—. Eso no va a pasar, jamás. Primero: no va a abrir él la puerta de casa. ¿Has visto dónde vive? Tendrán ama de llaves. Y segundo: ni siquiera sabe quién eres, ¿por qué te va a sonreír y abrazar?

Y entonces la escena cambiaba y ella tartamudeaba la explicación: «Hola, soy Gema. La hija de la mujer que engañaste y abandonaste».

Un nuevo sofoco hizo que se tapara la cara con las manos y la fotografía cayera al suelo. No lo vio, pero alguien se agachó a recogerla.

—Criatura, pero ¿qué te ocurre? Menudo disgusto llevas.

La voz amable de una mujer trataba de tranquilizarla a la vez que se sentaba a su lado y acariciaba su espalda. Se ladeó para apoyar su cabeza en el hombro de esa desconocida, mientras esta siseaba y acariciaba su pelo como lo habría hecho su madre.

—Ya está, ya está. Venga, no me digas que lloras así por un chico, porque con mis años de experiencia te diré que ningún hombre merece tal disgusto.

No supo qué decir; sí era un hombre el que causaba los lloros, aunque no tal y como ella lo imaginaba.

—Es más complicado —dijo levantándose y volviendo a frotarse los ojos con las manos.

—En esta vida no hay nada complicado cuando se miran las cosas con calma. Toma —le ofreció un pañuelo—, seca esas lágrimas. Se te ha caído la foto...

La mujer abrió los ojos a más no poder.

—Gracias —dijo cogiéndola temblorosa por la cara de ella en esos momentos.

—¿Por qué tienes una foto de mi marido?

—¿Su marido?

—Sí, Antonio, mi marido. ¿Por qué tienes su fotografía?

Cerró los ojos. Estupendo. Lo estaba haciendo todo tan bien que en lugar de tropezar con su padre lo había hecho con la persona menos indicada sobre la faz de la Tierra. La señora seguía esperando la respuesta, aunque ya no estaba tan calmada. Había empezado a retorcerse las manos. Bajó la mirada, avergonzada. No podía hacer eso, hablarle de quién era, esa mujer no merecía saber que ella existía, pero ¿qué iba a decir? Empezó a balbucear cosas sin sentido.

—Él... es... yo... bueno... un viejo amigo de la familia. —Sí, eso tenía que valer. Se levantaría y huiría sin más. Aquello era un error, ¿cómo se le ocurría ir directamente a su casa sin tratar de comunicarse con él?—. Tengo que marcharme.

El resto de papeles que había en su regazo cayeron al suelo, y volvió a sentarse en el banco, agotada. Nuevamente su impulsividad y torpeza jugaban en su contra.

La mujer cerró los ojos; después de toda una vida temiendo aquello, había ocurrido. No le hacía falta que esa chica le dijera qué hacía en la puerta de su casa. Recogió las fotografías, observándolas con calma. En ellas, una mujer de pelo castaño y mirada alegre sonreía a la cámara mientras su marido la besaba en la mejilla. En otra estaba él solo y, por los ojos, supo que era ella la que estaba detrás retratándolo. Eran demasiados años apartando la mirada a un lado, fingiendo no saber qué ocurría en su casa. Maldito el destino que tenía a bien, justo en ese momento, poner frente a su hogar la prueba viviente de todas esas malas excusas.

—Me llamo Asunción —dijo con la voz más firme de lo esperado, pues por dentro era una olla a presión—. Y tú y yo deberíamos hablar.

—No, no —respondió Gema volviendo a levantarse errática—. Verá, esto ha sido una tontería, es que... no soy de aquí, ¿sabe? Y claro, mis padres me dijeron que tenían un amigo y... bueno, es que necesitaba ayuda, pero ya no, ya lo soluciono sola.

—¿Tus padres? —preguntó mostrando la foto en la que se besaban.

—Uy, qué va. Bueno, ella sí, pero él... no, no, él es un noviete que...

La mirada de Asunción la hizo callar, no por dura, sino por comprensiva. En cierto modo le agradecía que siguiera con la farsa, pero aquello no estaba bien. Se levantó y la cogió del brazo con delicadeza.

—No sigas. Es absurdo, vamos dentro y lo hablamos como personas civilizadas. —Gema iba a replicar, pero ella no la dejó—. Tranquila, él no está. Siento decírtelo de este modo, pero falleció hace casi tres años, así que va a ser complicado que le pidas cuentas.

—No vine a... ¿Tres años?

—Un accidente. No sufrió, si es lo que estás pensando. Vamos dentro, preparo una infusión y hablamos.

—¿No tiene algo más fuerte?

Asunción sonrió, no le faltaba razón.

Abrió la puerta pequeña del lateral y Gema pudo por fin vislumbrar un enorme jardín con un sendero de piedra caliza que serpenteaba entre pinos hasta la casa. La fragancia de las rosas, el jazmín y la lavanda lo ocupó todo. Como si les dieran la bienvenida.

—Oiga... ¿está segura? Mire, yo... es que no quiero molestar, si él ya no está esto no tiene sentido.

—Tiene todo el sentido del mundo. Has venido buscando respuestas, imagino.

—Imagina bien, sí. Pero... usted no debería saber nada. Es decir, lo último que quiero es... ¿cómo se lo voy a contar?

—Créeme, soy lo mejor que te ha podido pasar. Entra —dijo acompañando la palabra con un gesto—, una mujer no duerme cincuenta años con un hombre sin saber de qué pie cojea, aunque se haga la ciega ante el resto del mundo.

Le hizo caso, entró y la acompañó hasta el jardín trasero. La esperó sentada en un sillón de mimbre marrón claro, frente a un invernadero de cristal que a la luz del atardecer brillaba como si algo mágico estuviera encerrado en él.

Asunción no tardó en salir con una bandeja de plata, dos copas y una botella de vino. También había dispuesto un plato con fuet y queso.

—No te he preguntado, quizá eres alérgica a algo o tal vez no comas carne.

—Está todo bien, gracias. No quiero...

—Molestar. Eso ya lo has dicho.

Se sentó a su lado, dejándolo todo en la mesa baja. Las diferentes luces que estaban repartidas por todo el jardín parpadearon y empezaron a encenderse.

—Está programado para que se enciendan, en un momento tendremos más luz. No me has dicho cómo te llamas.

—Gema.

—Encantada, Gema. —Sirvió el vino—. No voy a hacer ninguna pregunta, solo dejaré que cuentes tu historia.

La chica afirmó con la cabeza, tomó la copa con una mano, temblo

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos