Baile de ladrones (Baile de ladrones 1)

Mary E. Pearson

Fragmento

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Capítulo uno

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Kazimyrah de Brumaluz

—Los fantasmas siguen aquí.

Las palabras quedaron suspendidas en el aire. Cada una era como un espíritu brillante, como una advertencia susurrada, pero no tuve miedo.

Porque ya lo sabía.

Los fantasmas no se van nunca. Te vienen a ver en el momento más inesperado, te cogen de la mano y te conducen por caminos que no llevan a ninguna parte. «Por aquí». Yo había aprendido a no escucharlos.

Cabalgábamos por el valle del Centinela, vigilados desde arriba por las ruinas de los Antiguos. Mi caballo iba con las orejas bien erguidas, alerta, sin dejar de lanzar un ronquido quedo. Él también lo sabía. Le acaricié el cuello para tranquilizarlo. Habían pasado seis años desde la Gran Batalla, pero las cicatrices eran aún bien visibles: carromatos volcados sobre los que crecían los hierbajos, huesos dispersos que las fieras hambrientas habían sacado de las tumbas, las gigantescas costillas de los brezalotes que se alzaban hacia el cielo mientras los pájaros se posaban entre ellas, como en jaulas blancas...

Sentí a los fantasmas presentes, observando, interrogándose acerca de mí. Uno me puso un dedo helado en la cara y me presionó los labios a modo de advertencia. «Shhh, Kazi, ni una palabra».

Natiya, sin el menor temor, nos llevó hacia el corazón del valle. Escudriñamos con los ojos las paredes rocosas y la devastación de una guerra que la tierra, el tiempo y el recuerdo iban consumiendo poco a poco, igual que una serpiente engulle con paciencia a una liebre gorda. Toda aquella destrucción no tardaría en estar en las tripas de la tierra, y entonces ¿quién la recordaría?

A medio camino, cuando el valle ya se estrechaba, Natiya se detuvo, bajó de la silla y sacó una tela blanca doblada de las alforjas. Wren también desmontó, toda brazos y piernas flacas, silenciosa como un pájaro al posarse en el suelo. Synové dudó un momento y me miró, insegura. Era la más fuerte, pero no movió las caderas redondas de la silla de montar. No le gustaban los fantasmas ni siquiera a plena luz. La visitaban en sueños demasiado a menudo. Hice un ademán para tranquilizarla, y las dos bajamos del caballo y nos acercamos a las demás. Natiya se fue hasta un montículo verde como si supiera lo que había bajo el manto de hierba, y frotó con gesto distraído el tejido entre los delicados dedos de piel oscura. Fueron solo unos segundos, pero se nos hicieron eternos. Natiya tenía diecinueve años, solo dos más que nosotras, pero de pronto parecía mucho mayor. Había visto en persona cosas de las que nosotras solo habíamos oído hablar. Sacudió la cabeza y se dirigió hacia un montón de piedras que se habían derrumbado. Empezó a recogerlas y a ponerlas de nuevo en el modesto memorial.

—¿Quién era? —le pregunté.

Natiya apretó los labios.

—Se llamaba Jeb. El cuerpo lo quemaron en una pira porque es la costumbre de los dalbreckios, pero enterré aquí las pocas cosas que tenía.

«Porque esa es la costumbre de los vagabundos», pensé, pero no dije nada. Natiya no solía hablar de su vida anterior a convertirse en vendana y en rahtan, pero la verdad es que yo tampoco hablaba de la mía. Ciertas cosas es mejor dejarlas atrás. Wren y Synové parecían incómodas y no paraban de mover las botas sobre la hierba. No era normal que Natiya mostrara así sus sentimientos, aunque fuera de una manera tan silenciosa, y menos si eso implicaba un retraso en los planes. Pero de pronto parecía haberlo dejado todo suspendido en el aire, como sus palabras al entrar en el valle. «Siguen aquí».

—¿Era especial? —pregunté.

Asintió.

—Todos eran especiales, pero Jeb me enseñó muchas cosas. Cosas que me ayudaron a sobrevivir. —Se volvió hacia nosotras con gesto brusco—. Cosas que os he enseñado a vosotras. O eso espero. —Pero no pudo mantener la expresión severa, y las largas pestañas negras le proyectaron sombras bajo los ojos oscuros. Nos miró a las tres como si fuera un general curtido, y nosotras, su variopinto ejército. En cierto modo lo éramos. Sí, éramos las más jóvenes del rahtan, pero éramos del rahtan. Y eso tenía un valor. Tenía un gran valor. Éramos la guardia principal de la reina. No habíamos llegado a esa posición por ser torpes e incompetentes. La mayor parte del tiempo. Teníamos entrenamiento, teníamos talento natural. La mirada de Natiya se clavó en mí más tiempo que en las otras. Yo estaba al frente de la misión y era responsable de tomar las decisiones. No tenían que ser buenas. Tenían que ser perfectas. Porque no se trataba solo de lograr el objetivo, sino también de protegernos a todas.

—Todo irá bien —prometí.

—Bien —asintió Wren al tiempo que se apartaba con un soplido un rizo oscuro de la frente.

Tenía ganas de ponerse en marcha de nuevo. La expectación empezaba a pesar sobre nosotras.

Synové, nerviosa, se retorció una larga trenza anaranjada entre los dedos.

—Perfecto, de maravilla. Todo irá...

—Lo sé, lo sé. —Natiya alzó una mano para detener a Synové antes de que se lanzara a una larga explicación—. Vale. Acordaos, lo primero es pasar un tiempo en la colonia. La Boca del Infierno, después. Limitaos a hacer preguntas. Conseguid información. Comprad lo que necesitéis. No llaméis la atención hasta que lleguemos.

Wren soltó un bufido. A mí se me daba de maravilla no llamar la atención, pero no en esta ocasión. Para variar, mi objetivo era meterme en líos.

Un galope interrumpió el tenso intercambio.

—¡Natiya!

Nos volvimos hacia Eben. Su caballo se acercaba levantando la hierba con los cascos. A Synové se le iluminaron los ojos como si el sol le hubiera hecho un guiño desde detrás de una nube. Eben describió un círculo, concentrado en Natiya.

—Griz se está poniendo nervioso. Quiere ponerse en marcha ya.

—Ya vamos —dijo.

Sacudió el tejido que tenía en la mano. Era una camisa. Una camisa excelente. Se acarició la mejilla con la tela suave y luego la depositó sobre el memorial de piedras.

—Lino de Cruvas, Jeb —susurró—. El mejor.

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Llegamos a la entrada del valle. Natiya se detuvo y miró atrás por última vez.

—Recordad lo que habéis visto —dijo—. Veinte mil. Veinte mil muertos aquí, en un solo día. Vendanos, morrigheses, dalbreckios. Yo no los conocía a todos, pero a todos los conocía alguien. Alguien que les traería flores silvestres si fuera posible.

O camisas de lino de Cruvas.

Comprendí por qué nos había llevado allí Natiya. Eran órdenes de la reina. «Mirad. Mirad bien y recordad las vidas que se perdieron. Personas reales, con seres queridos. Antes de embarcaros en la misión que os he encomendado, contemplad la devastación, recordad lo que hicieron. Lo que podría volver a pasar. Comprended lo que hay en

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