El sargento que me hace delirar (Cuerpos pasionales 1)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

La mañana se había levantado preciosa: el azul del cielo era perfecto; el aire era limpio. Las fotos saldrían espectaculares. Marina Abelló estaba tomando el café en la mesa de la terraza de su piso en Snow Hill Street, en Boston. Cuando se levantaba, le gustaba disfrutar del ambiente tranquilo de aquel barrio: el North End. No hacía mucho que vivía allí, pero había sido donde había encontrado la paz espiritual que necesitaba después del fiasco que había resultado su anterior relación con Steven. Después de aquello, se había mudado allí, donde había recuperado el ánimo que transmitía en su trabajo. Estaba satisfecha con el vecindario, y eso la llenaba de energía.

Al terminar con sus estudios superiores, había viajado a España, donde sus progenitores habían establecido su residencia cuando su padre se había jubilado. Sus raíces estaban allí, y habían insistido en que ella se quedara. Sin embargo, su mundo y sus amigos estaban en Boston, y había vuelto al cabo de poco tiempo para empezar una nueva vida. Con nostalgia, aún recordaba la separación de sus padres: los llamaba muy a menudo. Ellos se mostraban orgullosos de los logros de su hija e iban a visitarla cuando podían. Sus abuelos habían emigrado al Nuevo Mundo a poco de haberse casado, en busca de una vida mejor. Allí habían nacido su hijo y su nieta, Marina. Ella estaba orgullosa de sus ancestros; tenía previsto visitar y recorrer los lugares que su abuela siempre le describía en las historias que le contaba cuando era una niña.

Después de haber tomado una ducha, preparó la mochila con sus cámaras, y salió a la calle. Se paró en la panadería de la esquina.

—Hola, Howard. Ponme un zumo de naranja natural y un trozo de bizcocho —pidió al dueño, que estaba tras el mostrador, mientras se dirigía a una mesa junto al ventanal que daba a la calle, en la que siempre solía sentarse. Le gustaba la visual que se observaba desde detrás del cristal.

Acostumbraba desayunar en aquel local. Los propietarios eran un matrimonio de mediana edad que llevaba toda la vida amasando pan para el vecindario. Hacía unos años, ellos habían ampliado su local para convertirlo en panadería-cafetería. Y eran muchos los vecinos que se encontraban cada mañana allí.

Marina saludó a varios parroquianos que solían coincidir en el lugar.

—Buenos días, guapa —la piropeó Tiger, un vejete que estaba leyendo el periódico mientras tomaba un café—. Hoy vas muy cargada.

—Voy a hacer unas fotos —explicó ella—. El día está espléndido.

—¿Para cuándo la próxima exposición? —consultó el señor. Marina le sonrió, mientras se percataba de que Ben, un hombre que hacía unos meses había llegado al barrio, estaba pendiente de lo que hablaban—. ¿Has oído? La chica va a ser famosa —añadió Tiger, mirando a Ben, al haberse dado cuenta de que estaba pendiente de ellos.

El tipo la miraba a ella, con sus ojos de ratón marrones apagados; sus labios casi inexistentes parecían sonreír. Tenía poco pelo castaño, que le clareaba, y unas gafas de pasta, que lo hacían parecer miope. Su cuerpo rechoncho y bajo le recordaba a una serie televisiva para niños.

—Eso está bien —aprobó Ben, pero ella vio que la miraba de arriba abajo, como si pretendiera desnudarla. No le gustaba la forma en que ese hombre le había recorrido el cuerpo con sus ojillos, y lo ignoró. Lo conocía de haberse cruzado con él por la calle donde vivía y de algún día que habían coincidido en la cafetería.

—Primero, tengo que hacer las fotografías, Tiger —aclaró Marina.

El hombre asintió. Al terminar de desayunar, ella abrió la mochila, y se colgó una cámara al cuello. Se despidió de la gente que ya empezaba a llenar el local, y salió a la calle.

Marina era fotógrafa de profesión. Era su pasión: tenía la gran suerte de poder vivir de esta actividad. No le iba nada mal. Tenía un local en Hanover Street y luego hacía exposiciones con mucho éxito. Estaba muy satisfecha con su vida. Lo estaba en esos momentos, y no dos años atrás, en que había estado a punto de echarlo todo por la borda.

Cuando Steven, su ex, la había acusado de haberle sido él infiel por su culpa (porque ella se dedicaba más a su profesión que a él), había dudado sobre sus preferencias, a tal punto que se había propuesto dejarlo todo y trabajar de dependienta en cualquier tienda. Fue entonces cuando se había enterado de que él era un picaflor y de que, durante los cinco años que habían estado juntos, él siempre había tenido su plan B. Cuando ella estaba trabajando en algún evento o en su local, él se iba de picos pardos detrás de todo lo que llevara faldas. Ella había pasado de sentirse culpable a estafada, de causante a embaucada, timada y defraudada. Sobre todo, al mirar hacia atrás y analizar su vida en común. Steven era corredor de Bolsa, y eran muchos los meses que le decía que los negocios no le iban bien, y ella consentía que se pagaran los gastos con el fondo común, o con dinero de su negocio. Luego se había convencido de que había pagado más de una juerga de aquel impresentable. Le había roto el corazón y le había dejado unas buenas heridas de las que dudaba de que cicatrizaran jamás. Se había jurado no volver a confiar en ningún hombre.

Así fue como se había mudado y alquilado el piso donde entonces vivía. Desde ese momento, había hecho lo que a ella la hacía feliz. Se había forjado un nombre dentro del mundo de la fotografía y había empezado a tener éxito. Transmitía paz interior en sus instantáneas y estaba convencida de que su prosperidad se debía a eso. Se había jurado a sí misma que nunca más dejaría entrar en su vida a nadie que supusiera una amistad tóxica, ni a ningún hombre que se creyera en el derecho de ningunearla de forma alguna. Sola estaba perfectamente, sin tener que dar explicaciones a nadie, siendo dueña de su propia vida.

Marina podía tomar una instantánea de unos pies, o de unas manos, o de una multitud, o de una calle vacía. Muy a menudo se levantaba antes de que saliera el sol para captar con su cámara los colores brillantes que se dibujaban en el cielo al alba, o subía al campanario de Saint Charles para visualizar los tejados irregulares con el mar en el fondo. Boston era un lugar fantástico para callejear y tomar fotos. Los primeros colonos europeos habían dejado mil huellas dignas de plasmar con su cámara. También solía coger su Chevrolet Silverado, irse a las montañas y hacer una colección fotográfica basada en la naturaleza en estado puro.

Ese día lo pasó en la ciudad, fotografiando el día a día de las personas: imágenes de mamás apresuradas con sus pequeños, de ancianos sentados en los bancos de piedra de los parques mientras tomaban el sol, de otros que socializaban con sus vecinos. Cuando volvió a su casa, llevaba la tarjeta de memoria de la cámara llena. Se dio una ducha, se puso cómoda, con una vieja camiseta que le llegaba a medio muslo, y se sentó ante el ordenador para examinar su trabajo. Ya había anochecido cuando hizo un archivo y se preparó la cena. Estaba satisfecha consigo misma.

A la mañana siguiente, mientras se preparaba para ir al local donde tenía una sesión con un recién nacido, oyó que por la calle circulaba un camión. Le extrañó, pues era peatonal y solo podían pasar los vecino

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