Radiante

Jordan Ifueko

Fragmento

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Ya debería haber sabido que las hadas existen.

Cuando pesadas corrientes de elefantes pasaban bajo mi ventana, siempre había motas de luz susurrando entre la polvareda y bailoteando sobre las filas y filas de colmillos y rugosa piel. Yo me inclinaba peligrosamente sobre el alféizar con la esperanza de poder capturar uno de esos puntitos brillantes hasta que un sirviente me forzaba a entrar otra vez.

—¡Pero qué traviesa eres, Tarisai! —se quejaban mis mentores—. ¿Qué haría la Dama si te cayeras?

—Pero yo quiero ver las luces —protestaba.

—Solo son espíritus tutsus. —Una mentora me obligaba a alejarme de la ventana—. Espíritus buenos. Guían a los elefantes a los aguaderos.

—O a las manadas de leones —musitaba otro tutor—, si no se sienten tan magnánimos.

Muy pronto aprendería que la magia era caprichosa. Si miraba con suma atención la corteza hinchada del baobab que crecía en el jardín, aparecía una cara traviesa. «Kye, Kye, niña asesina», se burlaba antes de perderse otra vez en la corteza.

Tenía siete años cuando el hombre con alas de fuego color cobalto me sorprendió. Esa noche había decidido explorar Swana, el segundo reino más grande del imperio arit, en busca de mi madre. Me escabullí a hurtadillas entre doncellas y mentores que roncaban, llené un costal con mangos y escalé la pared de adobe.

La luna brillaba alta sobre la sabana cuando el alagbato, un ser feérico, se materializó ante mí. La luz centelleaba en sus ojos salpicados de motitas doradas, que se alargaban hasta las oscuras sienes. Agarrándome por la espalda, me levantó para poder verme mejor. Yo vestía una larga tela envolvente del color de las hojas del platanero con la que me había rodeado el cuerpo varias veces dejando los hombros al descubierto. El alagbato me observaba con aire de guasa mientras yo atizaba puñetazos al vacío y pataleaba en el aire.

«Estoy durmiendo en la Casa Bhekina —me dije. El corazón me latía como un puño contra la membrana de un tambor. Me mordí el carrillo para tener una prueba palpable de que estaba soñando—. Estoy envuelta en mosquiteras de gasa y los criados me abanican con palmas. Huelo el aroma del desayuno procedente de las cocinas. Gachas de maíz. Guisado de sardina matemba…».

Pero muy pronto empezó a dolerme el carrillo. No estaba en la cama. Estaba perdida en las templadas praderas de Swana y ese hombre era un ser de fuego.

—Hola, Tarisai. —Su aliento del Sáhara caldeó mis incontables trenzas rematadas con cuentas—. ¿Adónde crees que vas?

—¿Cómo sabes mi nombre? —lo desafié. ¿Acaso los alagbatos eran omniscientes, como Soy el Fabulador?

—Fui yo el que lo escogió.

Yo estaba demasiado enfadada para asimilar lo que estaba oyendo. ¿Por qué razón tenía que ser tan brillante? Incluso su pelo centelleaba, una mata luminosa en torno a una cara enjuta. Como los guardias de nuestro recinto lo vieran…

Suspiré. Apenas me había internado un kilómetro y medio en la sabana. Que humillada me sentiría si me pillaban en plena fuga tan cerca de casa. Mis tutores volverían a encerrarme; y esta vez condenarían con tablas de madera todas las ventanas de la Casa Bhekina.

—No se me puede tocar —le espeté al tiempo que arañaba al alagbato para que me soltase. Su piel era lisa y cálida al tacto, como arcilla endurecida al sol.

—¿Cómo que no se te puede tocar? Aún eres lo bastante pequeña para que te cojan en brazos. Me han dicho que los niños humanos necesitan afecto.

—Ya, pero es que yo no soy humana —repliqué en tono victorioso—, así que bájame.

—¿Quién te ha dicho eso, chiquilla?

—Nadie —reconocí tras un silencio—. Pero todos lo comentan a mis espaldas. No soy como los otros niños.

Tal vez no fuera verdad. Lo cierto era que yo nunca había visto otros niños, salvo de lejos, en las caravanas de mercaderes que pasaban por delante de la Casa Bhekina. Los saludaba desde la ventana hasta que se me entumecían los brazos, pero nunca me respondían. Las miradas de los chiquillos pasaban de largo, como si nuestro recinto —con su mansión, su huerto y tantas casas que parecía una pequeña aldea— fuera invisible desde el exterior.

—Sí —reconoció el alagbato con tristeza—. Eres distinta. ¿Te gustaría ver a tu madre, Tarisai?

Dejé de debatirme al instante y mis extremidades colgaron laxas como lianas.

—¿Sabes dónde está?

Mi madre era igual a la neblina de la mañana: estaba ahí y al momento siguiente ya no la veías; se había volatilizado entre nubes de jazmín. Mis tutores hacían reverencias supersticiosas cada vez que pasaban por delante de su imagen tallada en madera, que presidía mi sala de estudio. Se referían a ella como «la Dama». A mí me encantaba parecerme tanto a ella: los mismos pómulos altos, labios carnosos e insondables ojos negros. Su busto vigilaba a los sabios que atestaban mi sala de estudio del alba al crepúsculo.

Parloteaban en los dialectos de los doce reinos que conformaban el imperio arit. Algunos tenían rostros cálidos y oscuros, como el mío y el de la Dama. Otros eran pálidos cual leche de cabra, con ojos que parecían de agua, o rojizos con aroma a cardamomo o dorados y enmarcados por cabelleras que fluían como tinta. Los tutores me bombardeaban con acertijos, me plantaban diagramas en las manos.

«¿Será capaz de resolverlo? Prueba con otro. Tendrá que hacerlo mejor».

Yo no entendía qué estaban buscando. Solo sabía que, una vez que lo encontraran, yo volvería a ver a la Dama.

«Hoy sí —exclamaban los mentores con entusiasmo cuando yo brillaba en mis lecciones—. Qué complacida se va a sentir la Dama». Esos días los portalones de la empalizada que rodeaba la Casa Bhekina se abrían y mi madre se deslizaba al interior, distante como una estrella. Sus hombros relucían cual rescoldos de una hoguera. El vestido de batik con sus zigzagueantes motivos en tonos rojizos, dorados y negros se le adhería al cuerpo como una segunda piel. Me sostenía contra su pecho y la sensación era tan deliciosa que yo lloraba mientras ella cantaba: «Yo, mía, ella soy yo y es solo mía».

La Dama nunca hablaba mientras yo demostraba mis destrezas. En ocasiones asentía como diciendo «sí, tal vez», pero al final siempre negaba con un movimiento de la cabeza.

«No. Todavía no».

Yo recitaba poemas en ocho lenguas distintas, lanzaba dardos a minúsculas dianas, resolvía gigantescos rompecabezas en el suelo. Pero siempre era no, no, otra vez no. Luego se perdía en su neblina de perfume embriagador.

A los cinco años empecé a caminar sonámbula, recorriendo descalza las lisas salas revocadas de nuestra mansión. Me asomaba a cada una de las habitaciones, andando y llamando a mi madre en tono lloroso hasta que un sirviente me acompañaba de vuelta a la cama.

Siempre se aseguraban de no tocarme la piel.

—No sé dónde está tu madre —me dijo el alagbat

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