Indira (Indira Ramos 3)

Santiago Díaz

Fragmento

cap-2

1

La inspectora de homicidios Indira Ramos está sentada al borde de la cama. Jamás le había importado tan poco que la habitación que ha reservado por una noche en un hotel con vistas al parque del Retiro de Madrid no esté impoluta. Se fija en que el cuadro que hay colgado en la pared de enfrente, que pretendía ser abstracto, está torcido y tiene el cristal cubierto de polvo. Al apartar la mirada, ve que detrás de la puerta —en la que hay pegado un plano con las esquinas levantadas y sobre el que anteriores inquilinos han dejado escritas sus dedicatorias— se notan las habituales marcas de suciedad que produce una fregona poco escurrida y utilizada en unos cuantos suelos de más. En cualquier otro momento, sufriría uno de sus ataques de ansiedad al ver todo aquel desastre, pero el trastorno obsesivo-compulsivo relacionado con el orden y la limpieza que rige su vida ha quedado relegado a un segundo plano desde hace días.

Abre el bolso y saca el teléfono. Tiene decenas de llamadas perdidas y mensajes de WhatsApp sin leer, tanto de su compañero y padre de su hija, el inspector Iván Moreno, como del abogado Alejandro Rivero, de su madre y de sus compañeras, la subinspectora María Ortega y la agente Lucía Navarro. Los ignora y va directa a la galería fotográfica. Antes, solo utilizaba la cámara del móvil para fotografiar escenas de crímenes y estudiar después las imágenes por si en el momento se le había escapado algo que pudiese conducirla al culpable. Pero desde que nació Alba hace ya casi tres años, ella ocupa todo el carrete.

Mira con tristeza las fotos que recorren la vida de la niña, esperando que algún día pueda comprenderla, perdonarla y deje de preguntarse los motivos que la llevaron a tomar esa decisión. Al terminar de examinar cada una de ellas, graba dos extensos mensajes de vídeo. El primero se lo envía a Alejandro Rivero y el segundo, al inspector Moreno. Cuando comprueba que los han recibido, apaga el teléfono y lo vuelve a guardar en su bolso.

Se levanta y sale a la terraza. Se sorprende al notar que el aire es menos frío de lo que esperaba al estar en un octavo piso y ya a mediados de otoño, aunque quizá lo que ocurre es que hoy su cuerpo es incapaz de sentir ni de padecer. Mira hacia el horizonte, donde destaca la torre de comunicaciones de Torrespaña, conocida popularmente como El Pirulí. Cuando fue inaugurada en 1982, con una altura de doscientos treinta metros, era el orgullo de los madrileños, y aunque sigue siendo una seña de identidad de la capital, hoy en día se diluye entre enormes edificios que la han convertido en un simple elemento pintoresco.

Después, Indira mira hacia abajo. Como había pedido en recepción, su terraza no da a la calle, sino a los jardines del propio hotel, desiertos en esta época del año. La excusa era que quería aislarse del ruido del tráfico, pero la verdad es otra.

Al tocar la barandilla, ve que está repleta de cagadas de pájaro. Piensa en regresar al interior para buscar una toallita hidroalcohólica con la que limpiarla, pero lo descarta, se apoya en ella y trata de pasar al otro lado. Una fuerza invisible tira de la inspectora hacia abajo, impidiendo que levante la pierna más allá de un par de palmos. Lo más seguro es que sea el instinto de supervivencia, que sale a flote hasta en los momentos más difíciles, incluso cuando ya está todo decidido y no hay vuelta atrás. Lo intenta una vez más y, a pesar de que el sentido común sigue poniéndoselo difícil, lo consigue.

En el exterior de la barandilla, aunque casi nada lo diferencie del interior, siente el viento soplar con más fuerza y saborea la sensación de llenar sus pulmones de aire por última vez. Descubre que un hombre la observa oculto entre los árboles, pero no da la voz de alarma ni hace nada por detenerla. Indira le dedica un último pensamiento a su hija Alba que le arranca una leve sonrisa y se dispone a saltar al vacío.

cap-3

UN TIEMPO ANTES

cap-4

2

Cuando en mitad de una boda las puertas de la iglesia se abren de par en par, la gente sabe que solo puede ser alguien con ganas de hacerlo saltar todo por los aires. Si tienen algo que ocultar, los novios suelen temerse lo peor, y la inspectora Indira Ramos fue de las que aguantó la respiración con los ojos cerrados mientras el novio, los testigos, el cura y los invitados se giraban sobresaltados. Aunque tenía claro que quería a Alejandro Rivero, en el fondo deseaba ver aparecer al inspector Iván Moreno, de quien, por mucho que intentase ocultárselo tanto a los demás como a sí misma, seguía enamorada. Pudo haberle elegido a él, pero salió a flote su marcado sentido de la responsabilidad y se decidió por el hombre que les daría más estabilidad a ella y a Alba: un abogado honesto y trabajador con el que ya había estado a punto de casarse hacía años y a quien se reencontró cuando buscaba la manera de encerrar a Antonio Anglés para siempre. De haberse quedado con Moreno, la convivencia hubiese sido una constante batalla, una montaña rusa emocional con momentos de felicidad plena alternados con otros de rabia y de desasosiego. Con Alejandro, en cambio, sabía que todo le iría bien y que respetaría sus peculiaridades sin cuestionar por qué siente la necesidad de limpiar sobre limpio o de pisar solo las baldosas negras de la acera.

Aun así, se volvió con la esperanza de ver entrar a Moreno, seguramente borracho y con el chucho que adoptó para complacer a su hija en brazos, pero lo que entró fue polvo y confeti de una boda anterior, arrastrado por el golpe de aire. Uno de los invitados se apresuró a cerrar de nuevo las puertas e Indira sonrió a su futuro marido, con tanto alivio como decepción.

A pesar de que Indira detesta viajar y se resistía a ir de luna de miel, Alejandro la convenció y dejó a su hija a cargo de su madre y de Iván, esperando que no terminasen matándose. Pero aunque no podía imaginar a dos personas más opuestas que la abuela y el padre de Alba, estos consiguieron entenderse y llevarse de maravilla.

Para la pareja de recién casados, los problemas empezaron en el aeropuerto. Por megafonía anunciaron el embarque del vuelo a Grecia que tenían previsto coger e Indira tuvo un ataque de pánico. Cuando estaban a punto de perder el avión, Alejandro entró en el baño de la T-4 donde se había encerrado su esposa y llamó a la única cabina que estaba ocupada, soportando las miradas de censura de las demás mujeres.

—Indira, ¿estás ahí?

—Vete tú si quieres, Alejandro —respondió ella desde el interior—, pero yo no me subo a ese avión.

—¿Por qué no?

—Porque tengo el pálpito de que se va a caer.

Se hizo el silencio en el servicio. Las viajeras se miraban unas a otras contagiadas por la inseguridad de Indira. Sugerir eso en un aeropuerto es como sugerir que hay salmonelosis en un restaurante cuya especialidad es la ensaladilla rus

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