El día en que el joven D’Artagnan partió de casa para probar fortuna en París, sus padres le hicieron cuatro regalos. El primero, la receta de una pomada muy popular allí, en la Gascuña, en el duro sudoeste de Francia, capaz de curar casi todas las heridas. El segundo, una carta de recomendación para Monsieur de Tréville, también gascón, compañero de armas de su padre y capitán del cuerpo de élite del ejército francés: la compañía de Mosqueteros del Rey. El tercer regalo fue la propia espada de su progenitor, que había luchado en las guerras de religión junto a De Tréville, a las órdenes de otro paisano: el caudillo de los protestantes, Enrique de Borbón; el mismo que, tras vencer y convertirse al catolicismo, fue coronado como Enrique IV de Francia y que, al ser asesinado, le dejó el trono a su hijo, el actual monarca, Luis XIII.
El cuarto regalo, bueno, no parecía ser tan valioso como los demás, pero su padre le tenía un gran aprecio. Además, era necesario para que el joven D’Artagnan viajara como debe viajar un caballero, incluso cuando es pobre, como era el caso. Por eso, monsieur D’Artagnan padre, junto a sus sabios consejos y una bolsa de monedas bastante vacía, le dio también su viejo caballo de batalla.
D’Artagnan hijo recibió este último regalo con un suspiro de resignación, porque no se le escapaba que, en un tiempo en el que todo el mundo entendía de caballos, haría el ridículo montado en él. Era un caballo grande y viejo, aunque todavía fuerte y con carácter. Tenía un estrafalario color amarillo, la cola desprovista de crines, y las patas traseras bien surtidas de tumores y panadizos. Además, había adquirido la manía de caminar con la cabeza inclinada, por debajo de las rodillas. Era sin duda un animal que no pasaba desapercibido, sobre todo al verlo montado por el héroe de esta historia: imaginaos, lectores, a don Quijote de la Mancha, pero con dieciocho años, sin armadura y vestido con una vieja chaqueta azul muy desteñida. Un don Quijote de cara larga y morena, pómulos salientes, mandíbula poderosa, ojos abiertos e inteligentes y nariz ganchuda y elegante.
Así era el joven caballero que cruzaba Francia en dirección a París, provocando la sorpresa y la risa de quienes se topaban con él. A las puertas de una posada de Meung-sur-Loire, a pocas jornadas de su destino, las cuchufletas de la gente fueron a más:
—Pero ¿qué es eso que viene por ahí? —dijo uno—: ¿De verdad que es un caballo?
Y otro contestaba:
—Tal vez lo fuera en otros tiempos, pero ahora parece más muerto que vivo.
—Ese chico haría mejor en cargar él a su montura y no al revés —añadió un tercero, lo que provocó las carcajadas de todos los presentes.
D’Artagnan, mortificado, contuvo su genio a duras penas, y lo cierto es que entró en el patio de la posada echando chispas. Allí, la cosa empeoró.
Esta vez fue un caballero quien comentó jocosamente con sus criados la curiosa apariencia del caballo del joven gascón. Era un tipo atlético, elegante y con aire peligroso, agravado por el parche que cubría uno de sus ojos y la cicatriz que le cruzaba el lado izquierdo de la cara. Sin embargo, eso no detuvo a D’Artagnan, quien, harto ya de tanta burla, saltó del caballo y le pidió explicaciones al caballero:
—¡Eh! ¡Monsieur! Dígame qué le hace tanta gracia, y así podré reírme yo también…
—No hablo con usted —respondió el interpelado, con displicencia.
—Pero yo sí que le hablo, monsieur —repuso D’Artagnan, que se encaró con él y añadió—: ¿Cómo se atreve a reírse de mi caballo?
—Yo me río de lo que me da la gana —le espetó el caballero, con aire desafiante.
—Eso tendrá que verse —concluyó D’Artagnan mientras echaba mano de la espada—: ¡En guardia!
Pero no hubo duelo. El caballero peligroso no desenfundó. Se limitó a sonreír y sus lacayos, armados con palos y garrotes, atacaron por la espalda a D’Artagnan, hasta dejarlo sangrando e inconsciente en el suelo.
El posadero y dos de sus empleados habían salido al patio al oír el alboroto, pero, temerosos de la reacción del caballero del parche y de la cicatriz, no se atrevieron a socorrer a D’Artagnan hasta que este y sus hombres se alejaron entre risas.
Entonces, uno de los mozos llevó al caballo amarillo a la cuadra, mientras que el propio posadero y otro empleado recogieron la alforja de D’Artagnan y llevaron a este, todavía inconsciente, a la cama de una de las habitaciones del establecimiento. Allí restañaron sus heridas, lo vendaron y avisaron a un médico.
Cuando este llegó, D’Artagnan deliraba, pero, tras un breve examen, el médico aseguró que no tenía nada roto y que, con los cuidados adecuados y descanso, apenas tardaría unos días en recuperarse…, aunque los quejidos del herido y sus delirios no parecían avalar su diagnóstico:
—¡Oh, mi cabeza! ¡Me duele!… ¿Dónde estoy? ¡La carta! ¡La carta! ¿Dónde está mi carta?
A todo esto, la alforja del joven había quedado muy a la vista en el salón de la posada y, en un descuido, el caballero del parche —que sabía pasar desapercibido cuando le convenía— registró su contenido y encontró la carta de recomendación dirigida al capitán De Tréville.
—Sospecho que debe de ser importante para este gascón cabezota —se dijo en voz baja, y se la llevó con sigilo.
Unas horas más tarde, mientras D’Artagnan empezaba a recuperar la conciencia, llegó un rico carruaje al patio de la posada. El caballero de la cicatriz se dirigió a él de inmediato y se puso a hablar a través de la ventanilla con la hermosa mujer que lo ocupaba.
El joven apaleado, despierto ya, pero aturdido, había hecho un ímprobo esfuerzo para levantarse y vio esta escena por la ventana. Al reconocer al caballero del parche, se lo llevaron los demonios, cogió la espada y se lanzó a trompicones hacia su provocador.
Llegó al patio a tiempo para oír parte de la conversación que mantenían el caballero y la dama, y también para advertir su extraordinaria belleza.
—Entonces, Su Eminencia me ordena… —decía esta.
—Volver de inmediato a Inglaterra, Milady, y avisarlo enseguida si el duque abandona Londres.
—Muy bien, ¿y qué hará usted, conde Rochefort?
—Me vuelvo a París.
—¿Sin castigar a ese muchacho insolente que se ha atrevido a exigirle explicaciones? —preguntó con un punto de desprecio la dama, a quien el llamado Rochefort había referido el incidente con tono de mofa.
El conde se disponía a responder, pero en ese momento llegó D’Artagnan al patio y gritó, mientras se abalanzaba lenta y penosamente hacia él y Milady:
—Es este insolente muchachito el que castiga a quienes lo ofenden —exclamó—, y espero que esta vez, monsieur, no se esconda detrás de sus lacayos.
—¿Esconderme? —inquirió el desconocido, frunciendo el ceño.
—Supongo, además, monsieur, que delante de una mujer no se atreverá a escapar, ¿verdad?
—Por favor —intervino Milady al ver que Rochefort se llevaba la mano a la espada—, recuerde que el menor retraso puede echarlo todo a perder.
—Tiene razón —convino el caballero, y detuvo su gesto—. Váyase, pues, por su lado, y yo por el mío.
Saludó a la dama con un gesto de cabeza y saltó sobre su caballo, mientras el cochero de Milady azotaba vigorosamente a las dos monturas que tiraban del carruaje.
—¡Cobarde! ¡Miserable! ¡Caballero de postín! —gritó D’Artagnan mientras trataba de alcanzar a Rochefort, pero estaba demasiado débil. Apenas había dado diez pasos cuando los oídos empezaron a zumbarle, se mareó, una nube de sangre pasó por sus ojos y cayó inconsciente en medio del patio.
Nada más recuperar el sentido, D’Artagnan mandó preparar la pomada de su madre y se resignó a esperar a que surtiera efecto antes de continuar su viaje. Al día siguiente se encontraba ya mucho mejor y decidió partir, pero al tomar la alforja para pagar al posadero, descubrió que la carta para Monsieur de Tréville había desaparecido. De forma instintiva, supo que el ladrón era ese tipo a quien la hermosa dama había llamado conde Rochefort. El joven gascón acusó el golpe, pero no desesperó. Estaba convencido de que tanto su palabra como la de su padre valían más que cualquier carta. Por tanto, se dirigió a París tan deprisa como pudo, porque ahora ya tenía dos motivos para encontrar a Rochefort y exigirle una reparación espada en mano.
Al clarear el día, ya en las puertas de París, D’Artagnan vendió el caballo de su padre al primer tratante que encontró. Consideró que, dentro de la ciudad, no necesitaría un caballo propio, y menos uno como el suyo, sobre todo si lo admitían en la compañía de los Mosqueteros del Rey, que disponía de magníficos caballos. Además, sabía que, para instalarse en la capital, iba a necesitar todo el dinero que fuera capaz de reunir. Así pues, se deshizo sin pena de su montura y se encaminó, con paso decidido, confiado y lleno de esperanza, hacia el cuartel de los Mosqueteros y residencia de su capitán, Monsieur de Tréville, junto a la abadía de Saint-Sulpice, en la orilla izquierda del río Sena.
A pesar de la hora temprana, en las puertas y en los patios del cuartel, incluso en la antesala del capitán De Tréville, D’Artagnan contó al menos sesenta imponentes mosqueteros armados hasta los dientes, situados como al descuido, en pequeños grupos, charlando entre ellos, atentos y sin embargo ajenos a la muchedumbre de solicitantes de audiencia que los rodeaban. No eran pocos los que buscaban en aquel tiempo el favor del capitán de la compañía de Mosqueteros del Rey, cuya confianza con el monarca era de sobra conocida.
Pese a no contar con su carta de presentación, a D’Artagnan no lo intimidó tanta parafernalia cortesana. Nada más identificar a un escribiente, se le presentó, insistió en que era gascón y su padre había sido compañero de armas del capitán, y le pidió audiencia con Monsieur de Tréville.
Estaba allí sentado, esperando a que lo atendieran, cuando el mismo escribiente salió y se puso a gritar:
—¡Athos, Porthos y Aramis! ¡Llamad a Athos, Porthos y Aramis! ¡El capitán los reclama!
Un murmullo de preocupación recorrió la antesala, y otros escribientes y aún mosqueteros salieron a buscarlos por todas partes. Entonces, el secretario buscó con los ojos a D’Artagnan y se le acercó.
—Al parece, joven, su apellido tiene peso —le dijo, no sin cierta admiración, y añadió, con tono apremiante—: El capitán lo recibirá ahora, pero sea breve, porque, en cuanto aparezcan esos tres golfos, Monsieur de Tréville se consagrará a la tarea de arrancarles la piel a tiras…
D’Artagnan no se hizo de rogar y entró rápidamente en el despacho. De Tréville lo esperaba sentado en su gran mesa. Sin ofrecerle asiento, le espetó con aire severo:
—¿Tienes alguna carta o documento que demuestren que eres hijo de mi viejo compañero de fatigas?
—La tenía, monsieur —explicó D’Artagnan, avergonzado—, pero un cobarde llamado Rochefort me la robó en la posada de Meung.
—Vaya… El conde Rochefort —dijo De Tréville—. ¡Qué curioso! Y, sin embargo, hay algo que no entiendo: si te robaron la carta, ¿por qué no volviste a casa a por otra? Es decir, ¿cómo te atreves a presentarte aquí, diciendo que eres el hijo de un viejo amigo mío de quien no tengo noticias desde hace casi veinte años, sin ninguna prueba que lo demuestre?
—Bueno, monsieur —respondió, picado, el joven gascón—, creí que, ante un hombre de honor, y gascón por añadidura, mi palabra y la de mi padre bastarían. Pero si no es así, monsieur, me voy inmediatamente…
El capitán, con un gesto conciliador y una sonrisa, no lo dejó irse, y estaba a punto de explicarse cuando el secretario abrió la puerta y anunció a los tres mosqueteros cuya presencia había demandado.
Estos entraron en la estancia contritos y silenciosos.
No era para menos. Al ver con qué formidable autoridad el capitán se puso a abroncar a tres de los que probablemente fueran sus mejores hombres, y no de los más mansos, y ante la modestia y el estoicismo con que esos tres mosqueteros aguantaban las invectivas de su jefe, incluso ante un desconocido, D’Artagnan comprendió tres cosas. La primera, que De Tréville no había sido desagradable o severo con él, sino solamente duro y precavido. La segunda, que los hombres a sus órdenes respetaban y querían a su capitán, y que lo único que temían en realidad era defraudarlo hasta el punto de perder su confianza y que los expulsaran de la unidad. Y la tercera, que el joven gascón también descubrió que lo que había molestado tanto a Monsieur de Tréville no era que esos tres mosqueteros se hubieran peleado con varios guardias del cardenal Richelieu —esa era la causa formal de su rapapolvo—, sino que sus hombres, aun estando desprevenidos y casi desarmados, hubieran sido derrotados por los hombres de Su Eminencia.
D’Artagnan sabía que tanto amigos como enemigos solían llamar por su título eclesiástico —Su Eminencia o monseñor— a Armand Duplessis, duque de Richelieu, cardenal de la Iglesia católica y primer ministro de Su Majestad Luis XIII: nada menos que el hombre más poderoso de Francia y podría decirse que de casi toda Europa, y uno de los más brillantes y astutos de su tiempo.
Mientras