Round 12

Diego Moraes

Fragmento

Round 12

I

Tan cerca había estado del cielo que, cuando debió cumplir prisión preventiva en la cárcel de Carabanchel a la espera del juicio, Alfredo tuvo buenas razones para sospechar que aquello sería la antesala del infierno.

La mañana que su pobre alma fue conducida a la prisión, una furiosa tormenta se desencadenaba sobre Madrid. Sin lugar a dudas, esto contribuyó a que no concurriera a esperar su arribo la numerosa cantidad de periodistas y curiosos que se habría congregado si las condiciones meteorológicas hubiesen sido diferentes. Apenas si algún que otro integrante de la prensa se atrevió a desafiar las inclemencias del temporal para conseguir la exclusiva, pero ninguno de ellos optó —como Alfredo imaginó en sus peores pesadillas— por extenderle un micrófono para obtener sus declaraciones. Esto sucedía en los primeros días de agosto de 1994, cuando la noticia sobre la detención y el encarcelamiento de una de las grandes glorias del deporte de España ya había corrido como reguero de pólvora por toda Europa.

Escoltado por una patrulla, el vehículo policial que lo trasladaba desde la Audiencia Provincial se detuvo a pocos metros de la monumental entrada de la prisión. La sombría y triste silueta del edificio, minuciosamente concebido por el franquismo para despertar sentimientos tenebrosos, se estremecía a la luz del furioso estallido de los relámpagos. Dos guardias armados y con cara de pocos amigos salieron a su encuentro. Las puertas del vehículo se abrieron y de él descendieron, primero, otros dos guardias, también armados, y, luego, seis prisioneros encadenados de pies y manos, a quienes se les indicó, con un gesto, ubicarse uno delante del otro y esperar instrucciones. Alfredo era el último de la fila y, a pesar de que se hallaba cabizbajo, su enorme tamaño corporal lo destacaba entre los demás integrantes del grupo.

A continuación, los detenidos fueron conducidos a lo largo de la primera galería hasta al puesto de guardia, junto a los locutorios y las salas de visitas. Más de cien metros tenía aquel peregrinaje, dos veces interrumpido por puertas de hierro cuyas cerraduras otros funcionarios carcelarios operaban con asombrosa destreza. Curiosamente, no era aquella la primera vez que Alfredo recorría ese camino. Años atrás, cuando los vientos de la vida soplaban en dirección contraria, había visitado Carabanchel para conceder una entrevista a unos reclusos que editaban una revista cultural y que deseaban conocer un poco más sobre su trayectoria deportiva. Pero, en aquel entonces, era un hombre libre el que avanzaba por esos pasillos, en la cúspide del éxito y de la fama, a quien el destino sonreía y en cuya mente solo habitaban imágenes dichosas, al menos más dichosas que las que evocaban las penurias del presente.

En el puesto de guardia, los prisioneros fueron sometidos a una rigurosa revisión. Luego de quitarles los grilletes de las muñecas y los tobillos, los obligaron a desnudarse y colocar sus ropas encima de una mesa. Dos carceleros se dedicaron a revisar las prendas, mientras otro vigilaba que ninguno de los presos realizara movimientos sospechosos y un cuarto inspeccionaba el cuerpo de los detenidos. Uno tras otro, se les ordenó abrir la boca y llevar la lengua al paladar, y con ayuda de una linterna se comprobaba que no tuviesen nada escondido entre los dientes. También les hicieron bajarse los calzoncillos hasta las rodillas, llevar las manos a la nuca, agacharse y toser, para que expulsaran cualquier objeto oculto en los intestinos. Solo cuando hubo la seguridad de que ninguno de los nuevos internos representaba un peligro, se les permitió volver a vestirse y dar por culminada la humillante ceremonia.

Desde allí los llevaron hasta el puesto de control, una cúpula de acero y vidrios blindados ubicada en el centro de las galerías. Uno de los funcionarios les explicó los pormenores del funcionamiento interno de la cárcel; en especial, el régimen de visitas, el régimen de peculio, la administración de las pertenencias y el manejo del dinero enviado por las familias. Por supuesto, el carcelero no dejó de advertir que cualquier conducta inconveniente tendría como respuesta un inmediato envío al Bronce, el módulo de aislamiento y castigo de Carabanchel, que era el terror incluso de los presos más peligrosos. Acto seguido, les hizo firmar un formulario y entregó a cada uno dos sábanas, una manta de abrigo, dos rollos de papel higiénico, un plato de metal y una cuchara, instrumentos muy valiosos, ya que eran los únicos permitidos en el comedor.

Sin mayores trámites, Alfredo fue conducido hasta su celda. Esta estaba ubicada en el segundo piso de la sexta galería. En Carabanchel había ocho galerías. Cada galería tenía dos alas de cuatro pisos de celdas. En los dos primeros niveles se encontraban los presos menos problemáticos, así como los primarios y los procesados; en el tercer nivel estaban los reclusos con medidas de seguridad especiales: los enfermos, los delatores, los expolicías, los violadores, los homosexuales y los extranjeros que tenían dificultades en el manejo del idioma español, y en las celdas del nivel superior estaban encerrados los presos más peligrosos: los asesinos, los pandilleros y los grandes narcotraficantes. La celda de Alfredo se encontraba en un sector no demasiado conflictivo, pero esto no le impidió convivir con toda suerte de estafadores, ladrones, rapiñeros y secuestradores de los cinco continentes.

A medida que avanzaba hacia su cautiverio por aquellas tenebrosas galerías, Alfredo sintió que se le formaba un nudo en el estómago. La oscura fama de Carabanchel auguraba nefastas perspectivas. Construida a partir de 1940 por orden del general Francisco Franco para encerrar allí a sus opositores políticos y levantada ladrillo por ladrillo por los presos bajo régimen de trabajo forzado, era aquella una cárcel modelo, dotada de los más modernos sistemas de vigilancia. Había sido edificada no solo para que nadie pudiera escapar, sino también para que los reclusos se sintieran controlados todo el tiempo. Se hablaba de crueles requisas, violentas peleas entre bandas, torturas inhumanas, sometimientos psicológicos de diversa naturaleza… Alfredo era un hombre valiente, pero, al recordar estas historias sobre aquel símbolo del franquismo y observar el tétrico panorama a su alrededor, no pudo evitar que un escalofrío le recorriera la columna vertebral.

Durante aquel penoso trayecto, tampoco dejó de advertir la singular conmoción que su presencia provocaba en el ambiente carcelario. Esto era perfectamente comprensible, por otra parte. Su caso judicial había ocupado los titulares de los periódicos durante varios días y, además, él era toda una celebridad, una leyenda de la época de oro de los pesos pesados, un siete veces campeón de Europa que se había enfrentado a cuatro campeones mundiales. Nadie en Carabanchel ignoraba que iba a ser trasladado allí de un momento a otro, y hasta se cruzaron apuestas respecto a qué sector le tocaría en suerte. Cuando los de la sexta galería advirtieron que serían ellos los afortunados de compartir el cautiverio con el ídolo popular, expresaron su júbil

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